sábado, 8 de marzo de 2025

LA MUERTE SÚBITA

La muerte súbita -el ideal de los católicos actuales- fue siempre la peor pesadilla de los católicos de épocas anteriores

Por Bruno


Un tío mío contaba una anécdota que siempre me llamó mucho la atención. En cierta ocasión, varios compañeros de trabajo se habían puesto a hablar y la conversación, de alguna manera, recayó en cómo le gustaría a cada uno morirse. Hablaron varios, que fueron comentando lo habitual con ligeras variantes, hasta que llegó uno que se limitó a decir: “yo le he pedido a Dios una muerte lenta y dolorosa, para que me dé tiempo a arrepentirme de mis pecados”. La conversación terminó ahí, claro, y todos se quedaron en silencio y con la boca abierta. A fin de cuentas, quien más, quien menos, si los demás le habían pedido algo a Dios era no morirse nunca.

Siempre me acuerdo de esta anécdota al hablar de la muerte, porque lo cierto es que se ha producido un cambio asombroso en la forma de considerar la muerte entre los católicos. Si hiciéramos una encuesta o preguntáramos al azar a los católicos que salen de Misa de doce, la respuesta más frecuente sería el deseo de una muerte rápida, sin darse cuenta, a ser posible durante el sueño y, por supuesto, sin ningún dolor. Es algo tan asumido y generalizado que no creo que nadie se sorprenda por ello.

Digo que el cambio ha sido asombroso, sin embargo, porque esa muerte ideal de los católicos actuales fue siempre la peor pesadilla de los católicos de épocas anteriores. Basta consultar misales o devocionarios antiguos para encontrar en todos ellos la petición clásica: a morte subitanea et improvisa, liberanos Domine. De la muerte súbita e imprevista, líbranos, Señor. ¡La muerte ideal del católico medio actual era uno de los grandes males de los que se pedía a Dios que nos librara!

En el pasado, la costumbre moderna de no pensar en la muerte, no hablar de ella y hacer como si no existiera se consideraba algo propio de los peores inconscientes y los pecadores endurecidos. En efecto, el memento mori, el recordatorio de la muerte, era constante en el arte, los monumentos públicos, la literatura y la predicación. Los predicadores advertían con gran frecuencia de la necesidad de ser conscientes de que uno iba a morir y, por lo tanto, de convertirse ya, sin esperar a mañana, precisamente por el peligro de la muerte repentina, que privaría al pecador de la última oportunidad de conversión y arrepentimiento. Los libros dedicados al “arte de bien morir”, como el de San Roberto Belarmino, eran algunos de los tratados espirituales más leídos y difundidos.

Asimismo, el sufrimiento que suele acompañar a la muerte se consideraba una penitencia saludable para el alma, generalmente muy necesitada de ella. El ejemplo de los santos mostraba que, si bien la muerte era un trance difícil, el cristiano no debía huir de ella, sino afrontarla cara a cara. San Francisco, por ejemplo, poco antes de morir le decía al médico: “hermano, dime la verdad; no soy un cobarde que teme a la muerte. El Señor, por su gracia y misericordia me ha unido tan estrechamente a Él, que me siento tan feliz de vivir como de morir”. En efecto, a pesar de los sufrimientos que le ocasionaba su enfermedad, murió alabando a Dios con sus hermanos frailes, escuchando la lectura de la Pasión según San Juan y dando la bienvenida a la “hermana muerte”.

¿Cómo es posible que, siendo esa la tradición cristiana, en la actualidad la inmensa mayoría de los católicos tengan una actitud completamente distinta ante la muerte? Es evidente que vivimos en una época blandita y apóstata, que no tiene respuesta para la muerte y, por lo tanto, prefiere hacer como si esa muerte no existiese. Eso no es difícil de entender: el Mundo es mundo y se dedica a sus mundanidades. Tampoco sorprende que muchos católicos se vean influidos y seducidos por el ambiente, como la semilla que crece entre espinos.

Lo extraño, lo indignante y lo triste es que la misma predicación de la Iglesia sobre este tema parece haberse adaptado en gran medida a las sensibilidades mundanas. Prácticamente nunca se habla en las homilías de la muerte y, si se hace, es de forma eufemística, como un paso inmediato y automático al cielo. Prácticamente nunca se recuerda a los fieles que van a morir y deben prepararse para el momento crucial de la muerte. Prácticamente nunca se habla, por supuesto, del valor salvífico del sufrimiento unido a la Cruz de Cristo. Prácticamente nadie pide a Dios que le libre de la muerte súbita e imprevista. La mayoría de los católicos muere sin un sacerdote a su lado, en parte porque los clérigos están muy ocupados en otras cosas y en parte porque los familiares ya no ven la necesidad y prefieren que el enfermo sea sedado hasta la muerte.

Como resultado, los católicos se han hecho indistinguibles de los paganos también en este aspecto: desean la muerte súbita, temen más al sufrimiento que al pecado, engañan a los enfermos para que no sepan que se están muriendo y gran parte de ellos miran con buenos ojos la eutanasia que proporciona esa deseada muerte súbita e indolora (incluidos, para mayor vergüenza, varios miembros de la nueva Pontificia Academia Vaticana para la Vida). La sal se ha vuelto sosa y para nada vale ya.

Dios tenga misericordia de nosotros, nos enseñe a mirar cristianamente la muerte y, si es su voluntad, nos dé la gracia de librarnos de la muerte súbita e imprevista, para que podamos arrepentirnos de nuestros pecados y morir bendiciendo a Dios, como mueren los santos.

FUNERAL DE MONSEÑOR WILLIAMSON EN CANTERBURY

El miércoles 26 de febrero, se celebró en Canterbury, en el condado inglés de Kent, el funeral de Su Excelencia Monseñor Richard Nelson Williamson, quien entregó su alma a Dios el pasado 29 de enero.


La larga espera para el funeral se debe a los retrasos burocráticos particularmente largos en Inglaterra, pero también a la dificultad de encontrar un lugar adecuado para el evento histórico y solemne: uno de los cuatro obispos consagrados por Monseñor Marcel Lefebvre ha fallecido, tras la muerte de Monseñor Bernard Tissier de Mallerais, fallecido el pasado otoño.

Las iglesias, hoy más que nunca, están usurpadas por quienes ya no profesan la fe católica. No se podía pues esperar la posibilidad de una celebración fúnebre para un obispo tan importante para la galaxia de la tradición, en una tierra inglesa cada vez más protestantizada, incluso en las catedrales católicas, mientras que prácticamente nada quedaba del anglicanismo.

La misma espléndida y majestuosa Catedral de Canterbury, antaño católica, donde las reliquias de Santo Tomás Becket, arzobispo, fueron destruidas por los protestantes, es ahora prácticamente un museo.

Por lo tanto, era imposible para un obispo que seguía siendo católico como Williamson acceder a lugares de culto históricos. Sin embargo, nada habría podido ayudar a celebrar un funeral solemne e impecable.

Según informó 
Renovatio21, el funeral de Su Excelencia tuvo lugar el 26 de febrero por la mañana a las 11 am hora inglesa en un gran salón en el centro del condado de Canterbury.

El celebrante fue Monseñor Paul Morgan, último obispo consagrado por Williamson, quien, tras la muerte de Monseñor, residirá en Broadstairs - residencia histórica, desde aproximadamente 2012, de Monseñor Williamson - para seguir ocupándose del apostolado inglés, pero también en parte del francés.

También estuvieron presentes para ayudar y organizar la liturgia Monseñor Giacomo Ballini de Irlanda, Monseñor Michal Stobnicki de Polonia, Monseñor Tomás de Aquino de Brasil y Monseñor Gerardo Zendejas de América.

Estuvieron presentes numerosos sacerdotes procedentes de todo el mundo, incluidos tres de Italia, dos dominicos de Avrillé, junto con algunas monjas y otros religiosos y religiosas de diversas partes.

Además del clero y los religiosos, más de doscientos cincuenta fieles estuvieron presentes para asistir a la Misa Pontificia de Réquiem. El funeral duró más de dos horas: al final de la Misa pontificia, tuvo lugar la homilía de Monseñor Morgan, a la que siguió el antiguo rito de la quíntuple absolución ante el féretro, con una oración especial de absolución recitada por tres obispos y dos sacerdotes, que rociaron e incensaron el cuerpo.

Un coro de fieles acompañó todo el rito con cantos sagrados.

Al final de la quíntuple absolución, se celebró una ceremonia conmemorativa a cargo de Henri Williamson, hermano mayor del obispo inglés, quien estuvo presente junto con algunos sobrinos de Monseñor Williamson.

Finalmente, el ataúd de Su Excelencia fue llevado a Broadstairs para ser enterrado en un antiguo cementerio benedictino, como había deseado el Obispo, acompañado por un pequeño grupo de sacerdotes y los obispos, en una ceremonia más privada.

Según la tradición inglesa, se ofrecieron refrigerios a los presentes en el solemne funeral en las salas circundantes.

Para concluir, fue un momento de gran emoción y reflexión, en torno al cuerpo de uno de los obispos quizás más importantes que hemos conocido en este cambio de milenio, acompañado desde el día anterior, por la tarde, por el Oficio de Difuntos y el rezo del Santo Rosario, al que Monseñor era tan devoto.

Que su recuerdo y su obra permanezcan vivos en nuestros corazones, en nuestra Fe y en la esperanza de ver pronto florecer nuevamente el Reino Social de Nuestro Señor Jesucristo y su Santa Iglesia Católica, como siempre lo ha enseñado firmemente Monseñor Williamson.


8 DE MARZO: SAN JUAN DE DIOS, Fundador


8 de Marzo: San Juan de Dios, fundador

(✞ 1550)

Nació el admirable varón San Juan de Dios en la Villa de Monte Mayor en el reino de Portugal, de padres virtuosos y pobres.

En su mocedad andaba mudándose de pastor a soldado, y de soldado a pastor, sin decidir qué camino tomar.

Después se puso a vender libros y estampas, convirtiéndose en predicador apostólico, porque repartiendo estampas a los niños les enseñaba la doctrina, y a los mayores exhortaba a huir de las culpas, reduciendo muchos pecadores a penitencia.

Así pasó algunos años, y andando un día su camino, encontró un niño muy hermoso, con vestido pobre y roto y los pies descalzos.

Lo tomó, pues, llevándolo en hombros y era al principio una carga liviana, pero luego se hizo tan pesada que sudaba el santo, y se fatigaba en gran manera, por lo cual, hallando una fuente, lo dejó para beber y reposar.

Pocos pasos había dado hacia la fuente cuando oyó a su espalda la voz del niño que le decía: “Juan, Granada será tu cruz”, y volviendo el rostro vio que el niño celestial le mostraba una granada abierta que tenía en la mano, y en medio de la granada había una cruz, y luego desapareció.

Se encaminó el santo a Granada, y en una mala casilla puso su pequeña librería, más ansioso de ganar almas que dinero. Predicaba a la sazón en Granada, el beato padre maestro de Ávila, y oyendo sus sermones el santo, quedó tan encendido en un divino fervor, que comenzó a servir a Dios con una muestra de altísima y perfectísima santidad.

Luego repartió todo lo que tenía a los pobres y encarcelados, y se dio a tan maravillosos extremos de penitencia y humildad, que se hizo un espectáculo en el pueblo, hasta el punto de tenerle muchos por loco y afligirle como tal en las calles y en el hospital de locos.

Fue allí a verle el maestro Ávila, que era su director espiritual, y le dijo que era ya tiempo de quitarle aquella máscara de fingida locura, para atender a otras obras del servicio divino.

Entendiendo, pues, que el Señor le llamaba a los oficios de misericordia con los pobres enfermos, construyó los cimientos de la Orden de los Hermanos Hospitalarios, y alcanzó al poco tiempo médicos, cirujanos, boticarios y más, e hizo entre sus amados enfermos indecibles proezas de caridad.

Un día, el Hospital Real de Granada se incendió, y nadie se atrevía a entrar adentro por estar la puerta llena de humo y de fuego. Llegó corriendo San Juan de Dios, y fue sacando cuantos pobres había en la sala que ardía, trayéndolos a cuestas, y saliendo ileso al cabo de media hora de entre las llamas.

Finalmente, después de una vida llena de prodigios, méritos y virtudes, a la edad de cincuenta y cinco años descansó en la paz del Señor, quedando su cuerpo hermosísimo y arrodillado como cuando oraba.



viernes, 7 de marzo de 2025

LA JUDAIZACIÓN DE ARGENTINA

Publicamos una entrevista realizada por Javier Navascués al juez argentino Alfredo López, quien ha denunciado lo que los "obispos" callan.


El Dr. Alfredo E. López nació en la ciudad de Buenos Aires. Abogado por la UBA, trabajó en el Poder Judicial de la provincia de Santa Cruz como secretario, defensor oficial y juez. Actualmente es Juez Federal en Mar del Plata. Ejerció la docencia en la Universidad Nacional de la Patagonia austral en la materia Derecho Privado.

- ¿Cómo se puede constatar que el gobierno de Milei, en su mayoría compuesto por judíos practicantes, ningunea al catolicismo en Argentina?

- Se constata en el permanente desprecio oficial al catolicismo, a pesar que la propia Constitución Nacional prevé en su artículo 2 que el Estado sostiene el culto católico, que no es solamente desde el punto de vista económico, sino también moral. Sin embargo, tanto Milei como sus Ministros actúan como si fueran funcionarios del Estado de Israel, participando en actos, eventos y homenajes a Israel y a los judíos.

- Fue muy notoria la irreverencia de usar figuras de santos católicos con el rostro de Milei…

- Sí, sus seguidores en las redes sociales, llamados libertarios, difunden imágenes católicas alterándolas, poniendo la cara de Milei en íconos de Dios, los santos y los ángeles. Además de la irreverencia de que su programa partidario se llame "La Misa" por ejemplo.

- Usted es un conocido juez que destaca por su coherencia católica y no se ha callado y por eso ha estado siempre en el punto de mira…

- Así es. Cuando cuestioné el uso de la iconografía católica para endiosar a Milei, con fines propagandísticos recibí un ataque en masa de sus adeptos en las redes sociales, pero para sorpresa de ellos la adhesión a mi crítica fue abrumadora.

- Tanto es así que la organización judía DAIA le ha denunciado acusándole de "antisemitismo" por publicar en su cuenta de Twitter noticias sobre las acusaciones que hace la comunidad internacional a Netanyahu…

- Exacto, a partir de que difundí lo resuelto por la Corte Penal Internacional, cuya acusación fiscal, que cuenta con un asesor, experto de origen judío, consistió en delitos de lesa humanidad, genocidio, violación de los derechos humanos en la Franja de Gaza, contra la población civil Palestina, perpetrados por el Primer Ministro de Israel Netanyahu y su Ministro de Defensa y que llevó a que se emitieran las respectivas órdenes de captura internacionales, recibí un ataque en masa en las redes sociales de parte de judíos y militantes libertarios, pero como ya había sucedido antes, el repudio que recibieron fue mayoritario.

La DAIA (delegación de asociaciones israelitas argentinas) procedió a denunciarme por "antisemitismo" ante el Consejo de la Magistratura que es el órgano encargado de remover a los jueces. Ello generó la repulsa masiva de la ciudadanía por la pretensión de censura y el ataque a la libertad de expresión.

- También exigen que le expulsen como juez. ¿Hasta que punto es un gravísimo atropello?

- Lo es y constituye una gravedad institucional mayúscula, puesto que la DAIA en realidad no representa a los judíos, sino al Estado de Israel, constituyendo una inadmisible injerencia en los asuntos internos de nuestro país, porque están a favor del genocidio que está perpetrando el gobierno israelí en la Franja de Gaza. Además de afectar el derecho a la libertad de expresión hay una velada intención de censura de la información que expresa la verdad de los hechos y de castigar, sancionar y perseguir a quienes las dan a conocer.

- ¿Qué argumentos va a esgrimir en su defensa?

- En primer lugar los jueces no perdemos la condición de ciudadanos por ser magistrados, esto lo ha confirmado el Consejo de la Magistratura en diversas ocasiones, razón por la cual gozamos del derecho a la libertad de expresión, como cualquier otro ciudadano. Además lo expresado no es falso, muy por el contrario, está avalado por la realidad de los hechos y la circunstancia de que se hayan sacado de contexto los extractos utilizados en la denuncia, es prueba de la mala fe de los denunciantes.

- ¿Qué le impulsa a luchar por defender la verdad y la causa católica en Argentina?

- Es el deber de todo Católico defender la Fe, ante los agravios, ofensas y desprecio cometidos recurrentemente por el gobierno de Milei en la Argentina y la verdad sobre las atrocidades que está cometiendo el Estado de Israel en la Franja de Gaza y que los avala el oficialismo en complicidad con los medios de comunicación.

- ¿Se podría decir que Argentina se ha convertido en un satélite de Israel?

- Lamentablemente sí, afectando a la Soberanía Nacional y poniendo en riesgo la seguridad, ya que ésta subordinación a las políticas de Israel y EE.UU, que ya tienen su antecedente durante el gobierno de Menem, nos ha costado los dos peores atentados criminales ocurridos en nuestro país tanto en la Embajada de Israel como en la AMIA, la mutual judía.

Por Javier Navascués

EL RUMBO DE LA IGLESIA

La Iglesia vive de la Tradición, siempre debe volver a ella, especialmente, cuando le ha sido indiferente o se ha distanciado de la misma, fascinada por la agenda mundana.

Por Monseñor Héctor Aguer


La Tradición no es mera repetición de lo mismo, sino una realidad viviente, que crece y se desarrolla. Hace ya muchos siglos, San Vicente de Lerins enunció su ley: “In eodem scilicet dogmate, eodem sensu, eademque sententia”; es decir, un desarrollo en el cual la Tradición permanece siempre idéntica, pero resulta siempre nueva. Ésa es su riqueza. La Iglesia de los próximos años debe volver a la riqueza de la Tradición. En muchos países han comprendido esto los jóvenes, mientras que sus mayores permanecen aferrados a novedades pasajeras. Este hecho -que puede comprobarse estadísticamente- resulta paradojal.

Señalo un segundo elemento que debe integrar el programa de la Iglesia en los próximos años. Es una nueva vigencia del mandato apostólico que los Doce recibieron de Jesús, y transmitieron a la posteridad: hacer que todos los pueblos y todos los tiempos crean en el Evangelio. El ejercicio de este mandato implica dar a conocer la Persona y la obra de Cristo. La Iglesia, a pesar de su desarrollo de siglos sigue siendo en el vasto mundo un “pequeño rebaño”; la Misión es esencial en su vida. Especialmente, es necesario fortalecer los enclaves que ya se han instalado en regiones paganas o donde subsisten antiguas religiones.

Otro elemento con el que espontáneamente se extiende la vida de la Iglesia es el diálogo entre la Fe y la cultura; que tiene por fin la creación de una cultura cristiana. La historia eclesial atestigua que, a lo largo de los siglos, hubo épocas en que la cultura cristiana fue una realidad; las obras de esos períodos permanecen como pruebas, y constituyen a la vez ejemplos para el futuro. No se trata de copiar esos modelos; en cada época la realidad mundana ofrece una nueva oportunidad que la vigencia de la Fe aprovecha. Es la perenne realización del diálogo Fe - cultura.

El rumbo de la Iglesia apunta al Cielo. Ése es el fin de la creación del espacio eclesial, que surgió en Pentecostés con el discurso de Pedro. ¿Cómo la figura del primero entre los Doce se prolonga en el Pontificado papal? Es que Pedro llegó a Roma y acabó allí sus días. Cuando uno va a Roma le muestran la sepultura de Pedro. No se puede negar. La historia lo corrobora. Pero la Iglesia predica el Fin, que es la consumación del Reino, del cual ella es un módico anticipo.

La predicación de la Iglesia a los fieles debe mostrarles el Cielo como la meta de cada vida. Explicará, también, que el Cielo es la visión del Dios Trino “cara a cara”. Lo escribió el Apóstol Juan: “Cuando lo veamos seremos semejantes a Él” (1 Jn 3, 2).



LA CALMA, PARTE INTEGRAL DE LA INOCENCIA

Contemplar la naturaleza lleva al niño a considerar la existencia de Dios.

Por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira


Poseer inocencia es importante para tener una primera noción cristalina de la perfección original de todas las cosas. Naturalmente, esta noción es más lúcida en unos, menos lúcida en otros, según la gracia y la naturaleza. En un niño, es generalmente una noción inconsciente.

Esta primera inocencia hace que el sentido psicológico sea muy agudo, aunque generalmente se va apagando con el tiempo. Por otra parte, hay una lucidez infantil que la madurez puede llevar más tarde a su plenitud.

Si en el hombre existe un orden fundamental, le es imposible admitir el desorden como condición normal y fundamental del universo, salvo en forma de desastre colateral y limitado. En el alma se encuentran los primeros elementos de un conocimiento racional, aliados a los inicios de un amor cognoscitivo.

Como vimos en el artículo pasado, este primer conocimiento en apariencia parece tener asombrosas profundidades racionales y también asombrosas superficialidades no racionales. No se entiende bien cómo éstas coexisten, pero en realidad se combinan perfectamente.

A partir de esta acción de primera inocencia, un niño se sonroja cuando alguien le dice que lo que hizo fue “feo”. En esa formación temprana, decirle que algo que hizo es “feo” tiene un efecto mayor que decirle que es “malo”. Esto es muy significativo.

La inocencia es, por lo tanto, un tipo de pacto con Dios que todas las almas tuvieron en su primera infancia. Hay en ella algo así como la famosa escena de Dios caminando con Adán en el Paraíso. Es una gracia primordial, donde el Creador se complace en conversar con su criatura, el Autor con su obra. (Cf. Gn 3,8)

Nostalgia de la primera inocencia

Por ejemplo, después de muchas victorias y éxitos como adulto, Napoleón reconoció que el día más feliz de su vida fue el día de su Primera Comunión. ¡Napoleón, que se coronó en Notre Dame como Emperador! Esto dice mucho. Es un testimonio elocuente.

Napoleón: “El día más feliz de mi vida fue mi Primera Comunión”

También René de Chateaubriand, famoso por ser uno de los más grandes autores franceses, dice algo parecido. Consideremos este pasaje que describe sus recuerdos de su Primera Confesión y Primera Comunión:
“Al llegar a la Iglesia, me postré ante el presbiterio y quedé como aniquilado. Cuando me levanté para ir a la sacristía donde me esperaba el cura, me temblaban las rodillas. Me arrojé a los pies del cura y apenas logré pronunciar mi Confiteor.

'¡Bien! ¿Has olvidado algo?', me preguntó el hombre de Jesucristo. Yo estaba mudo. Él preguntó de nuevo, y el fatal 'No, no, Padre' salió de mi boca. Dio un paso atrás... y se disponía a darme la absolución.

Un rayo lanzado sobre mí por el Cielo hubiera causado menos miedo: '¡No lo dije todo!'. Yo grité. Ese temible juez, ese representante del soberano Arbitro, cuya fisonomía me inspiraba tanto temor, se convirtió entonces en el más tierno pastor. Me abrazó y derramó lágrimas: '¡Vamos, dime, hijo mío, ánimo!'

Nunca tendré un momento igual a ése en mi vida. Si se me hubiera quitado de encima el peso de una montaña, mi alivio no habría sido mayor. Sollozaba de felicidad...

El brazo [del confesor] ​​se levantó para dejar caer el rocío celestial sobre mi cabeza [para darme la absolución]; me incliné para recibirlo. Sentí que participaba de la felicidad de los Ángeles. Salí y me precipité al seno de mi madre, que me esperaba al pie del altar. No parecía el mismo a mi maestro y a mis compañeros. Caminaba con paso ligero, la cabeza alta, un aire radiante, con todo el triunfo del arrepentimiento...

En ese día [de mi Primera Comunión] todo era de Dios y para Dios. Sé perfectamente lo que es la fe: la presencia real de la Víctima en el Santísimo Sacramento del altar me resultaba tan sensible como la presencia de mi madre a mi lado. Cuando la Hostia fue depositada en mis labios, me sentí completamente iluminado por dentro. Temblaba de respeto y la única cosa material que me preocupaba era el temor de profanar el Pan Santo” (Memoires d'Outre-Tombe, Librairie Générale Française, 1973, pp. 103-105)
Una niña le da su ramo de flores a un niño campesino.

Un niño bueno tiene un tipo de apertura del alma que casi no conoce. Es dulce, afable, con una pronta facilidad para dar lo que tiene. A un niño bueno, por ejemplo, le gusta hacer pequeños dibujos que luego quiere regalar a los demás.

Tiene un gran sentido de admiración por sus mayores. Trata de verlos en sus mejores aspectos y le encantan esos aspectos.

Tomemos un niño de tres o cuatro años. Una de las cosas que mejor caracteriza la inocencia –la inocencia más profunda, elemental y, por así decirlo, virginal– es una cierta calma.

El niño de esa edad (en la época en que no había televisión, por supuesto) tiene una calma en la que nada lo agita y generalmente no se aferra nerviosamente a nada.

Así, cuando, por ejemplo, sus padres le niegan algo que quiere, puede insistir o llorar, pero hay un tono que su estado temperamental no adopta: el del odio. Ni odio ni agitación.

La calma, parte integrante de la inocencia

Existe incluso un modo de estar aprensivo y de enfadarse en el que el niño no pierde el control de sí mismo. Esto también puede llamarse calma. No se trata de estar tenso o relajado, sino más bien de mantener un estado de ánimo en el que todo el temperamento –todos los instintos, todas las sensibilidades– reaccionen de un modo enteramente proporcional a lo que se le presenta. En este sentido, la calma forma parte de la inocencia.

De hecho, teniendo presente el tema de la felicidad, conviene recordar que la calma es el mayor placer de la vida. Quien no comprende esto no comprende nada: no sabe vivir.

7 DE MARZO: SANTO TOMÁS DE AQUINO, Confesor


(✞ 1274)

Bienaventurados los mansos, 
porque ellos poseerán la tierra.
(Mateo, 5,14).

El bienaventurado Santo Tomás de Aquino, doctor angélico y luz de la Iglesia Católica, fue hijo de los nobilísimos condes de Aquino.

A los cinco años de edad fue enviado al monasterio de Monte Casino; a los diez volvió a Nápoles, en donde aprendió las letras humanas, y a los catorce tomó el hábito de Santo Domingo.

No es posible decir ni casi imaginar lo que su madre, sus dos hermanas y sus dos hermanos hicieron para hacer desistir al santo mancebo y estorbar su santo propósito, porque le maltrataron, pusieron las manos sobre él, y por fuerza quisieron quitarle el hábito y se lo rompieron.

Lo hicieron llevar preso con guardias a la fortaleza de Rocaseca donde lo maltrataron sobremanera, no solo con un penoso encarcelamiento, sino con otros medios infernales, llevándole una mujer recién casada y lasciva para que lo pervirtiese al mal, más el purísimo joven, viendo que la mujer no entraba en razones, echó mano a un tizón que había en el fuego que estaba en la chimenea, y arrojó aquel demonio del infierno, por cuya victoria mereció que dos ángeles del cielo le pusiesen un cíngulo de perpetua castidad.

Pasados dos años de prisión, oyó Teología en la ciudad de Colonia, donde sus condiscípulos, viendo que siempre callaba, y que su complexión era gruesa y abultada, le llamaban el “buey mudo”, pero su maestro, que era el famoso Alberto Magno, les dijo: “¿A este llamáis buey mudo? Pues yo os aseguro que ha de dar tales mugidos que se oirán por toda la tierra”. 

Y en efecto, se cumplió este pronóstico, desde que Santo Tomás fue graduado como doctor en la universidad de París, porque así en las cátedras como en los libros asombró al mundo con su maravillosa sabiduría.

Acudía siempre a Dios en sus dudas, y estando en Nápoles orando en la capilla de San Nicolás, se comenzó a arrebatar y a levantarse en el aire, le habló el crucifijo que está en el altar, y le dijo: “Bien has escrito de mí. Tomás, ¿qué recompensa quieres?”. Y él respondió: “Ninguna cosa quiero, Señor, sino a Vos”.

Finalmente, después de haber escrito la Summa Theologiæ y otros muchos libros, y predicado como apóstol el Santo Evangelio, y edificado con sus excelentes virtudes a toda la Iglesia de Dios, a los cincuenta años de edad, recibió el premio suspirado de sus merecimientos, resplandeciendo eternamente como sol y guía segura de las escuelas.


Oración

Oh Dios, que iluminasteis a vuestra Iglesia mediante la maravillosa erudición de vuestro bienaventurado confesor Santo Tomás,
y que la fecundáis mediante la santidad de sus obras,
concedednos la gracia de comprender sus enseñanzas e imitar sus virtudes.
Por Jesucristo Nuestro Señor.
Amén.


jueves, 6 de marzo de 2025

DE CÓMO CIERTOS FOLLETISTAS PROTESTANTES, TENDRÍAN GRAN NECESIDAD DE APRENDER EL ARTE DE VERIFICAR LAS FECHAS (45)

Por falta de esa precaución ellos se exponen a contradecirse el uno al otro, lo cual es cosa de mal gusto y de peor efecto, para el objeto que se proponen.

Por Monseñor De Segur (1862)


Entre los folletos protestantes que abiertamente atacan al Catolicismo, hay algunos cuyos autores pretenden confundir para siempre a la Iglesia Católica, convenciéndola de innovación; y para eso citan la fecha precisa y absolutamente verídica, en que fue inventado cada uno de los dogmas que ella enseña. 

No sería tan torpe esta maniobra, si los sabios ministros protestantes, autores de tales papeluchos, se tomaran siquiera el trabajo de entenderse entre sí, antes de dirigirse al público. Por falta de esa precaución ellos se exponen a contradecirse el uno al otro, lo cual es cosa de mal gusto y de peor efecto, para el objeto que se proponen. Como las fechas que indican son por una y otra parte tomadas al acaso, sería un verdadero milagro que concordaran entre sí; a menos, como he dicho, de que previamente convinieran los protestantes en elegir la una o la otra. Tengo a la mano dos de esas cronologías. La una publicada en Inglaterra, tiene por título: “Fechas de las adiciones de nuevas doctrinas por la Iglesia de Roma; Balington, Bulton, Horncastle”; y la otra dada a luz en Angers, por el gracioso pastor protestante Puaux, se titula “Fées de Bautismo”. Pues bien, véase la perfecta concordancia de estos dos historiadores de buena fe. 

FECHAS FABRICADAS POR EL ANÓNIMO INGLÉS: Invocación de los Santos, inventada en el año 700. Supremacía del Papa en 1215. Libros apócrifos en 1547. Los siete sacramentos en 1547 

FECHAS FABRICADAS POR EL PASTOR PROTESTANTE FRANCÉS: Culto de los Santos, inventado en el año 375. Primado del Papa en 600. Libros apócrifos en 1561. Los siete sacramentos en 1160 

Así es lo demás. Mentita est iniquitas sibi. La iniquidad se mintió a sí misma. 

Aparte de la cronología de Puaux, hay ciertas fechas que los protestantes señalan, con bastante uniformidad, a la pretendida invención de algunos de nuestros dogmas, o de algunas de nuestras prácticas religiosas. 

Por ejemplo, para la confesión, que ha sido para ellos siempre un cáustico; fijan los protestantes, con tono de triunfo, el año de 1215. Recientemente, para la Inmaculada Concepción, señalan el año 1854. Estas fechas nos las presentan con aire de vencedores, gritándonos: “Así se hacen vuestros dogmas”. No hay cosa más limitada y al mismo tiempo más impertinente que la semi-ciencia. Los protestantes verdaderamente instruidos, se guardan bien de aventurar semejantes necedades, pues saben ellos tan bien como nosotros, que en 1245, el Papa Inocencio III no hizo otra cosa, en el Concilio de Letrán, que reglamentar el uso anual del Sacramento de la Penitencia, instituido por Nuestro Señor Jesucristo y practicado desde el origen de la Iglesia. 

Saben ellos igualmente, que el 8 de diciembre de 1854, el Sumo Pontífice Pio IX no ha inventado, de ninguna manera, la doctrina de que la Madre de Dios fue exenta del pecado original; sino que simplemente ha proclamado y hecho obligatorio, como punto de fe, esta doctrina antigua y muy antigua en la Iglesia. Antes de la declaración pontificia de 1854, la creencia en la Inmaculada Concepción, existía como existe ahora, una vez que se celebraba la fiesta de este misterio en todo el orbe católico; solamente que no había sido definida oficialmente, por lo que se podía uno engañar sobre este punto sin hacerse hereje, como les ha sucedido a muchos hombres grandes por su talento y aun a algunos Santos, los cuales sin embargo profesaban a la Santísima Virgen María un amor profundo. 

Decir que Pio IX ha inventado el dogma de la Inmaculada Concepción e Inocencio III el de la confesión, sería como decir que el Concilio de Nicea inventó el dogma de la Santísima Trinidad y el de la Divinidad del Verbo; cuando en el año 325 definió contra Arrio, estas dos grandes verdades. Antes del Concilio de Nicea la Iglesia creía en la Santísima Trinidad y en la Encarnación del Hijo de Dios; así como antes del Concilio de Letrán, profesaba y practicaba el sacramento de la Penitencia; y así como también, antes del 8 de diciembre de 1854, creía y honraba la Inmaculada Concepción de la augusta Madre de Dios. 

Los dogmas católicos son la verdad religiosa. Ahora bien, la verdad no se fabrica; ella existe, es eterna e inmutable. La Iglesia es la depositaria de esta verdad; y ella, guiada por su Divina Cabeza, que es Nuestro Señor Jesucristo, proclama como puntos de fe las creencias, a medida que los novadores se atreven a negarlas, o bien cuando lo cree útil para la santificación de los fieles.

Continúa...

Tomado del libro “Conversaciones sobre el protestantismo actual”, impreso en 1862.



IGLESIAS DESCRISTIANIZADAS POR LA SECULARIZACIÓN DE LO SAGRADO

Algunos, llevando la secularización y desacralización más allá de su extremo, llegan al secularismo, que niega la misma existencia de lo sagrado cristiano. Y procuran suprimirlo en cuanto tal.

Por el padre José María Iraburu


Nota previa. –Las discusiones en la Iglesia sobre Sacralidad vs. Secularización, ya tratadas en la antigüedad, fueron objeto de especial discusión teológica en el último cuarto del siglo XX. Ya son tema pasado. Pero la realidad de la secularización de la liturgia y del mismo Cristianismo sigue viva o acrecentada.

Comienzo por exponer la naturaleza de lo sagrado –que, con perdón, no puedo darla por conocida–, y después, a su luz, mostraré la disminución, pérdida o incluso la negación de lo sagrado, que con notable extensión se produjeron después del concilio Vaticano II, contra su letra y su espíritu. Y que han llevado en muchos casos a la situación actual de las Iglesias descristianizadas.

–Lo sagrado natural

La devoción a lo sagrado es una dimensión esencial de la religiosidad humana. Más aún, en las religiones naturales lo sagrado tiene una importancia fundamental, aunque no sería posible hallar entre ellas un concepto unívoco. El sagrado-religioso, el sagrado-mágico o el sagrado-tabú presentan significaciones muy diversas, con sólo algún punto común de analogía.

Las cosas sagradas son criaturas –piedra, monte, bosque, fuente, personas– que, al menos en las altas religiones, ajenas a la torpe idolatría, no se confunden con la Divinidad, sino que la manifiestan y aproximan. El hombre, pues, no causa o fabrica las sacralidades, sino que las descubre, las reconoce y las venera. Cuando se confunde la criatura sagrada con el mismo Dios, es entonces idolatría.

–Lo sagrado judío


La Biblia nos muestra cómo Yavé mismo constituye en Israel un orden de sacralidades completo, con fiestas, sacerdocio, Escrituras, lugares, sacrificios, templo. El mismo pueblo de Israel es ya un pueblo sagrado entre las naciones (Gén 12,3; Ex 19). Y en esta esfera sagrada hay grados: por ejemplo, en el Templo que tienen una sacralidad diversa –como en anillos concéntricos–: el atrio de los gentiles, la zona de las mujeres, de los hombres, de los sacerdotes y, finalmente, el Santo y el Santísimo.
Hay, sin embargo, en el judaísmo ciertos rasgos sagrados propios de las religiones primitivas, como lo sacro-intocable: el Arca, por ejemplo, establecida en la Tienda, fuera del campamento, que nadie, sino los elegidos para ello, puede tocar sin morir (2Sam 6,7; +Ex 19,12-13; 26,33; 33,18-23). En cambio, en Israel no hay espacio religioso ni para los ídolos, ni para la magia (Is 44). Sólo Yavé es el Santo, el Altísimo, cuya majestad transciende a toda criatura. Es preciso, pues, reconocer que, en comparación con las religiones extrabíblicas, la sacralidad judía es de una sobrehumana pureza.
–Lo sagrado cristiano

En la Iglesia, la humanidad de Jesucristo es el sagrado absoluto. En él coinciden de forma única el Santo y lo sagrado: es Dios y es hombre, y como hombre es el Ungido, el Elegido de Dios (Lc 1,35;23,35). Todas las sacralidades judías, con ser tan venerables, están definitivamente superadas –es el tema de la carta a los Hebreos–. Cristo es ahora el Templo, la fuente de todo un orden nuevo de sacralidades santificantes: nuevas Escrituras sagradas, sagrado ministerio sacerdotal, sagrada Eucaristía, Sacramentos, sagrados concilios…

Y en medio del mundo, la Iglesia es sagrada: es el “sacramento universal de salvación” (LG 48; GS 45; AG 1). Verdad es que Cristo derribó el muro que separaba paganos de judíos para hacer un Pueblo único (Ef 2,14 15); pero, aun después de Cristo, no puede establecerse una yunta desigual entre creyentes e infieles (2Cor 6,14 18). Para reunirlos, justamente, ha establecido Jesucristo “un ministerio sagrado en el Evangelio de Dios” (Rm 15,16). Esta es la misión en el mundo de la Iglesia-Sacramento.
Observemos que en la Nueva Alianza lo sagrado cristiano ayuda a “adorar al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4,24). Estas palabras de Jesús no pretenden, pues, despojar al culto cristiano de toda expresión sensible y ritual. Más bien significan que el viejo culto ya no vale –ni en el monte Sión, ni en el Gerizim–; y que en adelante se ofrecerá al Padre, por nuestro Señor Jesucristo, en la unidad del Espíritu Santo.
–Teología de lo sagrado

Partiendo de esas premisas, podemos intentar una definición teológica de lo sagrado cristiano.

Jesucristo es sagrado, y lo es por su humanidad: sólo en Él coinciden totalmente Santo y Sagrado. En Cristo, en su Cuerpo, que es la Iglesia, son sagradas aquellas criaturas –personas, cosas, lugares, tiempos– que, en modo manifiesto a los creyentes, han sido especialmente elegidas por el Santo para obrar por medio de ellas la santificación.

Según esto, santo y sagrado son distintos.
Un ministro sagrado, por ejemplo, si es pecador, no es santo, pero sigue siendo sagrado, y puede realizar con eficacia y validez ciertas funciones sagradas que le son propias. Tampoco se confunden profano y pecaminoso: las cosas son profanas, simplemente, en la medida en que no son sagradas. En fin, el cosmos no es sagrado para los cristianos, a no ser en un sentido sumamente amplio e impropio.
Avancemos otro paso. Lo sagrado cristiano surge por iniciativa divina, porque Dios quiere elegir unas criaturas para santificar por ellas a otras. El podría haber santificado a los hombres sin mediaciones creaturales, pero, sólo por bondad y por amor, quiso asociar de manera especial en la Iglesia a ciertas criaturas en su causalidad santificante. En una decisión completamente libre, quiso el Señor elegir-llamar-consagrar-enviar a algunas criaturas (sacerdotes, agua, aceite, pan, vino, libros, ritos, lugares, días y tiempos), comunicándoles una objetiva virtualidad santificante, y haciendo de ellas lugares de gracia, espacios y momentos privilegiados para el encuentro con Él.

Por otra parte, surge lo sagrado porque quiso Dios comunicarse de modo manifiesto y sensible –se entiende, patente “para los creyentes”–. Así Dios se acomoda al hombre. En este sentido, el fundamento de lo sagrado está en el carácter mediato de nuestra experiencia de Dios.

Como bien señala Jean Paul Audet (Le sacré et le profane: leur situation en christianisme, “Nouv. Rev. Théologique” 791957, 33-61), lugares, ritos, templos, “todo esto no existiría si, en lugar de una experiencia mediata de lo divino, pudiéramos tener desde ahora una experiencia inmediata”. Por eso sabemos que toda estructura sacral se desvanece en el cielo, cuando “Dios sea todo en todas las cosas” (1Cor 15,28; +Ap 21-22). Es ahora, en el tiempo, cuando Dios concede al hombre la ayuda necesaria de lo sagrado, por el cual se relaciona con Él en modo inteligible… San Juan Evangelista habla de: “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestro ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos, tocando al Verbo de vida…” (1Jn 1,1).

De dos maneras se comunica Dios a los hombres, esto es, los santifica. En la primera, Dios santifica al hombre que apenas le conoce de modo no manifiesto y sensible. En la segunda, Dios santifica a los creyentes de modo manifiesto y sensible: en efecto, la acción invisible del Espíritu se hace visible en la Iglesia de muchas maneras, concretamente en los Sacramentos; lo que hace que la Iglesia sea al mismo tiempo “asamblea visible y comunidad espiritual” (LG 8a).

Ahora bien, aunque todo el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, es sagrado, se distinguen grados diversos de sacralidad, según la mayor o menor potenciación puesta por Dios en las criaturas para santificar.
Podría hablarse, sin duda, de los “sagrados laicos” o acerca del trabajo, de la “sagrada medicina”: son personas y trabajos ungidos por el Espíritu. Pero la tradición del lenguaje cristiano, y concretamente el concilio Vaticano II, suele hablar de “sagrada Escritura y sagrada Liturgia”, “vida consagrada”, “pastores sagrados”, “ministerio sagrado sacerdotal”, etc. En éstos últimos, porque sobre la consagración de la unción bautismal, estos cristianos, por el Sacramento del Orden, “han sido consagrados de manera nueva a Dios (novo modo consecrati) (PO 12a). Y por don de Dios, se han dedicado a Cristo y a su Cuerpo con una “peculiar consagración” (LG 44a; PC lc; 5a).
Observemos también que lo sagrado eleva las criaturas a una nueva dignidad, sobre la que ya tenían por su misma naturaleza, mientras que, por el contrario, la desacralización las rebaja (descenso). Si la Eucaristía, en cambio, se celebra con hermosas formas sagradas, la comida familiar será elevada por la oración de acción de gracias (ascenso). La dignidad del hombre y de la naturaleza se ve conservada y elevada por la unción de lo sagrado, mientras que la desacralización rebaja y degrada el mismo orden natural.

Por último, señalemos que la sacralidad cristiana es de unión, no es de tabú, no es de separación. El pan eucarístico, por supuesto, no lo toca cualquiera, pero está hecho precisamente para que lo coman millones de cristianos. El templo es sagrado, pero justamente por serlo está abierto a todos, a diferencia de las casas privadas, que reciben a algunos. Un sacerdote, por ser un ministro sagrado, puede ser abordado por cualquiera, mientras que un laico no tiene por qué ser tan asequible a todos. Por eso la distinción de las personas y cosas sagradas mediante ciertos signos sensibles, lejos de estar destinada a causar separación, es para una mayor unión (+Código Canónico cc. 284 y 669).

–La disciplina eclesial de lo sagrado

La Iglesia tiene el derecho y el deber de configurar lo sagrado, estableciendo unos textos, gestos y actos o aprobando costumbres. Ella tiene autoridad para cuidar la manifestación visible del Invisible. Las formas concretas de lo sagrado son signos que expresan el misterio de la fe.

La más preciosa y santificante sacralidad es la propia de la Sagrada Escritura y la de la Sagrada Liturgia. La primacía de la Biblia es obvia: “En el principio era el Verbo…” (Jn 1,1). Pero unida a ella ha de vivirse de “la sagrada Liturgia… que es la fuente primaria y necesaria, en la que han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano” (Sacrosanctum Concilium 14).

Esa máxima sacralidad de la Liturgia, sobre todo en la Eucaristía, es el más fecundo alimento espiritual de los cristianos. Y por eso exige, de un lado, 1) que los fieles permanezcan en su asistencia y participación: Sin ella, “no tendrán vida” (Jn 6,53) ; 2) que los sacerdotes cumplan su ministerio sagrado, y 3) que la acción sagrada guarde absoluta fidelidad a lo dispuesto por la Iglesia.

Así lo exige el Vaticano II, reafirmando la Tradición: “Que nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia” (SC 22,3). Sería un atrevimiento inaceptable, que según los casos puede rozar el sacrilegio. Por varias razones:
1.–Porque “en la liturgia Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando su Evangelio” (SC 33). Y los ministros sagrados y la comunidad cristiana tienen una máxima obligación de obedecer estrictamente las normas litúrgicas, ateniéndose a las palabras y a los gestos.

2.Lo sagrado es un lenguaje, verbal o no verbal. Pero el lenguaje es vínculo de comunicación inteligible siempre que se respeten las reglas de su expresión. Si es un lenguaje arbitrario, no establece comunicación, como no sea entre un grupo de iniciados. Ni es ya del todo el lenguaje de Cristo, expuesto por la Iglesia, sino el de los celebrantes, quizá con la complicidad o el padecimiento de los fieles.

3.–Por otra parte, el rito litúrgico implica en sí mismo repetición tradicional, serenamente previsible. Así es como el rito sagrado se hace cauce por donde discurre de modo suave y unánime el espíritu de cuantos en él participan con atenta devoción. Sin las distracciones ocasionadas por la atención a lo no acostumbrado.

4.–El servicio sagrado concede a la criatura la sublime función de manifestar al Santo. Cuando el sacerdote asume humildemente las normas sagradas, se oculta discretamente en su ministerio, desaparece, y realiza fielmente su misión santificadora. Pero si no se atiene a las normas, si cae en la expresión personal arbitraria, subjetiva, aritual, no transparenta al Santo, sino que atrae sobre sí mismo la atención de los hombres. Y así lesiona más o menos la estructura verdadera del rito sagrado.
–El desarrollo de las formas litúrgicas y su secularización destructiva

El concilio Vaticano II, en su constitución sobre la Liturgia, dio unas Normas para adaptar la liturgia a la mentalidad y tradiciones de los pueblos (SC 36, d). En la historia de la Iglesia ha habido con alguna frecuencia ciertos desarrollos en las formas litúrgicas, pero siempre bajo la Autoridad suma de la Iglesia, y en el mismo espíritu y contenido tradicional. Al paso de los siglos, puede la sociedad evolucionar en su lenguaje verbal y gestual, de tal modo que prudentemente la Iglesia, con su autoridad apostólica, asistida por Dios providente, puede y debe precisar su significación de lo sagrado en ciertas cuestiones, para favorecer la asimilación espiritual del pueblo cristiano.

Solo un ejemplo. En otros tiempos, besar la mano a los sacerdotes podía expresar y favorecer la fe en su especial condición sagrada. Pero era entonces un gesto usual de respeto en la misma sociedad civil, tratándose de ancianos o de personas ilustres.

–Analfabetismo del lenguaje simbólico

Pero ya desde el siglo XX, en la sociedad civil, se va produciendo un analfabetismo del lenguaje simbólico, no verbal. Se trata de un fenómeno cultural ya muy estudiado y conocido, que afecta mucho menos o nada a los países más pobres y de formas tradicionales. Pero que produce cambios psicosociales y religiosos notables en sociedades muy desarrolladas, y concretamente en la Iglesia. Hoy es posible ver, incluso en buenos cristianos, actitudes que en otro tiempo sólo podrían ser mantenidas con intención sacrílega. Veámoslo con algunos ejemplos tomados de entre mis recuerdos personales.
+Hace medio siglo, acudí a un concierto musical que se daba en una iglesia. La orquesta estaba situada en el presbiterio, y el público asistente era muy numeroso, tanto que una buena parte de los presentes jóvenes consiguieron su asiento sentándose en los altares laterales –que todavía entonces había en las iglesias– y también, por supuesto, en el altar mayor, al fondo del ábside… Pues bien, el hecho de que los jóvenes melómanos asentaran sus posaderas en un altar destinado a la Misa, a la actualización del sacrificio de Cristo en la Cruz, no produjo ninguna reacción negativa, ni siquiera en el párroco. Creo yo que una falta tan brutal de respeto a algo muy sagrado no habrá tenido probablemente apenas precedente en la historia de la Iglesia (aunque vaya Ud. a saber). Parece un sacrilegio

+In illo tempore, visitaba yo con unos amigos –uno era pianista–, conducidos por el párroco, una iglesia famosa por su extraordinario órgano antiguo. Quisimos conocer su sonido y nuestro pianista se sentó al órgano. Pero siendo de baja estatura, el teclado le quedaba demasiado alto. El párroco, rápido y servicial –estábamos en el coro– se acercó a un rincón repleto de libros antiguos, y con dos librotes, fuerte y bellamente encuadernados, aumentó convenientemente el asiento del órgano, lo que permitió a nuestro pianista sonar sus armonías. Los dos libros de asiento ocasional era una Sagrada Biblia antigua y valiosa …. Pero pudiera ser un mero despiste.

+Fui una vez a un colegio católico para dar una conferencia en su salón de actos, que a veces servía como iglesia. Ya estábamos casi en la hora, y se dieron prisa en mover la gran mesa / altar, acercándola al público, no sin antes retirar el Misal romano, el cáliz, el mantel, la patena, el lavabo, que depositaron en el suelo en un rincón del escenario… Sin comentarios.
–Graves abusos litúrgicos
Las muestras que he dado sobre usos impropios en objetos sagrados tienen una limitada importancia, muchas veces no pasarán de ser puros despistes. Aunque sí son signos que revelan una mentalidad deficiente. Pero bien saben los lectores que por los años 70, y varios decenios después, los abusos litúrgicos fueron enormes, y se multiplicaron ignominiosamente. Se dieron prácticamente en toda la Iglesia Católica, especialmente en muchos lugares del Occidente, donde con relativa frecuencia se menospreciaban las normas litúrgicas. A veces con intenciones cómicas, políticas, caricaturescas, abiertamente escandalosas. Y más grave fue por entonces el influjo de teólogos liturgistas que llegaron a negar lo sagrado en la Iglesia Católica, o que afirmaron que lo sagrado cristiano era puramente interior. Simples herejías.
No es posible describir los abusos más frecuentes en la liturgia de nuestro tiempo, concretamente de la Eucaristía, porque han tenido cientos de manifestaciones, muy diferentes entre sí, a cual más grave. Pero, a pesar de su sacrílega entidad, no recibieron las sanciones y reprobaciones adecuadas para apagar el incendio de su gran falsificación. Prueba de ello es que tan ignominiosa ofensa a la Liturgia católica se ha prolongado, concretamente contra la Eucaristía, durante muchos decenios, con mayor o menor intensidad. Sólo recordaré un hecho escandaloso, del que fui testigo, relativamente frecuente, aún hoy.
Hice un viaje para atender en una gran clínica a un amigo accidentado. Y como estaba sin Misa, pedí al Capellán, un amable religioso, concelebrar en su Misa. Salimos juntos, y ya en el primer saludo, muy mundano, se despertó mi alarma. Avanzada la primera parte de a Misa, se confirmaron de tal modo mis sospechas que, antes de iniciarse el Ofertorio, después de saludarle en voz baja discretamente, me retiré a la sacristía. Aunque el Misal Romano estaba sobre el altar, no lo había ni siquiera abierto. El Pater operaba según el texto de unas fotocopias. Después me dijeron que conservaba la fórmula sagrada de la consagración. No era, pues, propiamente una Misa católica. Era un horror.
Cuando el sacerdote ignora o rechaza la naturaleza de lo sagrado, es normal que produzca abusos litúrgicos hasta en la Sagrada Eucaristía, atropellando los ritos, con la idea incalificable de mejorarlos y de hacerlos más elocuentes para el pueblo.

A veces puede uno captar indicios fiables de que el sacerdote ni siquiera es consciente de su  condición personal sagrada (novo modo consecrati). Se capta a sí mismo como un cristiano más de su feligresía; al menos así lo dice. Y entiende, quizá, que ese gran error fue promovido por el Vaticano II. El concilio que ordenó: “Nadie, aunque sea sacerdote, quite, cambie o añada…”

–“La pérdida o atenuación del sentido de lo sagrado”

De la que hablaba Pablo VI (enc. Sacerdotalis coelibatus, 24-VI-1967, 49) ¿de dónde procede, qué significa?… Puede ser falta de fe: A quien nada le dice Dios, nada le dicen los signos sagrados que lo expresan. Pero busquemos más sus causas.

+Algunos, llevando la secularización y desacralización más allá de su extremo, llegan al secularismo, que niega la misma existencia de lo sagrado cristiano. Y lógicamente procuran suprimirlo en cuanto tal. La distinción sagrado / profano sería motivo de separación. A mayor semejanza de la Iglesia en las formas exteriores imperantes en la sociedad, mayor unión, mayor facilidad de acceso a los hombres tendrá la religión. “Los verdaderos adoradores [de Dios] han de adorarle en Espíritu y en verdad” (Jn 4,23).
La Conferencia Episcopal Alemana denunciaba ya en 1971 esta posición teológica y pastoral: “Dicen que el mundo entero está ya santificado de alguna manera y puesto al servicio de Dios, y que no necesita de un ámbito especialmente santificado y consagrado a Dios” (El ministerio sacerdotal, Salamanca, Sígueme 1971, 90). La misma Iglesia, entendida como “sacramento universal de salvación”, distinta del mundo, sal y luz de la humanidad, sería una concepción triunfalista, falsa, inadmisible. No hay distinción entre Iglesia y mundo, entre sagrado y profano, entre pagano y cristiano, y menos aún entre sacerdote y laico.

Se ha señalado últimamente una posible conexión entre el antiguo protestantismo radical y el secularismo moderno. Uno y otro consideran que la fe sólo podrá ser pura fe en la medida en que el mundo permanezca sólo mundo. Ciertos autores protestantes modernos han afirmado estas tesis en clave mental renovada. La fe se contamina inevitablemente cuando por las formas sagradas sensibles es sumergida en la profanidad del mundo. Esta desviación de la pureza espiritual del Evangelio vendría plasmada en la Iglesia Católica, la cual no se daría cuenta de que un deber fundamental del cristianismo es mantener al mundo en su verdadera y exclusiva secularidad.
El sentido de lo sagrado integra la naturaleza humana. La historia de las religiones así lo demuestra. Y la gracia debe proteger todos los valores de la naturaleza, especialmente aquellos que están decaídos y aquellos que tienen una relación más íntima con lo religioso, como es el caso de lo sagrado.

+Se estima que se debe quitar de lo sagrado cristiano toda significación sensible peculiar. No un cáliz, sino un vaso. No un templo, sino una sala de reunión. Nada de fiestas peculiarmente religiosas, ni de vestimentas litúrgicas, ni de hábitos religiosos. Así se acerca lo “sagrado” con el pueblo cristiano y fiel. Todo lo sagrado-sensible sería una paganización o judaización del Evangelio genuino. Triunfalismo de la Iglesia Católica.

+Por otra parte, no parece que para reeducar una sensibilidad simbólica atrofiada, la sistemática supresión o atenuación de los signos sagrados sea la mejor manera de superar los errores. Por el contrario, la pedagogía pastoral debe enseñar más bien, desde la misma catequesis, a leer los signos sagrados (como dispuso el concilio Vaticano II (SC 14-20, 35).

+Tampoco parecen ir muy acertados los que, para la renovación de la Liturgia, confían mucho en el cambio formal de sus signos concretos. Aparte de que esto trae consigo una inestabilidad, que afecta mucho y mal la naturaleza ritual de lo sagrado, tal confianza se diría algo ingenua: Para el analfabeto, que no sabe leer, resultan igualmente ilegibles todos los estilos de escritura; da lo mismo que empleemos uno u otro tipo de letra: simplemente, no sabe leer. Habría que enseñarle.
Lo malo es que, en ocasiones, la sensibilidad para lo sagrado está más viva en el cristiano ignorante que en aquél, más cultivado, que tendría que instruirle con una buena catequesis litúrgica.
–La secularización contra la sacralidad

Hoy la Iglesia –como siempre y más que nunca– se ve en la necesidad de proteger sus sacralidades, combatiendo la multiforme tendencia desacralizante del mundo moderno. Ya la Iglesia antigua tuvo que pronunciarse ante el fenómeno iconoclasta, hostil a toda representación visible del invisible mundo de la gracia (Niceno II,787; Trento 1563; Prof. fidei 1743: Denz 600, 1823, 2532). Y la Iglesia actual se ha pronunciado ya en muchas ocasiones sobre el tema, principalmente en el concilio Vaticano II (SC). Pablo VI señaló en varias ocasiones el error de quienes pretenden, “contra la tradición bimilenaria de la Iglesia, la desaparición del carácter sagrado de lugares, tiempos y personas” (15-X-1967).

Él denunció, concretamente, con energía a los que quieren “desacralizar la liturgia y, con ella, como consecuencia necesaria, la misma religión cristiana” (19-IV-1967). Juan Pablo II, en su carta Dominicæ Cenæ, afirmó especialmente la forma sagrada de la Eucaristía: “El sacrum de la Misa no es una sacralización, es decir, una añadidura del hombre a la acción de Cristo en el cenáculo, ya que la misma Cena del Jueves Santo fue un rito sagrado, una liturgia primaria y constitutiva, con la que Cristo, comprometiéndose a dar la vida por nosotros, celebró sacramentalmente con los Apóstoles el misterio de su Pasión y Resurrección, corazón de toda Misa” (24-II-1980, 8).

Veinte años después del concilio, el Sínodo Episcopal de 1985 apreciaba que, “no obstante el secularismo, existen signos de una vuelta a lo sagrado”. No podría ser de otro modo, perteneciendo lo sagrado en modo profundo y universal a la naturaleza humana y a la economía eclesial de la gracia. Y observaba también el Sínodo que “precisamente la liturgia debe fomentar el sentido de lo sagrado y hacerlo resplandecer” (II,A,1; II,B,b,1).

Es indudable que, frente a otras confesiones cristianas, la Iglesia Católica es la que más forma visible, social, sagrada, da al mundo invisible de la gracia de Cristo. Ella es también la que más asume de las formas religiosas naturales, y es la que más seriamente vive la ley fundamental de la encarnación. Y lo hace con toda conciencia, para que “conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible” (Pref.I Navidad). En este sentido, es también la Iglesia Católica la más eficazmente misionera, la que más acoge el sentido sagrado de las religiosidades naturales, purificando y elevando ese sentido en el Espíritu Santo.

–Espiritualidad cristiana de lo sagrado

El amor a lo sagrado en la Iglesia es esencial en la espiritualidad católica. El cristiano no ignora ni menosprecia el orden sacral, dispuesto por el Señor con tanto amor, sino que se adentra en él gozosamente, sin confundir nunca lo sagrado y el Santo, sin temor a falsas ilusiones, pues la Iglesia ya se cuida bien de que las sacralidades cristianas queden bien distintas de la idolatría, superstición, tabú o magia.

El cristiano genuino es practicante, por supuesto: busca asiduamente al Santo en las cosas sagradas de la Iglesia: en la Escritura, en la Misa y en las Horas, en el templo, en los ministros sagrados, en los Sacramentos, en la asamblea de los fieles, en el Magisterio, en el Domingo y el Año litúrgico, y también en los sacramentales, en el agua bendita, en las reliquias (SC 7, 47-48, 59-60, etc.).
El cristiano busca al Santo en lo sagrado –no exclusivamente, pero sí asiduamente–, allí donde Él ha querido manifestarse y comunicarse con especial intensidad, certeza y significación sensible. Éste es un rasgo constitutivo de la espiritualidad católica. Un cristiano no-practicante, que menosprecia ese mundo sagrado y prescinde de él, abandona la vida cristiana.
El que es pelagiano o semipelagiano, no puede apreciar debidamente lo sagrado. Y es que no busca su santificación en la gracia de Dios, sino más bien en su propio esfuerzo personal. No busca tanto ser santificado por Cristo, como santificarse él mismo según sus fuerzas, sus modos y maneras: “querer es poder”. No entiende la gratuidad de lo sagrado. No comprende que la santificación es ante todo don de Dios, que él confiere a los creyentes directamente o a través de aquellos signos sagrados que él mismo ha establecido. No cree en la especial virtualidad santificante de lo sagrado: “¿Por qué rezar la Liturgia de las Horas, y no una oración que me da más devoción? ¿Qué más me da ir a misa el domingo o un día de labor? ¿Qué interés hay en tratar con los sacerdotes? ¿Qué tiene el templo que no tenga otro lugar cualquiera?”…

Por el contrario, los santos han mostrado siempre un amor humilde y conmovedor a lo sagrado. Recordemos, por ejemplo, el amor de San Francisco de Asís por las iglesias, las campanas, los objetos de culto, los sacerdotes, todo lo relacionado con la sagrada Eucaristía o con la Escritura (Ctas. a toda la Orden; Iª a los custodios). Él, que reparó varios templos, confiesa en su Testamento: “El Señor me dio una fe tal en las iglesias, que oraba y decía así sencillamente: Te adoramos, Señor Jesucristo, aquí y en todas las iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo”.

Y si alguno sospecha que un amor tan tierno a los lugares sagrados sea sólo ingenuidad medieval del Poverello, pasemos a San Juan de la Cruz, el más despojado e intelectual de los espirituales, el de las nadas. Y hallamos en él la misma devoción, la misma fe, el mismo amor:
“La causa por que Dios escoge estos lugares más que otros para ser alabado, él se la sabe. Lo que a nosotros nos conviene saber es que todo es para nuestro provecho y para oír nuestras oraciones en ellos y donde quiera que con entera fe le rogáremos; aunque en los que están dedicados a su servicio hay mucha más ocasión de ser oídos en ellos, por tenerlos la Iglesia señalados y dedicados para esto” (3 Subida 42,6).
Más aún, quien conoce y ama lo sagrado está bien dispuesto para seguir la “vocación sagrada”, si Dios le llama a ella. Con mucha razón teológica dijo Pablo VI que “la causa de la disminución de las vocaciones sacerdotales hay que buscarla en otra parte [no en el celibato eclesiástico], principalmente, por ejemplo, en la pérdida o en la atenuación del sentido de Dios y de lo sagrado” (enc. Sacerdotalis coelibatus 24-VI-1967, 49).

Y puesto que pertenece a la naturaleza de lo sagrado hacer visible la gracia invisible, el creyente procura que lo sagrado se vea, se oiga, se distinga, y sea un signo claro, bello, estimulante, atrayente, expresivo. No pretende en principio ocultar lo sagrado, o atenuar lo más posible su significación sensible. Por el contrario, si es posible, trata de que sea manifiesto y bien visible. Es cosa de Dios santificante.
Algunos alegan que la atenuación de lo sagrado ha sido norma “promovida por el concilio Vaticano II”. Pero quizá ningún concilio ha tenido una doctrina sobre lo sagrado tan amplia y valiosa como la que se da en el Vaticano II. Por ejemplo, la terminología de lo sagrado –sacer, sacrare, consecratio, etc.– se emplea en la constitución Lumen gentium 57 veces, y en los demás documentos es también muy frecuente.

Algunos olvidan que ciertas leyes de la Iglesia relativas a lo sagrado exigen la obediencia, y que ciertas disminuciones o supresiones de lo sagrado no quedan bajo el arbitrio prudencial privado.

Algunos, en fin, suprimen ciertos signos sagrados por cobardía, por temor a persecuciones que no se deberían evitar, por miedo a confesar abiertamente a Cristo ante los hombres (Mt 10,33). Pasan ante el Sagrario sin honrarlo con ningún signo de veneración, reciben sentados la bendición dada con la Custodia, comienzan y terminan sentados su presencia en el templo, etc.
El Santo se inclina y nos muestra su rostro en lo sagrado. El Invisible se hace así visible. El Altísimo se hace accesible en la sagrada Humanidad de Cristo, y en las múltiples sacralidades de su Cuerpo eclesial. Cuidemos bien los caminos sagrados por los que el Espíritu viene, se nos manifiesta y comunica, y por los que nosotros salimos a su encuentro… Que no se obstruyan esos caminos por el abandono, que no desaparezcan, que no se apodere de ellos la insignificante maleza.

La religiosidad popular de los pequeños sería con ello la más afectada. Tenía razón el cardenal Daniélou al decir que “una cierta resacralización es indispensable para que haya un cristianismo popular” (¿Desacralización o evangelización?, Bilbao, Mensajero 1969,70).



6 DE MARZO: SAN OLEGARIO, OBISPO DE BARCELONA


6 de Marzo: San Olegario, obispo de Barcelona

(✞ 1136)

Uno de los blasones con que se ennoblece Barcelona es el poder contar entre sus ilustres hijos al glorioso San Olegario, dignísimo prelado de la ciudad condal y arzobispo de Tarragona. 

Fue el padre de la Orden ecuestre y tenido como muy válido por el conde de Barcelona, don Ramón Berenguer, primero de este nombre. Su madre, llamada Guilla, era matrona nobilísima y santa, descendiente del antiguo linaje de los godos, la cual, criando con sus pechos al niño Olegario, le dio con la leche la educación de buenas y santas costumbres.

A la edad de diez años lo inscribieron en el gremio de los canónigos de la santa catedral de Barcelona, y ordenado como sacerdote en la edad competente, resultó un gran maestro, doctor y predicador famosísimo.

Pero él renunció a la prebenda y tomó el hábito de los canónigos regulares de San Agustín en el convento de San Adriano, de donde por huir de la dignidad de Prior, pasó a la abadía de San Rufo, que era un convento de la misma Orden en la Provenza.

No pudo al fin prevalecer su humildad, y tuvo que rendirse a la voluntad de Dios, que le había escogido para que fuese resplandeciente lumbrera de su Santa Iglesia.

Fue, pues, elegido Prior en la Provenza y llamado después por voz común a la Silla episcopal de Barcelona, y finalmente, fue escogido para la cátedra metropolitana de Tarragona, por riguroso mandamiento del Santo Pontífice. 

Asistió al Concilio Lateranense, convocado por Calixto II, el cual le hizo legado suyo a latere para el reino de España, y en el Concilio de Clermont, nuestro santo declaró excomulgado al antipapa Anacleto e hizo venir a concordia al conde don Berenguer con la señoría de Génova, contribuyó a la paz en Zaragoza entre don Alfonso, rey de Castilla y don Ramiro, rey de Aragón, reedificó iglesias, construyó monasterios, resolvió pleitos, hizo grandes limosnas, y sobre todas estas obras ilustres, fue siempre un espejo de toda virtud, un ángel de paz y un gran santo.

Estando cierto día en el fervor de la contemplación, completamente absorto y fuera de sus sentidos, pidió a Dios nuestro Señor le hiciera la gracia de revelarle el tiempo de su partida y última hora. 

Dios le concedió su petición y en un sínodo al que asistió nuestro santo, dijo a los sinodales que aquella sería la última vez que les predicaría, y así fue.

Recibió con mucha devoción los santos Sacramentos y diciendo en voz muy clara a Jesucristo y a su Madre Santísima: “En vuestras manos encomiendo mi espíritu”, entregó su bendita alma al Creador.

Falleció a los setenta y seis años de vida, y fue luego canonizado al uso antiguo de la Iglesia, que era la veneración de los fieles y el permiso de los Sumos Pontífices, y más tarde, por el papa Inocencio XI, acreditando el Señor la santidad de su siervo con grandes y numerosos prodigios.

Su santo cuerpo se conserva incorrupto en la capilla del Sacramento, de la catedral de Barcelona.