jueves, 13 de marzo de 2025

LAS OBRAS DEL PADRE: CÓMO JESÚS NOS ENSEÑA A VIVIR

Dios nos ha designado para dar fruto. En la vida espiritual, puede ser difícil discernir si estamos floreciendo o marchitándonos, a menudo atrapados en pensamientos y sentimientos aislados.

Por el Dr. R. Jared Staudt


Dios nos ha designado para dar fruto. En la vida espiritual, puede ser difícil discernir si estamos floreciendo o marchitándonos, a menudo atrapados en pensamientos y sentimientos aislados. Sin embargo, Jesús es nuestro modelo, y nos enseñó cómo podemos evaluar su propia vida, conociéndolo a través de sus obras:
Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que sepáis y entendáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre. (Jn 10:37-38)
A Jesús se le puede reconocer como quien hace las obras del Padre. Pero ¿cuáles son estas obras?

Como Jesús insinúa en esta declaración del Evangelio de Juan, sus obras manifiestan quién es mediante expresiones tangibles. Este es el propósito mismo de la Encarnación: que la Palabra del Padre pudiera hablar a este mundo oscuro de una manera encarnada que pudiéramos comprender:
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, lleno de gracia y de verdad; y hemos contemplado su gloria, gloria como del Hijo único del Padre. [...] A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer. (Jn 1:14, 18)
En Juan 10, Jesús da por sentado que ya habríamos visto sus obras desplegándose en su ministerio. Antes de esa declaración, lo encontramos proporcionando una bebida milagrosa, purificando el Templo, enseñando acerca del Padre, sanando a un paralítico y a un ciego, y alimentando a las multitudes con pan, al tiempo que afirmaba que solo su cuerpo podía realmente sustentarlas. Estas obras lo muestran como el Buen Pastor, que da vida a su rebaño. En el siguiente capítulo, vemos este hilo conductor aún más claramente al resucitar a su amigo Lázaro. Dar vida y alimento caracteriza el ministerio de Jesús, comenzando en las bodas de Caná y continuando con la división de los panes y el ofrecimiento del agua viva que calma nuestra sed más profunda.

Todas las acciones de Jesús narradas por los evangelistas conducen a una gran obra que da a conocer el amor del Padre de manera suprema. La Cruz manifiesta un amor tan grande que no detendría a un Hijo amado:
Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquel que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. (Jn 3:16-17)
Todas las obras del Padre —alimentar, sanar, purificar y enseñar— manifiestan su amor y su misericordia, que el Hijo encarna en el don sacrificial de su vida.

La muerte es el único camino a la vida. Esta es la lógica de la cruz que trastoca la mentalidad del mundo. Si nos aferramos a nuestra vida por sí misma, la perderemos, negándonos a orientar nuestras acciones hacia su verdadero fin en Dios. Jesús nos muestra cómo debemos vivir, no aceptando la muerte por sí misma, sino como un medio para acceder al amor que conduce a la vida verdadera: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para volverla a tomar” (Jn 10,17). El Padre no se deleita en la muerte del Hijo. Se deleita en un amor hasta la muerte que se convierte en medio de vida para quienes aceptan el don.

Si seguimos a Jesús, también haremos las obras del Padre: “En verdad, en verdad les digo: el que cree en mí, también hará las obras que yo hago; y hará obras aún mayores, porque yo voy al Padre” (Jn 14,12). Al leer los Evangelios, no tenemos que adivinar cómo son estas obras. Si Jesús vino para que tuviéramos vida en abundancia, nuestra tarea es guiar a otros hacia ella. Esto significa convertirnos en siervos de quienes Dios ha puesto en nuestras vidas, dando testimonio de la verdad con acciones que encarnan nuestra fe. Jesús da el ejemplo perfecto al lavar los pies a sus discípulos. Explicó su significado:
Un mandamiento nuevo les doy: que se amen unos a otros; como yo los he amado, que también se amen unos a otros. En esto todos conocerán que son mis discípulos: si se aman los unos a los otros. (Jn 13:34-35)
La Cuaresma nos invita a afrontar con renovado vigor las obras del Padre.

Así como Jesús hizo todo por el Padre, la oración debe ser lo primero, reorientando nuestras vidas y todas nuestras acciones hacia Dios. Un tiempo dedicado a la oración cada día permite que todas nuestras acciones se conviertan en obras realizadas en nombre del Padre para honrarlo y darlo a conocer.

Mediante el ayuno, luchamos contra el orgullo y la comodidad material que nos llevan a centrarnos en nosotros mismos. Al abrazar el ascetismo y la penitencia, combatimos el ídolo del yo que eclipsa las obras realizadas para Dios y el prójimo.

Finalmente, al dar limosna, podemos alimentar a quienes tienen hambre, no solo satisfaciendo una necesidad física, sino manifestándoles el amor del Padre. Las obras de misericordia en su conjunto se convierten en expresiones tangibles de la presencia de Dios ante los que sufren.

La oración, el ayuno y la limosna nos ayudarán a seguir a Jesús, asumiendo las obras que él realizó para dar a conocer al Padre y atraer a los demás hacia él.


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