martes, 30 de noviembre de 2010
BENEDICTO XVI: “EL HOMBRE TIENE DERECHO A NO SER TRATADO COMO UN OBJETO”
“El hombre, incluso antes de nacer, tiene una dignidad altísima y por ello tiene derecho a no ser tratado como un objeto en beneficio de otros”, afirmó el Santo Padre.
En su homilía de la Vigilia por la Vida Naciente, celebrada en la Basílica de San Pedro el pasado sábado, antes de las Primeras Vísperas con las que se inauguraba el tiempo litúrgico de Adviento, el Papa quiso reafirmar el “altísimo valor” de la vida humana, así como advertir contra las “tendencias culturales que intentan anestesiar las conciencias con motivos pretextuosos”.
“En esta línea se coloca la solicitud de la Iglesia por la vida naciente, la más frágil, la más amenazada por el egoísmo de los adultos y por el oscurecimiento de las conciencias”.
La ciencia, afirmó, pone en evidencia la autonomía del embrión, su capacidad de interacción con la madre, la coordinación de sus procesos biológicos, la continuidad del desarrollo, la creciente complejidad del organismo.
“No se trata de un cúmulo de material biológico, sino de un nuevo ser vivo, dinámico y maravillosamente ordenado, un nuevo individuo de la especie humana”, afirmó el Papa.
Por ello, añadió, la Iglesia continuamente reafirma cuanto declaró el Concilio Vaticano II contra el aborto y toda violación de la vida naciente: “La vida, una vez concebida, debe ser protegida con el máximo cuidado".
“No hay ninguna razón para no considerarlo persona desde la concepción”, afirmó.
El hombre, continuó el Papa, “presenta una originalidad inconfundible respecto a todos los demás seres vivientes que pueblan la tierra. Se presenta como sujeto único y singular, dotado de inteligencia y voluntad libre, además de estar compuesto de realidad material”.
“Somos por tanto espíritu, alma y cuerpo. Somos parte de este mundo, ligados a las posibilidades y a los límites de la condición material; al mismo tiempo estamos abiertos a un horizonte infinito, capaces de dialogar con Dios y de acogerlo en nosotros”.
La persona humana, añadió, exige “ser reconocida como valor en sí misma” y “merece ser acogido siempre con respeto y amor”.
Cada hombre “tiene derecho a no ser tratado como un objeto que poseer o como una cosa que se pueda manipular a voluntad, de no ser reducido a puro instrumento a ventaja de otros y de sus intereses”.
Por desgracia, prosiguió, “también después del nacimiento, la vida de los niños sigue estando expuesta al abandono, al hambre, a la miseria, a la enfermedad, a los abusos, a la violencia, a la explotación”.
El Papa recordó el llamamiento al respeto de la vida humana de Juan Pablo II en la Evangelium Viate, y exhortó “a los protagonistas de la política, de la economía y de la comunicación social a hacer cuanto esté en sus posibilidades para promover una cultura siempre respetuosa de la vida humana, para procurar condiciones favorables y redes de apoyo a la acogida y al desarrollo de esta”.
Cristo fue embrión
Este tiempo de Adviento, explicó el Papa, “nos hace vivir nuevamente la espera de Dios que se hace carne en el seno de la Virgen María, de Dios que se hace pequeño, se convierte en niño”.
Este proceso de crecimiento embrionario “lo fue también para Jesús en el seno de María; así lo ha sido para cada uno de nosotros, en el seno de la madre”.
Por ello, prosiguió, “el misterio de la Encarnación del Señor y el inicio de la vida humana están íntima y armónicamente conectados entre sí en el único designio salvífico de Dios, Señor de la vida de todos y cada uno”.
“La encarnación nos revela con intensa luz y de modo sorprendente que toda vida humana tiene una dignidad altísima, incomparable”.
Creer en Jesucristo, añadió el Papa, “comporta también tener una mirada nueva sobre el hombre, una mirada de confianza, de esperanza”.
La persona “es un bien en sí misma y es necesario buscar siempre su desarrollo integral”, concluyó el Papa.
MONS. JOSÉ MARÍA ARANCEDO: “LA VIDA, DON Y RESPONSABILIDAD”
La vida naciente presenta la exigencia de un derecho y reclama la responsabilidad de una tarea que nos compromete. La fe no me aísla en una relación personal con Dios, sino que me compromete con su obra, en especial con su obra mayor que es el hombre.
La gloria de Dios consiste, decía san Ireneo, en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en el encuentro con Dios. Todo este misterio de la grandeza de la vida y el destino del hombre está encerrado en la fragilidad de la vida naciente. Por ello, la realidad de esta vida es un don y una responsabilidad para el hombre y la sociedad.
No somos dueños de la vida humana, pero sí partícipes necesarios de su concepción y cuidado. Esta verdad pertenece al orden natural y es captado por la razón y compromete, por lo mismo, una actitud moral. No podríamos hablar de la dignidad de la vida humana sino asumimos la exigencia de la tutela de su primer derecho, que es el derecho a la vida. Esto pertenece al orden la justicia que nos habla de dar a cada uno lo que le corresponde, en este caso el cuidado de la vida concebida. La correcta lectura de este hecho sólo requiere de una mirada simple, pero necesita de una actitud responsable.
Cuánto debemos agradecer el esfuerzo de personas e instituciones que acompañan este don de la vida, pienso entre nosotros en Grávida. Y qué triste es escuchar voces que proclaman el aborto seguro como un logro de la ciencia.
Cuando el hombre olvida, por otra parte, su origen y destino trascendente queda encerrado en un mundo inmanente sin raíces ni horizonte. Esta afirmación que es fruto de la fe no es ajena a la razón, pero sí le agrega a la vida del hombre un valor de trascendencia que le da un sentido de plenitud. A aquellas razones humanas sobre la dignidad de la vida del hombre, esta mirada de fe le agrega la dimensión de una vocación que es única y personal, y para la cual Jesucristo ha venido para ser su Camino, su Verdad y su Vida. Toda la historia del amor de Dios, que en Jesucristo se ha hecho don personal para cada uno de nosotros, tiene en la vida naciente de todo hombre el comienzo de un diálogo que es la razón del envío y misión de Jesucristo.
Para esto he venido, nos dirá, para que el hombre participe de la vida de Dios. Estas razones que conocemos por la fe, porque provienen de la Palabra de Jesucristo, enriquecen a la razón y comprometen con más fuerza el cuidado de la vida.
Que esta Vigilia por la vida naciente, con la que el Santo Padre ha querido inaugurar este tiempo de Adviento, renueve en nosotros el compromiso con la defensa de la vida en todas sus etapas. Reciban junto a mi afecto y oración, mi bendición en el Señor Jesús y María Santísima, Nuestra Madre de Guadalupe.
Mons. José María Arancedo
Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz
EL ADVIENTO, PREPARACIÓN PARA LA NAVIDAD
El tiempo de Adviento es un período privilegiado para los cristianos ya que nos invita a recordar el pasado, nos impulsa a vivir el presente y a preparar el futuro.
Por Tere Fernández del Castillo
Significado del Adviento
La palabra latina "adventus" significa “venida”. En el lenguaje cristiano se refiere a la venida de Jesucristo. La liturgia de la Iglesia da el nombre de Adviento a las cuatro semanas que preceden a la Navidad, como una oportunidad para prepararnos en la esperanza y en el arrepentimiento para la llegada del Señor.
El color litúrgico de este tiempo es el morado que significa penitencia.
El tiempo de Adviento es un período privilegiado para los cristianos ya que nos invita a recordar el pasado, nos impulsa a vivir el presente y a preparar el futuro.
Esta es su triple finalidad:
- Recordar el pasado: Celebrar y contemplar el nacimiento de Jesús en Belén. El Señor ya vino y nació en Belén. Esta fue su venida en la carne, lleno de humildad y pobreza. Vino como uno de nosotros, hombre entre los hombres. Esta fue su primera venida.
- Vivir el presente: Se trata de vivir en el presente de nuestra vida diaria la "presencia de Jesucristo" en nosotros y, por nosotros, en el mundo. Vivir siempre vigilantes, caminando por los caminos del Señor, en la justicia y en el amor.
- Preparar el futuro: Se trata de prepararnos para la Parusía o segunda venida de Jesucristo en la "majestad de su gloria". Entonces vendrá como Señor y como Juez de todas las naciones, y premiará con el Cielo a los que han creido en Él; vivido como hijos fieles del Padre y hermanos buenos de los demás. Esperamos su venida gloriosa que nos traerá la salvación y la vida eterna sin sufrimientos.
En el Evangelio, varias veces nos habla Jesucristo de la Parusía y nos dice que nadie sabe el día ni la hora en la que sucederá. Por esta razón, la Iglesia nos invita en el Adviento a prepararnos para este momento a través de la revisión y la proyección:
Revisión: Aprovechando este tiempo para pensar en qué tan buenos hemos sido hasta ahora y lo que vamos a hacer para ser mejores que antes. Es importante saber hacer un alto en la vida para reflexionar acerca de nuestra vida espiritual y nuestra relación con Dios y con el prójimo. Todos los días podemos y debemos ser mejores.
Proyección: En Adviento debemos hacer un plan para que no sólo seamos buenos en Adviento sino siempre. Analizar qué es lo que más trabajo nos cuesta y hacer propósitos para evitar caer de nuevo en lo mismo.
Algo que no debes olvidar
El adviento comprende las cuatro semanas antes de la Navidad.
El adviento es tiempo de preparación, esperanza y arrepentimiento de nuestros pecados para la llegada del Señor.
En el adviento nos preparamos para la navidad y la segunda venida de Cristo al mundo, cuando volverá como Rey de todo el Universo.
Es un tiempo en el que podemos revisar cómo ha sido nuestra vida espiritual, nuestra vida en relación con Dios y convertirnos de nuevo.
Es un tiempo en el que podemos hacer un plan de vida para mejorar como personas.
Cuida tu fe
Esta es una época del año en la que vamos a estar “bombardeados” por la publicidad para comprar todo tipo de cosas, vamos a estar invitados a muchas fiestas. Todo esto puede llegar a hacer que nos olvidemos del verdadero sentido del Adviento. Esforcémonos por vivir este tiempo litúrgico con profundidad, con el sentido cristiano.
De esta forma viviremos la Navidad del Señor ocupados del Señor de la Navidad.
Escríbanos a ed.dia7@gmail.com
Etiquetas:
Iglesia,
Religiones
lunes, 29 de noviembre de 2010
OBISPO MARCELO RAÚL MARTORELL: "VENID CAMINEMOS A LA LUZ DEL SEÑOR"
En el Adviento contemplamos la espera del Señor bajo un doble rostro, uno en la historia, en el tiempo que se avecina; y el otro el escatológico; el Señor que vendrá al final de los tiempos.
Domingo I de Adviento (A)
"Venid caminemos a la luz del Señor" (Is.2,5)
En el Adviento contemplamos la espera del Señor bajo un doble rostro, uno en la historia, en el tiempo que se avecina; y el otro el escatológico; el Señor que vendrá al final de los tiempos. Ya no como siervo sufriente, sino como Señor de la Gloria y Amor eterno, Juez de vivos y muertos. El Adviento tiene un tinte cuaresmal y muchos elementos de su liturgia se tomaron de ella a través del tiempo, hasta que se definió bien su aspecto litúrgico.
Bajo el rostro de la historia y del tiempo, nos encontramos con la espera del Señor que viene. En el Antiguo Testamento, se espera al Mesías que ya viene y es anunciado por los Profetas. Durante todo este tiempo las profecías quieren despertar el profundo anhelo de un Dios tan vivo en sus escritos, que vendrá en la historia para la salvación de los hombres. Un Dios inserto en la historia, en el tiempo y en las circunstancias de la humanidad para salvar al hombre. Vendrá como el Señor de la historia y del tiempo.
Este don profético e histórico de la salvación, con el paso del tiempo se convirtió en realidad, y tuvo lugar con la encarnación del Hijo de Dios, con su nacimiento en el tiempo presente y en la historia concreta. Ya no es un acontecimiento futuro, tan sólo prometido y esperado. Ha venido ya el Redentor y en Él se han colmado las esperanzas del Antiguo Testamento y se han abierto las del Nuevo. El Señor ya ha llegado. ¿Cuál será nuestra espera actual? La venida del Salvador anunciado por los profetas y que se ha cumplido en la historia, sin embargo hoy debe realizarse en el corazón de todo hombre. Jesús irrumpe en la historia y en el corazón del hombre, viene a darle la vida de Dios y a ponerlo en una comunicación especial con Él. Ya no serán los hombres siervos, sino hijos en el Hijo y se colmarán los anhelos de la justicia y de la paz en el amor de Dios.
Mientras se realiza esta presencia, el otro rostro del Adviento nos muestra a una humanidad que se dirige y orienta hacia la "parusía", es decir, a la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos y de la historia. En esta perspectiva debe ser vivido el Adviento y bajo este doble signo meditadas sus lecturas y participada su liturgia. El Adviento se convierte para el cristiano en un "tiempo fuerte" donde el espíritu de oración y de penitencia (aspectos cuaresmales) expresa también ese doble rostro: el presente histórico y el futuro escatológico.
En la lectura primera de hoy, Isaías nos habla con énfasis de la era mesiánica en la cual todos los pueblos convergerán en Jerusalén para adorar a un único Dios. "Y vendrán muchedumbres de pueblos diciendo: Venid y subamos al monte de Yahvé, a la casa del Dios de Jacob y él nos enseñará sus caminos" (Is. 2-3). Unidos por un solo Señor los hombres serán como hermanos y "no se ejercitarán más para la guerra". Jerusalén es figura de la Iglesia, sacramento universal de salvación (LG 48) que se da a toda la humanidad para llevarlos a la salvación y para que, siguiendo las enseñanzas de Cristo, vivan en la justicia y en la paz amándose en la caridad fraterna. Debemos llevar a los hombres este mensaje de salvación. ¡Y nos falta mucho para poder vivirlo! El ardor de Isaías nos invita: "Venid y caminemos a la luz de Yahvé" (Is. 2,5).
Caminar en esa luz para San Pablo significa "despojarse de las obras de las tinieblas" (Rom. 13,12); significa que el hombre debe revestirse de las virtudes de la fe, la esperanza y el amor. Esto nos urge pues debemos esperar la salvación ya cercana, ya que la historia camina hacia el retorno del Señor. El tiempo que nos separa de dicha realidad debe ser aprovechado al máximo y con solicitud cristiana, ya que el Señor de la historia (de Belén) y que está presente en la vida de cada hombre "debe venir" al final de los siglos y tendrá que ser acogido en la fe, esperanza y caridad vivas y operantes.
Se trata de vivir este tiempo en la actitud vigilante de la cual nos habla Jesús: "velad porque no sabéis cuando llegará vuestro Salvador y Señor" (Mt. 24,42). Se trata también de la venida del Señor para cada hombre, al final de su vida cuando se encuentre con él cara a cara y solamente haya luz en el amor. Será el comienzo sin fin de la eternidad en la eterna visión del Dios Uno y Trino, en la humanidad gloriosa del Señor. La tensión entre el presente y el futuro se habrá cumplido y se habrán cumplido todas las promesas mesiánicas.
Que María de la dulce espera en el Señor nos bendiga y acompañe.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú
LOS CAMBIOS NO SON DE FONDO
En una de las tiras cómicas de Mafalda están Manolito y Felipe conversando.
-Decime Felipe: ¿Es cierto de que en la escuela los maestros pegan a los alumnos? -No. Eso era antes, hoy las cosas han cambiado.
-¿Ahora son los alumnos los que pegan a los maestros?
Por Oswaldo Pulgar Pérez
En una de las tiras cómicas de Mafalda están Manolito y Felipe conversando.
-Decime Felipe: ¿Es cierto de que en la escuela los maestros pegan a los alumnos? -No. Eso era antes, hoy las cosas han cambiado.
-¿Ahora son los alumnos los que pegan a los maestros?
-¡No hombre, tampoco!
En el cuadro siguiente se ve a Felipe caminando, mientras reflexiona:
-¡Como siempre! ¡Aquí los cambios nunca son de fondo!
Muchas consideraciones podemos hacer alrededor de este diálogo. Porque si bien se protege a los niños de los maestros agresivos, nos hemos ido al extremo contrario. Pareciera que toda la comunidad acecha al personal docente, para ver cuando mete la pata y denunciarlo.
Antiguamente, cuando el niño llegaba a la casa diciendo que lo habían expulsado del colegio por una semana, primero su padre le daba una buena paliza, y luego agarraba al niño y se iba con él al colegio, para enterarse del motivo del castigo.
¡Cómo han cambiado las cosas! A fuerza de aprender Psicología, ahora se piensa que al niño se puede traumatizar cuando no lo tratamos como debe ser. Los padres de hoy, que están al día con cursos de actualización familiar, cuando el niño llega a la casa expulsado, reaccionan de otra manera.
Primero le preguntan al niño, qué le hizo el maestro, y como el niño no es tonto, aprovecha para poner los dados a su favor. Puede decir, por ejemplo, que le jaló la oreja tan violentamente que casi se la arranca.
Entonces la mamá, -porque el papá está en el trabajo- agarra a la inocente criatura por un brazo y se presenta al Director del colegio, quejándose de ¡cómo es posible que a su querubín le hayan hecho eso!
Monta en cólera, porque el Director le cuenta la verdad y sale disparada a envenenar a sus amigas contra el colegio. Éstas caen por inocente y hacen el oficio de tontas útiles. Enseguida plantean la necesidad de convocar a todos los padres del colegio, e imponerles de la situación, ya que como en los campos de concentración de Hitler, el Director y los docentes han tejido una red de terrorismo en contra de sus hijos.
No estoy hablando de casos imaginarios. Esto ocurre hoy en los centros educativos. Más de una vez los padres amenazan al colegio con un abogado, porque a su parecer hay que clausurarlo por antipedagógico.
Precisamente, en estos casos, hay que meter el acelerador a fondo. No podemos convertirnos en padres sentimentales, que sufren cada vez que sus hijos provocan situaciones que ameritan mano dura. No les pasará nada, al contrario, saldrán fortalecidos del trance y agradecerán cuando crezcan, que sus padres fueron exigentes con ellos y no les dejaron pasar una.
Con esto no estoy propiciando las reprimendas físicas. No me parecen convenientes, salvo en casos verdaderamente graves. Pero esas son las excepciones a la regla.
Se obtiene más con una conversación clara, llena de afecto, en la que el niño palpará el equilibrio entre la intransigencia con el error y la comprensión con las personas.
MONS. JUAN RUBÉN MARTÍNEZ: “COMPROMETIDOS CON LA VIDA”
Estamos iniciando el tiempo del adviento o sea de preparación para celebrar la Navidad. Desde ya que todos sentimos el cansancio propio del fin de año y en este contexto la liturgia del adviento nos invita a animarnos en la esperanza.
Carta del Obispo de Posadas – 1er. Domingo de adviento – 28.11.10
El Evangelio de este domingo (Mt. 24,37-44), nos exhorta a la vigilancia y a la fidelidad: “Estén prevenidos porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor. Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, velaría y no dejaría perforar las paredes de su casa. Ustedes también estén preparados porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada” (42-44).
La liturgia del adviento subraya el sentido pleno de la esperanza cristiana, la esperanza “escatológica”, la del final de los tiempos, pero de ninguna manera esta perspectiva que nos hace reclamar: “Ven Señor Jesús”, nos deja en la pasividad. Esto sería una esperanza alienante y la esperanza cristiana por el contrario nos exige comprometernos con el presente y evangelizar nuestra cultura y nuestro tiempo.
No es fácil tener esperanza en este inicio del siglo XXI donde nos encontramos con muchos signos de muerte. Permanentemente aparecen militantes que promueven el libre ejercicio de la muerte de los niños por nacer “abortándolos”, sin reconocer el derecho de la vida humana, o bien otras situaciones responsables de la cultura de la muerte como la desnutrición infantil, la droga y el alcoholismo en los jóvenes y adolescentes, o bien el flagelo de la pobreza. La esperanza a los cristianos nos tiene que mover a ser ciudadanos comprometidos y responsables. “Comprometidos con la Vida”.
Este año hemos iniciado el adviento con una petición especial en las Misas orando “por la vida naciente”. De hecho en la Catedral hemos realizado una adoración al Santísimo y las Misas del fin de semana uniéndonos al pedido del Papa Benedicto. En una carta enviada por el Cardenal Antonelli, Presidente del Pontificio Consejo para la familia nos dice: “Todos nosotros somos conscientes de los peligros que amenazan hoy la vida humana a causa de la cultura relativista y utilitarista que ofusca la percepción de la dignidad propia de cada persona humana, cualquiera que sea el estado de su desarrollo. Estamos llamados más que nunca a ser “el pueblo de la vida” con la oración y el compromiso. Con esta vigilia celebrada en todas las iglesias particulares en unión con el Santo Padre, pastor universal, impetramos la gracia y la luz del Señor para la conversión de los corazones y daremos un testimonio eclesial común a favor de una cultura de la vida y el amor”.
Aunque no claudicamos en la esperanza y creemos que las cosas pueden mejorar si mejoramos nosotros, y nos convertimos a Dios y a algunos valores indispensables como la vida, la verdad y la justicia, no podemos dejar de tener los pies en la tierra y ser claros con los problemas que deberemos enfrentar. Considero oportuno recordar un texto de Aparecida que subraya el valor de la vida y la dignidad humana: “Proclamamos que todo ser humano existe pura y simplemente por el amor de Dios que lo creó, y por el amor de Dios que lo conserva en cada instante. La creación del varón y la mujer, a su imagen y semejanza, es un acontecimiento divino de vida, y su fuente es el amor fiel del Señor. Luego, sólo el Señor es el autor y el dueño de la vida, y el ser humano, su imagen viviente, es siempre sagrado, desde su concepción, en todas las etapas de la existencia, hasta su muerte natural y después de la muerte. La mirada cristiana sobre el ser humano permite percibir su valor que trasciende todo el universo: “Dios nos ha mostrado de modo insuperable cómo ama a cada hombre, y con ello confiere una dignidad infinita” (388).
De nuestra fe en Cristo, brota también la solidaridad como actitud permanente de encuentro, hermandad y servicio, que ha de manifestarse en opciones y gestos visibles, principalmente en la defensa de la vida y de los derechos de los más vulnerables y excluidos, y en el permanente acompañamiento en sus esfuerzos por ser sujetos de cambio y trasformación de su situación. En este primer domingo de adviento la Palabra de Dios nos exhorta a que estemos prevenidos, porque el Señor vendrá a la hora menos pensada. Evidentemente nuestra sociedad necesita convertirse al bien común y a la justicia. La esperanza cristiana nos impulsa a sentirnos responsables para ser testigos de la dignidad humana y de “la vida”.
¡Un saludo cercano y hasta el próximo domingo!
Mons. Juan Rubén Martínez
MIGUEL ESTEBAN HESAYNE: LA IGLESIA Y SU MISIÓN SOCIAL-POLÍTICA
La Fe Cristiana es operativa, sino, no es Fe en Jesús y su Evangelio. Por eso, es iluminación e impulso para actuar. También, en el campo social-político hasta desarrollar en cada cristiano una praxis solidaria.
Homilía 29.11.2010
El discípulo de Jesús conoce lo elemental de la enseñanza bíblica: Dios ha creado todas las cosas de este mundo para el bien de todos y cada uno de los seres humanos. Desde la primera página de la Biblia, el Dios de Jesucristo se muestra preocupado por el bienestar de la humanidad entera. Es un Dios “humano”. A tal punto que se hace perfecto hombre para emplear toda su fuerza divina en liberar a “todos los hombres y a todo el hombre” de todos los males en esta condición histórica. Para ésto, elige un “pueblo” que, a medida que se vaya liberando, se transforme en liberador de todos los demás pueblos. Ayer fue Israel, hoy es la Iglesia, el Pueblo de Dios al servicio de la humanidad, como la declaró Paulo VI al clasurar el Concilio Vaticano II.
Por eso, la Comunidad cristiana, desde sus orígenes, asumiendo su misión de Pueblo de Dios, se reúne para educarse con la Palabra de Dios y saber vivir de acuerdo al proyecto de quién ha creado este mundo; para no caer en falsos proyectos creados por quiénes no buscan el bien de todos, sino el propio interés en un individualismo exacerbado y hasta feroz, que lleva al hombre a pensar sólo en sí mismo.
Para caminar por el sendero que señala la Biblia, dónde se va descubriendo el auténtico proyecto humano y humanizante, la Iglesia, desde que aparece en la historia, a través de sus comunidades, examina la sociedad en la está surgiendo, la sociedad con la que se está relacionando, la sociedad que la está influyendo, la sociedad a la que está llamada por misión, a transformar en nueva civilización solidaria, justa y fraterna. Ver, descubrir, conocer, tomar conciencia de los móviles profundos, los intereses reales de la sociedad de donde actúa la comunidad cristiana, es la primera instancia de una Comunidad animada por la Fe en Jesús y su Evangelio. Por eso, hoy, en toda Comunidad cristiana, cada hombre o mujer que pretenda ser discípula/o del Divino Maestro, Jesús, ha de crearse un espacio para preguntarse sobre los criterios y actitudes de quiénes los rodean y/o se relacionan. Sin llegar a ser analista social ó político, ha de tomar conciencia de la nueva época, la nueva cultura, que se está viviendo. Ha de saber discernir su bondad ó su maldad. ¿Podemos los cristianos, pretender seguir a Jesús, como hace 50 años atrás, sin tomar conciencia de los profundos cambios de época que el Concilio Vaticano II nos lo viene anunciando?- A poco que reflexionemos sobre qué mundo vivimos, comprobamos que se están dando cambios no periféricos o meramente coyunturales sino que además de rápidos y desconcertantes son globales y profundos.
¿ Quedaremos cargados de simple preocupación y estériles lamentos ante el preciso y fuerte juicio de un sabio analítico de los signos de tiempos, que nos describe el mundo que vivimos: como un “mundo sin alma que se nos obliga a aceptar como único posible; no hay pueblos, sino mercados, no hay ciudadanos, sino empresas; no hay ciudades, sino aglomeraciones, no hay relaciones humanas, sino competencias mercantiles”?- (1) Frente a esta cultura dominante y dominadora, cargada de individualismo y de consumismo; frente a una economía sin ética que desemboca en una economía salvaje, al decir de Juan Pablo II; frente a una corrupción generalizada con la secuela de sobornos, robos, drogadicción, inseguridad e impunidad; frente al desprestigio de dirigentes políticos y hasta de los mismos partidos políticos, necesitamos recrear una cultura humana y humanizante. Y ésta es misión de cada cristiano. Urge re-agruparse en torno a la Doctrina Social de la Iglesia, ícono del Evangelio, para afrontar el reto de proyectos inhumanos y ofrecer alternativas de una sociedad solidaria, justa y fraterna, colaborando con gente de buena voluntad o tomando la iniciativa de construir un mundo digno y habitable.
(1) Eduardo Galeano
MONSEÑOR RUBÉN OSCAR FRASSIA: ¿“ADMINISTRADORES” O “PATRONES”?
Hoy estamos hablando de la segunda venida del Señor y de la actitud que tenemos que tener con respecto a esa venida. Una actitud de vigilancia, de estar atentos, de estar alertas.
Domingo 28 de noviembre de 2010 - 1º de Adviento
Evangelio según San Mateo 24, 37-44 (ciclo A)
“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: ‘Cuando venga el Hijo del hombre, pasará como en tiempo de Noé. Antes del diluvio, la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre.
Dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán. Por lo tanto, estén en vela, porque no saben qué día vendrá el Señor.
Comprendan que si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa.
Por eso, estén también ustedes preparados, porque a la hora que menos lo piensen vendrá el Hijo del hombre”’
¿“Administradores” o “patrones”?
Comenzamos un nuevo ciclo litúrgico; corresponde al Ciclo A y en él compartimos el Evangelio de San Mateo. Hoy estamos hablando de la segunda venida del Señor y de la actitud que tenemos que tener con respecto a esa venida. Una actitud de vigilancia, de estar atentos, de estar alertas. Estar con el corazón abierto, la mente iluminada y con las obras bien dispuestas. Tenemos que estar prevenidos, es cierto, porque no sabemos cuándo será el final.
Quiero decirles algo que para mí es muy importante: a cada uno de nosotros se nos dio la vida, a ninguno se nos preguntó si queríamos nacer; hemos nacido por el amor de Dios y por el amor de nuestros padres; la vida se nos fue dada. Así es que empezamos a tomar conciencia de ella, a crecer en ella, a desarrollarla, a ver cosas buenas y cosas malas; empezamos a trabajar el don que todos nosotros hemos recibido.
Pero hay actitudes que tenemos que asumir y dependerá de cómo uno se ubique para ver cómo será luego la respuesta. Yo tengo estas dos formas: una es ser “administrador” y la otra es ser “patrón”.
El “administrador” sabe que ha recibido: recibe, lo trabaja, lo hace crecer y luego da cuentas, rinde cuentas, tiene que explicar lo que ha hecho con su propia vida, con sus intereses recibidos.
El “patrón”, que ya vive más independientemente y de un modo más despótico, no rinde cuentas porque cree que todo depende de él, de su astucia, de su capacidad y de sus logros.
Yo les pregunto: ¿cómo nos ubicamos?, ¿Cómo administradores o como patrones? Y esto es a todo nivel; a nivel personal y después las cosas públicas que desarrollamos. Por ejemplo, yo obispo ¿soy administrador? ¿lo hago trabajar?, ¿cuido mi diócesis? Porque un día voy a rendir cuentas. El sacerdote, lo mismo; los párrocos, lo mismo; las religiosas, lo mismo; y ustedes fieles laicos, lo mismo; sus familias, sus esposas, sus esposos, sus hijos. ¡Todos nosotros! ¡Ninguno puede eximirse de este regalo y este “dar cuentas”! porque “en el atardecer de nuestras vidas, todos vamos a ser juzgados en el amor”, que de eso no nos quepa la menor duda.
Ahora bien, si yo me ubico como “administrador” y no como “patrón”, tampoco sé cuándo voy a rendir esas cuentas; por lo tanto tengo que tener todo ya preparado porque, si me llaman rápido, rápido tendré que presentarme.
Y es así que, como no sabemos ni el día ni la hora, es importante vivir este presente en la presencia de Dios, sabiendo que nos espera pero también creyendo que esto es lo último que voy a alcanzar. Por eso siempre digo que las cosas hay que darlas en vida; que en la vida hay que amar, en la vida hay que servir, en la vida hay que obedecer, en la vida hay que sacrificarse y entregarse por Dios y por los demás.
Que seamos todos buenos administradores, porque no sabemos ni el día ni la hora; y que no nos tome de sorpresa, porque todavía tenemos tiempo para corregir nuestro andar.
Que Dios los bendiga y que tengamos todos un buen Adviento: en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén
domingo, 28 de noviembre de 2010
NINGÚN ÉXITO EN LA VIDA JUSTIFICA EL FRACASO EN LA FAMILIA
¿Han oído hablar de los sobrevivientes de los Andes? En 1972, un avión militar con 40 pasajeros y cinco tripulantes se estrelló en la Cordillera de los Andes en ruta hacia Santiago de Chile…
Por Fernando Parrado, un sobreviviente de “VIVEN”, LA TRAGEDIA DE LOS ANDES
De las 45 personas que iban en el avión, 12 murieron en el accidente (entre ellas la madre de Fernando Parrado); 5 murieron al otro día, y a los 8 días muere Susana Parrado (hermana de Fernando) debido a sus lesiones.
A los 16 días, una avalancha se llevó la vida de ocho más, y dos jóvenes murieron a mediados de Noviembre por las infecciones de sus lesiones.
Los demás, completaron 72 días en la montaña, hasta que fueron rescatados.
Esta es una conferencia que dio Fernando Parrado, sobreviviente de los Andes:
"NINGÚN ÉXITO EN LA VIDA JUSTIFICA EL FRACASO EN LA FAMILIA"
¿Qué conferencista logra hoy colmar un auditorio de 2,500 ejecutivos y empresarios, muchos con sus mujeres e hijos, y hablar durante una hora y media sin que nadie pierda detalle del tema?
Fernando Parrado, uno de los 16 sobrevivientes de la tragedia de los Andes, a 36 años de aquella historia que asombró al mundo, siguió hace algunos meses más que eso: Conmover a un foro de negocios y capacitación empresarial al transmitir las simples moralejas que le dejaron vivir 72 días en plena Cordillera sin agua ni comida.
Fue durante la jornada de cierre de Expo Management 2008. Su presentación, un monólogo sin golpes bajos acompañado por vídeos e imágenes de la montaña, tuvo dos etapas bien diferentes.
En la primera narró, con un relato íntimo repleto de anécdotas, los momentos que lo marcaron de aquella odisea a 4000 metros de altura en la que perdió a buena parte de sus amigos, además de su madre y su hermana.
'¿Cómo es posible sobrevivir donde no se sobrevive?', se preguntó.
'Sobrevivimos porque hubo liderazgos, toma de decisiones y espíritu de equipo, porque nos conocíamos desde mucho antes', dijo: Y arrojó un primer disparador: "En la vida el factor suerte es fundamental" Cuando llegué al aeropuerto de Montevideo no daban número de asiento para el avión.
A mí me tocó, de casualidad, la fila 9, junto a mi mejor amigo. Cuando el avión chocó en la montaña, se partió en dos. De la fila 9 para atrás no quedó nada.-
Los 29 sobrevivientes al primer impacto viajaban en la parte que quedó a salvo.' De ellos, dijo, 24 no sufrieron un rasguño.
Así, los menos golpeados empezaron a ayudar, actuando como un verdadero equipo. Administramos barritas de chocolate y maní al punto de comer un grano por horas cada uno.
Marcelo, nuestro capitán y líder, asumió su rol para contenernos cuando le preguntábamos qué pasaba porque no llegaba el rescate.
Decidimos aguantar. Pero días después el líder se desmoronó. La radio trajo la noticia de que había concluido el rescate.
'¿Cómo hubieran reaccionado ustedes?
El líder se quiebra, se deprime y deja de serlo. Imagínense que yo cierro esta sala, bajo la temperatura a -14 grados sin agua ni comida a esperar quién muere primero. Se hace un silencio estremecedor de la primera a la última fila. 'Ahí me di cuenta de que al universo no le importa qué nos pasa.
Mañana saldrá el sol y se pondrá como siempre. Por lo tanto, tuvimos que tomar decisiones. En la noche 12 o 13 nos dijimos con uno de los chicos: «¿Qué estás pensando?
«Lo mismo que vos. Tenemos que comer, y las proteínas están en los cuerpos. Hicimos un pacto entre nosotros, era la única opción.
Nos enfrentamos a una verdad cruda e inhumana.
Desde la primera fila, decenas de chicos llevados por sus padres escuchaban boquiabiertos.
Parrado apeló a conceptos típicos del mundo empresarial.
'Hubo planificación, estrategia, desarrollo. Cada uno empezó a hacer algo útil, que nos ayudara a seguir vivos: zapatos, bastones, pequeñas expediciones humanas.
Fuimos conociendo nuestra prisión de hielo. Hasta que me eligieron para la expedición final, porque la montaña nos estaba matando, nos debilitaba, se nos acababa la comida. Subí aterrado a la cima de la montaña con Roberto Canessa. Pensábamos ver desde allí los valles verdes de Chile y nos encontramos con nieve y montañas a 360 grados.
Ahí decidí que moriría caminando hacia algún lugar. Entonces sobrevino el momento más inesperado. Pero "Esta no es la historia que vine a contar", avisó. Y contó que su verdadera historia empezó al regresar a su casa, sin su madre ni su hermana, sin sus amigos de la infancia y con su padre con una nueva pareja.
'¿Crisis? ¿De qué crisis me hablan? ¿Estrés? ¿Qué estrés?
Estrés es estar muerto a 4000 metros de altura sin agua ni comida', enfatizó. Recordó un diálogo fundamental que tuvo con su padre, que le dijo: 'Mira para adelante para adelante, anda tras esa chica que te gusta, ten una vida, trabaja. Yo cometí el error de no decirle a tu madre tantas cosas por estar tan ocupado, de no compartir tantas festividades con tu hermana, no darme el tiempo de platicar con ellas mis vivencias, no decirles cuanto las amaba'.
Y cerró, determinado: 'Las empresas son importantes, el trabajo lo es, pero lo verdaderamente valioso está en casa después de trabajar: la familia. Mi vida cambio, pero lo más valioso que perdí fue ese hogar que ya no existía al regresar. No se olviden de quien tienen al lado, porque no saben lo que va a pasar mañana.
Una interminable ovación lo despidió de pie......
"NINGUN ÉXITO EN LA VIDA, JUSTIFICA EL FRACASO EN LA FAMILIA"
Si TU tienes un cálido hogar, piensa que al igual que Yo: Eres una persona con Suerte!!! Te toco de la fila 9 hacia adelante, y créeme
.... la mayoría viaja de la 9 para atrás.
RECONSIDERAR EL ADVIENTO: LA HISTORIA DE UN GRAN DIAMANTE
Comienza un nuevo año litúrgico con el tiempo de Adviento. Aunque estamos acostumbrados al término «adviento», podemos no profundizar en toda su riqueza.
Por el Pbro. José Martínez Colín
1) Para saber
Adviento quiere decir "venida". Es Jesús quien viene no deja de ser un misterio. Aunque conocemos una parte de él, esconde muchas riquezas. Necesitamos recordarlo cada año para profundizar y descubrir luces nuevas.
¿Para qué viene Jesús? Para traernos la salvación: nos trae la verdadera libertad frente al mal, el pecado y la muerte. Esa libertad nos la consiguió Jesús con su muerte redentora. Por eso, Adviento es sinónimo de esperanza. Hemos sido salvados.
2) Para pensar
Las joyas de la Corona británica son una serie de joyas, pertenecientes a la Casa Real Británica. Se considera que es la colección de joyas más valiosa del mundo.
Entre sus tesoros está la “Corona de la Reina Isabel” la cual contiene el diamante más antiguo conocido: el Koh-i-noor (significa ‘montaña de luz’). Es de 105 quilates (21,6 gramos).
Se cuenta que este diamante tan valioso fue ofrecido a la reina Victoria por el marajá de la India cuando éste apenas era un niño. Años después, cuando él ya era un hombre mayor, el marajá visitó a la Reina Victoria en Inglaterra. Pidió que la piedra fuera traída.
Tomando el diamante en su mano, él marajá se arrodilló frente a la reina diciendo: “Su majestad, yo le di esta joya cuando era un niño, demasiado joven para entender lo que estaba haciendo. Deseo dársela de nuevo a usted en la plenitud de mis fuerzas, con todo mi corazón, afecto y gratitud, ahora y para siempre, en plena conciencia de mi acto”.
Así como el marajá quiso hacer más consciente el acto de donación, nosotros hemos de ser más consciente de lo que significa que el mismo Dios venga a nosotros.
3) Para vivir
Este Adviento nos recuerda que Dios ha construido un puente entre el cielo y la tierra: Jesucristo. Dios busca al hombre para darnos su amor y su vida.
Viene año tras año con rostro de niño. Llega a la tierra despojado de toda gloria divina y humana.
Adviento es, pues, tiempo para acompañar a la Virgen María en espera del nacimiento de su Hijo. Pidámosle nos ayude a preparar esa venida como Ella lo hizo.
EL AUTÉNTICO SIGNIFICADO DE LA EMBESTIDA CONTRA EL CRUCIFIJO
Los crucifijos están en zonas públicas. De esta suerte, el laicismo –luego de pretender destronar a Cristo como Rey de las sociedades– busca eliminar los vestigios de un Orden Social que fue cristiano.
Por Juan Carlos Monedero (h)
“Su memoria está por doquier.
En las paredes de las iglesias y de las escuelas,
en las cimas de los campanarios y de los montes,
en las ermitas de los caminos,
a la cabecera de las camas y sobre las tumbas,
millones de cruces recuerdan la muerte del Crucificado.
César ha dado, en sus tiempos, más ruido que Jesús,
y Platón enseñaba más ciencias que Cristo.
Todavía se habla del primero y del segundo;
pero ¿quién se acalora por César o contra César?
Y ¿dónde están hoy los platonistas o los antiplatonistas?
Cristo, por el contrario, está siempre vivo entre nosotros.
Hay todavía quien le ama y quien le odia.
Hay una pasión por la Pasión de Cristo y otra por su destrucción.
Y el encarnizamiento de tantos contra Él dice que no está todavía muerto.
Los mismos que se esfuerzan en negar su existencia y su doctrina
se pasan la vida recordando su nombre”.
Giovanni Papini
Cuando Plutarco Calles levantó triunfante su copa, exclamando que la guerra desatada contra la Iglesia ya llevaba dos mil años, el desdichado no tenía idea de lo importante que serían sus palabras para recordarles a los católicos –cuando ellos lo olvidaran– la sentencia de Job: la vida sobre la tierra no puede ser sino milicia.
Ayer amenaza, hoy esta frase resulta consoladora para los que observan perplejos cómo los referentes religiosos optan sistemáticamente por la omisión de toda hipótesis de conflicto cuando las cuestiones religiosas y las públicas comienzan a rozarse, tal como está ocurriendo a propósito del debate en torno a los símbolos religiosos en los espacios públicos, concretamente en torno al Crucifijo. Tanto la frase de Calles como las palabras de Voltaire –que pronosticó la muerte de la Iglesia– desempolvan en el momento actual viejas verdades, que de tan olvidadas que estaban parecen nuevas.
El odio al crucifijo nos recuerda la guerra al Crucificado.
* * *
Los mencionados proyectos provenientes de Europa han sido objeto de distintas declaraciones; también en nuestro país algunas figuras se pronunciaron. No es sorpresa observar –en uno y en otro territorio– a las fuerzas socialistas, socialdemócratas y liberales unidas en pos de un mismo objetivo: la erradicación del crucifijo. La misma liga de ateos racionalistas del viejo continente impulsa esta medida. Si todas estas fuerzas combaten al catolicismo, éste a su turno condenó sus principios, ideología, praxis, sus innumerables crímenes, sus bajezas conocidas, su moral acomodaticia, su ambición desordenada.
El proyecto abreva en el espíritu laicista: la pretensión moderna de separar (no sólo distinguir) lo sobrenatural de la naturaleza, relegando lo primero al ámbito privado y subjetivo, mientras que lo segundo sería el ámbito de las cosas como son, independiente de las “respetables” pero, al fin de cuentas, íntimas creencias. Así definida, la religión –siempre y cuando se guarde de trascender esas fronteras– no sería criticable.
Pero los crucifijos están en zonas públicas. De esta suerte, el laicismo –luego de pretender destronar a Cristo como Rey de las sociedades– busca eliminar los vestigios de un Orden Social que fue cristiano. Si este proceso pasó, entre otros momentos, por la supresión los nombres cristianos tales como María, Bautista, José, Trinidad, Isabel, Magdalena (como lo admitieron anarquistas y comunistas), hoy el movimiento de “desmitificación” de la realidad encuentra nuevos adversarios.
Quienes profesan las ideologías mencionadas se atribuyen de este modo esa autoridad para “fiscalizar la realidad”, criticando sobre lo criticado y objetando todo aquello que remita a una “realidad problemática”, cuya existencia se permiten dudar o negar. La humanidad habría sido víctima fatal de las alienaciones religiosas, de superestructuras de dominación ancladas en la fe; pero esta esclavizante superstición –por suerte– encontraría su freno gracias a ese quitar la máscara, propio de esta directiva laicista. De ahí que todos los signos que remitan a lo religioso, que religuen con lo Absoluto, sean vistos como una amenaza.
Corrijamos: no sólo son vistos.
Lo son, realmente.
Son una amenaza para los que pretenden silenciar el Nombre del Salvador; son un índice admonitor que señala inequívocamente una culpa; son testimonio de una Ciudad Católica que adoptó la fe no por casualidad sino por convicción. Cada signo, cada palabra, cada nombre cristiano, cada crucifijo, es un rugido de la memoria. Un testigo insobornable.
Podemos comparar este nerviosismo ante los crucifijos con la actitud de quien pretende borrar las huellas de su propio crimen. Así como el asesino suele volver a la escena del crimen para eliminar cualquier indicio, pista, señal que pudiese denotar su presencia y acción, los que han eliminado a Dios de la conciencia –o quieren creer haberlo hecho– necesitan ahondar este deicidio. A tal fin, borran todo vestigio, toda huella, toda sugerencia que pudiera mover a cualquiera a pensar en Aquél, más íntimo a nosotros que nosotros mismos.
Nos dimos cuenta de lo que significa el crucifijo cuando lo pretendieron quitar.
* * *
Este error del laicismo y sus secuaces conserva, a pesar de todo, su propia lógica: un estado laico –neutro en materia religiosa, escéptico o deísta respecto a la existencia de Dios; en la práctica ateo, ciertamente– no puede tolerar los símbolos religiosos. Son contradictorios con su esencia. Y por ello tiene lugar aquí la intolerancia laicista. Y al señalarla no estamos –como quizá alguno pudiera pensar– pronunciado una descalificación. Porque esta intolerancia es un efecto inevitable de haber percibido dos contradictorios: el relativismo –camaleónico por definición– y la cosmovisión católica, defensora de lo inalterable.
Esta intolerancia es consecuencia de la percepción de una suprema evidencia: entre el símbolo del Dios que no cambia, por un lado, y la Ciudad Plural, Democrática, Escéptica y Relativista contemporánea, por otro, no puede haber convivencia posible.
Que no nos duela decirlo: tienen razón. Cristo no puede coexistir con la filosofía del cambio por el cambio, propia de la polis contemporánea. He aquí una premisa inicial –y compartida con nuestros adversarios– pero cuya conclusión no debiera llevarnos a retirar el crucifijo, sino a mandar directamente al retrete esa mentalidad relativista y su ordenamiento político.
Debido a esta irreductibilidad en el origen, a esta incompatibilidad inicial y radical, resultan endebles ciertas reacciones ante este proyecto, puesto que siguen discutiendo dentro de un margen signado por la misma mentalidad a la que supuestamente deberían enfrentarse. La Comisión Permanente del Episcopado español emitió una Declaración sobre la exposición de símbolos religiosos cristianos en Europa, en la cual afirma:
“la presencia de símbolos religiosos cristianos en los ámbitos públicos, en particular la presencia de la cruz, refleja el sentimiento religioso de los cristianos de todas las confesiones…”.
Son varias las observaciones que podrían hacerse. Leemos que el crucifijo –entre otros símbolos– tiene que coronar lo público debido a motivos sentimentales, subjetivos. No se dice, ciertamente, porque haya un derecho real de Cristo a encabezar la sociedad, en tanto Rey de las naciones. ¿A qué cosmovisión obedece tal afirmación? Ciertamente, a la relativista. Ahora bien, ¿no cabe acaso una réplica? ¿Por qué no aceptar entonces la posibilidad que los laicistas quieran eliminar el crucifijo también por alegadas cuestiones sentimentales? ¿Habría forma alguna de medir qué sentimiento prima sobre otro? Por lo demás, la frase desliza la igualación de los cristianos no católicos con los católicos, olvidando que el protestantismo tuvo su origen histórico en un pecado contra la fe, llamado herejía.
El crucifijo no es –como continúa diciendo la declaración– “expresión de una tradición a la que todos reconocen un gran valor y un gran papel catalizador en el diálogo entre personas de buena voluntad”. Su carácter simbólico excede y trasciende una cuestión sociológica, para enmarcarse en un significado propiamente religioso. Simboliza al Redentor del hombre, que convirtió al madero de tormento en madero de salvación. La Cruz simboliza la oposición inflexible entre Dios y el mundo que lo ha crucificado. Por eso la maldice el judío retratado por José María Pemán:
“Maldita porque el cruce de tus rayas
es el punto sin forma: pura idea
sin carne, ni materia, ni medida;
centella del espíritu
que se me escurre, como un pez, por entre
mis dedos temblorosos de poder”.
Por eso, ni todos le reconocen un gran valor, ni ha tenido el papel de catalizador en el diálogo: no es el instrumento bonachón que permite a dos buenazos tomar juntos un café y discutir algunas ideas sin matarse. Como lo ha profetizado Simeón, Cristo –que luego del Viernes Santo ya es indivisible de la Cruz– es signo de contradicción. Por eso se permitió decir:
“Yo no he venido a traer la paz, sino la espada”.
La declaración continúa alegando que los símbolos religiosos que se pretende retirar han sido la fuente de la ética y del derecho, “fecundas en el reconocimiento, la promoción y la tutela de la dignidad de la persona”.
Curiosamente, este argumento se esgrime frente a liberales, socialdemócratas y socialistas, los cuales sólo ven en el hombre una pasión inútil, o en otros casos lo reducen a un bípedo que ingiere hidratos de carbono, cuando no lo consideran un puro animal capaz de realizar cálculos racionales o incluso el resultado azaroso de una evolución seleccionada sin seleccionador. Entonces, cuando pronunciamos la palabra persona, ¿pensamos en las mismas cosas? ¿Basta la unidad de la palabra para que estemos hablando de la misma realidad? Lamentablemente no. Pero entonces, ¿de qué sirve promover la dignidad de la persona si lo que se promueve no es lo mismo?
* * *
¿Cuál es el significado de la embestida laicista contra el crucifijo? Creemos que la clave se halla aquí: el laicismo no quiere quitar el crucifijo porque no haya sido esencial “en la cultura y tradición europea”, ni porque no promueva “el altruismo y la generosidad”, ni porque violente la “libertad religiosa” de otros.
No, no, no. Aquí los laicistas tienen razón. Interesa quitar el crucifijo no a pesar de lo que significa, sino por todo lo que significa.
No les interesa como expresión folklórica o anecdótica de una respetable pero perimida cultura cristiana; les interesa en cuanto puede suscitar en el siglo XXI las gestas del XI, cuando los hombres guerreaban por las más altas causas y no –como hoy– por el petróleo en Medio Oriente. Importa el crucifijo en tanto reflejo de la consigna constantina: In hoc signo vinces. La imitación de tales ejemplos, hoy día, sería objeto de nerviosismo. Imaginemos una presencia que proclama objetividad en un mundo signado por el subjetivismo, una convicción férrea en un mundo donde todo se negocia, un lenguaje claro e inequívoco en un espacio donde éste servía únicamente para construir “efectos de verdad”, unido indisolublemente al consenso.
Habría motivos para preocuparse.
Aclarémoslo una vez más: no les interesan los “sentimientos” que subjetiva, parcial y relativamente pueda causar el crucifijo. Importa en tanto vehículo y emisario de realidades, no de interpretaciones. No su valor subjetivo, sino su potencia objetiva. Los acosa su carácter testimonial, porque las palabras que el crucificado pronunció le valieron la muerte tanto a Él como a los millones de mártires que desde hace 2000 años las vienen repitiendo.
A los escépticos, relativistas y democráticos –entonces– les inquieta la presencia de un símbolo que remita a una Verdad inflexible, la cual ni todas las lucubraciones ideológicas podrán tumbar. No les quita el sueño una solidaridad mundana sino una caridad sobrenatural, llena de ardor, celo y santa cólera. Una caridad que ve en el crucifijo el símbolo de lo inalterable.
Les aterra el testimonio de lo que no muta en un mundo que cambia constantemente. Por eso quieren quitar el crucifijo.
“Maldita tú la Cruz porque tú tienes
la esbeltez de los álamos junto a la paz del río
en el amanecer.
Maldita tú porque eres
recta y sin curva como la Verdad”.
No los entienden ni los pueden entender a los laicistas quienes pretendiendo contradecirlos, incurren en contradicción. Porque el planteo contrario al crucifijo es lógico: monstruosamente lógico. No hay diferencia entre conceder el principio del Estado Laico, negando sus consecuencias, a enfrentar un tiburón con una pistola de agua: todo lo que podamos decir cae dentro de sus postulados en calidad de consecuencia derivada. Lo más que podremos hacer es demorar el mal. Pero dentro del esquema laicista no es un mal –sólo fuera de él lo es– sino una posibilidad lógica en concordancia con la premisa inicial.
¿Por qué es malo algo incluido en un principio que libremente acepto? Si la consecuencia no deseada está ligada al principio, ¿por qué no niego el principio? Pero si consiento el principio laicista, ¿por qué es mala la conclusión que se deriva lógicamente de él?
* * *
Para oponerse a esta embestida laicista contra el crucifijo, es necesario comprenderla. Todo esto se trata de la Revolución Permanente. Como han explicado autores como Chesterton, Hello, Pascal –entre otros– presenciamos la locura del hombre abandonado a la sola razón, divorciado a priori de la fe, que naufraga en el mundo como nadando con un solo brazo. Asistimos a la desvergonzada demencia del que ha hecho de la crítica su ídolo, rindiéndole adoración e hincando su rodilla.
Para este tipo de hombre, el objeto de conocimiento no importa tanto como su certeza. Por eso exige que todo dato –antes de ser admitido– pase por su aduana fiscalizadora criticista. Anhela que toda verdad se prosterne ante su ambición de juzgarlo todo. Demanda que las cosas sean deglutidas por esa razón golosa que, víctima de la sofística, reclama que absolutamente todo sea probado antes de ser aceptado.
“Por una demencia inconcebible y por una aberración inexplicable, el hombre, hechura de Dios, cita ante su tribunal al mismo Dios, que le da el tribunal en que se asienta, la razón con que le ha de juzgar y hasta la voz con que le llama”.
La actitud de estos hombres es la de juzgar la verdad con su razón, en lugar de someter dócilmente su razón a la verdad. Su único modelo de racionalidad se halla reducido a técnica y praxis, refractarias de la sana filosofía y de la verdadera fe, incapaz de dirigirse a ellas sin sospechas –ya en su faz marxista, ya en su faz psicoanalítica y siempre en su faz sicótica. Una razón que ha construido en su solitaria factoría un discurso que vive de volver odiosas todas las cosas buenas. Esta razón adulterada no puede sino pronunciar sucias palabras respecto de Dios:
“Y las blasfemias llaman a otras blasfemias, como el abismo a otro abismo; la blasfemia que le emplaza va a parar a la blasfemia que le condena o a la blasfemia que le absuelve. Absuélvale o condénele, el hombre que en vez de adorarle le juzga, es blasfemo”.
El laicismo acaba siendo una ideología de víctimas y victimarios destinados al manicomio: padecen la asfixia del que se niega por principio a la acción santificadora de lo sobrenatural, del que se cierra a la sola posibilidad de la gracia, del que se amputa el oído, principio de la fe; del que castra su deseo inagotable de lo Absoluto.
Pero quitado lo sobrenatural –al decir de Chesterton– la naturaleza misma queda también herida, tambaleante. Por eso vemos que los hijos de aquellos que empezaron negando la Revelación en pro de “la racionalidad”, hoy descienden vertiginosamente hacia tesis cada vez más irracionales. Por eso deifican ese derecho egoísta, infértil, estéril y narcisista a la duda y a la crítica de todo.
Hay en ellos como una oscura e irracional fe en la nada. Encontrarían la salud si aceptaran, humildemente, que ni todo puede ser probado, ni hay necesidad de ello: “es imposible comprobarlo todo”, dice Aristóteles desde las páginas de la Metafísica, puesto que para ello sería necesario caminar hacia el infinito. Aquella pretensión es fruto del orgullo. Que “hay” una verdad es evidente: negándola, la afirmamos. Pero esta afirmación no debe ser juzgada, sino que debe convertirse en la base, el cimiento, para poder juzgar:
“La inteligencia, como presencia de la verdad en la mente, está siempre en la verdad; mi mente y toda mente humana, en este sentido, es como una libre prisionera de la verdad. Aunque quisiera deshacerse de ella, llevada por un odio a la verdad, no podría hacerlo: la verdad habita en nosotros y al hacerlo está en su propia casa”.
Por eso concluye Sciacca:
“Es evidente que no hay juicio con el que pueda destruirse la verdad: ¡aún queriéndolo, no podría destruirse la verdad del juicio con el que se pretendiera destruirla! No puedo destruir mi mente (no puedo anular en mí al hombre profundo), aún cuando puedo destruir mi razón: no destruyen el profundo espíritu ni la locura, ni la demencia, ni la violencia desatada de las pasiones, aún cuando sacudan o anonaden mi razón. Mi yo profundo, perenne, inmortal –como la verdad, perenne, eterna– no es el yo racional propiamente dicho, sino el yo inteligente, que está más allá de la razón y por lo mismo más allá de la ciencia, de la locura y de la muerte” .
No es la batalla entre la razón y la fe, entre la racionalidad y la religión. Es la batalla entre dos modos distintos de confiar: los que apuestan a la nada y los que apuestan a la verdad. Por eso dice el precitado Donoso Cortés: “el hombre vive siempre sujeto a la fe… cuando parece que deja la fe por su propia razón, no hace más sino dejar la fe de lo que es divinamente misterioso por la fe de lo que es misteriosamente absurdo” .
¿Acaso no asistimos a esta borrachera de lo absurdo, de lo irracional? ¿Derechos de los animales? ¿Maestros que no enseñan? ¿Alumnos que no aprenden? ¿Cultura de lo feo, de la náusea, de lo marginal? ¿Matrimonio entre dos varones? ¿Derecho al filicidio? ¿Varones que quieren ser mujeres? ¿Mujeres que quieren ser varones? ¿Delincuentes sin castigos? ¿Fuerzas del orden que no ponen orden? ¿Padres que no quieren tener hijos? ¿Sacerdotes que desean tenerlos? ¿Dónde está lo ridículo, lo disparatado? ¡Qué proféticas resultan las palabras de Chesterton!:
“en la acción de destruir la idea de la autoridad divina, hemos destruido sobradamente la idea de esa autoridad humana… Con un rudo y sostenido tiroteo, hemos querido quitar la mitra al hombre pontificio, y junto con la mitra le arrebatamos la cabeza”.
* * *
Coinciden los demonólogos en señalar como indicio probable de infestación demoníaca la aversión a lo sagrado, sobre todo al crucifijo.
En un mundo que se ha enfriado para todo, el repentino e imprevisto odio hacia el símbolo de la Cruz señala una tremenda potencia que anida en el corazón del hombre, por más anestesiada de bienestar que se la suponga: el odio. Y ese odio es un timbre de alerta para los que reconocemos en el crucifijo la salvación del mundo. El odio a Cristo nos recuerda la guerra contra Cristo. Y la guerra contra Él nos recuerda la guerra por Él. Si la civilización actual se encuentra bajo los signos de la posesión demoníaca, mal puede expulsarse al Adversario que ha tomado posesión de ella en nombre de tradiciones históricas y culturales, mayorías accidentales, tratados internacionales u otros débiles argumentos. Únicamente en Nombre de Dios es posible exorcizar a los demonios.
http://www.conferenciaepiscopal.es/actividades/2010/junio_24.html
2 Donoso Cortés, Ensayo sobre Catolicismo, liberalismo y socialismo, en su Obras escogidas, Poblet, Buenos Aires, 1943, págs. 574-575.
3 Sciacca, Federico Michele. La existencia de Dios, Richardet, Tucumán, 1955, pág. 65.
4 Ídem, pág. 66.
5 Donoso Cortés, Ensayo sobre… ídem, pág. 817.
6 Chesterton, Ortodoxia, Excelsa, Buenos Aires, 1943, pág. 55.
Por Juan Carlos Monedero (h)
“Su memoria está por doquier.
En las paredes de las iglesias y de las escuelas,
en las cimas de los campanarios y de los montes,
en las ermitas de los caminos,
a la cabecera de las camas y sobre las tumbas,
millones de cruces recuerdan la muerte del Crucificado.
César ha dado, en sus tiempos, más ruido que Jesús,
y Platón enseñaba más ciencias que Cristo.
Todavía se habla del primero y del segundo;
pero ¿quién se acalora por César o contra César?
Y ¿dónde están hoy los platonistas o los antiplatonistas?
Cristo, por el contrario, está siempre vivo entre nosotros.
Hay todavía quien le ama y quien le odia.
Hay una pasión por la Pasión de Cristo y otra por su destrucción.
Y el encarnizamiento de tantos contra Él dice que no está todavía muerto.
Los mismos que se esfuerzan en negar su existencia y su doctrina
se pasan la vida recordando su nombre”.
Giovanni Papini
Cuando Plutarco Calles levantó triunfante su copa, exclamando que la guerra desatada contra la Iglesia ya llevaba dos mil años, el desdichado no tenía idea de lo importante que serían sus palabras para recordarles a los católicos –cuando ellos lo olvidaran– la sentencia de Job: la vida sobre la tierra no puede ser sino milicia.
Ayer amenaza, hoy esta frase resulta consoladora para los que observan perplejos cómo los referentes religiosos optan sistemáticamente por la omisión de toda hipótesis de conflicto cuando las cuestiones religiosas y las públicas comienzan a rozarse, tal como está ocurriendo a propósito del debate en torno a los símbolos religiosos en los espacios públicos, concretamente en torno al Crucifijo. Tanto la frase de Calles como las palabras de Voltaire –que pronosticó la muerte de la Iglesia– desempolvan en el momento actual viejas verdades, que de tan olvidadas que estaban parecen nuevas.
El odio al crucifijo nos recuerda la guerra al Crucificado.
* * *
Los mencionados proyectos provenientes de Europa han sido objeto de distintas declaraciones; también en nuestro país algunas figuras se pronunciaron. No es sorpresa observar –en uno y en otro territorio– a las fuerzas socialistas, socialdemócratas y liberales unidas en pos de un mismo objetivo: la erradicación del crucifijo. La misma liga de ateos racionalistas del viejo continente impulsa esta medida. Si todas estas fuerzas combaten al catolicismo, éste a su turno condenó sus principios, ideología, praxis, sus innumerables crímenes, sus bajezas conocidas, su moral acomodaticia, su ambición desordenada.
El proyecto abreva en el espíritu laicista: la pretensión moderna de separar (no sólo distinguir) lo sobrenatural de la naturaleza, relegando lo primero al ámbito privado y subjetivo, mientras que lo segundo sería el ámbito de las cosas como son, independiente de las “respetables” pero, al fin de cuentas, íntimas creencias. Así definida, la religión –siempre y cuando se guarde de trascender esas fronteras– no sería criticable.
Pero los crucifijos están en zonas públicas. De esta suerte, el laicismo –luego de pretender destronar a Cristo como Rey de las sociedades– busca eliminar los vestigios de un Orden Social que fue cristiano. Si este proceso pasó, entre otros momentos, por la supresión los nombres cristianos tales como María, Bautista, José, Trinidad, Isabel, Magdalena (como lo admitieron anarquistas y comunistas), hoy el movimiento de “desmitificación” de la realidad encuentra nuevos adversarios.
Quienes profesan las ideologías mencionadas se atribuyen de este modo esa autoridad para “fiscalizar la realidad”, criticando sobre lo criticado y objetando todo aquello que remita a una “realidad problemática”, cuya existencia se permiten dudar o negar. La humanidad habría sido víctima fatal de las alienaciones religiosas, de superestructuras de dominación ancladas en la fe; pero esta esclavizante superstición –por suerte– encontraría su freno gracias a ese quitar la máscara, propio de esta directiva laicista. De ahí que todos los signos que remitan a lo religioso, que religuen con lo Absoluto, sean vistos como una amenaza.
Corrijamos: no sólo son vistos.
Lo son, realmente.
Son una amenaza para los que pretenden silenciar el Nombre del Salvador; son un índice admonitor que señala inequívocamente una culpa; son testimonio de una Ciudad Católica que adoptó la fe no por casualidad sino por convicción. Cada signo, cada palabra, cada nombre cristiano, cada crucifijo, es un rugido de la memoria. Un testigo insobornable.
Podemos comparar este nerviosismo ante los crucifijos con la actitud de quien pretende borrar las huellas de su propio crimen. Así como el asesino suele volver a la escena del crimen para eliminar cualquier indicio, pista, señal que pudiese denotar su presencia y acción, los que han eliminado a Dios de la conciencia –o quieren creer haberlo hecho– necesitan ahondar este deicidio. A tal fin, borran todo vestigio, toda huella, toda sugerencia que pudiera mover a cualquiera a pensar en Aquél, más íntimo a nosotros que nosotros mismos.
Nos dimos cuenta de lo que significa el crucifijo cuando lo pretendieron quitar.
* * *
Este error del laicismo y sus secuaces conserva, a pesar de todo, su propia lógica: un estado laico –neutro en materia religiosa, escéptico o deísta respecto a la existencia de Dios; en la práctica ateo, ciertamente– no puede tolerar los símbolos religiosos. Son contradictorios con su esencia. Y por ello tiene lugar aquí la intolerancia laicista. Y al señalarla no estamos –como quizá alguno pudiera pensar– pronunciado una descalificación. Porque esta intolerancia es un efecto inevitable de haber percibido dos contradictorios: el relativismo –camaleónico por definición– y la cosmovisión católica, defensora de lo inalterable.
Esta intolerancia es consecuencia de la percepción de una suprema evidencia: entre el símbolo del Dios que no cambia, por un lado, y la Ciudad Plural, Democrática, Escéptica y Relativista contemporánea, por otro, no puede haber convivencia posible.
Que no nos duela decirlo: tienen razón. Cristo no puede coexistir con la filosofía del cambio por el cambio, propia de la polis contemporánea. He aquí una premisa inicial –y compartida con nuestros adversarios– pero cuya conclusión no debiera llevarnos a retirar el crucifijo, sino a mandar directamente al retrete esa mentalidad relativista y su ordenamiento político.
Debido a esta irreductibilidad en el origen, a esta incompatibilidad inicial y radical, resultan endebles ciertas reacciones ante este proyecto, puesto que siguen discutiendo dentro de un margen signado por la misma mentalidad a la que supuestamente deberían enfrentarse. La Comisión Permanente del Episcopado español emitió una Declaración sobre la exposición de símbolos religiosos cristianos en Europa, en la cual afirma:
“la presencia de símbolos religiosos cristianos en los ámbitos públicos, en particular la presencia de la cruz, refleja el sentimiento religioso de los cristianos de todas las confesiones…”.
Son varias las observaciones que podrían hacerse. Leemos que el crucifijo –entre otros símbolos– tiene que coronar lo público debido a motivos sentimentales, subjetivos. No se dice, ciertamente, porque haya un derecho real de Cristo a encabezar la sociedad, en tanto Rey de las naciones. ¿A qué cosmovisión obedece tal afirmación? Ciertamente, a la relativista. Ahora bien, ¿no cabe acaso una réplica? ¿Por qué no aceptar entonces la posibilidad que los laicistas quieran eliminar el crucifijo también por alegadas cuestiones sentimentales? ¿Habría forma alguna de medir qué sentimiento prima sobre otro? Por lo demás, la frase desliza la igualación de los cristianos no católicos con los católicos, olvidando que el protestantismo tuvo su origen histórico en un pecado contra la fe, llamado herejía.
El crucifijo no es –como continúa diciendo la declaración– “expresión de una tradición a la que todos reconocen un gran valor y un gran papel catalizador en el diálogo entre personas de buena voluntad”. Su carácter simbólico excede y trasciende una cuestión sociológica, para enmarcarse en un significado propiamente religioso. Simboliza al Redentor del hombre, que convirtió al madero de tormento en madero de salvación. La Cruz simboliza la oposición inflexible entre Dios y el mundo que lo ha crucificado. Por eso la maldice el judío retratado por José María Pemán:
“Maldita porque el cruce de tus rayas
es el punto sin forma: pura idea
sin carne, ni materia, ni medida;
centella del espíritu
que se me escurre, como un pez, por entre
mis dedos temblorosos de poder”.
Por eso, ni todos le reconocen un gran valor, ni ha tenido el papel de catalizador en el diálogo: no es el instrumento bonachón que permite a dos buenazos tomar juntos un café y discutir algunas ideas sin matarse. Como lo ha profetizado Simeón, Cristo –que luego del Viernes Santo ya es indivisible de la Cruz– es signo de contradicción. Por eso se permitió decir:
“Yo no he venido a traer la paz, sino la espada”.
La declaración continúa alegando que los símbolos religiosos que se pretende retirar han sido la fuente de la ética y del derecho, “fecundas en el reconocimiento, la promoción y la tutela de la dignidad de la persona”.
Curiosamente, este argumento se esgrime frente a liberales, socialdemócratas y socialistas, los cuales sólo ven en el hombre una pasión inútil, o en otros casos lo reducen a un bípedo que ingiere hidratos de carbono, cuando no lo consideran un puro animal capaz de realizar cálculos racionales o incluso el resultado azaroso de una evolución seleccionada sin seleccionador. Entonces, cuando pronunciamos la palabra persona, ¿pensamos en las mismas cosas? ¿Basta la unidad de la palabra para que estemos hablando de la misma realidad? Lamentablemente no. Pero entonces, ¿de qué sirve promover la dignidad de la persona si lo que se promueve no es lo mismo?
* * *
¿Cuál es el significado de la embestida laicista contra el crucifijo? Creemos que la clave se halla aquí: el laicismo no quiere quitar el crucifijo porque no haya sido esencial “en la cultura y tradición europea”, ni porque no promueva “el altruismo y la generosidad”, ni porque violente la “libertad religiosa” de otros.
No, no, no. Aquí los laicistas tienen razón. Interesa quitar el crucifijo no a pesar de lo que significa, sino por todo lo que significa.
No les interesa como expresión folklórica o anecdótica de una respetable pero perimida cultura cristiana; les interesa en cuanto puede suscitar en el siglo XXI las gestas del XI, cuando los hombres guerreaban por las más altas causas y no –como hoy– por el petróleo en Medio Oriente. Importa el crucifijo en tanto reflejo de la consigna constantina: In hoc signo vinces. La imitación de tales ejemplos, hoy día, sería objeto de nerviosismo. Imaginemos una presencia que proclama objetividad en un mundo signado por el subjetivismo, una convicción férrea en un mundo donde todo se negocia, un lenguaje claro e inequívoco en un espacio donde éste servía únicamente para construir “efectos de verdad”, unido indisolublemente al consenso.
Habría motivos para preocuparse.
Aclarémoslo una vez más: no les interesan los “sentimientos” que subjetiva, parcial y relativamente pueda causar el crucifijo. Importa en tanto vehículo y emisario de realidades, no de interpretaciones. No su valor subjetivo, sino su potencia objetiva. Los acosa su carácter testimonial, porque las palabras que el crucificado pronunció le valieron la muerte tanto a Él como a los millones de mártires que desde hace 2000 años las vienen repitiendo.
A los escépticos, relativistas y democráticos –entonces– les inquieta la presencia de un símbolo que remita a una Verdad inflexible, la cual ni todas las lucubraciones ideológicas podrán tumbar. No les quita el sueño una solidaridad mundana sino una caridad sobrenatural, llena de ardor, celo y santa cólera. Una caridad que ve en el crucifijo el símbolo de lo inalterable.
Les aterra el testimonio de lo que no muta en un mundo que cambia constantemente. Por eso quieren quitar el crucifijo.
“Maldita tú la Cruz porque tú tienes
la esbeltez de los álamos junto a la paz del río
en el amanecer.
Maldita tú porque eres
recta y sin curva como la Verdad”.
No los entienden ni los pueden entender a los laicistas quienes pretendiendo contradecirlos, incurren en contradicción. Porque el planteo contrario al crucifijo es lógico: monstruosamente lógico. No hay diferencia entre conceder el principio del Estado Laico, negando sus consecuencias, a enfrentar un tiburón con una pistola de agua: todo lo que podamos decir cae dentro de sus postulados en calidad de consecuencia derivada. Lo más que podremos hacer es demorar el mal. Pero dentro del esquema laicista no es un mal –sólo fuera de él lo es– sino una posibilidad lógica en concordancia con la premisa inicial.
¿Por qué es malo algo incluido en un principio que libremente acepto? Si la consecuencia no deseada está ligada al principio, ¿por qué no niego el principio? Pero si consiento el principio laicista, ¿por qué es mala la conclusión que se deriva lógicamente de él?
* * *
Para oponerse a esta embestida laicista contra el crucifijo, es necesario comprenderla. Todo esto se trata de la Revolución Permanente. Como han explicado autores como Chesterton, Hello, Pascal –entre otros– presenciamos la locura del hombre abandonado a la sola razón, divorciado a priori de la fe, que naufraga en el mundo como nadando con un solo brazo. Asistimos a la desvergonzada demencia del que ha hecho de la crítica su ídolo, rindiéndole adoración e hincando su rodilla.
Para este tipo de hombre, el objeto de conocimiento no importa tanto como su certeza. Por eso exige que todo dato –antes de ser admitido– pase por su aduana fiscalizadora criticista. Anhela que toda verdad se prosterne ante su ambición de juzgarlo todo. Demanda que las cosas sean deglutidas por esa razón golosa que, víctima de la sofística, reclama que absolutamente todo sea probado antes de ser aceptado.
“Por una demencia inconcebible y por una aberración inexplicable, el hombre, hechura de Dios, cita ante su tribunal al mismo Dios, que le da el tribunal en que se asienta, la razón con que le ha de juzgar y hasta la voz con que le llama”.
La actitud de estos hombres es la de juzgar la verdad con su razón, en lugar de someter dócilmente su razón a la verdad. Su único modelo de racionalidad se halla reducido a técnica y praxis, refractarias de la sana filosofía y de la verdadera fe, incapaz de dirigirse a ellas sin sospechas –ya en su faz marxista, ya en su faz psicoanalítica y siempre en su faz sicótica. Una razón que ha construido en su solitaria factoría un discurso que vive de volver odiosas todas las cosas buenas. Esta razón adulterada no puede sino pronunciar sucias palabras respecto de Dios:
“Y las blasfemias llaman a otras blasfemias, como el abismo a otro abismo; la blasfemia que le emplaza va a parar a la blasfemia que le condena o a la blasfemia que le absuelve. Absuélvale o condénele, el hombre que en vez de adorarle le juzga, es blasfemo”.
El laicismo acaba siendo una ideología de víctimas y victimarios destinados al manicomio: padecen la asfixia del que se niega por principio a la acción santificadora de lo sobrenatural, del que se cierra a la sola posibilidad de la gracia, del que se amputa el oído, principio de la fe; del que castra su deseo inagotable de lo Absoluto.
Pero quitado lo sobrenatural –al decir de Chesterton– la naturaleza misma queda también herida, tambaleante. Por eso vemos que los hijos de aquellos que empezaron negando la Revelación en pro de “la racionalidad”, hoy descienden vertiginosamente hacia tesis cada vez más irracionales. Por eso deifican ese derecho egoísta, infértil, estéril y narcisista a la duda y a la crítica de todo.
Hay en ellos como una oscura e irracional fe en la nada. Encontrarían la salud si aceptaran, humildemente, que ni todo puede ser probado, ni hay necesidad de ello: “es imposible comprobarlo todo”, dice Aristóteles desde las páginas de la Metafísica, puesto que para ello sería necesario caminar hacia el infinito. Aquella pretensión es fruto del orgullo. Que “hay” una verdad es evidente: negándola, la afirmamos. Pero esta afirmación no debe ser juzgada, sino que debe convertirse en la base, el cimiento, para poder juzgar:
“La inteligencia, como presencia de la verdad en la mente, está siempre en la verdad; mi mente y toda mente humana, en este sentido, es como una libre prisionera de la verdad. Aunque quisiera deshacerse de ella, llevada por un odio a la verdad, no podría hacerlo: la verdad habita en nosotros y al hacerlo está en su propia casa”.
Por eso concluye Sciacca:
“Es evidente que no hay juicio con el que pueda destruirse la verdad: ¡aún queriéndolo, no podría destruirse la verdad del juicio con el que se pretendiera destruirla! No puedo destruir mi mente (no puedo anular en mí al hombre profundo), aún cuando puedo destruir mi razón: no destruyen el profundo espíritu ni la locura, ni la demencia, ni la violencia desatada de las pasiones, aún cuando sacudan o anonaden mi razón. Mi yo profundo, perenne, inmortal –como la verdad, perenne, eterna– no es el yo racional propiamente dicho, sino el yo inteligente, que está más allá de la razón y por lo mismo más allá de la ciencia, de la locura y de la muerte” .
No es la batalla entre la razón y la fe, entre la racionalidad y la religión. Es la batalla entre dos modos distintos de confiar: los que apuestan a la nada y los que apuestan a la verdad. Por eso dice el precitado Donoso Cortés: “el hombre vive siempre sujeto a la fe… cuando parece que deja la fe por su propia razón, no hace más sino dejar la fe de lo que es divinamente misterioso por la fe de lo que es misteriosamente absurdo” .
¿Acaso no asistimos a esta borrachera de lo absurdo, de lo irracional? ¿Derechos de los animales? ¿Maestros que no enseñan? ¿Alumnos que no aprenden? ¿Cultura de lo feo, de la náusea, de lo marginal? ¿Matrimonio entre dos varones? ¿Derecho al filicidio? ¿Varones que quieren ser mujeres? ¿Mujeres que quieren ser varones? ¿Delincuentes sin castigos? ¿Fuerzas del orden que no ponen orden? ¿Padres que no quieren tener hijos? ¿Sacerdotes que desean tenerlos? ¿Dónde está lo ridículo, lo disparatado? ¡Qué proféticas resultan las palabras de Chesterton!:
“en la acción de destruir la idea de la autoridad divina, hemos destruido sobradamente la idea de esa autoridad humana… Con un rudo y sostenido tiroteo, hemos querido quitar la mitra al hombre pontificio, y junto con la mitra le arrebatamos la cabeza”.
* * *
Coinciden los demonólogos en señalar como indicio probable de infestación demoníaca la aversión a lo sagrado, sobre todo al crucifijo.
En un mundo que se ha enfriado para todo, el repentino e imprevisto odio hacia el símbolo de la Cruz señala una tremenda potencia que anida en el corazón del hombre, por más anestesiada de bienestar que se la suponga: el odio. Y ese odio es un timbre de alerta para los que reconocemos en el crucifijo la salvación del mundo. El odio a Cristo nos recuerda la guerra contra Cristo. Y la guerra contra Él nos recuerda la guerra por Él. Si la civilización actual se encuentra bajo los signos de la posesión demoníaca, mal puede expulsarse al Adversario que ha tomado posesión de ella en nombre de tradiciones históricas y culturales, mayorías accidentales, tratados internacionales u otros débiles argumentos. Únicamente en Nombre de Dios es posible exorcizar a los demonios.
http://www.conferenciaepiscopal.es/actividades/2010/junio_24.html
2 Donoso Cortés, Ensayo sobre Catolicismo, liberalismo y socialismo, en su Obras escogidas, Poblet, Buenos Aires, 1943, págs. 574-575.
3 Sciacca, Federico Michele. La existencia de Dios, Richardet, Tucumán, 1955, pág. 65.
4 Ídem, pág. 66.
5 Donoso Cortés, Ensayo sobre… ídem, pág. 817.
6 Chesterton, Ortodoxia, Excelsa, Buenos Aires, 1943, pág. 55.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)