27 de Marzo: San Juan, ermitaño
(✞ 718)
El glorioso San Juan ermitaño, conocido también como Juan el Anacoreta o Juan de Egipto, nació en Licópolis de la Tebaida, de padres muy escasos en bienes de fortuna, y cuando tuvo edad, aprendió el oficio de carpintero; más el Señor, que quería labrarle, le llamó a la soledad, para hacer de él uno de los varones más santos del desierto de Egipto.
Se hizo discípulo de un santo anciano, el cual, descubriendo en aquel mancebo una humildad y obediencia extraordinarias, en breve tiempo le hizo adelantar mucho en el camino de la perfección.
Un año entero estuvo regando por obediencia un palo seco, dos veces al día, y procurando mover de su lugar una gran piedra que muchos hombres no pudieron mover; y el Señor recompensó su ciega obediencia, concediéndole después el don de milagros y profecía.
Tras la muerte de su santo maestro, Juan pasó cinco años en diversos monasterios, y luego se fue a una montaña desierta y cavando en la piedra una celdilla, se encerró en ella, y por espacio de cuarenta años llevó en esta especie de sepultura, una vida de ángel, saboreando anticipadamente las delicias del cielo.
No había hombre más apacible y agradable en el trato que el santo anacoreta. Jamás permitió que ninguna mujer se llegase a la ventanilla de su celda: se hizo tan notorio su alto don de profecía que desde las provincias más apartadas venían a consultarle como a un oráculo del cielo.
¿Quién no se maravillaría de ver a sus pies al general del ejército romano pidiéndole consejo?... y oyendo de los labios del santo: “Confía, hijo, en el Dios de los ejércitos, porque con tus escasas fuerzas, vencerás”.
Y en efecto, la ilustre victoria que alcanzó sobre los bárbaros etíopes, acreditó la verdad del vaticinio.
El gran Teodosio también lo consultó sobre el suceso de la guerra con Máximo; y Juan le pronosticó el glorioso triunfo que habría de alcanzar sobre aquel tirano.
Cuatro años después mandó el emperador a Eutropio, su ministro, para saber el éxito de otra campaña; y el santo respondió: “Ve y di al emperador que vencerá, pero que sobrevivirá poco tiempo a la victoria”. Todo lo cual sucedió como el santo profeta lo predijo.
Finalmente, después de una larga vida de noventa años, llena de profecías y milagros, sabiendo por divina revelación el día y la hora de su muerte, pidió que en tres días nadie le llamase, y pasándolos en oración, entregó su bienaventurado espíritu en las manos del Creador, y el día siguiente fue hallado su sagrado cadáver puesto de rodillas, y fue sepultado con la pompa y la veneración que su santidad merecía, llamándose comúnmente El Profeta de Egipto.
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