9 de Marzo: San Francisca, romana
(✞ 1440)
La fidelísima sierva de Cristo Santa Francisca nació en Roma; fue hija de padres nobles, y dio desde niña muestras de las más heroicas virtudes, con las que después se destacó.
Lloraba amargamente si la ama que la criaba la descubría o la desnudaba en presencia de algún hombre, aunque fuese su mismo padre.
En los años de su juventud no le gustaban los entretenimientos que les apetecían a otras doncellas, sino que deseaba consagrarse a Dios en perpetua virginidad; y así, aunque condescendió con el gusto de sus padres, casándose con un caballero romano, de igual linaje y riqueza, sintió en extremo el verse obligada a perder la joya preciosísima de su virginidad, y de puro dolor enfermó dos veces gravemente.
Teniendo diecisiete años y siendo madre ya de dos hijos, tuvo la licencia de su marido para quitarse los vestidos de seda y oro, las joyas preciosas y otras galas, y de allí en adelante se vistió con paños toscos, y se ejercitó en admirables obras de humildad, caridad y penitencia, procurando poner en mucha virtud a las señoras romanas.
Un día, rezando el oficio de la Virgen, cuatro veces tuvo que dejar la antífona en que estaba, porque la llamaba su marido, y volviendo a su rezo, halló la antífona escrita con letras de oro, como premio a su puntual obediencia al marido.
El Señor le concedió un ángel, que visiblemente la gobernaba y defendía mostrándose como un niño de nueve años de rostro muy hermoso, mirando al cielo, los brazos cruzados sobre el pecho, el cabello crespo y rubio esparcido en la espalda, vestido con una túnica blanca, y sobre ella una dalmática que a veces parecía de color blanco, otras azul, otras de oro.
Cuando el Señor la libró del vínculo del matrimonio, entró luego en la congregación de Monte Olivete, que ella había fundado conforme a la Regla de San Benito, y gobernó aquella santa comunidad con singular prudencia y dulzura, obrando el Señor por ella, innumerables maravillas.
Multiplicó en sus manos el pan para el sustento de las Hermanas, calmó su sed con racimos de uvas que colgaban de un árbol en el rigor del invierno, la preservó de una espesa lluvia rezando ella al descubierto.
La Reina de los cielos la acariciaba como hija querida en su regazo. Otra vez se quitó el velo y se lo puso a la santa en la cabeza, y en el día de la Natividad del Señor le puso en los brazos al niño Jesús.
Finalmente, después de una vida inmaculada y llena de prodigios, envió Santa Francisca su alma purísima a las moradas eternas a la edad de cincuenta y seis años, quedando el cuerpo flexible y exhalando un suavísimo olor como de azucenas y rosas, que llenaba toda la iglesia de esa fragancia.
Son innumerables los milagros con que después de su muerte confirmó Nuestro Señor la santidad de esta sierva suya, sanando por su intercesión los enfermos que se le encomendaban.
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