Pero ¿a qué se debe, pues, el que las puertas del infierno promuevan en este momento semejante alboroto? La historia de la Iglesia siempre fue una historia agitada de persecuciones, de herejías, de conflictos con el poder temporal, de conductas licenciosas en ciertas épocas de una parte del clero y hasta de ciertos papas. Pero esta vez la crisis parece más profunda, pues afecta la fe misma. El modernismo con el cual tropezamos no es una herejía como las demás, sino que es la cloaca colectora de todas las herejías; las persecuciones no proceden tan solo del exterior, sino también del interior del santuario; el escándalo de un clero dimitente o disoluto pretende ser institucionalizado, los mercenarios que entregan las ovejas al lobo son alentados y se ven cubiertos de honores.
A veces se me reprocha que pinte la situación con colores muy oscuros, que lance una mirada desaprobadora con espíritu huraño sobre una evolución que al fin de cuentas es lógica y necesaria. Pero el propio Papa que fue el alma del concilio Vaticano II comprobó muchas veces la descomposición de la que yo hablo con tristeza. El 7 de diciembre de 1969, Pablo VI decía: "La Iglesia se encuentra en una hora de inquietud, de autocrítica y hasta, podría decirse, de autodestrucción. Es como una perturbación interna, aguda y compleja. Es como si la Iglesia se hiriera a sí misma".
Al año siguiente el Papa confesaba: "En numerosos dominios, el concilio no nos ha dado hasta ahora la tranquilidad, sino que antes bien suscitó perturbaciones y problemas que no son útiles para fortalecer el Reino de Dios en la Iglesia y en las almas".
Por fin el Papa lanzó aquel grito de alarma el 29 de junio de 1972 con motivo de la festividad de san Pedro y san Pablo: "El humo de Satanás entró por alguna hendidura en el templo de Dios: la duda, la incertidumbre, la problemática, la inquietud, la insatisfacción, el enfrentamiento se manifiestan. La duda ha entrado en nuestras conciencias".
¿Cuál es esa hendidura? Podemos situarla en el tiempo con certeza, podemos señalar el momento en que se produjo: 1789 y darle un nombre, la Revolución Francesa.
Los principios masónicos y anticatólicos de la Revolución Francesa tardaron dos siglos en penetrar en las cabezas clericales y en las cabezas mitradas. Hoy ya es un hecho consumado; ésa es la realidad y la causa de las perplejidades de los católicos inquietos. Fue menester que los hechos estuvieran ante nuestros ojos para que lo creyéramos, pues a priori pensábamos que esa empresa era imposible, incompatible con la naturaleza misma de la Iglesia ayudada por el Espíritu de Dios:
En una página famosa, escrita en 1877, monseñor Gaume hacía que la Revolución Francesa se definiera a sí misma del modo siguiente:
"Yo no soy lo que se cree. Muchos hablan de mí y bien pocos me conocen. No soy ni el carbonarismo ni la sublevación ni él cambio de la monarquía en república, NI la sustitución de una dinastía por otra, ni la perturbación momentánea del orden público. No soy ni los alaridos de los jacobinos, ni los furores de la Montaña, ni el combate de las barricadas, ni el pillaje, ni el incendio, ni la ley agraria, ni la guillotina... No soy ni Marat, ni Robespierre, ni Babeuf, ni Mazzini, ni Kossuth. Esos hombres son mis hijos, pero no son yo. Lo que hicieron son mis obras, pero no yo. Esos hombres y esas cosas son hechos pasajeros en tanto que yo soy un estado permanente...
Soy el odio a todo orden que el hombre no haya establecido y en el que el hombre no sea rey y Dios a la vez"
Ésta es la clave de la voluntad de "cambio" en la iglesia: se trata de reemplazar una institución divina por una institución hecha por la mano del hombre, y el hombre se pone por delante de Dios. Lo invade todo, todo comienza en él y culmina en él; es ante el hombre ante quien el mundo se prosterna.
En su discurso de clausura del concilio Pablo VI definía este vuelco del modo siguiente: "El humanismo laico y profano se ha manifestado por fin en su terrible estatura y, en cierto sentido, ha desafiado al concilio. La religión del Dios que se hace hombre se encontró con la religión, del hombre que se hace Dios".
El Papa agregaba inmediatamente que, a pesar de ese terrible desafío, no se había producido ningún escándalo, ningún anatema. ¡Ay! Al dar muestras, de una "simpatía sin límites, por los hombres" el concilio faltó al deber de recordar de manera firme que no hay componenda posible entre las dos actitudes, y hasta el discurso de clausura pareció dar la señal de partida a lo que hoy vemos poner en práctica todos los días:
"Reconocedle al menos este mérito (al concilio), vosotros, humanistas modernos que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas y sabed reconocer nuestro nuevo humanismo; nosotros también, nosotros más que nadie, tenemos el culto del hombre".
Luego oímos de la misma boca palabras que desarrollaban este tema: "Los hombres, en el fondo son buenos, están orientados hacia la razón, hacia el orden y el bien común"(Mensaje para la Jornada de la Paz del 14 de noviembre de 1970).
"El cristianismo y la democracia tienen en común un principio básico: el respeto por la dignidad y por el valor de la persona humana... La promoción integral del hombre"(Manila, 20 de noviembre de 1970).
¿Cómo no sentirse aterrado por este paralelo, siendo así que la democracia, sistema específicamente laico, ignora en el hombre su condición de hijo de Dios redimido, el único aspecto que le da su dignidad? La promoción del hombre no es ciertamente la misma vista por un cristiano o por un incrédulo.
El mensaje pontificio se secularizaba en cada ocasión. En Sydney, el 13 de diciembre de 1970, oíamos con sorpresa esta afirmación: "Ya no es lícito el aislamiento, ha llegado la hora de la gran solidaridad de los hombres entre sí para establecer una comunidad mundial unida y fraternal". La paz entre todos los hombres, ciertamente, pero los católicos; ya no reconocían aquí las palabras de Cristo: "Os doy mi paz, pero no os la doy como la da el mundo”.
El lazo que unía la tierra con el cielo parecía haberse roto: "Pues bien, ¡estamos en democracia! Eso quiere decir que el pueblo manda, que el poder proviene del mayor número y de la población tal cual es" (Pablo VI 1 de enero de 1970).
Jesús había dicho a Pilato: "Tú no tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado desde lo alto". Todo poder viene de Dios y no del número, aun cuando la elección del jefe se haya realizado mediante un sistema electivo.
Pilato era el representante de una gran nación pagana que, sin embargo, nada podía hacer sin el permiso del Padre del cielo.
Y ahora ocurre que la democracia entra en la Iglesia. El nuevo derecho canónico muestra los poderes que posee el "pueblo de Dios". Esta tendencia a hacer participar a lo que se llama "las bases" en el ejercicio del poder se encuentra en todas las estructuras establecidas; en sínodos, en conferencias episcopales, en consejos presbiterales o pastorales, en comisiones romanas, en comisiones nacionales; y hay instituciones equivalentes en las órdenes religiosas.
Se trata de la democratización del magisterio, peligro mortal para millones de almas desamparadas e intoxicadas a las que los médicos no ayudan pues la democratización ha echado a perder la eficacia que tenía, antes el magisterio personal del Papa y de los obispos.
Cuando se plantea una cuestión referente a la fe o a la moral, se la somete a la consideración de múltiples comisiones teológicas que no acaban nunca de pronunciarse, porque los miembros están divididos en sus opiniones, en sus métodos: Basta leer los informes de las asambleas en todos los niveles para reconocer que la colegiación del magisterio equivale a la parálisis del magisterio.
Nuestro Señor encomendó a personas que apacentaran su rebaño, no a una colectividad, los apóstoles obedecieron el mandato del Maestro, y siempre fue así hasta el siglo XX.
Hubo que llegar a nuestra época para oír hablar de la iglesia en estado de concilio permanente, de la Iglesia en continua asamblea. Los resultados no se han hecho esperar: todo está revuelto, los fieles ya no saben a qué santo encomendarse.
A la democratización del magisterio sigue naturalmente la democratización del gobierno eclesiástico que se llevó a cabo a impulso del famoso lema de la "colegiación", difundido a todos los vientos por la prensa comunista, protestante y progresista.
Se ha colegiado el gobierno del Papa o el de los obispos con un colegio presbiteral, el gobierno del cura de parroquia con un colegio pastoral de laicos, todo esto articulado en innumerables comisiones, consejos, secciones, etcétera. El nuevo código de derecho canónico está todo él impregnado de esta idea. El Papa es definido como el jefe del colegio episcopal.
Vuelve a tomarse la doctrina ya sugerida por el documento Lumen gentium del concilio, según la cual el colegio de los obispos, junto con el Papa, goza como éste del poder supremo en la Iglesia, y esto de una manera habitual y constante.
No se trata de una modificación beneficiosa; esta doctrina del doble poder supremo es contraria a la enseñanza y a la práctica del magisterio de la Iglesia. Se opone a las definiciones del concilio Vaticano I y a la encíclica de León XIII Satis Cognitum. Sólo el Papa posee el poder supremo; únicamente lo comunica en la medida en que lo juzga oportuno y en circunstancias extraordinarias. Sólo el Papa tiene un poder de jurisdicción sobre el mundo entero.
Nos encontramos pues ante una restricción de la libertad del Sumo Pontífice. ¡Sí, es una revolución! Los hechos muestran que no tenemos aquí una modificación sin consecuencias prácticas; Juan Pablo II es el primer papa realmente alcanzado por la reforma. Se pueden citar muchos casos precisos en los que el Papa tuvo que revocar una decisión suya por la presión de una conferencia episcopal; el catecismo holandés terminó por obtener el imprimátur del arzobispo de Milán sin que se hubieran hecho las modificaciones pedidas por la comisión cardenalicia. Lo mismo ocurrió con el catecismo canadiense sobre el cual oí decir en Roma a una voz autorizada: "¿Qué quiere usted que haga uno ante una conferencia episcopal?"
La independencia adquirida por las conferencias quedó también ilustrada en Francia por la cuestión de los catecismos. Los nuevos manuales están en oposición, sobre casi todos los puntos, a la exhortación apostólica Catechesi Tradendae. La visita ad limina de los obispos de Ile-de-France, en 1982, tenía la finalidad de hacer aprobar por el Papa una catequesis con la que manifiestamente él no estaba de acuerdo. La alocución pronunciada por Juan Pablo II al terminar la visita presenta todos los caracteres de un compromiso, gracias al cual los Obispos podían regresar a su país con la cabeza alta y perseverar en su nefasta empresa.
La conferencia del cardenal Ratzinger, en París y en Lyon, indica bien que Roma no se rindió a las razones dadas por los obispos de Francia para instaurar una nueva pedagogía y una nueva doctrina, pero que la Santa Sede se vio Obligada a proceder como lo hizo a causa de presiones de esta clase, a causa de sugestiones y consejos, en lugar de dar las órdenes necesarias para que las cosas volvieran al buen camino y en lugar de condenar, si cabía hacerlo, como siempre hicieron los papas guardianes del depósito de la fe.
En cuanto al obispo, cuya jurisdicción parecería así acrecentada, es el mismo víctima de la colegialización que lo paraliza en el gobierno de su diócesis. ¡Cuántas reflexiones instructivas hicieron los propios obispos sobre esta cuestión!
Teóricamente el obispo puede, en numerosos casos, obrar contra el deseo de la asamblea, a veces hasta contra una mayoría, si la votación no es sometida a la Santa Sede, pero en la práctica esto resulta imposible. Al término de la asamblea las decisiones son publicadas por el secretario y conocidas por todos los sacerdotes y fieles; pues los medios de difusión comunican lo esencial. ¿Qué obispo podrá oponerse de hecho a tales decisiones sin mostrar que está en desacuerdo con la asamblea y encontrar inmediatamente frente a sí algunos espíritus revolucionarios que apelarán a la asamblea contra él?
El obispo está prisionero dentro del sistema colegiado que habría debido limitarse a un organismo de consulta, pero no convertirse en un organismo de decisión. Aun en las cuestiones más sencillas el obispo dejó de ser el amo en su casa. Poco después del concilio, cuando visitaba yo a nuestras comunidades, el obispo de una diócesis de Brasil fue muy amablemente a buscarme a la estación.
— No puedo albergarlo en el obispado — me dijo— , pero le he hecho preparar un alojamiento en el seminario.
Él mismo me condujo hasta el seminario. La casa estaba en efervescencia-, por los corredores y las escaleras, por todas partes, se veían jóvenes y muchachas.
— ¿Son seminaristas estos jóvenes?- le pregunté.
— ¡Áy, no! Créame que no estoy de acuerdo sobre la presencia de todos estos jóvenes en el seminario, pero la conferencia episcopal decidió que en adelante debíamos tener sesiones de acción católica en nuestros establecimientos. Estos jóvenes que usted ve aquí permanecerán en la casa ocho días. ¿Qué quiere usted que yo haga?
Los poderes conferidos por derecho divino a personas han quedado pues confiscados, tanto en el caso del papa como en el de los obispos en provecho de una entidad cuyo dominio no ha dejado de fortalecerse.
Se me dirá que las conferencias episcopales no son de hoy; Pío X ya las había aprobado a comienzos del siglo. Es exacto, pero ese santo papa les había dado una definición que las justificaba: "Estamos persuadidos de que esas asambleas de obispos son de la mayor importancia para mantener y desarrollar el reino de Dios en todas las regiones y en todas las provincias. Cuando los obispos, guardianes de las cosas santas, ponen así sus luces en común, de ello resulta que no sólo se percatan de las necesidades de sus pueblos y eligen los remedios más convenientes, sino que además estrechan los lazos que los unen entre sí".
En consecuencia, no se trataba de una institución de carácter estatal, que tomara en tal condición decisiones aplicables obligatoriamente, así como un congreso de hombres de ciencia no fija la manera en que deberán realizarse las investigaciones en este o aquel laboratorio.
La conferencia episcopal funciona como un parlamento y el consejo permanente del episcopado francés es el órgano ejecutivo. El obispo se asemeja más a un prefecto, a un comisario de la República, para usar la terminología que está de moda, que al sucesor de los apóstoles encargado por el Papa de gobernar una diócesis. En esas asambleas se vota y los escrutinios son tan numerosos que en Lourdes hubo que instalar un sistema de votación electrónico.
Necesariamente se forman partidos, pues una cosa no va sin la otra. Quien dice partidos dice divisiones. Cuando el gobierno normal está sometido a votaciones de consulta en su ejercicio, se lo hace ineficaz. Entonces la colectividad sufre las consecuencias.
La introducción del régimen colegiado determinó un debilitamiento considerable de la eficacia, tanto más cuanto que el Espíritu Santo es más fácilmente contrariado y contristado en una asamblea que en una persona. Una persona es responsable, obra, habla y a veces se calla. En una asamblea lo que decide es el número. Pero el número no hace la verdad. Tampoco asegura la eficacia, como se comprueba después de veinte años de colegiación y como podía haberse supuesto sin necesidad de hacer la prueba; el fabulista hablaba hace ya mucho de "numerosos cabildos que se reunieron para nada".
¿Había necesidad de copiar a los regímenes políticos en los que el sufragio justifica las decisiones pues ya no tienen jefes soberanos? La Iglesia tiene la inmensa ventaja de saber lo que debe hacer para extender el reino de Dios. Sus jefes han sido instituidos. ¡Cuánto tiempo perdido en reelaborar declaraciones comunes, nunca satisfactorias porque fue necesario tener en cuenta las opiniones de unos y otros!¡Cuántos viajes incesantes para asistir a consejos, a reuniones preparatorias, a comisiones, a subcomisiones!
Monseñor Etchegaray decía en Lourdes al clausurar la asamblea de 1978: "Ya no sabemos por dónde empezar".
El resultado es que disminuyó considerablemente la fuerza de resistencia de la Iglesia al comunismo, a la herejía, a la inmoralidad. Eso es lo que deseaban sus adversarios y por eso se esforzaron tanto, en el momento del concilio y posteriormente, para empujar a la Iglesia por el camino de la democracia.
Si se mira bien, la revolución penetró en la Iglesia de Dios con la divisa de la Revolución Francesa. La libertad es la libertad religiosa como dijimos antes, una libertad que da derecho al error. La igualdad es la colegiación con la destrucción de la autoridad personal, con la destrucción de la autoridad de Dios, del papa, de los obispos; es la ley del mayor número. La fraternidad, por fin, está representada por el ecumenismo.
En virtud de estas tres palabras, la ideología revolucionaria de 1789 reemplaza a la ley y a los profetas. Los modernistas consiguieron lo que querían.
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
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