Llegamos en esta serie al nacimiento del Instituto para las Obras de la Religión (IOR), que todavía hoy sigue de plena actualidad.
Por Gabriel Ariza
Como vimos en capítulos anteriores, en el Vaticano existía desde 1887 la “Comisión para las Causas Pías” creada por el Papa León XIII como una especie de institución caritativa muy pequeña. En 1942, y por mandato de Pío XII, aquella vieja y modesta comisión se convirtió en el Instituto para las Obras de Religión (IOR), que poco a poco pasaría a ser conocido popularmente como el “Banco Vaticano”.
El propósito oficial del IOR era “conservar y administrar bienes pertenecientes a los ciudadanos del singular Estado vaticano o que tuviesen por objetivo obras religiosas o de caridad”. Es decir, se trataría, en teoría, de una especie de banco privado para los funcionarios de la Iglesia católica -sacerdotes, abades, monjas, frailes- especialmente los residentes en Roma y estaría dedicado no tanto a proporcionarles rentabilidad como a conservar a buen recaudo sus escasos ahorros y permitirles realizar o recibir donaciones.
Por ello, técnicamente, el “Banco Vaticano” en su origen no fue considerado un banco al uso ya que no se dedicaba a prestar dinero o realizar inversiones sino solo a servir de caja fuerte al personal que trabajase en la Curia Romana. De forma oficial, insisto. Pero, en realidad, el significado de este movimiento es que la Ciudad del Vaticano, como Estado independiente desde los Pactos de Letrán, en la práctica acababa de crear una especie de Banco Central.
Por ello, su utilidad para la Iglesia estribaba en poder domiciliar en el mismo Vaticano, donde tendría su sede dicha institución, algunas de sus operaciones financieras más importantes y secretas del período así como guardar a buen recaudo los beneficios. Porque además, producto de la peculiar naturaleza del Vaticano, a todos los efectos el IOR se convertía en un paraíso fiscal, opaco para cualquier organismo administrativo, policial o judicial externo.
Llegados aquí, recapitulemos.
Hemos visto cómo a partir de las posibilidades que se le abrieron a la Iglesia en Italia después de la firma de los Pactos Lateranenses en 1929 se creó una Administración Especial de la Santa Sede que, pese al nombre, a todos los efectos era una especie de fondo de inversión millonario pensado entre otras cosas para operar en los mercados de capitales.
Durante los siguientes años, gracias a la hábil gestión del fondo por parte de Bernardino Nogara, los beneficios no dejaron de crecer. Entre otras cosas, porque la forma en que se administraba ese dinero seguía exclusivamente criterios de rentabilidad empresarial pura, completamente al margen de restricciones éticas. En ese sentido no es que Nogara fuese un sinvergüenza, pero entendía que en el desempeño de su labor el fin –asegurar la independencia financiera de la Iglesia- estaba por encima de los medios a emplear. ¿No les recuerda a ciertos laicos al frente de dineros eclesiales?
Nogara aceptaba el uso de información privilegiada, o la inversión en operaciones que resultaban moralmente dudosas, como rasgos consustanciales a la actividad empresarial en el seno del capitalismo. El enfoque de Nogara resultó excepcionalmente provechoso a corto plazo, pero instauró en la gestión financiera del Vaticano una cultura nociva basada en el todo vale. Una mentalidad que Bernardino trasladó a sus sucesores en la tarea, quienes ya no serían laicos sino personal eclesiástico, lo que acrecentó el contrasentido.
En 1942, en paralelo a todo lo anterior, en el seno de la Ciudad del Vaticano, la Iglesia creó una suerte de banco propio, el Instituto para las Obras de Religión, oficialmente dedicado a tareas caritativas y a guardar el escaso dinero del personal del Vaticano, pero que por efecto de la peculiar naturaleza administrativa y diplomática del lugar quedaba de facto convertido en una suerte de paraíso fiscal. Algo que la Iglesia inicialmente usó a pequeña escala para poner a buen recaudo, al margen de obligaciones tributarias, sus beneficios de la época. Sin embargo las posibilidades potenciales de un enclave así, prácticamente secreto e inviolable en medio de la ciudad de Roma, llegaron pronto a oídos de gente de moral controvertida.
Un problema añadido es que toda esta maraña de entidades cuasisecretas orquestada por aquellos años en el seno del Vaticano se fue creando de forma un tanto improvisada y descentralizada. El resultado fue una complicada madeja de organismos opacos y semiautónomos, a los que en muchos casos nadie prestaba demasiada atención, ni siquiera en el seno de la Curia, siempre que el dinero siguiese fluyendo para cubrir los gastos de gestión cotidianos.
No estaba claro por tanto en aquellos años quién tenía que supervisar los balances o a quien tenían que rendir cuentas los gestores del dinero y, los sucesivos Papas que heredaron el cargo en la segunda mitad del siglo XX empezaron a estar absorbidos por otros problemas más acuciantes como para prestar atención a esta complicada red económica subterránea que se creó durante la primera mitad del mismo.
Si la simonía o la venta de indulgencias habían puesto contra las cuerdas el prestigio de la Iglesia en la Edad Media o la Edad Moderna, se habían puesto las bases para que un nuevo tipo de corrupción penetrase en los muros de San Pedro.
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