Por Stefano Fontana
Me pregunto si el concepto de revolución encuentra acogida en la Doctrina social de la Iglesia, teniendo en cuenta que durante mucho tiempo los pontífices, en sus encíclicas sociales, condenaron el uso de esa expresión.
La revolución es contraria al concepto de orden, en el sentido de que la revolución conlleva siempre la destrucción de un orden. Ya sea una revolución doctrinal o política o de otro tipo, la revolución destruye el orden precedente al que, a veces, quiere sustituir por otro nuevo. ¿Por qué digo «a veces» y no siempre? Porque en la revolución hay un elemento que le impide pararse en un cierto orden nuevo, pero que la obliga a destruir cualquier orden.
Una revolución coherente con su propia lógica no se sacia nunca. La revolución, de hecho, no es contraria a este orden, sino al orden. La revolución no tiene motivos sensatos para destruir este orden, porque siendo este -incluso en sus deficiencias- un orden, contiene en sí algo de lógico, de sensato, de racional, de justo. No existe un orden completamente equivocado porque entonces sería un desorden. La revolución, en cambio, lo considera completamente equivocado, sin sentido, ilógico: toda revolución está en contra de la lógica y de la verdad y, como consecuencia, se opone a todo orden, al orden en sí. El rechazo de la naturaleza humana, de moda hoy, no es el rechazo de un cierto orden antropológico, sino del orden antropológico como tal.
El orden nos pisa los talones y regula nuestro camino hacia adelante poniéndose, por tanto, también como final. Negar que tenemos un orden detrás comporta también negar que tenemos un fin delante. El orden que hay que alcanzar delante no puede contradecir el orden que está detrás, porque de ese recibe la dirección para poder ser, a su vez, un orden. La revolución rompe la relación entre el orden que nos precede y el orden que está delante: destruye el primero y reduce el segundo a puro arbitrio. Pero en el arbitrio no hay límite y, de hecho, no existen revoluciones que no hayan sido traicionadas. La revolución, por tanto, no instaura un nuevo orden sino un nuevo orden arbitrario, establecido por sus líderes, artificial, engañoso y destinado, a su vez, a ser destruido. Los regímenes que nacen de la revolución se derrumban como un castillo de naipes.
En cada revolución hay un alma gnóstica. La gnosis, de hecho, presenta sobre todo este carácter: no acepta ningún orden que la preceda porque limitaría la libertad y, por tanto, quiere destruir cada principio de realidad para remodelarlo según la autodeterminación. La gnosis no acepta la creación y la naturaleza y quiere dar vida a una nueva creación y a una nueva naturaleza. Todos los movimientos milenaristas, quiliásticos y mesiánicos han sido, a lo largo de la historia, revolucionarios en ese sentido. Al fin y al cabo, todas las herejías son revoluciones gnósticas. Todos los mecanismos políticos tienen un alma religiosa gnóstica. Toda la política moderna responde a estos criterios.
El concepto de revolución tiene un símil aparentemente más moderado: el progresismo. Este no quiere cambiar el orden de golpe, sino paso a paso. Su alma es, de todas formas, la misma que la de la revolución. También el progresismo funda el cambio sobre el rechazo de un orden que preceda y acabe por considerar mejor el nuevo, entendido cronológicamente. El progresismo es cronolátrico porque al no admitir un orden que dé sentido a nuestras intervenciones y que sea, por lo tanto, precedente y «finalístico», cada momento es como una pequeña revolución: el progresismo es una sucesión de micro-revoluciones cuyo sentido no se basa en construir un orden, sino en destruir el orden precedente y cada orden en cuanto precedente. Ello comporta también la destrucción de cada fin, dado que el fin nace de un orden precedente. El fin no nace a lo largo del recorrido, como querrían todas las formas de historicismo, sino que tiene que ser contenido en el orden precedente y por él indicado. Pensar que el fin surge a lo largo del recorrido es el alma del progresismo, pero también su principal refutación: el progresismo no sabe juzgar cuándo un paso hacia delante es verdaderamente un paso hacia adelante y cuando no. Más bien lo aprende a medida que se desarrolla, pero en base a criterios que son sólo operativos. La práctica como verdad es, por consiguiente, la última razón (no-razón) del progresismo.
No hay duda de que la idea de revolución, como también de progresismo, ha penetrado con profundidad en la teología católica. Hoy esta presencia está centrada, sobre todo, en la prioridad de la pastoral respecto a la doctrina. Con todos los peligros que esto acarrea. Creo que podemos afirmar que el concepto de revolución no puede encontrar acogida en la Doctrina social de la Iglesia.
InfoCatolica
El orden nos pisa los talones y regula nuestro camino hacia adelante poniéndose, por tanto, también como final. Negar que tenemos un orden detrás comporta también negar que tenemos un fin delante. El orden que hay que alcanzar delante no puede contradecir el orden que está detrás, porque de ese recibe la dirección para poder ser, a su vez, un orden. La revolución rompe la relación entre el orden que nos precede y el orden que está delante: destruye el primero y reduce el segundo a puro arbitrio. Pero en el arbitrio no hay límite y, de hecho, no existen revoluciones que no hayan sido traicionadas. La revolución, por tanto, no instaura un nuevo orden sino un nuevo orden arbitrario, establecido por sus líderes, artificial, engañoso y destinado, a su vez, a ser destruido. Los regímenes que nacen de la revolución se derrumban como un castillo de naipes.
En cada revolución hay un alma gnóstica. La gnosis, de hecho, presenta sobre todo este carácter: no acepta ningún orden que la preceda porque limitaría la libertad y, por tanto, quiere destruir cada principio de realidad para remodelarlo según la autodeterminación. La gnosis no acepta la creación y la naturaleza y quiere dar vida a una nueva creación y a una nueva naturaleza. Todos los movimientos milenaristas, quiliásticos y mesiánicos han sido, a lo largo de la historia, revolucionarios en ese sentido. Al fin y al cabo, todas las herejías son revoluciones gnósticas. Todos los mecanismos políticos tienen un alma religiosa gnóstica. Toda la política moderna responde a estos criterios.
El concepto de revolución tiene un símil aparentemente más moderado: el progresismo. Este no quiere cambiar el orden de golpe, sino paso a paso. Su alma es, de todas formas, la misma que la de la revolución. También el progresismo funda el cambio sobre el rechazo de un orden que preceda y acabe por considerar mejor el nuevo, entendido cronológicamente. El progresismo es cronolátrico porque al no admitir un orden que dé sentido a nuestras intervenciones y que sea, por lo tanto, precedente y «finalístico», cada momento es como una pequeña revolución: el progresismo es una sucesión de micro-revoluciones cuyo sentido no se basa en construir un orden, sino en destruir el orden precedente y cada orden en cuanto precedente. Ello comporta también la destrucción de cada fin, dado que el fin nace de un orden precedente. El fin no nace a lo largo del recorrido, como querrían todas las formas de historicismo, sino que tiene que ser contenido en el orden precedente y por él indicado. Pensar que el fin surge a lo largo del recorrido es el alma del progresismo, pero también su principal refutación: el progresismo no sabe juzgar cuándo un paso hacia delante es verdaderamente un paso hacia adelante y cuando no. Más bien lo aprende a medida que se desarrolla, pero en base a criterios que son sólo operativos. La práctica como verdad es, por consiguiente, la última razón (no-razón) del progresismo.
No hay duda de que la idea de revolución, como también de progresismo, ha penetrado con profundidad en la teología católica. Hoy esta presencia está centrada, sobre todo, en la prioridad de la pastoral respecto a la doctrina. Con todos los peligros que esto acarrea. Creo que podemos afirmar que el concepto de revolución no puede encontrar acogida en la Doctrina social de la Iglesia.
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