domingo, 9 de julio de 2000

MUSICÆ SACRÆ (25 DE DICIEMBRE DE 1955)


CARTA ENCÍCLICA

MUSICÆ SACRÆ

DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR

PAPA PÍO XII

POR LA DIVINA PROVIDENCIA

A LOS VENERABLES HERMANOS
PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS
Y DEMÁS ORDINARIOS LOCALES
EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA

SOBRE LA MÚSICA SAGRADA

VENERABLES HERMANOS
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA


Siempre hemos tenido en gran estima la disciplina de la música sagrada y por eso Nos ha parecido oportuno, por medio de esta Carta encíclica, tratar ordenadamente esta materia, exponiendo al mismo tiempo con mayor amplitud algunas cuestiones suscitadas y discutidas en los últimos decenios, para que este tan noble y tan hermoso arte ayude continuamente al mayor esplendor del culto divino y fomente más eficazmente la vida espiritual de los fieles.

Al mismo tiempo hemos querido responder a los deseos que no pocos de vosotros, Venerables Hermanos, con prudencia Nos habíais expuesto y que hasta insignes maestros de esta disciplina liberal y preclaros cultivadores de la música sagrada también han formulado en Congresos celebrados sobre tal materia, y, finalmente, atender a lo que sugieren las experiencias de la vida pastoral y los progresos de la ciencia y de los estudios sobre dicho arte. Esperamos así que las normas sabiamente promulgadas por San Pío X en aquel documento que él mismo llamó con razón «código jurídico de la música sagrada» [1] queden de nuevo confirmadas e inculcadas, reciban nueva luz y se corroboren con nuevos razonamientos; y así, al adaptarse el arte ilustre de la música sagrada a la circunstancias actuales, y aun en cierto modo enriquecerse, se hallará en condiciones de responder cada vez mejor a su fin tan elevado.


I. MÚSICA, DON DE DIOS

2. Entre los muchos y grandes dones naturales con que Dios, en quien se halla la armonía de la perfecta concordia y la suma coherencia, ha enriquecido al hombre creado a su imagen y semejanza [2], se debe contar la música, la cual, como las demás artes liberales, se refiere al gozo espiritual y al descanso del alma. De ella dijo con razón San Agustín: «La música, es decir, la ciencia y el arte de modular rectamente, para recuerdo de cosas grandes, ha sido concedida también por la liberalidad de Dios a los mortales dotados de alma racional» [3].

Nada extraño, pues, que el canto sagrado y el arte musical —según consta por muchos documentos antiguos y modernos— hayan sido empleados para dar brillo y esplendor a las ceremonias religiosas siempre y en todas partes, aun entre los pueblos gentiles; y que de este arte se haya servido principalmente el culto del sumo y verdadero Dios, ya desde los tiempos primitivos. El pueblo de Dios, librado milagrosamente del Mar Rojo por el poder divino, cantó al Señor un himno de victoria; y María, hermana del caudillo Moisés, en arranque profético, cantó al son de los tímpanos, acompañada por el canto del pueblo [4]. Más tarde, cuando el Arca de Dios fue conducida desde la casa de Obededón a la ciudad de David, el rey mismo y todo Israel danzaban delante del Señor con instrumentos hechos de madera, cítaras, liras, tambores, sistros y címbalos [5]. El mismo rey David fijó las reglas de la música y canto para el culto sagrado [6]: reglas que, al volver el pueblo del destierro, se restablecieron de nuevo, guardándose luego fielmente hasta la venida del Divino Redentor. Y en la Iglesia fundada por el divino Salvador, ya desde el principio se usaba y tenía en honor el canto sagrado, como claramente lo indica el apóstol San Pablo, cuando escribe a los de Efeso: «Llenaos del Espíritu Santo, recitando entre vosotros salmos e himnos y cantos espirituales» [7]; y que este uso de cantar salmos estuviese en vigor también en las reuniones de los cristianos lo indica él mismo con estas palabras: «Cuando os reunís, algunos de vosotros cantan el Salmo...» [8]. Que sucedía lo mismo después de la edad apostólica lo atestigua Plinio, cuando escribe cómo los que habían renegado de la fe afirmaban «que ésta era la sustancia de la culpa de que les acusaban: que solían reunirse en días determinados antes de la aurora para cantar un himno a Cristo como a Dios» [9]. Palabras del procónsul romano de Bitinia, que muestran claramente cómo ni siquiera en tiempo de persecución cesaba del todo la voz del canto de la Iglesia y lo confirma Tertuliano, cuando narra que en la reunión de los cristianos «se leen las Escrituras, se cantan salmos, se tiene la catequesis» [10].

3. Restituida a la Iglesia la libertad y la paz, abundan los testimonios de los Padres y Escritores eclesiásticos, que confirman cómo los salmos e himnos del culto litúrgico eran casi de uso cotidiano. Más aún: poco a poco se crearon nuevas formas de canto sagrado, se excogitaron nuevas clases de cantos, cada vez más perfeccionados por las Escuelas de canto, especialmente en Roma.

Según la tradición, Nuestro Predecesor, de feliz memoria, San Gregorio Magno, recogió cuidadosamente todo lo transmitido por los mayores, y le dio una ordenación sabia, velando con leyes y normas oportunas por la pureza e integridad del canto sagrado. Poco a poco la modulación romana del canto, partiendo de la Ciudad Eterna, se introdujo en las demás regiones de Occidente, y no sólo se enriqueció con nuevas formas y melodías, sino que comenzó a usarse una nueva especie de canto sagrado: el himno religioso, a veces en lengua vulgar. El mismo canto coral, que desde su restaurador, San Gregorio, comenzó a llamarse Gregoriano, adquirió ya desde los siglos VIII y IX nuevo esplendor en casi todas las regiones de la Europa cristiana, siendo acompañado por el instrumento musical llamado "órgano".

A partir del siglo IX se añadió paulatinamente a este canto coral el canto polifónico, cuya teoría y práctica perfilada más y más en los siglos sucesivos adquirió, sobre todo en los siglos XV y XVI, admirable perfección gracias a consumados artistas. La Iglesia tuvo también siempre en gran honor este canto polifónico, y de buen grado lo admitió para mayor realce de los ritos sagrados en las mismas Basílicas romanas y en las ceremonias pontificias. Crecieron su eficacia y esplendor, cuando a las voces de los cantores y al órgano se unió el sonido de otros instrumentos musicales.

De esta manera, por impulso y bajo los auspicios de la Iglesia, la ordenación de la música sagrada ha recorrido en el decurso de los siglos un largo camino, en el cual, aunque no sin lentitud y dificultad en muchos casos, ha realizado paulatinamente progresos continuos: desde las sencillas e ingenuas melodías gregorianas hasta las grandiosas y magníficas obras de arte, en las que no sólo la voz humana, sino también el órgano y los demás instrumentos añaden dignidad, ornato y prodigiosa riqueza. El progreso de este arte musical, a la par que demuestra claramente cuánto se ha preocupado la Iglesia de hacer cada vez más espléndido y grato al pueblo cristiano el culto divino, explica también, por otra parte, cómo en más de una ocasión la Iglesia misma ha tenido que impedir se pasaran los justos límites y que, al compás del verdadero progreso, se infiltrase en la música sagrada, depravándola, lo que era profano y ajeno al culto divino.

4. Fieles fueron siempre los Sumos Pontífices al deber de tan solícita vigilancia; ya el Concilio de Trento proscribió sabiamente «aquellas músicas en las que, o en el órgano o en el canto, se mezcla algo de sensual o impuro» [11]. Y, por no citar a otros muchos Papas, Nuestro Predecesor, de feliz memoria, Benedicto XIV, con su Encíclica del 19 de febrero de 1749, en vísperas del año jubilar, con abundante doctrina y riqueza de argumentos, exhortaba de modo particular a los Obispos para que por todos medios prohibiesen los reprobables abusos indebidamente introducidos en la música sagrada [12]. Siguieron el mismo camino Nuestros Predecesores León XII, Pío VIII [13], Gregorio XVI, Pío IX y León XIII [14]. Más, con razón se puede afirmar que fue Nuestro Predecesor, de feliz memoria, San Pío X, quien llevó a cabo la orgánica restauración y la reforma de la música sagrada, volviendo a inculcar los principios y normas transmitidos por la antigüedad y reordenándolos oportunamente conforme a las exigencias de los tiempos modernos [15]. Finalmente, como Nuestro inmediato Predecesor, Pío XI, de feliz memoria, con la Constitución apostólica Divini cultus sanctitatem, del 20 de diciembre de 1929 [16], así también Nos mismo con la encíclica Mediator Dei, del 20 de noviembre de 1947, hemos ampliado y corroborado las prescripciones de los anteriores Pontífices [17].


II. MÚSICA - IGLESIA

5. A nadie sorprenderá que la Iglesia se interese tanto por la música sagrada. No se trata, es verdad, de dictar leyes de carácter estético o técnico respecto a la noble disciplina de la música; en cambio, es intención de la Iglesia defenderla de cuanto pudiese rebajar su dignidad, llamada como está a prestar servicio en campo de tan gran importancia como es el del culto divino.

En esto, la música sacra no obedece a leyes y normas distintas de las que rigen en toda forma de arte religioso. No ignoramos que en estos últimos años, algunos artistas, con grave ofensa de la piedad cristiana, han osado introducir en las iglesias obras faltas de toda inspiración religiosa y en abierta oposición aun con las justas reglas del arte. Quieren justificar su deplorable conducta con argumentos especiosos que dicen deducirse de la naturaleza e índole misma del arte. Porque van diciendo que la inspiración artística es libre, sin que sea lícito someterla a leyes y normas morales o religiosas, ajenas al arte, porque así se lesionaría gravemente la dignidad del arte y se dificultaría con limitaciones y obstáculos el libre curso de la acción del artista bajo el sacro impulso del estro.

6. Argumentos que suscitan una cuestión, grave y difícil sin duda, que se refiere por igual a toda manifestación artística y a todo artista; cuestión, que no se puede solucionar con argumentos tomados del arte y la estética, antes se debe examinar a la luz del supremo principio del fin último, norma sagrada e inviolable para todo hombre y para toda acción humana. Porque el hombre se ordena a su fin último —que es Dios— según una ley absoluta y necesaria fundada en la infinita perfección de la naturaleza divina; y ello de una manera tan plena y tan perfecta, que ni Dios mismo podría eximir a nadie de observarla. Esta ley eterna e inmutable manda que el hombre y todas sus acciones manifiesten, en alabanza y gloria del Creador, la infinita perfección de Dios y la imiten cuanto posible sea. Por eso, el hombre, destinado por su naturaleza a alcanzar este fin supremo, debe en sus obras conformarse al divino arquetipo y orientar en tal dirección todas sus facultades de alma y cuerpo, ordenándolas rectamente entre sí y sujetándolas debidamente a la consecución del fin. Por lo tanto, también el arte y las obras artísticas deben juzgarse por su conformidad al último fin del hombre; y el arte ciertamente debe contarse entre las manifestaciones más nobles del ingenio humano, pues tiende a expresar con obras humanas la infinita belleza de Dios, de la que es como un reflejo. En consecuencia, el conocido criterio de "el arte por el arte" —con el cual, al prescindir de aquel fin que se halla impreso en toda criatura, se afirma erróneamente que el arte no tiene más leyes que las derivadas de su propia naturaleza— o no tiene valor alguno o infiere grave ofensa al mismo Dios, Creador y fin último. Mas la libertad del artista —que no significa un ímpetu ciego para obrar, llevado exclusivamente por el propio arbitrio o guiado por el deseo de novedades— no se encuentra, cuando se la sujeta a la ley divina, coartada o suprimida, antes bien se ennoblece y perfecciona.

7. Estos principios, que se deben aplicar a las creaciones de cualquier arte, es claro que también valen para el arte religioso y sagrado. Más aún: el arte religioso dice todavía mayor relación a Dios y al aumento de su alabanza y de su gloria, porque con sus obras no se propone sino llegar hasta las almas de los fieles para llevarlas a Dios por medio del oído y de la vista. Por todo lo cual, el artista, que no profesa las verdades de la fe o se halla lejos de Dios en su modo de pensar y de obrar, de ninguna manera debe ejercer el arte sagrado, pues no tiene, por así decirlo, ese ojo interior que le permita ver todo cuanto la majestad y el culto de Dios exigen. Ni se ha de esperar que sus creaciones, ajenas a la religión —aunque revelen competencia y cierta habilidad en el artista— puedan inspirar esa piedad que conviene a la majestad del templo de Dios; por lo tanto, jamás serán dignas de ser admitidas en el templo por la Iglesia, juez y guardiana de la vida religiosa.

Pero el artista, de fe firme y que lleva vida digna de un cristiano, impelido por el amor de Dios y poniendo al servicio de la religión la dotes que el Creador le ha concedido, debe empeñarse muy de veras en expresar y proponer de manera hábil, agradable y graciosa, por medio del color, del sonido o de la línea, las verdades que cree y la piedad que cultiva, de tal suerte que la expresión artística sea para él como un acto del culto y de la religión, apto para estimular al pueblo en la profesión de la fe y en la práctica de la piedad. La Iglesia ha tenido y tendrá siempre en gran honor a estos artistas, y les abrirá ampliamente las puertas de los templos, pues para ella es muy grata y no pequeña ayuda la que le ofrecen con su arte y su trabajo, para cumplir ella con más eficacia su ministerio apostólico.

8. La música sagrada, en verdad, está más obligada y santamente unida a estas normas y leyes del arte, porque está más cerca del culto divino que las demás bellas artes, como la arquitectura, la pintura y la escultura: éstas se cuidan de preparar una mansión digna a los ritos divinos, pero aquélla ocupa lugar principal en las mismas ceremonias sagradas y oficios divinos. Por esta razón, la Iglesia debe tener sumo cuidado en alejar de la música, precisamente porque es sierva de la liturgia, todo lo que desdice del culto divino o impide a los fieles el alzar sus mentes a Dios.

Porque la dignidad de la música sagrada y su altísima finalidad están en que con sus hermosas modulaciones y con su magnificencia embellece y adorna las voces del sacerdote que ofrece, o del pueblo cristiano que alaba al Altísimo; y eleva a Dios los espíritus de los asistentes como por una fuerza y virtud innata y hace más vivas y fervorosas las preces litúrgicas de la comunidad cristiana, para que pueda con más intensidad y eficacia alzar sus súplicas y alabanzas a Dios trino y uno. Gracias a la música sagrada se acrece el honor que la Iglesia, unida con Cristo, su Cabeza, tributa a Dios; se aumenta también el fruto que los fieles sacan de la sagrada liturgia movidos por la música religiosa, fruto que se manifiesta en su vida y costumbres dignas de un cristiano, como lo enseña la experiencia de todos los días y se halla confirmado por el frecuente testimonio de escritores, tanto antiguos como modernos, de la literatura. San Agustín, hablando de los cantos ejecutados con voz clara y modulada, dice: «Juzgo que aun las palabras de la Sagrada Escritura más religiosa y frecuentemente excitan nuestras mentes a piedad y devoción, cuando se cantan con aquella destreza y suavidad, que si no se cantaran, cuando todos y cada uno de los afectos de nuestra alma tienen respectivamente su correspondencia en los tonos y en el canto que los suscitan y despiertan por una relación tan oculta como íntima» [18].

9. De donde se puede fácilmente entender que la dignidad y valor de la música sagrada serán tanto mayores cuanto más se acerquen al acto supremo del culto cristiano, el sacrificio eucarístico del altar. Pues ninguna acción más excelsa, ninguna más sublime puede ejercer la música que la de acompañar con la suavidad de los sonidos al sacerdote que ofrece la divina víctima, asociarse con alegría al diálogo que el sacerdote entabla con el pueblo, y ennoblecer con su arte la acción sagrada que en el altar se realiza. Junto a tan excelso ministerio, ejercita la música el de realzar y acompañar otras ceremonias litúrgicas, como el rezo del oficio divino en el coro. Sumo honor y suma alabanza se deben, por lo tanto, a esa música «litúrgica».

10. Y, sin embargo, también es muy de estimar aquel género de música que, aun no sirviendo principalmente para la liturgia sagrada, es, por su contenido y finalidad, de grande ayuda para la religión, y con toda razón lleva el nombre de "música religiosa". Esta clase de música sagrada —que nació en la Iglesia misma y prosperó felizmente bajo sus auspicios— puede ejercer, como enseña la experiencia, un grande y saludable influjo, usada ya en los templos para actos y ceremonias no litúrgicas, ya fuera del recinto sagrado para mayor esplendor de solemnidades y fiestas. Porque las melodías de dichos cantos, escritos con frecuencia en lengua vulgar, se graban en la memoria casi sin ningún esfuerzo y trabajo, y a una con la melodía se imprimen en la mente la letra y las ideas que, repetidas, llegan a ser mejor comprendidas. De donde los niños y niñas, que aprenden los cantos sagrados en temprana edad, logran ayuda extraordinaria para conocer, gustar y recordar las verdades religiosas; y gran provecho deriva de ello el apostolado catequístico. A adolescentes y adultos ofrecen esos cantos religiosos un deleite puro y casto, mientras les recrean el ánimo y dan a las asambleas y reuniones más solemnes cierta majestad religiosa; más aún: llevan a las mismas familias cristianas alegría sana, suave consuelo y provecho espiritual. Luego si la música religiosa popular ayuda grandemente al apostolado catequístico, debe cultivarse y fomentarse con todo cuidado.

11. Al poner de relieve el valor múltiple de la música y su eficacia en el aspecto del apostolado, hemos querido expresar algo que será, sin duda, de mucho gozo y consuelo para todos cuantos en una o en otra forma se consagran a cultivarla y promoverla. Porque todos los que, según su talento artístico, componen, o dirigen, o ejecutan oralmente o con instrumentos músicos, realizan, sin duda alguna, un verdadero y genuino apostolado, de muy diversas formas, y son acreedores a los premios y honores de apóstoles, que abundantemente dará a cada uno Cristo nuestro Señor por el fiel cumplimiento de su oficio. Tengan, pues, en gran estima esta su profesión, por la que no solamente son artistas y maestros de arte, sino servidores de Cristo nuestro Señor y colaboradores suyos en el apostolado; y acuérdense de manifestar también en su vida y en sus costumbres la alta dignidad de este su oficio.


III. MÚSICA SAGRADA

12. Siendo tan grande, como dicho queda, la dignidad y la eficacia del canto religioso, sumamente necesario es cuidar con solícito empeño su estructura en todos los aspectos, para lograr de ella saludables frutos.

Es necesario, ante todo, que el canto y la música sagrados, vinculados más de cerca al culto litúrgico de la Iglesia, consigan el fin excelso que se proponen. Porque esta música —como ya lo advertía sabiamente Nuestro Predecesor San Pío X— «debe poseer las cualidades propias de la liturgia y, ante todo, la santidad y la bondad de la forma; de donde se logra necesariamente otra característica suya, la universalidad» [19].

13. La música debe ser santa. Que nada admita —ni permita ni insinúe en las melodías con que es presentada— que sepa a profano. Santidad, a la que se ajusta, sobre todo, el canto gregoriano que, a lo largo de tantos siglos, se usa en la Iglesia, que con razón lo considera como patrimonio suyo. En efecto, por la íntima conexión entre las palabras del texto sagrado y sus correspondientes melodías, este canto sagrado no tan sólo se ajusta perfectísimamente a aquellas, sino que interpreta también su fuerza y eficacia a la par que destila dulce suavidad en el espíritu de los oyentes, lográndolo por "medios musicales" ciertamente llanos y sencillos, mas de inspiración artística tan santa y tan sublime que en todos excita sincera admiración; y constituye, además, una fuente inagotable de donde artistas y compositores de música sagrada sacan luego nuevas armonías. Conservar cuidadosamente este precioso tesoro del sagrado canto gregoriano y lograr que el pueblo cristiano lo viva intensamente es deber de aquellos en cuyas manos puso Cristo nuestro Señor las riquezas de su Iglesia, para su custodia y distribución. Por eso, todo cuanto Nuestros Predecesores San Pío X —con razón llamado "el restaurador del canto gregoriano" [20]— y Pío XI [21] sabiamente ordenaron e inculcaron, también Nos, por reconocer las excelentes cualidades que adornan al genuino canto gregoriano, lo deseamos y mandamos se lleve a efecto; a saber: que en la celebración de los ritos litúrgicos se haga amplio uso de este canto sagrado; y que con suma diligencia se cuide de ejecutarlo exacta, digna y piadosamente. Y si, para las fiestas recientemente introducidas se hubieren de componer nuevos cantos, se encarguen de ello compositores bien acreditados que con fidelidad observen las leyes propias del verdadero canto gregoriano, de modo que las nuevas composiciones, por su fuerza y su pureza, sean dignas de juntarse con las antiguas.

14. Al cumplir estas prescripciones en toda su plenitud, se habrá logrado debidamente la segunda condición de la música sagrada, la de ser obra verdaderamente artística; porque, si en todos los templos católicos el canto gregoriano resonare puro e incorrupto, al igual que la sagrada Liturgia Romana, ofrecerá la nota de universalidad, de suerte que los fieles, doquier se hallaren, escucharán cantos que les son conocidos y como propios, y con gran alegría de su alma experimentarán la admirable unidad de la Iglesia. Esta es una de las razones principales de que la Iglesia desee tanto que el canto gregoriano se adapte todo lo más posible a las palabras latinas de la sagrada Liturgia.

Bien sabedores, por lo demás, de cómo la misma Sede Apostólica, por graves razones, ha concedido en este punto algunas excepciones netamente delimitadas, queremos que no se amplíen o propaguen y extiendan a otras regiones sin el debido permiso de la Santa Sede. Más aún, el Ordinario del lugar y demás sagrados pastores procuren con diligencia que, aun donde se permita usar tales concesiones, aprendan los fieles desde su niñez las melodías Gregorianas más fáciles y más usadas, y sepan usarlas también en los sagrados ritos litúrgicos, de modo que aun en esto resplandezcan cada vez más la unidad y universalidad de la Iglesia.

15. Sin embargo, allí donde una costumbre secular o inmemorial exige que en la misa solemne, luego de cantadas en latín las sagradas palabras litúrgicas, se inserten algunos cánticos populares en lengua vulgar, los Ordinarios de los lugares podrán permitirlo «si, atendidas las circunstancias de personas y lugares, estiman que es imprudente suprimir esta costumbre» [22], mas observada por completo la ley que prescribe que los textos litúrgicos no sean cantados en lengua vulgar, según ya antes se ha dicho.

Para que cantores y fieles entiendan bien el significado de las palabras litúrgicas sobre las que se apoya la melodía musical, Nos place repetir la exhortación de los Padres del Concilio Tridentino, hecha sobre todo «a los pastores y a cuantos ejercen cura de almas, para que frecuentemente durante la celebración de las misas expongan por sí o por otros algo de lo que en la misa se lee y declaren alguno de los misterios que en este sacrificio se encierran, y ello de modo especial en los domingos y días de fiesta» [23], y para que lo hagan principalmente cuando se da la catequesis al pueblo cristiano. Con mayor facilidad que en los tiempos pasados podrá esto hacerse en nuestros días, porque las palabras de la Liturgia se hallan traducidas al lenguaje vulgar y su explicación se encuentra en libros y folletos manuales que, compuestos en casi todas las naciones por escritores competentes, pueden ayudar e iluminar con eficacia a los fieles para que también ellos entiendan, y en cierto modo participen, en lo que los sagrados ministros expresan en lengua latina.

16. Claro es que todo lo que brevemente se ha expuesto sobre el canto gregoriano se refiere principalmente al rito romano latino de la Iglesia; mas —en lo que procediere— se puede acomodar también a los cantos litúrgicos de otros ritos, tanto de los pueblos del Occidente —Ambrosiano, Galicano, Mozárabe— como de los Orientales. En efecto, todos ellos demuestran la admirable riqueza de la Iglesia en la acción litúrgica y en las fórmulas de orar; pero cada uno conserva también en su propio canto litúrgico preciosos tesoros, que conviene guardar y liberar no sólo de la ruina, sino aun de cualquier deterioro o deformación. Entre los más antiguos y valiosos monumentos de música sagrada ocupan, sin duda, lugar preeminente los cantos litúrgicos de los varios Ritos Orientales, cuyas melodías tanto influyeron en los de la Iglesia occidental, con las adaptaciones requeridas por la índole propia de la Liturgia latina. Es deseo Nuestro que la selección de cantos de los sagrados Ritos Orientales —en la que con tan gran entusiasmo trabaja el Pontificio Instituto de Ritos Orientales, con la cooperación del Pontificio Instituto de Música Sagrada— se lleve a feliz término así en lo doctrinal como en lo práctico, de tal suerte que también los alumnos pertenecientes al Rito Oriental, educados perfectamente en el canto sagrado, puedan, cuando ya fueren sacerdotes, contribuir también con ello eficazmente a aumentar la hermosura de la casa de Dios.

17. Ni se crea que, al exponer estas ideas en alabanza y recomendación del canto gregoriano, sea intención Nuestra el desterrar de los ritos de la Iglesia la polifonía sagrada, que, si está hermoseada con las debidas propiedades, puede ayudar mucho a la magnificencia del culto divino, excitando piadosos afectos en las almas de los fieles. Nadie, ciertamente, ignora que muchos de los cantos polifónicos, compuestos principalmente en el siglo XVI, se distinguen por tal pureza de arte y tal riqueza de melodía, que son plenamente dignos de acompañar los sagrados ritos de la Iglesia, y darles realce. Si en el correr de los siglos ha decaído poco a poco el genuino arte polifónico, y no pocas veces se le han mezclado elementos profanos, en estos últimos decenios —gracias al incansable empeño de competentes maestros— puede decirse que se ha logrado una feliz restauración, al haber sido estudiadas e investigadas con ardor las obras de los antiguos maestros, quedando luego propuestas a la imitación y emulación de los compositores modernos.

Y así sucede que tanto en las basílicas y catedrales como en las iglesias de religiosos se interpretan, con sumo honor para la sacra liturgia, magníficas obras de los antiguos autores junto a las composiciones polifónicas de los modernos; más aún, sabemos que hasta en iglesias más pequeñas se ejecutan, y no raras veces, cantos polifónicos más sencillos, pero dignos y verdaderamente artísticos. La Iglesia ampara con su favor todos estos intentos, pues, como decía Nuestro Predecesor, de feliz memoria, San Pío X, ella «cultivó sin cesar el progreso de las artes y lo favoreció, admitiendo para la vida práctica religiosa cuanto de bueno y hermoso inventó el ingenio humano a lo largo de los siglos, sin más restricción que las leyes litúrgicas» [24]. Estas leyes advierten que tan grave asunto se vigile con toda prudencia y cuidado, para que no se lleven al templo cantos polifónicos tales que, por cierta especie de modulación exuberante e hinchada, se oscurezcan con su exceso las palabras sagradas de la liturgia, o interrumpan la acción del rito divino, o sobrepasen, en fin, no sin desdoro del culto sagrado, la pericia y práctica de los cantores.

18. Estas normas se han de aplicar también al uso del órgano y de los demás instrumentos de música. Entre los instrumentos a los que se les da entrada en las iglesias ocupa con razón el primer puesto el órgano, que tan particularmente se acomoda a los cánticos y ritos sagrados, comunica un notable esplendor y una particular magnificencia a las ceremonias de la Iglesia, conmueve las almas de los fieles con la grandiosidad y dulzura de sus sonidos, llena las almas de una alegría casi celestial y las eleva con vehemencia hacia Dios y los bienes sobrenaturales.

Pero, además del órgano, hay otros instrumentos que pueden ayudar eficazmente a conseguir el elevado fin de la música sagrada, con tal que nada tengan de profano, estridente o estrepitoso que desdiga de la función sagrada o de la seriedad del lugar. Sobresalen el violín y demás instrumentos de arco, que, tanto solos como acompañados por otros instrumentos de cuerda o por el órgano, tienen singular eficacia para expresar los sentimientos, ya tristes, ya alegres. Por lo demás, sobre las melodías musicales, que puedan admitirse en el culto católico, ya hablamos Nos mismo clara y terminantemente en la encíclica Mediator Dei:

«Más aún, si no tienen ningún sabor profano, ni desdicen de la santidad del sitio o de la acción sagrada, ni nacen de un prurito vacío de buscar algo raro o maravilloso, se les deben incluso abrir las puertas de nuestros templos, ya que pueden contribuir no poco a la esplendidez de los actos litúrgicos, a llevar más en alto los corazones y a nutrir una sincera devoción» [25]. Sin embargo, casi no es necesario advertir que, donde falten los medios o la habilidad competente, es preferible abstenerse de tales intentos, antes que producir una obra indigna del culto divino y de las reuniones sagradas.

19. Además de esta música, la más íntimamente relacionada con la sagrada Liturgia de la Iglesia, existen —como decíamos antes— los cánticos religiosos populares, escritos de ordinario en lengua vulgar. Aunque nacidos del mismo canto litúrgico, al adaptarse más a la mentalidad y a los sentimientos de cada pueblo, se diferencian no poco unos de otros, según la índole diversa de los pueblos y las regiones. Para que estos cánticos produzcan fruto y provecho espiritual en el pueblo cristiano es necesario que se ajusten plenamente a la doctrina de la fe cristiana, que la presenten y expliquen en forma precisa, que utilicen una lengua fácil y una música sencilla, que eviten la ampulosa y vana prolijidad en las palabras y, por último, aun siendo cortos y fáciles, presenten una cierta dignidad y una cierta gravedad religiosa. Cánticos sagrados de este tipo, nacidos de lo más íntimo del alma popular, mueven intensamente los sentimientos del alma y excitan los efectos piadosos, y, al ser cantados en los actos religiosos por todo el pueblo como con una sola voz, levantan con grande eficacia las almas de los fieles a las cosas del cielo.

Por eso, aunque hemos escrito antes que no se deben emplear durante las misas cantadas solemnes sin permiso especial de la Santa Sede, con todo en las misas rezadas pueden ayudar mucho a que los fieles no asistan al santo sacrificio como espectadores mudos e inactivos, sino que acompañen la sagrada acción con su espíritu y con su voz y unan su piedad a las oraciones del sacerdote, con tal que esos cánticos se adapten bien a las diversas partes de la misa, como con grande gozo sabemos que se hace ya en muchas regiones del orbe católico.

En las funciones no estrictamente litúrgicas pueden tales cánticos religiosos, si reunieren las debidas cualidades, contribuir maravillosamente para atraer con provecho al pueblo cristiano, instruirlo, e infundirle una piedad sincera y hasta llenarlo de santa alegría; y eso, tanto dentro como fuera del recinto sagrado, sobre todo en procesiones y peregrinaciones a santuarios tradicionales, así como en los congresos nacionales e internacionales. También pueden ser singularmente útiles para educar los niños en las verdades católicas, así como para las agrupaciones de los jóvenes y para las reuniones de las asociaciones piadosas, según bien y más de una vez lo ha demostrado la experiencia.

20. Por ello no podemos menos de exhortaros ahincadamente, Venerables Hermanos, a que con el mayor cuidado y diligencia promováis este canto religioso popular. Ni os faltarán peritos que, si antes no se hubiere ya hecho, cuiden oportunamente de recoger tales cánticos, sistematizándolos a fin de que los fieles puedan aprenderlos más fácilmente, cantarlos con más familiaridad y retenerlos más fijos en la memoria. Los que se consagran a la educación de los niños no dejen de usar debidamente estos medios tan eficaces; los Consiliarios de la juventud católica empléenlos asimismo con discreción en el desempeño de su importantísimo oficio. Así pueden esperarse que afortunadamente se obtenga también otro bien que todos desean, a saber, que se destierren aquellas otras canciones profanas que, o por lo enervante de la modulación o por la letra voluptuosa y lasciva que muchas veces las acompaña, suelen constituir un peligro para los cristianos, especialmente para los jóvenes; y cedan el puesto a estos cánticos, que proporcionan un goce casto y puro, a la par que aumentan la fe y la piedad. El pueblo cristiano comenzará a entonar ya aquí en la tierra aquel himno de alabanza, que cantará eternamente en el cielo: «Al que está sentado en el trono, y al Cordero, bendición, honra, gloria y potestad por los siglos de los siglos» [26].

21. Lo escrito hasta aquí se aplica principalmente a aquellos pueblos de la Iglesia en los que la religión católica ya se halla establecida firmemente. En los países de Misiones no es posible llevar a la práctica exactamente cada una de estas normas, mientras no crezca suficientemente el número de los cristianos, se construyan templos más capaces, los hijos de los cristianos acudan regularmente a las escuelas fundadas por la Iglesia y el número de sacerdotes corresponda a las necesidades. Sin embargo, exhortamos instantemente a los obreros apostólicos que trabajan con celo en aquellas vastas porciones de la viña del Señor a que, entre las graves preocupaciones de su cargo, presten también atención a este punto. Muchos de los pueblos confiados a la labor de los misioneros tienen una afición maravillosa a la música; y realzan con el canto sagrado las ceremonias del culto idolátrico. No es prudente, por lo tanto, que los heraldos de Cristo verdadero Dios menosprecien y descuiden en ninguna manera este medio tan eficaz de apostolado. Promuevan, pues, de buena gana en su ministerio apostólico, los mensajeros del Evangelio en las naciones paganas, este amor al canto religioso, que goza de tal honor entre los que les están confiados, de suerte que dichos pueblos puedan oponer a sus cánticos religiosos, no raras veces admirados aun por las naciones civilizadas, otros semejantes himnos sagrados cristianos, con los cuales, en la lengua y con las melodías a ellos familiares, canten las verdades de la fe, la vida de Jesucristo y las alabanzas de la Santísima Virgen y de los Santos.

Recuerden también los mismos misioneros que desde antiguo la Iglesia católica, cuando enviaba los heraldos del Evangelio a las regiones no iluminadas aún por la fe, junto con los ritos sagrados procuraba se les mandasen también los cánticos litúrgicos —entre otros, las melodías gregorianas— a fin de que los pueblos nuevos en el llamamiento a la fe, cautivados por la suavidad de la música, se resolviesen, más fácilmente atraídos, a abrazar las verdades de la religión cristiana.


IV. MEDIOS PRÁCTICOS

22. Para que se logre, Venerables Hermanos, el efecto deseado de todo lo que, siguiendo las huellas de Nuestros Predecesores, hemos recomendado y ordenado en esta Carta encíclica, usad eficazmente todos los medios que os ofrece la excelsa dignidad que Cristo Señor y la Iglesia os han confiado, los cuales, como la experiencia enseña, se emplean con gran fruto en muchos templos del orbe cristiano.

23. Y en primer lugar, que en la iglesia catedral y en los mayores templos de vuestra jurisdicción, permitiéndolo las circunstancias, haya una escogida Schola cantorum que a los demás sirva de modelo y acicate para cultivar y perfeccionar con celo el canto sagrado. Donde no se pudiera tener una Schola cantorum o no se hallare competente número de Pueri cantores, se permite que «tanto los hombres como las mujeres y las jóvenes en lugar exclusivamente dedicado a esto, fuera del presbiterio, puedan cantar los textos litúrgicos, con tal que los hombres estén separados absolutamente de las mujeres y jóvenes, evitando todo inconveniente y gravando la conciencia de los Ordinarios en esta materia» [27].

Débese proveer con gran solicitud a que todos los que aspiran a las sagradas órdenes en vuestros Seminarios y en los Institutos misioneros y religiosos se formen diligentemente en la música sagrada y en el conocimiento teórico y práctico del canto gregoriano, mediante profesores excelentes en el arte, los cuales sean respetuosos con la tradición y fieles en todo a los preceptos y normas de la Santa Sede.

24. Si se descubriere entre los alumnos del Seminario o Colegio religioso alguno que se distinguiese especialmente por su aptitud y amor al arte musical, no descuiden de advertirlo al Prelado los Rectores del Seminario y directores del Colegio, para darle ocasión de perfeccionar sus cualidades, enviándolo al Instituto Pontificio de Música Sagrada de Roma o a otra Escuela de dicha disciplina, con tal que el sujeto se halle dotado de virtud y buenas costumbres que induzcan a esperar que ha de ser excelente sacerdote.

Deben también procurar los Ordinarios y Superiores religiosos tener a alguien de quien se puedan valer en materia tan importante, a la cual no pueden, en medio del cúmulo de sus deberes, dedicar por sí mismos su atención. Gran cosa sería si en la Comisión diocesana de Arte Cristiano se hallare algún perito en música y canto sagrado, que pueda vigilar sobre lo que se hace en la diócesis y comunicar al Ordinario lo hecho y lo que se debe aún hacer y de él reciba la dirección y la autoridad y la ponga en ejecución. Si por fortuna en alguna diócesis se encuentra ya Asociación establecida para el fomento de la música sagrada, que ya hubiese sido elogiada y recomendada por los Sumos Pontífices, el Ordinario podrá, según su prudencia, servirse de ella en el cumplimiento de su cargo.

Promoved y ayudad, Venerables Hermanos, con vuestra protección los institutos píamente fundados para educar al pueblo en la música sagrada o para perfeccionar más particularmente dicho arte, y que mucho pueden contribuir con sus palabras y ejemplos al adelantamiento del canto religioso, pues así, gozando de vitalidad y poseyendo excelentes y aptos profesores, podrán promover en toda la diócesis el conocimiento, amor y uso de audiciones de música sagrada y conciertos religiosos, en armonía con las leyes eclesiásticas y obediencia completa a la Santa Sede.

25. Después de haber tratado largamente de esta materia movido de paternal solicitud, Nos confiamos seguramente que vosotros, Venerables Hermanos, dedicaréis todo vuestro celo pastoral a este arte sagrado, que tanto sirve para celebrar con dignidad y magnificencia el culto divino.

Esperamos que todos los que en la Iglesia, siguiendo vuestra inspiración, fomentan y dirigen el arte musical, recibirán un nuevo impulso para promover con nuevo ardor e intensidad este excelente género de apostolado. Así sucederá —lo deseamos— que este arte nobilísimo, tenido en tanta estima por la Iglesia en todos los tiempos, también en los nuestros se cultivará y perfeccionará hasta los esplendores genuinos de santidad y de belleza; y de parte suya felizmente sucederá que los hijos de la Iglesia, con robusta fe, esperanza firme y ardiente caridad, rendirán a Dios Uno y Trino, en los sagrados templos, el debido tributo de alabanza, traducido de una manera digna y en una suave armonía; más aún, que, hasta fuera de los templos sagrados, en las familias y sociedades cristianas se realice lo que decía San Cipriano a Donato: «Resuenen los salmos durante la sobria refección; con tu memoria tenaz y agradable voz acomete esta empresa; mejor educarás a tus carísimos con audiciones espirituales y con armonía religiosa dulce a los oídos» [28].

Confiando que estas Nuestras exhortaciones han de producir abundantes y alegres frutos, a vosotros, Venerables Hermanos, y a todos y a cada uno de los confiados a vuestro celo, en particular a aquellos que, secundando Nuestros deseos, promueven la música sagrada, impartimos con efusiva caridad la Bendición Apostólica, testimonio de Nuestra voluntad y augurio de celestes dones.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 25 de diciembre, en la fiesta de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, el año 1955, decimoséptimo de Nuestro Pontificado.

PÍO XII


Notas

[1] Motu pr. tra le sollecitudini, Acta Pii X, 1, 77.

[2] Cf. Gen. 1, 26.

[3] Ep. 161, De origine animae hominis, 1, 2; PL 33, 725.

[4] Cf. Ex. 15, 1-20.

[5] 2 Sam. 6, 5.

[6] Cf. 1 Par. 23, 5; 25, 2-31.

[7] Eph. 5, 18 s.; cf. Col. 3, 16.

[8] 1 Cor. 14, 26.

[9] Plin. Ep. 10, 96, 7.

[10] Cf. Tertull. De anima, c.9 PL 2, 701; Apol. 39 PL 1, 540.

[11] Concilio de Trento, sesión XXII Decretum de observandis et evitandis in celebratione Missae.

[12] Carta Encíclica de Benedicti XIV Annus qui: Opera omnia (ed. Prati, 17, 1, 16).

[13] Carta apostólica Bonum est confiteri Domino, d. d. 2 aug. 1828. Cf. Bullarium Romanum (ed. Prati, ex Typ. Aldina) 9, 139 ss.

[14] Cf. Acta León XIII, vol. 14 (1895) 237-247; cf. A.S.S. 27 (1894) 42-49.

[15] Cf. Acta Pio X, vol. I, p.75-87; A.S.S. 36 (1903-4) 329-339; 387-395.

[16] Cf. A.A.S. 21 (1929) 33 ss.

[17] Cf. A.A.S. 39 (1947) 521-595.

[18] Aug. Confess., 10, 33; PL 32, 799 s.

[19] Acta Pío X, l. c., 78.

[20] Carta al Card. Respighi, Acta Pío X, l. c., 68-74; v. p. 73 ss.; A.S.S. 36 (1903-4) 325-329; 395-398; v. 398.

[21] Pio XI Const. apost. Divini cultus: A.A.S. 21 (1929) 33 ss.

[22] C.I.C. can. 5.

[23] Conc. Trid. sesión XXII De sacrificio Missae, 8.

[24] Acta Pío X, l. c. 80.

[25] A.A.S. 39 (1947) 590.

[26] Apoc. 5, 13.

[27] Decr. S. Rit. Congr. n. 3964, 4201, 4231.

[28] Cypriani Ep. ad Donatum (Ep. 1, 16) PL 4, 227.


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