jueves, 6 de julio de 2000

LIBERTATIS CONSCIENTIA (22 DE MARZO DE 1986)


CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

INSTRUCCIÓN

LIBERTATIS CONSCIENTIA

SOBRE LIBERTAD CRISTIANA Y LIBERACIÓN


«La verdad nos hace libres»


INTRODUCCIÓN

1. Aspiraciones a la liberación

La conciencia de la libertad y de la dignidad del hombre, junto con la afirmación de los derechos inalienables de la persona y de los pueblos, es una de las principales características de nuestro tiempo. Ahora bien, la libertad exige unas condiciones de orden económico, social, político y cultural que posibiliten su pleno ejercicio. La viva percepción de los obstáculos que impiden el desarrollo de la libertad y que ofenden la dignidad humana es el origen de las grandes aspiraciones a la liberación, que atormentan al mundo actual.

La Iglesia de Cristo hace suyas estas aspiraciones ejerciendo su discernimiento a la luz del Evangelio que es, por su misma naturaleza, mensaje de libertad y de liberación. En efecto, tales aspiraciones revisten a veces, a nivel teórico y práctico, expresiones que no siempre son conformes a la verdad del hombre, tal como ésta se manifiesta a la luz de la creación y de la redención. Por esto la Congregación para la Doctrina de la Fe ha juzgado necesario llamar la atención sobre «las desviaciones y los riesgos de desviación, ruinosos para la fe y para la vida cristiana»[1]. Lejos de estar superadas, las advertencias hechas parecen cada vez más oportunas y pertinentes.

2. Objetivo de la Instrucción

La Instrucción «Libertatis nuntius» sobre algunos aspectos de la teología de la liberación anunciaba la intención de la Congregación de publicar un segundo documento, que pondría en evidencia los principales elementos de la doctrina cristiana sobre la libertad y la liberación. La presente Instrucción responde a esta intención. Entre ambos documentos existe una relación orgánica. Deben leerse uno a la luz del otro.

Sobre este tema, que es el centro del mensaje evangélico, el Magisterio de la Iglesia ya se ha pronunciado en numerosas ocasiones[2]. El documento actual se limita a indicar los principales aspectos teóricos y prácticos. Respecto a las aplicaciones concernientes a las diversas situaciones locales, toca a las Iglesias particulares -en comunión entre sí y con la Sede de Pedro- proveer directamente a ello[3].

El tema de la libertad y de la liberación tiene un alcance ecuménico evidente. Pertenece efectivamente al patrimonio tradicional de las Iglesias y comunidades eclesiales. También el presente documento puede favorecer el testimonio y la acción de todos los discípulos de Cristo llamados a responder a los grandes retos de nuestro tiempo.

3. La verdad que nos libera

Las palabras de Jesús: «La verdad os hará libres» (Jn 8, 32) deben iluminar y guiar en este aspecto toda reflexión teológica y toda decisión pastoral.

Esta verdad que viene de Dios tiene su centro en Jesucristo, Salvador del mundo[4]. De Él, que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6), la Iglesia recibe lo que ella ofrece a los hombres. Del misterio del Verbo encarnado y redentor del mundo, ella saca la verdad sobre el Padre y su amor por nosotros, así como la verdad sobre el hombre y su libertad.

Cristo, por medio de su cruz y resurrección, a realizado nuestra redención que es la liberación en su sentido más profundo, ya que ésta nos ha liberado del mal más radical, es decir, del pecado y del poder de la muerte. Cuando la Iglesia, instruida por el Señor, dirige su oración al Padre: «líbranos del mal», pide que el misterio de salvación actúe con fuerza en nuestra existencia de cada día. Ella sabe que la cruz redentora es en verdad el origen de la luz y de la vida, y el centro de la historia. La caridad que arde en ella la impulsa a proclamar la Buena Nueva y a distribuir mediante los sacramentos sus frutos vivificadores. De Cristo redentor arrancan su pensamiento y su acción cuando, ante los dramas que desgarran al mundo, la Iglesia reflexiona sobre el significado y los caminos de la liberación y de la verdadera libertad.

La verdad, empezando por la verdad sobre la redención, que es el centro del misterio de la fe, constituye así la raíz y la norma de la libertad, el fundamento y la medida de toda acción liberadora.

4. La verdad, condición de libertad

La apertura a la plenitud de la verdad se impone a la conciencia moral del hombre, el cual debe buscarla y estar dispuesto a acogerla cuando se le presenta.

Según el mandato de Cristo Señor[5], la verdad evangélica debe ser presentada a todos los hombres, los cuales tienen derecho a que ésta les sea proclamada. Su anuncio, por la fuerza del Espíritu, comporta el pleno respeto de la libertad de cada uno y la exclusión de toda forma de violencia y de presión [6].

El Espíritu Santo introduce a la Iglesia y a los discípulos de Jesucristo «hacia la verdad completa» (Jn 16, 13). Dirige el transcurso de los tiempos y «renueva la faz de la tierra» (Sal 104, 30). El Espíritu está presente en la maduración de una conciencia más respetuosa de la dignidad de la persona humana[7]. Él es la fuente del valor, de la audacia y del heroísmo: «Donde está el Espíritu del Señor está la libertad» (2 Cor 3, 17).


CAPÍTULO I -

SITUACIÓN DE LA LIBERTAD EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO


I. Conquistas y amenazas del proceso moderno de liberación

5. La herencia del cristianismo

El Evangelio de Jesucristo, al revelar al hombre su cualidad de persona libre llamada a entrar en comunión con Dios, ha suscitado una toma de conciencia de las profundidades de la libertad humana hasta entonces desconocidas.

Así la búsqueda de la libertad y la aspiración a la liberación, que están entre los principales signos de los tiempos del mundo contemporáneo, tienen su raíz primera en la herencia del cristianismo. Esto es verdad también allí donde aquella búsqueda y aspiración encarnan formas aberrantes que se oponen a la visión cristiana del hombre y de su destino. Sin esta referencia al Evangelio se hace incomprensible la historia de los últimos siglos en Occidente.

6. La época moderna

Desde el comienzo de los tiempos modernos hasta el Renacimiento, se pensaba que la vuelta a la Antigüedad en filosofía y en las ciencias de la naturaleza permitiría al hombre conquistar la libertad de pensamiento y de acción, gracias al conocimiento y al dominio de las leyes naturales.

Por su parte, Lutero, partiendo de la lectura de San Pablo, intentó luchar por la liberación del yugo de la Ley, representado para él por la Iglesia de su tiempo.

Pero es sobre todo en el siglo de las Luces y con la Revolución francesa cuando resuena con toda su fuerza la llamada a la libertad. Desde entonces muchos miran la historia futura como un irresistible proceso de liberación que debe conducir a una era en la que el hombre, totalmente libre al fin, goce de la felicidad ya en esta tierra.

7. Hacia el dominio de la naturaleza


En la perspectiva de tal ideología de progreso, el hombre quería hacerse dueño de la naturaleza. La servidumbre, que había sufrido hasta entonces, se apoyaba sobre la ignorancia y los prejuicios. El hombre, arrebatando a la naturaleza sus secretos, la sometía a su servicio. La conquista de la libertad constituía así el objetivo perseguido a través del desarrollo de la ciencia y de la técnica. Los esfuerzos desplegados han llevado a notables resultados. Aunque el hombre no está a cubierto de catástrofes naturales, sin embargo han sido descartadas muchas de las amenazas de la naturaleza. La alimentación está garantizada a un número de personas cada vez mayor. Las posibilidades de transporte y de comercio favorecen el intercambio de recursos alimenticios, de materias primas, de mano de obra y de capacidades técnicas, de tal manera que se puede prever razonablemente para cada ser humano una existencia digna y liberada de la miseria.

8. Conquistas sociales y políticas

El movimiento moderno de liberación se había fijado un objetivo político y social. Debía poner fin al dominio del hombre sobre el hombre y promover la igualdad y fraternidad de todos los hombres. Es un hecho innegable que se alcanzaron resultados positivos. La esclavitud y la servidumbre legales fueron abolidas. El derecho de todos a la cultura hizo progresos significativos. En numerosos países la ley reconoce la igualdad entre el hombre y la mujer, la participación de todos los ciudadanos en el ejercicio del poder político y los mismos derechos para todos. El racismo se rechaza como contrario al derecho y a la justicia.

La formulación de los derechos humanos significa una conciencia más viva de la dignidad de todos los hombres. Son innegables los beneficios de la libertad y de la igualdad en numerosas sociedades, si lo comparamos con los sistemas de dominación anteriores.

9. Libertad de pensamiento y de decisión

Finalmente y sobre todo, el movimiento moderno de liberación debía aportar al hombre la libertad interior, bajo forma de libertad de pensamiento y libertad de decisión. Intentaba liberar al hombre de la superstición y de los miedos ancestrales, entendidos como obstáculos para su desarrollo. Se proponía darle el valor y la audacia de servirse de su razón sin que el temor lo frenara ante las fronteras de lo desconocido. Así, especialmente en las ciencias históricas y en las humanas, se ha desarrollado un nuevo conocimiento del hombre, orientado a ayudarle a comprenderse mejor en lo que atañe a su desarrollo personal o a las condiciones fundamentales de la formación de la comunidad.

10. Ambigüedades del proceso moderno de liberación

Sin embargo, ya se trate de la conquista de la naturaleza, de su vida social y política o del dominio del hombre sobre si mismo, a nivel individual y colectivo, todos pueden constatar que no solamente los progresos realizados están lejos de corresponder a las ambiciones iniciales, sino que han surgido también nuevas amenazas, nuevas servidumbres y nuevos terrores, al mismo tiempo que se ampliaba el movimiento moderno de liberación. Esto es la señal de que graves ambigüedades sobre el sentido mismo de la libertad se han infiltrado en el interior de este movimiento desde su origen.

11. El hombre amenazado por su dominio de la naturaleza

El hombre, a medida que se liberaba de las amenazas de la naturaleza, se encontraba ante un miedo creciente. La técnica. sometiendo cada vez más la naturaleza, corre el riesgo de destruir los fundamentos de nuestro propio futuro, de manera que la humanidad actual se convierte en enemiga de las generaciones futuras. Al someter con un poder ciego las fuerzas de la naturaleza, ¿no se está a un paso de destruir la libertad de los hombres del mañana? ¿Qué fuerzas pueden proteger al hombre de la esclavitud de su propio dominio? Se hace necesaria una capacidad totalmente nueva de libertad y liberación, que exige un proceso de liberación enteramente renovado.

12. Peligros del poder tecnológico

La fuerza liberadora del conocimiento científico se manifiesta en las grandes realizaciones tecnológicas. Quien dispone de tecnologías tiene el poder sobre la tierra y sobre los hombres. De ahí han surgido formas de desigualdad, hasta ahora desconocidas, entre los poseedores del saber y los simples usuarios de la técnica. El nuevo poder tecnológico está unido al poder económico y lleva a su concentración. Así, tanto en el interior de los pueblos como entre ellos, se han creado relaciones de dependencia que, en los últimos veinte años, han ocasionado una nueva reivindicación de liberación. ¿Cómo impedir que el poder tecnológico se convierta en una fuerza de opresión de grupos humanos o de pueblos enteros?

13. Individualismo y colectivismo

En el campo de las conquistas sociales y políticas, una de las ambigüedades fundamentales de la afirmación de la libertad en el siglo de las Luces tiende a concebir el sujeto de esta libertad como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales. La ideología individualista inspirada por esta concepción del hombre ha favorecido la desigual repartición de las riquezas en los comienzos de la era industrial, hasta el punto que los trabajadores se encontraron excluidos del acceso a los bienes esenciales a cuya producción habían contribuido y a los que tenían derecho. De ahí surgieron poderosos movimientos de liberación de la miseria mantenida por la sociedad industrial.

Los cristianos, laicos y pastores, no han dejado de luchar por un equitativo reconocimiento de los legítimos derechos de los trabajadores. El Magisterio de la Iglesia en muchas ocasiones ha levantado su voz en favor de esta causa.

Pero las más de las veces, la justa reivindicación del movimiento obrero ha llevado a nuevas servidumbres, porque se inspira en concepciones que, al ignorar la vocación trascendente de la persona humana, señalan al hombre una finalidad puramente terrena. A veces esta reivindicación ha sido orientada hacia proyectos colectivistas que engendran injusticias tan graves como aquellas a las que pretendían poner fin.

14. Nuevas formas de opresión

Así nuestra época ha visto surgir los sistemas totalitarios y unas formas de tiranía que no habrían sido posibles en la época anterior al progreso tecnológico. Por una parte, la perfección técnica ha sido aplicada a perpetrar genocidios; por otra, unas minorías, practicando el terrorismo que causa la muerte de numerosos inocentes, pretenden mantener a raya naciones enteras.

Hoy el control puede alcanzar hasta la intimidad de los individuos; y las dependencias creadas por los sistemas de prevención pueden representar también amenazas potenciales de opresión. Se busca una falsa liberación de las coacciones de la sociedad recurriendo a la droga, que conduce a muchos jóvenes en todo el mundo a la autodestrucción y deja familias enteras en la angustia y el dolor.

15. Peligro de destrucción total

El reconocimiento de un orden jurídico como garantía de las relaciones dentro de la gran familia humana de los pueblos se ha debilitado cada vez más. Cuando la confianza en el derecho no parece ofrecer ya una protección suficiente, se buscan la seguridad y la paz en la amenaza recíproca, la cual viene a ser un peligro para toda la humanidad. Las fuerzas que deberían servir para el desarrollo de la libertad sirven para aumentar las amenazas. Las máquinas de muerte que se enfrentan hoy son capaces de destruir toda la vida humana sobre la tierra.

16. Nuevas relaciones de desigualdad

Entre las naciones dotadas de fuerza y las que no la tienen se han instaurado nuevas relaciones de desigualdad y opresión. La búsqueda del propio interés parece ser la norma de las relaciones internacionales, sin que se tome en consideración el bien común de la humanidad.

El equilibrio interior de las naciones pobres está roto por la importación de armas, introduciendo en ellas un factor de división que conduce al dominio de un grupo sobre otro. ¿Qué fuerzas podrían eliminar el recurso sistemático a las armas y dar su autoridad al derecho?

17. Emancipación de las naciones jóvenes

En el contexto de la desigualdad de las relaciones de poder han aparecido los movimientos de emancipación de las naciones jóvenes, en general naciones pobres, sometidas hasta hace poco al dominio colonial. Pero muy a menudo el pueblo se siente frustrado de su independencia duramente conquistada por regímenes o tiranías sin escrúpulos que atentan impunemente a los derechos del hombre. El pueblo que ha sido reducido así a la impotencia, no ha hecho más que cambiar de dueños.

Sigue siendo verdad que uno de los principales fenómenos de nuestro tiempo es, a escala de continentes enteros, el despertar de la conciencia de pueblo que, doblegado bajo el peso de la miseria secular, aspira a una vida en la dignidad y en la justicia, y está dispuesto a combatir por su libertad.

18. La moral y Dios, ¿obstáculos para la liberación?

En relación con el movimiento moderno de liberación interior del hombre, hay que constatar que el esfuerzo con miras a liberar el pensamiento y la voluntad de sus límites ha llegado hasta considerar que la moralidad como tal constituía un límite irracional que el hombre, decidido a ser dueño de si mismo, tenía que superar.

Es más, para muchos Dios mismo sería la alienación específica del hombre. Entre la afirmación de Dios y la libertad humana habría una incompatibilidad radical. El hombre, rechazando la fe en Dios, llegaría a ser verdaderamente libre.

19. Interrogantes angustiosos

En ello está la raíz de las tragedias que acompañan la historia moderna de la libertad. ¿Por qué esta historia, a pesar de las grandes conquistas, por lo demás siempre frágiles, sufre recaídas frecuentes en la alienación y ve surgir nuevas servidumbres? ¿Por qué unos movimientos de liberación, que han suscitado inmensas esperanzas, terminan en regímenes para los que la libertad de los ciudadanos, [8]empezando por la primera de las libertades que es la libertad religiosa, [9] constituye el primer enemigo?

Cuando el hombre quiere liberarse de la ley moral y hacerse independiente de Dios, lejos de conquistar su libertad, la destruye. Al escapar del alcance de la verdad, viene a ser presa de la arbitrariedad; entre los hombres, las relaciones fraternas se han abolido para dar paso al terror, al odio y al miedo.

El profundo movimiento moderno de liberación resulta ambiguo porque ha sido contaminado por gravísimos errores sobre la condición del hombre y su libertad. Al mismo tiempo está cargado de promesas de verdadera libertad y amenazas de graves servidumbres.


II. La libertad en la experiencia del Pueblo de Dios

20. Iglesia y libertad

La Iglesia, consciente de esta grave ambigüedad, por medio de su Magisterio ha levantado su voz a lo largo de los últimos siglos, para poner en guardia contra las desviaciones que corren el riesgo de torcer el impulso liberador hacia amargas decepciones. En su momento fue muchas veces incomprendida. Con el paso del tiempo, es posible hacer justicia a su discernimiento.

La Iglesia ha intervenido en nombre de la verdad sobre el hombre, creado a imagen de Dios. [10]Se le acusa sin embargo de constituir por sí misma un obstáculo en el camino de la liberación. Su constitución jerárquica estaría opuesta a la igualdad; su Magisterio estaría opuesto a la libertad de pensamiento. Desde luego, ha habido errores de juicio o graves omisiones de los cuales los cristianos han sido responsables a través de los siglos[11].Pero estas objeciones desconocen la verdadera naturaleza de las cosas. La diversidad de carismas en el Pueblo de Dios, que son carismas de servicio, no se ha opuesto a la igual dignidad de las personas y a su vocación común a la santidad.

La libertad de pensamiento, como condición de búsqueda de la verdad en todos los dominios del saber humano, no significa que la razón humana debe cerrarse a la luz de la Revelación cuyo depósito ha confiado Cristo a su Iglesia. La razón creada, al abrirse a la verdad divina, encuentra una expansión y una perfección que constituyen una forma eminente de libertad. Además, el Concilio Vaticano II ha reconocido plenamente la legítima autonomía de las ciencias, [12] como también la de las actividades de orden político[13].

21. La libertad de los pequeños y de los pobres

Uno de los principales errores que, desde el Siglo de las Luces, ha marcado profundamente el proceso de liberación, lleva a la convicción, ampliamente compartida, de que serían los progresos realizados en el campo de las ciencias, de la técnica y de la economía los que deberían servir de fundamento para la conquista de la libertad. De ese modo, se desconocían las profundidades de esta libertad y de sus exigencias.

Esta realidad de las profundidades de la libertad, la Iglesia la ha experimentado siempre en la vida de una multitud de fieles, especialmente en los pequeños y los pobres. Por la fe éstos saben que son el objeto del amor infinito de Dios. Cada uno de ellos puede decir: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2, 20 b). Tal es su dignidad que ninguno de los poderosos puede arrebatársela; tal es la alegría liberadora presente en ellos. Saben que la Palabra de Jesús se dirige igualmente a ellos: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15). Esta participación en el conocimiento de Dios es su emancipación ante las pretensiones de dominio por parte de los detentores del saber: «Conocéis todas las cosas ... y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe» (1 Jn 2, 20 b. 27 b). Son así conscientes de tener parte en el conocimiento más alto al que está llamada la humanidad[14]. Se sienten amados por Dios como todos los demás y más que todos los otros. Viven así en la libertad que brota de la verdad y del amor.

22. Recursos de la religiosidad popular

El mismo sentido de la fe del Pueblo de la Dios, en su devoción llena de esperanza en la cruz de Jesús, percibe la fuerza que contiene el misterio de Cristo Redentor. Lejos pues de menospreciar o de querer suprimir las formas de religiosidad popular que reviste esta devoción, conviene por el contrario purificar y profundizar toda su significación y todas sus implicaciones[15]. En ella se da un hecho de alcance teológico y pastoral fundamental: son los pobres, objeto de la predilección divina, quienes comprenden mejor y como por instinto que la liberación más radical, que es la liberación del pecado y de la muerte, se ha cumplido por medio de la muerte y resurrección de Cristo.

23. Dimensión soteriológica y ética de la liberación

La fuerza de esta liberación penetra y transforma profundamente al hombre y su historia en su momento presente, y alienta su impulso escatológico. El sentido primero y fundamental de la liberación que se manifiesta así es el soteriológico: el hombre es liberado de la esclavitud radical del mal y del pecado.

En esta experiencia de salvación el hombre descubre el verdadero sentido de su libertad, ya que la liberación es restitución de la libertad. Es también educación de la libertad, es decir, educación de su recto uso. Así, a la dimensión soteriológica de la liberación se añade su dimensión ética.

24. Una nueva fase de la historia de la libertad

El sentido de la fe, que es el origen de una experiencia radical de la liberación y de la libertad, ha impregnado, en grado diverso, la cultura y las costumbres de los pueblos cristianos.

Pero hoy, de una manera totalmente nueva a causa de los temibles retos a los que la humanidad tiene que hacer frente, se ha hecho necesario y urgente que el amor de Dios y la libertad en la verdad y la justicia marquen con su impronta las relaciones entre los hombres y los pueblos, y animen la vida de las culturas.

Porque donde faltan la verdad y el amor, el proceso de liberación lleva a la muerte de una libertad que habría perdido todo apoyo.

Se abre ante nosotros una nueva fase de la historia de la libertad. Las capacidades liberadoras de la ciencia, de la técnica, del trabajo, de la economía y de la acción política darán sus frutos si encuentran su inspiración y su medida en la verdad y en el amor, más fuertes que el sufrimiento, que Jesucristo ha revelado a los hombres.


CAPÍTULO II

VOCACIÓN DEL HOMBRE A LA LIBERTAD Y DRAMA DEL PECADO

I. Primeras concepciones de la libertad.

25. Una respuesta espontánea

La respuesta espontánea a la pregunta «¿qué es ser libre?» es la siguiente: es libre quien puede hacer únicamente lo que quiere sin ser impedido por ninguna coacción exterior, y que goza por tanto de una plena independencia. Lo contrario de la libertad sería así la dependencia de nuestra voluntad ante una voluntad ajena.

Pero, el hombre ¿sabe siempre lo que quiere? ¿Puede todo lo que quiere? Limitarse al propio yo y prescindir de la voluntad de otro, ¿es conforme a la naturaleza del hombre? A menudo la voluntad del momento no es la voluntad real. Y en el mismo hombre pueden existir decisiones contradictorias. Pero el hombre se topa sobre todo con los límites de su propia naturaleza: quiere más de lo que puede. Así el obstáculo que se opone a su voluntad no siempre viene de fuera, sino de los límites de su ser. Por esto, so pena de destruirse, el hombre debe aprender a que la voluntad concuerde con su naturaleza.

26. Verdad y justicia, normas de la libertad

Más aún, cada hombre está orientado hacia los demás hombres y necesita de su compañía. Aprenderá el recto uso de su decisión si aprende a concordar su voluntad a la de los demás, en vistas de un verdadero bien. Es pues la armonía con las exigencias de la naturaleza humana lo que hace que la voluntad sea auténticamente humana. En efecto, esto exige el criterio de la verdad y una justa relación con la voluntad ajena. Verdad y justicia constituyen así la medida de la verdadera libertad. Apartándose de este fundamento, el hombre, pretendiendo ser como Dios, cae en la mentira y, en lugar de realizarse, se destruye.

Lejos de perfeccionarse en una total autarquía del yo y en la ausencia de relaciones, la libertad existe verdaderamente sólo cuando los lazos recíprocos, regulados por la verdad y la justicia, unen a las personas. Pero para que estos lazos sean posibles, cada uno personalmente debe ser auténtico.

La libertad no es la libertad de hacer cualquier cosa, sino que es libertad para el Bien, en el cual solamente reside la Felicidad. De este modo el Bien es su objetivo. Por consiguiente el hombre se hace libre cuando llega al conocimiento de lo verdadero, y esto —prescindiendo de otras fuerzas— guía su voluntad. La liberación en vistas de un conocimiento de la verdad, que es la única que dirige la voluntad, es condición necesaria para una libertad digna de este nombre.


II. Libertad y liberación

27. Una libertad propia de la creatura

En otras palabras, la libertad que es dominio interior de sus propios actos y auto determinación comporta una relación inmediata con el orden ético. Encuentra su verdadero sentido en la elección del bien moral. Se manifiesta pues como una liberación ante el mal moral.

El hombre, por su acción libre, debe tender hacia el Bien supremo a través de los bienes que están en conformidad con las exigencias de su naturaleza y de su vocación divina.

El, ejerciendo su libertad, decide sobre sí mismo y se forma a sí mismo. En este sentido, el hombre es causa de sí mismo. Pero lo es como creatura e imagen de Dios. Esta es la verdad de su ser que manifiesta por contraste lo que tienen de profundamente erróneas las teorías que pretenden exaltar la libertad del hombre o su «praxis histórica», haciendo de ellas el principio absoluto de su ser y de su devenir. Estas teorías son expresión del ateísmo o tienden, por propia lógica, hacia él. El indiferentismo y el agnosticismo deliberado van en el mismo sentido. La imagen de Dios en el hombre constituye el fundamento de la libertad y dignidad de la persona humana[16].

28. La llamada del Creador

Dios, al crear libre al hombre, ha impreso en él su imagen y semejanza[17]. El hombre siente la llamada de su Creador mediante la inclinación y la aspiración de su naturaleza hacia el Bien, y más aún mediante la Palabra de la Revelación, que ha sido pronunciada de una manera perfecta en Cristo. Le ha revelado así que Dios lo ha creado libre para que pueda, gratuitamente, entrar en amistad con Él y en comunión con su Vida.

29. Una libertad participada

El hombre no tiene su origen en su propia acción individual o colectiva, sino en el don de Dios que lo ha creado. Esta es la primera confesión de nuestra fe, que viene a confirmar las más altas intuiciones del pensamiento humano.

La libertad del hombre es una libertad participada. Su capacidad de realizarse no se suprime de ningún modo por su dependencia de Dios. Justamente, es propio del ateísmo creer en una oposición irreductible entre la causalidad de una libertad divina y la de la libertad del hombre, como si la afirmación de Dios significase la negación del hombre, o como si su intervención en la historia hiciera vanas las iniciativas de éste. En realidad, la libertad humana toma su sentido y consistencia de Dios y por su relación con Él.

30. La elección libre del hombre

La historia del hombre se desarrolla sobre la base de la naturaleza que ha recibido de Dios, con el cumplimiento libre de los fines a los que lo orientan y lo llevan las inclinaciones de esta naturaleza y de la gracia divina.

Pero la libertad del hombre es finita y falible. Su anhelo puede descansar sobre un bien aparente; eligiendo un bien falso, falla a la vocación de su libertad. El hombre, por su libre arbitrio, dispone de sí; puede hacerlo en sentido positivo o en sentido destructor.

Al obedecer a la ley divina grabada en su conciencia y recibida como impulso del Espíritu Santo, el hombre ejerce el verdadero dominio de sí y realiza de este modo su vocación real de hijo de Dios. «Reina, por medio del servicio a Dios»[18]. La auténtica libertad es «servicio de la justicia», mientras que, a la inversa, la elección de la desobediencia y del mal es «esclavitud del pecado»[19].

31. Liberación temporal y libertad

A partir de esta noción de libertad se precisa el alcance de la noción de liberación temporal; se trata del conjunto de procesos que miran a procurar y garantizar las condiciones requeridas para el ejercicio de una auténtica libertad humana.

No es pues la liberación la que, por sí misma, genera la libertad del hombre. El sentido común, confirmado por el sentido cristiano, sabe que la libertad, aunque sometida a condicionamientos, no queda por ello completamente destruida. Existen hombres, que aun sufriendo terribles coacciones consiguen manifestar su libertad y ponerse en marcha para su liberación. Solamente un proceso acabado de liberación puede crear condiciones mejores para el ejercicio efectivo de la libertad. Asimismo, una liberación que no tiene en cuenta la libertad personal de quienes combaten por ella está de antemano, condenada al fracaso.


III. La libertad y la sociedad humana

32. Los derechos del hombre y «las libertades»


Dios no ha creado al hombre como un «ser solitario», sino que lo ha querido como un «ser social»[20].La vida social no es, por tanto, exterior al hombre, el cual no puede crecer y realizar su vocación si no es en relación con los otros. El hombre pertenece a diversas comunidades: familiar, profesional, política; y en su seno es donde debe ejercer su libertad responsable. Un orden social justo ofrece al hombre una ayuda insustituible para la realización de su libre personalidad. Por el contrario, un orden social injusto es una amenaza y un obstáculo que pueden comprometer su destino.

En la esfera social, la libertad se manifiesta y se realiza en acciones, estructuras e instituciones, gracias a las cuales los hombres se comunican entre sí y organizan su vida en común. La expansión de una personalidad libre, que es un deber y un derecho para todos, debe ser ayudada y no entorpecida por la sociedad.

Existe una exigencia de orden moral que se ha expresado en la formulación de los derechos del hombre. Algunos de éstos tienen por objeto lo que se ha convenido en llamar «las libertades», es decir, las formas de reconocer a cada ser humano su carácter de persona responsable de sí misma y de su destino transcendente, así como la inviolabilidad de su conciencia[21].

33. Dimensiones sociales del hombre y gloria de Dios

La dimensión social del ser humano tiene además otro significado: solamente la pluralidad y la rica diversidad de los hombres pueden expresar algo de la riqueza infinita de Dios.

Esta dimensión está llamada a encontrar su realización en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Por este motivo, la vida social, en la variedad de sus formas y en la medida en que se conforma a la ley divina, constituye un reflejo de la gloria de Dios en el mundo[22].


IV. Libertad del hombre y dominio de la naturaleza

34. Vocación del hombre a «dominar» la naturaleza

El hombre, por su dimensión corporal, tiene necesidad de los recursos del mundo material para su realización personal y social. En esta vocación a dominar la tierra, poniéndola a su servicio mediante el trabajo, puede reconocerse un rasgo de la imagen de Dios[23]. Pero la intervención humana no es «creadora»; encuentra ya una naturaleza material que, como ella, tiene su origen en Dios Creador y de la cual el hombre ha sido constituido «noble y sabio guardián»[24].

35. El hombre dueño de sus actividades

Las transformaciones técnicas y económicas repercuten en la organización de la vida social; no dejan de afectar en cierta medida a la vida cultural y a la misma vida religiosa.

Sin embargo, por su libertad, el hombre continúa siendo dueño de su actividad. Las grandes y rápidas transformaciones de nuestra época le plantean un reto dramático: dominar y controlar, mediante su razón y libertad, las fuerzas que desarrolla al servicio de las verdaderas finalidades humanas.

36. Descubrimiento científico y progreso moral

Atañe, por consiguiente, a la libertad bien orientada, hacer que las conquistas científicas y técnicas, la búsqueda de su eficacia, los frutos del trabajo y las mismas estructuras de la organización económica y social, no sean sometidas a proyectos que las priven de sus finalidades humanas y las pongan en contra del hombre mismo.

La actividad científica y la actividad técnica comportan exigencias específicas. No adquieren, sin embargo, su significado y su valor propiamente humanos sino cuando están subordinadas a los principios morales. Estas exigencias deben ser respetadas; pero querer atribuirles una autonomía absoluta y requerida, no conforme a la naturaleza de las cosas, es comprometerse en una vía perniciosa para la auténtica libertad del hombre.


V. El pecado, fuente de división y opresión

37. El pecado, separación de Dios

Dios llama al hombre a la libertad. La voluntad de ser libre está viva en cada persona. Y, a pesar de ello esta voluntad desemboca casi siempre en la esclavitud y la opresión. Todo compromiso en favor de la liberación y de la libertad supone, por consiguiente, que se afronte esta dramática paradoja.

El pecado del hombre, es decir su ruptura con Dios, es la causa radical de las tragedias que marcan la historia de la libertad. Para comprender esto, muchos de nuestros contemporáneos deben descubrir nuevamente el sentido del pecado.

En el deseo de libertad del hombre se esconde la tentación de renegar de su propia naturaleza. Pretende ser un dios, cuando quiere codiciarlo todo y poderlo todo y con ello, olvidar que es finito y creado. «Seréis como dioses» (Gén 3, 5). Estas palabras de la serpiente manifiestan la esencia de la tentación del hombre; implican la perversión del sentido de la propia libertad. Esta es la naturaleza profunda del pecado: el hombre se desgaja de la verdad poniendo su voluntad por encima de ésta. Queriéndose liberar de Dios y ser él mismo un dios, se extravía y se destruye. Se autoaliena.

En esta voluntad de ser un dios y de someterlo todo a su propio placer se esconde una perversión de la idea misma de Dios. Dios es amor y verdad en la plenitud del don recíproco; es la verdad en la perfección del amor de las Personas divinas. Es cierto que el hombre está llamado a ser como Dios. Sin embargo, él llega a ser semejante no en la arbitrariedad de su capricho, sino en la medida en que reconoce que la verdad y el amor son a la vez el principio y el fin de su libertad.

38. El pecado, raíz de las alienaciones humanas

Pecando el hombre se engaña a si mismo y se separa de la verdad. Niega a Dios y se niega a sí mismo cuando busca la total autonomía y autarquía. La alienación, respecto a la verdad de su ser de creatura amada por Dios, es la raíz de todas las demás alienaciones.

El hombre, negando o intentando negar a Dios, su Principio y Fin, altera profundamente su orden y equilibrio interior, el de la sociedad y también el de la creación visible[25].

La Escritura considera en conexión con el pecado el conjunto de calamidades que oprimen al hombre en su ser individual y social.

Muestra que todo el curso de la historia mantiene un lazo misterioso con el obrar del hombre que, desde su origen, ha abusado de su libertad alzándose contra Dios y tratando de conseguir sus fines fuera de Él[26]. El Génesis indica las consecuencias de este pecado original en el carácter penoso del trabajo y de la maternidad, en el dominio del hombre sobre la mujer y en la muerte. Los hombres, privados de la gracia divina, han heredado una naturaleza mortal, incapaz de permanecer en el bien e inclinada a la concupiscencia[27].

39. Idolatría y desorden

La idolatría es una forma extrema del desorden engendrado por el pecado. Al sustituir la adoración del Dios vivo por el culto de la creatura, falsea las relaciones entre los hombres y conlleva diversas formas de opresión.

El desconocimiento culpable de Dios desencadena las pasiones, que son causa del desequilibrio y de los conflictos en lo intimo del hombre. De aquí se derivan inevitablemente los desórdenes que afectan la esfera familiar y social: permisivismo sexual, injusticia, homicidio. Así es como el apóstol Pablo describe al mundo pagano, llevado por la idolatría a las peores aberraciones que arruinan al individuo y a la sociedad[28].

Ya antes que él, los Profetas y los Sabios de Israel veían en las desgracias del pueblo un castigo por su pecado de idolatría, y en el «corazón lleno de maldad» (Eclo 9, 3)[29]la fuente de la esclavitud radical del hombre y de las opresiones a que somete a sus semejantes.

40. Despreciar a Dios y volverse a la creatura

La tradición cristiana, en los Padres y Doctores de la Iglesia, ha explicitado esta doctrina de la Escritura sobre el pecado. Para ella, el pecado es desprecio de Dios (contemptus Dei). Conlleva la voluntad de escapar a la relación de dependencia del servidor respecto a su Señor, o, más aún, del hijo respecto a su Padre. El hombre, al pecar, pretende liberarse de Dios. En realidad, se convierte en esclavo; pues al rechazar a Dios rompe el impulso de su aspiración al infinito y de su vocación a compartir la vida divina. Por ello su corazón es víctima de la inquietud.

El hombre pecador, que rehúsa adherirse a Dios, es llevado necesariamente a ligarse de una manera falaz y destructora a la creatura. En esta vuelta a la creatura (conversio ad creaturam), concentra sobre ella su anhelo insatisfecho de infinito. Pero los bienes creados son limitados; también su corazón corre del uno al otro, siempre en busca de una paz imposible.

En realidad el hombre, cuando atribuye a las creaturas una carga de infinitud, pierde el sentido de su ser creado. Pretende encontrar su centro y su unidad en si mismo. El amor desordenado de sí es la otra cara del desprecio de Dios. El hombre trata entonces de apoyarse solamente sobre sí, quiere realizarse y ser suficiente en su propia inmanencia[30].

41. El ateísmo, falsa emancipación de la libertad

Esto se pone particularmente de manifiesto cuando el pecador cree que no puede afirmar su propia libertad más que negando explícitamente a Dios. La dependencia de la creatura con respecto al Creador o la dependencia de la conciencia moral con respecto a la ley divina serían para él servidumbres intolerables. El ateísmo constituye para él la verdadera forma de emancipación y de liberación del hombre, mientras que la religión o incluso el reconocimiento de una ley moral constituirían alienaciones. El hombre quiere entonces decidir soberanamente sobre el bien y el mal, o sobre los valores, y con un mismo gesto, rechaza a la vez la idea de Dios y de pecado. Mediante la audacia de la transgresión pretende llegar a ser adulto y libre, y reivindica esta emancipación no sólo para él sino para toda la humanidad.

42. Pecado y estructuras de injusticia

El hombre pecador, habiendo hecho de sí su propio centro, busca afirmarse y satisfacer su anhelo de infinito sirviéndose de las cosas: riquezas, poder y placeres, despreciando a los demás hombres a los que despoja injustamente y trata como objetos o instrumentos. De este modo contribuye por su parte a la creación de estas estructuras de explotación y de servidumbre que, por otra parte, pretende denunciar.


CAPÍTULO III

LIBERACIÓN Y LIBERTAD CRISTIANA

43. Evangelio, libertad y liberación

La historia humana, marcada por la experiencia del pecado, nos conduciría a la desesperación, si Dios hubiera abandonado a su criatura. Pero las promesas divinas de liberación y su victorioso cumplimiento en la muerte y en la resurrección de Cristo, son el fundamento de la «gozosa esperanza» de la que la comunidad cristiana saca su fuerza para actuar resuelta y eficazmente al servicio del amor, de la justicia y de la paz. El Evangelio es un mensaje de libertad y una fuerza de liberación[31] que lleva a cumplimiento la esperanza de Israel, fundada en la palabra de los Profetas. Se apoya en la acción de Yavé que, antes de intervenir como «goel»[32], liberador, redentor, salvador de su pueblo, lo había elegido gratuitamente en Abraham[33].


I. La liberación en el Antiguo Testamento

44. El Éxodo y las intervenciones liberadoras de Yavé

En el Antiguo Testamento la acción liberadora de Yavé, que sirve de modelo y punto de referencia a todas las otras, es el Éxodo de Egipto, «casa de esclavitud». Si Dios saca a su pueblo de una dura esclavitud económica, política y cultural, es con miras a hacer de él, mediante la Alianza en el Sinaí, «un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19, 6). Dios quiere ser adorado por hombres libres. Todas las liberaciones ulteriores del pueblo de Israel tienden a conducirle a esta libertad en plenitud que no puede encontrar más que en la comunión con su Dios.

El acontecimiento mayor y fundamento del Éxodo tiene, por tanto, un significado a la vez religioso y político. Dios libera a su pueblo, le da una descendencia, una tierra, una ley, pero dentro de una Alianza y para una Alianza. Por tanto, no se debe aislar en sí mismo el aspecto político; es necesario considerarlo a la luz del designio de naturaleza religiosa en el cual está integrado[34].

45. La Ley de Dios

En su designio de salvación, Dios dio su Ley a Israel. Esta contenía, junto con los preceptos morales universales del Decálogo, normas cultuales y civiles que debían regular la vida del pueblo escogido por Dios para ser su testigo entre las naciones.

En este conjunto de leyes, el amor a Dios sobre todas las cosas [35] y al prójimo como a sí mismo [36] constituye ya el centro. Pero la justicia que debe regular las relaciones entre los hombres, y el derecho que es su expresión jurídica, pertenecen también a la trama más característica de la Ley bíblica. Los Códigos y la predicación de los Profetas, así como los Salmos, se refieren constantemente tanto a una como a otra, y muy a menudo a las dos a la vez[37]. En este contexto es donde debe apreciarse el interés de la Ley Bíblica por los pobres, los desheredados, la viuda y el huérfano; a ellos se debe la justicia según la ordenación jurídica del Pueblo de Dios[38]. El ideal y el bosquejo ya existen entonces en una sociedad centrada en el culto al Señor y fundamentada sobre la justicia y el derecho animados por el amor.

46. La enseñanza de los Profetas

Los Profetas no cesan de recordar a Israel las exigencias de la Ley de la Alianza. Denuncian que en el corazón endurecido del hombre está el origen de las transgresiones repetidas, y anuncian una Alianza Nueva en la que Dios cambiará los corazones grabando en ellos la Ley de su espíritu[39].

Al anunciar y preparar esta nueva era, los Profetas denuncian con vigor las injusticias contra los pobres; se hacen portavoces de Dios en favor de ellos. Yavé es el recurso supremo de los pequeños y de los oprimidos, y el Mesías tendrá la misión de defenderlos[40].

La situación del pobre es una situación de injusticia contraria a la Alianza. Por esto la Ley de la Alianza lo protege a través de unos preceptos que reflejan la actitud misma de Dios cuando liberó a Israel de la esclavitud de Egipto[41]. La injusticia contra los pequeños y los pobres es un pecado grave, que rompe la comunión con Yavé.

47. Los «pobres de Yavé»

Partiendo de todas las formas de pobreza, de injusticia sufrida, de aflicción, los «justos» y los «pobres de Yavé» elevan hacia Él su súplica en los Salmos[42]. Sufren en su corazón la esclavitud a la que el pueblo «rapado hasta la nuca» ha sido reducido a causa de sus pecados. Soportan la persecución, el martirio, la muerte, pero viven en la esperanza de la liberación. Por encima de todo, ponen su confianza en Yavé a quien encomiendan su propia causa[43].

Los «pobres de Yavé» saben que la comunión con Él [44]es el bien más precioso en el que el hombre encuentra su verdadera libertad[45]. Para ellos, el mal más trágico es la pérdida de esta comunión. Por consiguiente el combate contra la injusticia adquiere su sentido más profundo y su eficacia en su deseo de ser liberados de la esclavitud del pecado.

48. En el umbral del Nuevo Testamento

En el umbral del Nuevo Testamento, los «pobres de Yavé» constituyen las primicias de un «pueblo humilde y pobre» que vive en la esperanza de la liberación de Israel[46].

María, al personificar esta esperanza, traspasa el umbral del Antiguo Testamento. Anuncia con gozo la llegada mesiánica y alaba al Señor que se prepara a liberar a su Pueblo[47]. En su himno de alabanza a la Misericordia divina, la Virgen humilde, a la que mira espontáneamente y con tanta confianza el pueblo de los pobres, canta el misterio de salvación y su fuerza de transformación. El sentido de la fe, tan vivo en los pequeños, sabe reconocer a simple vista toda la riqueza a la vez soteriológica y ética del Magnificat[48].


II. Significado cristológico del Antiguo Testamento

49. A la luz de Cristo


El Éxodo, la Alianza, la Ley, la voz de los Profetas y la espiritualidad de los «pobres de Yavé» alcanzan su pleno significado solamente en Cristo.

La Iglesia lee el Antiguo Testamento a la luz de Cristo muerto y resucitado por nosotros. Ella se ve prefigurada en el Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, encarnada en el cuerpo concreto de una nación particular, política y culturalmente constituida, que estaba inserto en la trama de la historia como testigo de Yavé ante las naciones, hasta que llegara a su cumplimiento el tiempo de las preparaciones y de las figuras. Los hijos de Abraham fueron llamados a entrar con todas las naciones en la Iglesia de Cristo, para formar con ellas un solo Pueblo de Dios, espiritual y universal[49].


III. La liberación cristiana anunciada a los pobres

50. La Buena Nueva anunciada a los pobres


Jesús anuncia la Buena Nueva del Reino de Dios y llama a los hombres a la conversión[50]. «Los pobres son evangelizados» (Mt 11, 5): Jesús, citando las palabras del Profeta, [51]manifiesta su acción mesiánica en favor de quienes esperan la salvación de Dios.

Más aún, el Hijo de Dios, que se ha hecho pobre por amor a nosotros [52] quiere ser reconocido en los pobres, en los que sufren o son perseguidos[53]: «Cuantas veces hicisteis esto a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40)[54].

51. El misterio pascual

Pero es, ante todo, por la fuerza de su Misterio Pascual que Cristo nos ha liberado[55]. Mediante su obediencia perfecta en la Cruz y mediante la gloria de su resurrección, el Cordero de Dios ha quitado el pecado del mundo y nos ha abierto la vía de la liberación definitiva.

Por nuestro servicio y nuestro amor, así como por el ofrecimiento de nuestras pruebas y sufrimientos, participamos en el único sacrificio redentor de Cristo, completando en nosotros «lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 14), mientras esperamos la resurrección de los muertos.

52. Gracia, reconciliación y libertad

El centro de la experiencia cristiana de la libertad está en la justificación por la gracia de la fe y de los sacramentos de la Iglesia. Esta gracia nos libera del pecado y nos introduce en la comunión con Dios. Mediante la muerte y la resurrección de Cristo se nos ofrece el perdón. La experiencia de nuestra reconciliación con el Padre es fruto del Espíritu Santo. Dios se nos revela como Padre de misericordia, al que podemos presentarnos con total confianza.

Reconciliados con Él [56] y recibiendo la paz de Cristo que el mundo no puede dar[57], estamos llamados a ser en medio de los hombres artífices de paz[58].

En Cristo podemos vencer el pecado, y la muerte ya no nos separa de Dios; ésta será destruida finalmente en el momento de nuestra resurrección, a semejanza de la de Jesús[59]. El mismo «cosmos», del que el hombre es centro y ápice, espera ser liberado «de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom 8, 21). Ya desde ese momento Satanás está en dificultad; él, que tiene el poder de la muerte, ha sido reducido a la impotencia mediante la muerte de Cristo[60]. Aparecen ya unas señales que anticipan la gloria futura.

53. Lucha contra la esclavitud del pecado

La libertad traída por Cristo en el Espíritu Santo, nos ha restituido la capacidad —de la que nos había privado el pecado— de amar a Dios por encima de todo y permanecer en comunión con Él.

Somos liberados del amor desordenado hacia nosotros mismos, que es la causa del desprecio al prójimo y de las relaciones de dominio entre los hombres.

Sin embargo, hasta la venida gloriosa del Resucitado, el misterio de iniquidad está siempre actuando en el mundo. San Pablo nos lo advierte: «Para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres» (Gal 5, 1). Es necesario, por tanto perseverar y luchar para no volver a caer bajo el yugo de la esclavitud. Nuestra existencia es un combate espiritual por la vida según el Evangelio y con las armas de Dios[61]. Pero nosotros hemos recibido la fuerza y la certeza de nuestra victoria sobre el mal, victoria del amor de Cristo a quien nada se puede [62]resistir.

54. El Espíritu y la Ley

San Pablo proclama el don de la Ley nueva del Espíritu en oposición a la ley de la carne o de la concupiscencia que inclina al hombre al mal y lo hace incapaz de escoger el bien[63]. Esta falta de armonía y esta debilidad interior no anulan la Libertad ni la responsabilidad del hombre, sino que comprometen la práctica del bien. Ante esto dice el Apóstol: «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rom 7, 19). Habla pues, con razón, de la «servidumbre del pecado» y de la «esclavitud de la ley», ya que para el hombre pecador la ley, que él no puede interiorizar, le resulta opresora.

Sin embargo, San Pablo reconoce que la Ley conserva su valor para el hombre y para el cristiano puesto que «es santa, y el precepto santo, justo, y bueno» (Rom 7, 12)[64]. Reafirma el Decálogo poniéndolo en relación con la caridad, que es su verdadera plenitud[65]. Además, sabe que es necesario un orden jurídico para el desarrollo de la vida social [66]. Pero la novedad que él proclama es que Dios nos ha dado a su Hijo «para que la justicia exigida por la Ley fuera cumplida en nosotros» (Rom 8, 4).

El mismo Señor Jesús ha anunciado en el Sermón de la Montaña los preceptos de la Ley nueva; con su sacrificio ofrecido en la Cruz y su resurrección gloriosa, ha vencido el poder del pecado y nos ha obtenido la gracia del Espíritu Santo que hace posible la perfecta observancia de la Ley de Dios [67] y el acceso al perdón, si caemos nuevamente en el pecado. El Espíritu que habita en nuestros corazones es la fuente de la verdadera libertad.

Por el sacrificio de Cristo las prescripciones cultuales del Antiguo Testamento se han vuelto caducas. En cuanto a las normas jurídicas de la vida social y política de Israel, la Iglesia apostólica, como Reino de Dios inaugurado sobre la tierra, ha tenido conciencia de que no estaba ya sujeta a ellas. Esto hizo comprender a la comunidad cristiana que las leyes y los actos de las autoridades de los diversos pueblos, aunque legítimos y dignos de obediencia, [68]no podrán sin embargo pretender nunca, en cuanto que proceden de ellas, un carácter sagrado. A la luz del Evangelio, un buen número de leyes y de estructuras parecen que llevan la marca del pecado y prolongan su influencia opresora en la sociedad.


IV. El mandamiento nuevo

55. El amor, don del Espíritu


El amor de Dios, derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, implica el amor al prójimo. Recordando el primer mandamiento, Jesús añade a continuación: «El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 39-40). Y San Pablo dice que la caridad es el cumplimiento pleno de la Ley[69].

El amor al prójimo no tiene límites; se extiende a los enemigos y a los perseguidores. La perfección, imagen de la del Padre, a la que todo discípulo debe tender, está en la misericordia[70]. La parábola del Buen Samaritano muestra que el amor lleno de compasión, cuando se pone al servicio del prójimo, destruye los prejuicios que levantan a los grupos étnicos y sociales unos contra otros[71]. Todos los libros del Nuevo Testamento dan testimonio de esta riqueza inagotable de sentimientos de la que es portador el amor cristiano al prójimo[72].

56. El amor al prójimo

El amor cristiano, gratuito y universal, se basa en el amor de Cristo que dio su vida por nosotros: «Que os améis los unos a los otros; como yo os he amado, así también amaos mutuamente» (Jn 13, 34-35)[73]. Este es el «mandamiento nuevo» para los discípulos.

A la luz de este mandamiento, el apóstol Santiago recuerda severamente a los ricos sus deberes[74], y San Juan afirma que quien teniendo bienes de este mundo y viendo a su hermano en necesidad le cierra su corazón, no puede permanecer en él la caridad de Dios[75]. El amor al hermano es la piedra de toque del amor a Dios: «El que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 20), San Pablo subraya con fuerza la unión existente entre la participación en el sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo y el compartir con el hermano que se encuentra necesitado[76].

57. Justicia y caridad

El amor evangélico y la vocación de hijos de Dios, a la que todos los hombres están llamados, tienen como consecuencia la exigencia directa e imperativa de respetar a cada ser humano en sus derechos a la vida y a la dignidad. No existe distancia entre el amor al prójimo y la voluntad de justicia. Al oponerlos entre sí, se desnaturaliza el amor y la justicia a la vez. Además el sentido de la misericordia completa el de la justicia, impidiéndole que se encierre en el círculo de la venganza.

Las desigualdades inicuas y las opresiones de todo tipo que afectan hoy a millones de hombres y mujeres están en abierta contradicción con el Evangelio de Cristo y no pueden dejar tranquila la conciencia de ningún cristiano.

La Iglesia, dócil al Espíritu, avanza con fidelidad por los caminos de la liberación auténtica. Sus miembros son conscientes de sus flaquezas y de sus retrasos en esta búsqueda. Pero una multitud de cristianos, ya desde el tiempo de los Apóstoles, han dedicado sus fuerzas y sus vidas a la liberación de toda forma de opresión y a la promoción de la dignidad humana. La experiencia de los santos y el ejemplo de tantas obras de servicio al prójimo constituyen un estímulo y una luz para las iniciativas liberadoras que se imponen hoy.


V. La Iglesia Pueblo de Dios de la Nueva Alianza

58. Hacia la plenitud de la libertad

El Pueblo de Dios de la Nueva Alianza es la Iglesia de Cristo. Su ley es el mandamiento del amor. En el corazón de sus miembros, el Espíritu habita como en un templo. La misma Iglesia es el germen y el comienzo del Reino de Dios aquí abajo, que tendrá su cumplimiento al final de los tiempos con la resurrección de los muertos y la renovación de toda la creación[77].

Poseyendo las arras del Espíritu[78], el Pueblo de Dios es conducido a la plenitud de la libertad. La Jerusalén nueva que esperamos con ansia es llamada justamente ciudad de libertad, en su sentido más pleno[79]. Entonces, Dios «enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado» (Ap 21, 4). La esperanza es la espera segura de «otros cielos nuevos y otra nueva tierra, en que tiene su morada la justicia» (2 Pe 3, 13).

59. El encuentro final con Cristo

La transfiguración de la Iglesia, obrada por Cristo resucitado, al llegar al final de su peregrinación, no anula de ningún modo el destino personal de cada uno al término de su vida. Todo hombre, hallado digno ante el tribunal de Cristo por haber hecho, con la gracia de Dios, buen uso de su libre albedrío, obtendrá la felicidad[80]. Llegará a ser semejante a Dios porque le verá tal cual es[81]. El don divino de la salvación eterna es la exaltación de la mayor libertad que se pueda concebir.

60. Esperanza escatológica y compromiso para la liberación temporal

Esta esperanza no debilita el compromiso en orden al progreso de la ciudad terrena, sino por el contrario le da sentido y fuerza. Conviene ciertamente distinguir bien entre progreso terreno y crecimiento del Reino, ya que no son del mismo orden. No obstante, esta distinción no supone una separación, pues la vocación del hombre a la vida eterna no suprime sino que confirma su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para desarrollar su vida temporal[82].

La Iglesia de Cristo, iluminada por el Espíritu del Señor, puede discernir en los signos de los tiempos los que son prometedores de liberación y los que, por el contrario, son engañosos e ilusorios. Ella llama al hombre y a las sociedades a vencer las situaciones de pecado y de injusticia, y a establecer las condiciones para una verdadera libertad. Tiene conciencia de que todos estos bienes, como son la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, que constituyen el fruto de esfuerzos conformes a la voluntad de Dios, los encontramos «limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal»[83], que es un reino de libertad.

La espera vigilante y activa de la venida del Reino es también la de una justicia totalmente perfecta para los vivos y los muertos, para los hombres de todos los tiempos y lugares, que Jesucristo, constituido Juez Supremo, instaurará[84]. Esta promesa, que supera todas las posibilidades humanas, afecta directamente a nuestra vida en el mundo, porque una verdadera justicia debe alcanzar a todos y debe dar respuesta a los muchos sufrimientos padecidos por todas las generaciones. En realidad, sin la resurrección de los muertos y el juicio del Señor, no hay justicia en el sentido pleno de la palabra. La promesa de la resurrección satisface gratuitamente el afán de justicia verdadera que está en el corazón humano.


CAPÍTULO IV

MISIÓN LIBERADORA DE LA IGLESIA

61. La Iglesia y las inquietudes del hombre

La Iglesia tiene la firme voluntad de responder a las inquietudes del hombre contemporáneo, sometido a duras opresiones y ansioso de libertad. La gestión política y económica de la sociedad no entra directamente en su misión[85]. Pero el Señor Jesús le ha confiado la palabra de verdad capaz de iluminar las conciencias. El amor divino, que es su vida, la apremia a hacerse realmente solidaria con todo hombre que sufre. Si sus miembros permanecen fieles a esta misión, el Espíritu Santo, fuente de libertad, habitará en ellos y producirán frutos de justicia y de paz en su ambiente familiar, profesional y social.


I. Para la salvación integral del mundo

62. Las Bienaventuranzas y la fuerza del Evangelio


El Evangelio es fuerza de vida eterna, dada ya desde ahora a quienes lo reciben[86]. Pero al engendrar hombres nuevos[87], esta fuerza penetra en la comunidad humana y en su historia, purificando y vivificando así sus actividades. Por ello, es «raíz de cultura»[88].

Las Bienaventuranzas proclamadas por Jesús expresan la perfección del amor evangélico; ellas no han dejado de ser vividas a lo largo de toda la historia de la Iglesia por numerosos bautizados y, de una manera eminente, por los santos.

Las Bienaventuranzas, a partir de la primera, la de los pobres, forman un todo que no puede ser separado del conjunto del Sermón de la Montaña[89]. Jesús, el nuevo Moisés, comenta en ellas el Decálogo, la Ley de la Alianza, dándole su sentido definitivo y pleno. Las Bienaventuranzas leídas e interpretadas en todo su contexto, expresan el espíritu del Reino de Dios que viene. Pero a la luz del destino definitivo de la historia humana así manifestado aparecen al mismo tiempo más claramente, los fundamentos de la justicia en el orden temporal.

Así, pues, al enseñar la confianza que se apoya en Dios, la esperanza de la vida eterna, el amor a la justicia, la misericordia que llega hasta el perdón y la reconciliación, las Bienaventuranzas permiten situar el orden temporal en función de un orden trascendente que, sin quitarle su propia consistencia, le confiere su verdadera medida.

Iluminados por ellas, el compromiso necesario en las tareas temporales al servicio del prójimo y de la comunidad humana es, al mismo tiempo, requerido con urgencia y mantenido en su justa perspectiva. Las Bienaventuranzas preservan de la idolatría de los bienes terrenos y de las injusticias que entrañan su búsqueda desenfrenada[90]. Ellas apartan de la búsqueda utópica y destructiva de un mundo perfecto, pues «pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7, 31).

63. El anuncio de la salvación

La misión esencial de la Iglesia, siguiendo la de Cristo, es una misión evangelizadora y salvífica[91]. Saca su impulso de la caridad divina. La evangelización es anuncio de salvación, don de Dios. Por la Palabra de Dios y los sacramentos, el hombre es liberado ante todo del poder del pecado y del poder del Maligno que lo oprimen, y es introducido en la comunión de amor con Dios. Siguiendo a su Señor que «vino al mundo para salvar a los pecadores» (1 Tim 1, 15), la Iglesia quiere la salvación de todos los hombres.

En esta misión, la Iglesia enseña el camino que el hombre debe seguir en este mundo para entrar en el Reino de Dios. Su doctrina abarca, por consiguiente, todo el orden moral y, particularmente, la justicia, que debe regular las relaciones humanas. Esto forma parte de la predicación del Evangelio.

Pero el amor que impulsa a la Iglesia a comunicar a todos la participación en la vida divina mediante la gracia, le hace también alcanzar por la acción eficaz de sus miembros el verdadero bien temporal de los hombres, atender a sus necesidades, proveer a su cultura y promover una liberación integral de todo lo que impide el desarrollo de las personas. La Iglesia quiere el bien del hombre en todas sus dimensiones; en primer lugar como miembro de la ciudad de Dios y luego como miembro de la ciudad terrena.

64. Evangelización y promoción de la justicia

La Iglesia no se aparta de su misión cuando se pronuncia sobre la promoción de la justicia en las sociedades humanas o cuando compromete a los fieles laicos a trabajar en ellas, según su vocación propia. Sin embargo, procura que esta misión no sea absorbida por las preocupaciones que conciernen el orden temporal, o que se reduzca a ellas. Por lo mismo, la Iglesia pone todo su interés en mantener clara y firmemente a la vez la unidad y la distinción entre evangelización y promoción humana: unidad, porque ella busca el bien total del hombre; distinción, porque estas dos tareas forman parte, por títulos diversos, de su misión.

65. Evangelio y realidades terrenas

La Iglesia, fiel a su propia finalidad, irradia la luz del Evangelio sobre las realidades terrenas, de tal manera que la persona humana sea curada de sus miserias y elevada en su dignidad. La cohesión de la sociedad en la justicia y la paz es así promovida y reforzada[92]. La Iglesia es también fiel a su misión cuando denuncia las desviaciones, las servidumbres y las opresiones de las que los hombres son víctimas.

Es fiel a su misión cuando se opone a los intentos de instaurar una forma de vida social de la que Dios esté ausente, bien sea por una oposición consciente, o bien debido a negligencia culpable[93].

Por último, es fiel a su misión cuando emite su juicio acerca de los movimientos políticos que tratan de luchar contra la miseria y la opresión según teorías y métodos de acción contrarios al Evangelio y opuestos al hombre mismo[94].

Ciertamente, la moral evangélica, con las energías de la gracia, da al hombre nuevas perspectivas con nuevas exigencias. Y ayuda a perfeccionar y elevar una dimensión moral que pertenece ya a la naturaleza humana y de la que la Iglesia se preocupa, consciente de que es un patrimonio común a todos los hombres en cuanto tales.


II. El amor de preferencia a los pobres

66. Jesús y la pobreza


Cristo Jesús, de rico se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos mediante su pobreza[95]. Así habla San Pablo sobre el misterio de la Encarnación del Hijo eterno, que vino a asumir la naturaleza humana mortal para salvar al hombre de la miseria en la que el pecado le había sumido. Más aún Cristo, en su condición humana, eligió un estado de pobreza e indigencia [96] a fin de mostrar en qué consiste la verdadera riqueza que se ha de buscar, es decir, la comunión de vida con Dios. Enseñó el desprendimiento de las riquezas de la tierra para mejor desear las del cielo[97]. Los Apóstoles que él eligió tuvieron también que abandonarlo todo y compartir su indigencia[98].

Anunciado por los Profetas como el Mesías de los pobres[99], fue entre ellos, los humildes, los «pobres de Yavé», sedientos de la justicia del Reino, donde él encontró corazones dispuestos a acogerle. Pero Jesús quiso también mostrarse cercano a quienes —aunque ricos en bienes de este mundo— estaban excluidos de la comunidad como «publicanos y pecadores», pues él vino para llamarles a la conversión[100].

La pobreza que Jesús declaró bienaventurada es aquella hecha a base de desprendimiento, de confianza en Dios, de sobriedad y disposición a compartir con otros.

67. Jesús y los pobres

Pero Jesús no trajo solamente la gracia y la paz de Dios; él curó también numerosas enfermedades; tuvo compasión de la muchedumbre que no tenía de que comer ni alimentarse; junto con los discípulos que le seguían practicó la limosna[101]. La Bienaventuranza de la pobreza proclamada por Jesús no significa en manera alguna que los cristianos puedan desinteresarse de los pobres que carecen de lo necesario para la vida humana en este mundo. Como fruto y consecuencia del pecado de los hombres y de su fragilidad natural, esta miseria es un mal del que, en la medida de lo posible hay que liberar a los seres humanos.

68. El amor de preferencia a los pobres

Bajo sus múltiples formas —indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas y psíquicas y, por último, la muerte— la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí[102] e identificarse con los «más pequeños de sus hermanos» (cf. Mt 25, 40. 45). También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables[103]. Además, mediante su doctrina social, cuya aplicación urge, la Iglesia ha tratado de promover cambios estructurales en la sociedad con el fin de lograr condiciones de vida dignas de la persona humana.

Los discípulos de Jesús, con el desprendimiento de las riquezas que permite compartir con los demás y abre el Reino[104], dieron testimonio mediante el amor a los pobres y desdichados, del amor del Padre manifestado en el Salvador. Este amor viene de Dios y vuelve a Dios. Los discípulos de Cristo han reconocido siempre en los dones presentados sobre el altar, un don ofrecido a Dios mismo.

La Iglesia amando a los pobres da también testimonio de la dignidad del hombre. Afirma claramente que éste vale más por lo que es que por lo que posee. Atestigua que esa dignidad no puede ser destruida cualquiera que sea la situación de miseria, de desprecio, de rechazo, o de impotencia a la que un ser humano se vea reducido. Se muestra solidaria con quienes no cuentan en una sociedad que les rechaza espiritualmente y, a veces, físicamente. De manera particular, la Iglesia se vuelve con afecto maternal hacia los niños que, a causa de la maldad humana, no verán jamás la luz, así como hacia las personas ancianas solas y abandonadas.

La opción preferencial por los pobres, lejos de ser un signo de particularismo o de sectarismo, manifiesta la universalidad del ser y de la misión de la Iglesia. Dicha opción no es exclusiva.

Esta es la razón por la que la Iglesia no puede expresarla mediante categorías sociológicas e ideológicas reductivas, que harían de esta preferencia una opción partidista y de naturaleza conflictiva.

69. Comunidades eclesiales de base y otros grupos de cristianos

Las nuevas comunidades eclesiales de base y otros grupos de cristianos formados para ser testigos de este amor evangélico son motivo de gran esperanza para la Iglesia. Si viven verdaderamente en unión con la Iglesia local y con la Iglesia universal, son una auténtica expresión de comunión y un medio para construir una comunión más profunda[105]. Serán fieles a su misión en la medida en que procuren educar a sus miembros en la integridad de la fe cristiana, mediante la escucha de la Palabra de Dios, la fidelidad a las enseñanzas del Magisterio, al orden jurídico de la Iglesia y a la vida sacramental. En tales condiciones su experiencia, enraizada en un compromiso por la liberación integral del hombre, viene a ser una riqueza para toda la Iglesia.

70. La reflexión teológica

De modo similar, una reflexión teológica desarrollada a partir de una experiencia particular puede constituir un aporte muy positivo, ya que permite poner en evidencia algunos aspectos de la Palabra de Dios, cuya riqueza total no ha sido aún plenamente percibida. Pero para que esta reflexión sea verdaderamente una lectura de la Escritura, y no una proyección sobre la Palabra de Dios de un significado que no está contenido en ella, el teólogo ha de estar atento a interpretar la experiencia de la que él parte a la luz de la experiencia de la Iglesia misma. Esta experiencia de la Iglesia brilla con singular resplandor y con toda su pureza en la vida de los santos. Compete a los Pastores de la Iglesia, en comunión con el Sucesor de Pedro, discernir su autenticidad.


CAPÍTULO V

LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA:

POR UNA PRAXIS CRISTIANA DE LA LIBERACIÓN

71. La praxis cristiana de la liberación

La dimensión soteriológica de la liberación no puede reducirse a la dimensión socioética que es una consecuencia de ella. Al restituir al hombre la verdadera libertad, la liberación radical obrada por Cristo le asigna una tarea: la praxis cristiana, que es el cumplimiento del gran mandamiento del amor. Este es el principio supremo de la moral social cristiana, fundada sobre el Evangelio y toda la tradición desde los tiempos apostólicos y la época de los Padres de la Iglesia, hasta la recientes intervenciones del Magisterio.

Los grandes retos de nuestra época constituyen una llamada urgente a practicar esta doctrina de la acción.


I. Naturaleza de la doctrina social de la Iglesia

72. Mensaje evangélico y vida social


La enseñanza social de la Iglesia nació del encuentro del mensaje evangélico y de sus exigencias —comprendidas en el Mandamiento supremo del amor a Dios y al prójimo y en la Justicia[106]— con los problemas que surgen en la vida de la sociedad. Se ha constituido en una doctrina, utilizando los recursos del saber y de las ciencias humanas; se proyecta sobre los aspectos éticos de la vida y toma en cuenta los aspectos técnicos de los problemas pero siempre para juzgarlos desde el punto de vista moral.

Esta enseñanza, orientada esencialmente a la acción, se desarrolla en función de las circunstancias cambiantes de la historia. Por ello, aunque basándose en principios siempre válidos, comporta también juicios contingentes. Lejos de constituir un sistema cerrado, queda abierto permanentemente a las cuestiones nuevas que no cesan de presentarse; requiere, además, la contribución de todos los carismas, experiencias y competencias.

La Iglesia, experta en humanidad, ofrece en su doctrina social un conjunto de principios de reflexión, de criterios de juicio[107] y de directrices de acción [108] para que los cambios en profundidad que exigen las situaciones de miseria y de injusticia sean llevados a cabo, de una manera tal que sirva al verdadero bien de los hombres.

73. Principios fundamentales

El mandamiento supremo del amor conduce al pleno reconocimiento de la dignidad de todo hombre, creado a imagen de Dios. De esta dignidad derivan unos derechos, y unos deberes naturales. A la luz de la imagen de Dios, la libertad, prerrogativa esencial de la persona humana, se manifiesta en toda su profundidad. Las personas son los sujetos activos y responsables de la vida social[109].

A dicho fundamento, que es la dignidad del hombre, están íntimamente ligados el principio de solidaridad y el principio de subsidiariedad.

En virtud del primero, el hombre debe contribuir con su semejantes al bien común de la sociedad, a todos los niveles[110]. Con ello, la doctrina social de la Iglesia se opone a todas las formas de individualismo social o político.

En virtud del segundo, ni el Estado ni sociedad alguna deberán jamás substituir la iniciativa y la responsabilidad de las personas y de los grupos sociales intermedios en los niveles en los que éstos pueden actuar, ni destruir el espacio necesario para su libertad[111]. De este modo, la doctrina social de la Iglesia se opone a todas las formas de colectivismo.

74. Criterios de juicio

Estos principios fundamentan los criterios para emitir un juicio sobre las situaciones, las estructuras y los sistemas sociales.

Así, la Iglesia no duda en denunciar las condiciones de vida que atentan a la dignidad y a la libertad del hombre.

Estos criterios permiten también juzgar el valor de las estructuras, las cuales son el conjunto de instituciones y de realizaciones prácticas que los hombres encuentran ya existentes o que crean, en el plano nacional e internacional, y que orientan u organizan la vida económica, social y política. Aunque son necesarias, tienden con frecuencia a estabilizarse y cristalizar como mecanismos relativamente independientes de la voluntad humana, paralizando con ello o alterando el desarrollo social y generando la injusticia. Sin embargo, dependen siempre de la responsabilidad del hombre, que puede modificarlas, y no de un pretendido determinismo de la historia.

Las instituciones y las leyes, cuando son conformes a la ley natural y están ordenadas al bien común, resultan garantes de la libertad de las personas y de su promoción. No han de condenarse todos los aspectos coercitivos de la ley, ni la estabilidad de un Estado de derecho digno de este nombre. Se puede hablar entonces de estructura marcada por el pecado, pero no se pueden condenar las estructuras en cuanto tales.

Los criterios de juicio conciernen también a los sistemas económicos, sociales y políticos. La doctrina social de la Iglesia no propone ningún sistema particular, pero, a la luz de sus principios fundamentales, hace posible, ante todo, ver en qué medida los sistemas existentes resultan conformes o no a las exigencias de la dignidad humana.

75. Primacía de las personas sobre las estructuras

Ciertamente, la Iglesia es consciente de la complejidad de los problemas que han de afrontar las sociedades y también de las dificultades para encontrarles soluciones adecuadas. Sin embargo, piensa que, ante todo, hay que apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de conversión interior, si se quiere obtener cambios económicos y sociales que estén verdaderamente al servicio del hombre.

La primacía dada a las estructuras y la organización técnica sobre la persona y sobre la exigencia de su dignidad, es la expresión de una antropología materialista que resulta contraria a la edificación de un orden social justo[112].

No obstante, la prioridad reconocida a la libertad y a la conversión del corazón en modo alguno elimina la necesidad de un cambio de las estructuras injustas. Es, por tanto, plenamente legítimo que quienes sufren la opresión por parte de los detentores de la riqueza o del poder político actúen, con medios moralmente lícitos, para conseguir estructuras e instituciones en las que sean verdaderamente respetados sus derechos.

De todos modos, es verdad que las estructuras instauradas para el bien de las personas son por sí mismas incapaces de lograrlo y de garantizarlo. Prueba de ello es la corrupción que, en ciertos países, alcanza a los dirigentes y a la burocracia del Estado, y que destruye toda vida social honesta. La rectitud de costumbres es condición para la salud de la sociedad. Es necesario, por consiguiente, actuar tanto para la conversión de los corazones como para el mejoramiento de las estructuras, pues el pecado que se encuentra en la raíz de las situaciones injustas es, en sentido propio y primordial, un acto voluntario que tiene su origen en la libertad de la persona. Sólo en sentido derivado y secundario se aplica a las estructuras y se puede hablar de «pecado social»[113].

Por lo demás, en el proceso de liberación, no se puede hacer abstracción de la situación histórica de la nación, ni atentar contra la identidad cultural del pueblo. En consecuencia, no se puede aceptar pasivamente, y menos aún apoyar activamente, a grupos que, por la fuerza o la manipulación de la opinión, se adueñan del aparato del Estado e imponen abusivamente a la colectividad una ideología importada, opuesta a los verdaderos valores culturales del pueblo[114]. A este respecto, conviene recordar la grave responsabilidad moral y política de los intelectuales.

76. Directrices para la acción

Los principios fundamentales y los criterios de juicio inspiran directrices para la acción. Puesto que el bien común de la sociedad humana está al servicio de las personas, los medios de acción deben estar en conformidad con la dignidad del hombre y favorecer la educación de la libertad. Existe un criterio seguro de juicio y de acción: no hay auténtica liberación cuando los derechos de la libertad no son respetados desde el principio.

En el recurso sistemático a la violencia presentada como vía necesaria para la liberación, hay que denunciar una ilusión destructora que abre el camino a nuevas servidumbres. Habrá que condenar con el mismo vigor la violencia ejercida por los hacendados contra los pobres, las arbitrariedades policiales así como toda forma de violencia constituida en sistema de gobierno. En este terreno, hay que saber aprender de las trágicas experiencias que ha contemplado y contempla aún la historia de nuestro siglo. No se puede admitir la pasividad culpable de los poderes públicos en unas democracias donde la situación social de muchos hombres y mujeres está lejos de corresponder a lo que exigen los derechos individuales y sociales constitucionalmente garantizados.

77. Una lucha por la justicia

Cuando la Iglesia alienta la creación y la actividad de asociaciones —como sindicatos— que luchan por la defensa de los derechos e intereses legítimos de los trabajadores y por la justicia social, no admite en absoluto la teoría que ve en la lucha de clases el dinamismo estructural de la vida social. La acción que preconiza no es la lucha de una clase contra otra para obtener la eliminación del adversario; dicha acción no proviene de la sumisión aberrante a una pretendida ley de la historia. Se trata de una lucha noble y razonada en favor de la justicia y de la solidaridad social[115]. El cristiano preferirá siempre la vía del diálogo y del acuerdo.

Cristo nos ha dado el mandamiento del amor a los enemigos[116]. La liberación según el espíritu del Evangelio es, por tanto, incompatible con el odio al otro, tomado individual o colectivamente, incluido el enemigo.

78. El mito de la revolución

Determinadas situaciones de grave injusticia requieren el coraje de unas reformas en profundidad y la supresión de unos privilegios injustificables. Pero quienes desacreditan la vía de las reformas en provecho del mito de la revolución, no solamente alimentan la ilusión de que la abolición de una situación inicua es suficiente por si misma para crear una sociedad más humana, sino que incluso favorecen la llegada al poder de regímenes totalitarios[117]. La lucha contra las injusticias solamente tiene sentido si está encaminada a la instauración de un nuevo orden social y político conforme a las exigencias de la justicia. Esta debe ya marcar las etapas de su instauración. Existe una moralidad de los medios[118].

79. Un último recurso

Estos principios deben ser especialmente aplicados en el caso extremo de recurrir a la lucha armada, indicada por el Magisterio como el último recurso para poner fin a una «tiranía evidente y prolongada que atentara gravemente a los derechos fundamentales de la persona y perjudicara peligrosamente al bien común de un país»[119]. Sin embargo, la aplicación concreta de este medio sólo puede ser tenido en cuenta después de un análisis muy riguroso de la situación. En efecto, a causa del desarrollo continuo de las técnicas empleadas y de la creciente gravedad de los peligros implicados en el recurso a la violencia, lo que se llama hoy «resistencia pasiva» abre un camino más conforme con los principios morales y no menos prometedor de éxito.

Jamás podrá admitirse, ni por parte del poder constituido, ni por parte de los grupos insurgentes, el recurso a medios criminales como las represalias efectuadas sobre poblaciones, la tortura, los métodos del terrorismo y de la provocación calculada, que ocasionan la muerte de personas durante manifestaciones populares. Son igualmente inadmisibles las odiosas campañas de calumnias capaces de destruir a la persona psíquica y moralmente.

80. El papel de los Laicos

No toca a los Pastores de la Iglesia intervenir directamente en la construcción política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los laicos que actúan por propia iniciativa con sus conciudadanos[120]. Deben llevarla a cabo, conscientes de que la finalidad de la Iglesia es extender el Reino de Cristo para que todos los hombres se salven y por su medio el mundo esté efectivamente orientado a Cristo[121].

La obra de salvación aparece, de esta manera, indisolublemente ligada a la labor de mejorar y elevar las condiciones de la vida humana en este mundo.

La distinción entre el orden sobrenatural de salvación y el orden temporal de la vida humana, debe ser visto en la perspectiva del único designio de Dios de recapitular todas las cosas en Cristo. Por ello, tanto en uno como en otro campo, el laico —fiel y ciudadano a la vez— debe dejarse guiar constantemente por su conciencia cristiana[122].

La acción social, que puede implicar una pluralidad de vías concretas, estará siempre orientada al bien común y será conforme al mensaje evangélico y a las enseñanzas de la Iglesia. Se evitará que la diferencia de opciones dañe el sentido de colaboración, conduzca a la paralización de los esfuerzos o produzca confusión en el pueblo cristiano.

La orientación recibida de la doctrina social de la Iglesia debe estimular la adquisición de competencias técnicas y científicas indispensables. Estimulará también la búsqueda de la formación moral del carácter y la profundización de la vida espiritual. Esta doctrina, al ofrecer principios y sabios consejos, no dispensa de la educación en la prudencia política, requerida para el gobierno y la gestión de las realidades humanas.


II. Exigencias evangélicas de transformación en profundidad

81. Necesidad de una transformación cultural


Un reto sin precedentes es lanzado hoy a los cristianos que trabajan en la realización de esta civilización del amor, que condensa toda la herencia ético-cultural del Evangelio. Esta tarea requiere una nueva reflexión sobre lo que constituye la relación del mandamiento supremo del amor y el orden social considerado en toda su complejidad.

El fin directo de esta reflexión en profundidad es la elaboración y la puesta en marcha de programas de acción audaces con miras a la liberación socio-económica de millones de hombres y mujeres cuya situación de opresión económica, social y política es intolerable.

Esta acción debe comenzar por un gran esfuerzo de educación: educación a la civilización del trabajo, educación a la solidaridad, acceso de todos a la cultura.

82. El Evangelio del trabajo

La existencia de Jesús de Nazaret —verdadero «Evangelio del trabajo»— nos ofrece el ejemplo vivo y el principio de la radical transformación cultural indispensable para resolver los graves problemas que nuestra época debe afrontar. Él, que siendo Dios se hizo en todo semejante a nosotros, se dedicó durante la mayor parte de su vida terrestre a un trabajo manual[123].La cultura que nuestra época espera estará caracterizada por el pleno reconocimiento de la dignidad del trabajo humano, el cual se presenta en toda su nobleza y fecundidad a la luz de los misterios de la Creación y de la Redención[124].El trabajo, reconocido como expresión de la persona, se vuelve fuente de sentido y esfuerzo creador.

83. Una verdadera civilización del trabajo

De este modo, la solución para la mayor parte de los gravísimos problemas de la miseria se encuentra en la promoción de una verdadera civilización del trabajo. En cierta manera, el trabajo es la clave de toda la cuestión social[125].

Es, por tanto, en el terreno del trabajo donde ha de ser emprendida de manera prioritaria una acción liberadora en la libertad. Dado que la relación entre la persona humana y el trabajo es radical y vital, las formas y modalidades, según las cuales esta relación sea regulada, ejercerán una influencia positiva para la solución de un conjunto de problemas sociales y políticos que se plantean a cada pueblo. Unas relaciones de trabajo justas prefigurarán un sistema de comunidad política apto a favorecer el desarrollo integral de toda la persona humana.

Si el sistema de relaciones de trabajo, llevado a la práctica por los protagonistas directos —trabajadores y empleados, con el apoyo indispensable de los poderes públicos— logra instaurar una civilización del trabajo, se producirá entonces en la manera de ver de los pueblos e incluso en las bases institucionales y políticas, una revolución pacífica en profundidad.

84. Bien común nacional e internacional

Esta cultura del trabajo deberá suponer y poner en práctica un cierto número de valores esenciales. Ha de reconocer que la persona del trabajador es principio, sujeto y fin de la actividad laboral. Afirmará la prioridad del trabajo sobre el capital y el destino universal de los bienes materiales. Estará animada por el sentido de una solidaridad que no comporta solamente reivindicación de derechos, sino también cumplimiento de deberes. Implicará la participación orientada a promover el bien común nacional e internacional, y no solamente a defender intereses individuales o corporativos. Asimilará el método de la confrontación y del diálogo eficaz.

Por su parte, las autoridades políticas deberán ser aún más capaces de obrar en el respeto de las legítimas libertades de los individuos, de las familias y de los grupos subsidiarios, creando de este modo las condiciones requeridas para que el hombre pueda conseguir su bien auténtico e integral, incluido su fin espiritual[126].

85. El valor del trabajo humano

Una cultura que reconozca la dignidad eminente del trabajador pondrá en evidencia la dimensión subjetiva del trabajo[127]. El valor de todo trabajo humano no está primordialmente en función de la clase de trabajo realizado; tiene su fundamento en el hecho de que quien lo ejecuta es una persona[128]. Existe un criterio ético cuyas exigencias no se deben rehuir.

Por consiguiente, todo hombre tiene derecho a un trabajo, que debe ser reconocido en la práctica por un esfuerzo efectivo que mire a resolver el dramático problema del desempleo. El hecho de que este mantenga en una situación de marginación a amplios sectores de la población, y principalmente de la juventud, es algo intolerable. Por ello, la creación de puestos de trabajo es una tarea social primordial que han de afrontar los individuos y la iniciativa privada, e igualmente el Estado. Por lo general —en este terreno como en otros— el Estado tiene una función subsidiaria; pero con frecuencia puede ser llamado a intervenir directamente, come en el caso de acuerdos internacionales entre los diversos Estados. Tales acuerdos deben respetar el derecho de los inmigrantes y de sus familias[129].

86. Promover la participación

El salario, que no puede ser concebido como una simple mercancía, debe permitir al trabajador y a su familia tener acceso a un nivel de vida verdaderamente humano en el orden material, social, cultural y espiritual. La dignidad de la persona es lo que constituye el criterio para juzgar el trabajo, y no a la inversa. Sea cual fuere el tipo de trabajo, el trabajador debe poder vivirlo como expresión de su personalidad. De aquí se desprende la exigencia de una participación que, por encima de la repartición de los frutos del trabajo, deberá comportar una verdadera dimensión comunitaria a nivel de proyectos, de iniciativas y de responsabilidades[130].

87. Prioridad del trabajo sobre el capital

La prioridad del trabajo sobre el capital convierte en un deber de justicia para los empresarios anteponer el bien de los trabajadores al aumento de las ganancias. Tienen la obligación moral de no mantener capitales improductivos y, en las inversiones, mirar ante todo al bien común. Esto exige que se busque prioritariamente la consolidación o la creación de nuevos puestos de trabajo para la producción de bienes realmente útiles.

El derecho a la propiedad privada no es concebible sin unos deberes con miras al bien común. Está subordinado al principio superior del destino universal de los bienes[131].

88. Reformas en profundidad

Esta doctrina debe inspirar reformas antes de que sea demasiado tarde. El acceso de todos a los bienes necesarios para una vida humana —personal y familiar— digna de este nombre, es una primera exigencia de la justicia social. Esta requiere su aplicación en el terreno del trabajo industrial y de una manera más particular en el del trabajo agrícola[132]. Efectivamente, los campesinos, sobre todo en el tercer mundo, forman la masa preponderante de los pobres[133].


III. Promoción de la solidaridad

89. Una nueva solidaridad


La solidaridad es una exigencia directa de la fraternidad humana y sobrenatural. Los graves problemas socio—económicos que hoy se plantean, no pueden ser resueltos si no se crean nuevos frentes de solidaridad: solidaridad de los pobres entre ellos, solidaridad con los pobres, a la que los ricos son llamados, y solidaridad de los trabajadores entre sí. Las instituciones y las organizaciones sociales, a diversos niveles, así como el Estado, deben participar en un movimiento general de solidaridad. Cuando la Iglesia hace esa llamada, es consciente de que esto le concierne de una manera muy particular.

90. Destino universal de los bienes

El principio del destino universal de los bienes, unido al de la fraternidad humana y sobrenatural, indica sus deberes a los Países más ricos con respecto a los Países más pobres. Estos deberes son de solidaridad en la ayuda a los Países en vías de desarrollo; de justicia social, mediante una revisión en términos correctos de las relaciones comerciales entre Norte y Sur y la promoción de un mundo más humano para todos, donde cada uno pueda dar y recibir, y donde el progreso de unos no sea obstáculo para el desarrollo de los otros, ni un pretexto para su servidumbre[134].

91. Ayuda al desarrollo

La solidaridad internacional es una exigencia de orden moral que no se impone únicamente en el caso de urgencia extrema, sino también para ayudar al verdadero desarrollo. Se da en ello una acción común que requiere un esfuerzo concertado y constante para encontrar soluciones técnicas concretas, pero también para crear una nueva mentalidad entre los hombres de hoy. De ello depende en gran parte la paz del mundo[135].


IV. Tareas culturales y educativas

92. Derecho a la instrucción y a la cultura


Las desigualdades contrarias a la justicia en la posesión y el uso de los bienes materiales están acompañadas y agravadas por desigualdades también injustas en el acceso a la cultura. Cada hombre tiene un derecho a la cultura, que es característica específica de una existencia verdaderamente humana a la que tiene acceso por el desarrollo de sus facultades de conocimiento, de sus virtudes morales, de su capacidad de relación con sus semejantes, de su aptitud para crear obras útiles y bellas. De aquí se deriva la exigencia de la promoción y difusión de la educación, a la que cada uno tiene un derecho inalienable. Su primera condición es la eliminación del analfabetismo[136].

93. Respeto de la libertad cultural

El derecho de cada hombre a la cultura no está asegurado si no se respeta la libertad cultural. Con demasiada frecuencia la cultura degenera en ideología y la educación se transforma en instrumento al servicio del poder político y económico. No compete a la autoridad pública determinar el tipo de cultura. Su función es promover y proteger la vida cultural de todos, incluso la de las minorías[137].

94. Tarea educativa de la familia

La tarea educativa pertenece fundamental y prioritariamente a la familia. La función del Estado es subsidiaria; su papel es el de garantizar, proteger, promover y suplir. Cuando el Estado reivindica el monopolio escolar, va más allá de sus derechos y conculca la justicia. Compete a los padres el derecho de elegir la escuela a donde enviar a sus propios hijos y crear y sostener centros educativos de acuerdo con sus propias convicciones. El Estado no puede, sin cometer injusticia, limitarse a tolerar las escuelas llamadas privadas. Estas prestan un servicio público y tienen, por consiguiente, el derecho a ser ayudadas económicamente[138].

95. «Las libertades» y la participación

La educación que da acceso a la cultura es también educación en el ejercicio responsable de la libertad. Por esta razón, no existe auténtico desarrollo si no es en un sistema social y político que respete las libertades y las favorezca con la participación de todos. Tal participación puede revestir formas diversas; es necesaria para garantizar un justo pluralismo en las instituciones y en las iniciativas sociales. Asegura —sobre todo con la separación real entre los poderes del Estado— el ejercicio de los derechos del hombre, protegiéndoles igualmente contra los posibles abusos por parte de los poderes públicos. De esta participación en la vida social y política nadie puede ser excluido por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión[139]. Una de las injusticias mayores de nuestro tiempo en muchas naciones es la de mantener al pueblo al margen de la vida cultural, social y política.

Cuando las autoridades políticas regulan el ejercicio de las libertades, no han de poner como pretexto exigencias de orden público y de seguridad para limitar sistemáticamente estas libertades. Ni el pretendido principio de la «seguridad nacional», ni una visión económica restrictiva, ni una concepción totalitaria de la vida social, deberán prevalecer sobre el valor de la libertad y de sus derechos[140].

96. El reto de la inculturación

La fe es inspiradora de criterios de juicio, de valores determinantes, de líneas de pensamiento y de modelos de vida, válidos para la comunidad humana en cuanto tal[141]. Por ello, la Iglesia, atenta a las angustias de nuestro tiempo, indica las vías de una cultura en la que el trabajo se pueda reconocer según su plena dimensión humana y donde cada ser humano pueda encontrar las posibilidades de realizarse como persona. La Iglesia lo hace en virtud de su apertura misionera para la salvación integral del mundo, en el respeto de la identidad de cada pueblo y nación.

La Iglesia —comunión que une diversidad y unidad— por su presencia en el mundo entero, asume lo que encuentra de positivo en cada cultura. Sin embargo, la inculturación no es simple adaptación exterior, sino que es una transformación interior de los auténticos valores culturales por su integración en el cristianismo y por el enraizamiento del cristianismo en las diversas culturas humanas[142]. La separación entre Evangelio y cultura es un drama, del que los problemas evocados son la triste prueba. Se impone, por tanto, un esfuerzo generoso de evangelización de las culturas, las cuales se verán regeneradas en su reencuentro con el Evangelio. Mas, dicho encuentro supone que el Evangelio sea verdaderamente proclamado[143]. La Iglesia, iluminada por el Concilio Vaticano II, quiere consagrarse a ello con todas sus energías con el fin de generar un potente impulso liberador.


CONCLUSIÓN

97. El canto del «Magnificat»


«Bienaventurada la que ha creído ...» (Lc 1, 45). Al saludo de Isabel, la Madre de Dios responde dejando prorrumpir su corazón en el canto del Magnificat. Ella nos muestra que es por la fe y en la fe, según su ejemplo, como el Pueblo de Dios llega a ser capaz de expresar en palabras y de traducir en su vida el misterio del deseo de salvación y sus dimensiones liberadoras en el plan de la existencia individual y social. En efecto, a la luz de la fe se puede percibir que la historia de la salvación es la historia de la liberación del mal bajo su forma más radical y el acceso de la humanidad a la verdadera libertad de los hijos de Dios. Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada hacia Él por el empuje de su fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y Modelo, para comprender en su integridad el sentido de su misión.

Hay que poner muy de relieve que el sentido de la fe de los pobres, al mismo tiempo que es una aguda percepción del misterio de la cruz redentora, lleva a un amor y a una confianza indefectible hacia la Madre del Hijo de Dios, venerada en numerosos santuarios.

98. El «sensus fidei» del Pueblo de Dios

Los Pastores y todos aquellos, sacerdotes y laicos, religiosos y religiosas, que trabajan, a menudo en condiciones muy duras, en la evangelización y la promoción humana integral, deben estar llenos de esperanza pensando en los extraordinarios recursos de santidad contenidos en la fe viva del Pueblo de Dios. Hay que procurar a toda costa que estas riquezas del sensus fidei puedan manifestarse plenamente y dar frutos en abundancia. Es una noble tarea eclesial que atañe al teólogo, ayudar a que la fe del pueblo de los pobres se exprese con claridad y se traduzca en la vida, mediante la meditación en profundidad del plan de salvación, tal como se desarrolla en relación con la Virgen del Magnificat. De esta manera, una teología de la libertad y de la liberación, como eco filial del Magnificat de María conservado en la memoria de la Iglesia, constituye una exigencia de nuestro tiempo. Pero será una grave perversión tomar las energías de la religiosidad popular para desviarlas hacia un proyecto de liberación puramente terreno que muy pronto se revelaría ilusorio y causa de nuevas incertidumbres. Quienes así ceden a las ideologías del mundo y a la pretendida necesidad de la violencia, han dejado de ser fieles a la esperanza, a su audacia y a su valentía, tal como lo pone de relieve el himno al Dios de la misericordia, que la Virgen nos enseña.

99. Dimensión de una auténtica liberación

El sentido de la fe percibe toda la profundidad de la liberación realizada por el Redentor. Cristo nos ha liberado del más radical de los males, el pecado y el poder de la muerte, para devolvernos la auténtica libertad y para mostrarnos su camino. Este ha sido trazado por el mandamiento supremo, que es el mandamiento del amor.

La liberación, en su primordial significación que es soteriológica, se prolonga de este modo en tarea liberadora y exigencia ética. En este contexto se sitúa la doctrina social de la Iglesia que ilumina la praxis a nivel de la sociedad.

El cristiano está llamado a actuar según la verdad[144] y a trabajar así en la instauración de esta «civilización del amor», de la que habló Pablo VI[145]. El presente documento, sin pretender ser completo, ha indicado algunas de las direcciones en las que es urgente llevar a cabo reformas en profundidad. La tarea prioritaria, que condiciona el logro de todas las demás, es de orden educativo. El amor que guía el compromiso debe, ya desde ahora, generar nuevas solidaridades. Todos los hombres de buena voluntad están convocados a estas tareas, que se imponen de una manera apremiante a la conciencia cristiana.

La verdad del misterio de salvación actúa en el hoy de la historia para conducirla a la humanidad rescatada hacia la perfección del Reino, que da su verdadero sentido a los necesarios esfuerzos de liberación de orden económico, social y político, impidiéndoles caer en nuevas servidumbres.

100. Un reto formidable

Es cierto que ante la amplitud y complejidad de la tarea, que puede exigir la donación de uno hasta el heroísmo, muchos se sienten tentados por el desaliento, el escepticismo o la aventura desesperada. Un reto formidable se lanza a la esperanza, teologal y humana. La Virgen magnánima del Magnificat, que envuelve a la Iglesia y a la humanidad con su plegaria, es el firme soporte de la esperanza. En efecto, en ella contemplamos la victoria del amor divino que ningún obstáculo puede detener y descubrimos a qué sublime libertad Dios eleva a los humildes. En el camino trazado por ella, hay que avanzar con un gran impulso de fe la cual actúa mediante la caridad[146].

El Santo Padre Juan Pablo II, durante una Audiencia concedida al infrascripto Prefecto, ha aprobado esta Instrucción, acordada en reunión ordinaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y ha ordenado su publicación.

Dado en Roma, en la sede de la Congregación, el día 22 de marzo de 1986, Solemnidad de la Anunciación del Señor.

Card. JOSEPH RATZINGER
Prefecto


+ ALBERTO BOVONE
Arzobispo tit. de Cesárea de Numidia
Secretario


Notas

[1] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación (Libertatis nuntius), Introducción: AAS 76, 1984, 876-877.

[2] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes y Declaración Dignitatis humanae del Concilio Ecuménico Vaticano II; Encíclicas Mater et Magistra, Pacem in terris, Populorum progressio, Redemptor hominis y Laborem exercens; Exhortaciones Apostólicas Evangelii nuntiandiReconciliatio et paenitentia; Carta Apostólica Octogesima adveniens. Juan Pablo II ha tratado este tema en su Discurso inaugural de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Puebla de los Ángeles: AAS 71, 1979, 187-205. Ha vuelto sobre el tema en otras ocasiones. Este tema ha sido también tratado en el Sínodo de los Obispos en 1971 y 1974. Las Conferencias del Episcopado Latinoamericano lo han hecho objeto directo de sus reflexiones. También ha atraído la atención de otros Episcopados, como el francés: Liberación de los hombres y salvación en Jesucristo, 1975.

[3] Pablo VI, Carta Apostólica Octogesima adveniens, nn. 1-4: AAS 63, 1971, 401-404.

[4] Cf. Jn 4, 42; 1Jn 4, 14.

[5] Cf. Mt 28, 18-20; Mc 16, 15.

[6] Cf. Declaración Dignitatis humanae, n. 10.

[7] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, nn. 78-80: AAS 68, 1976, 70-75; Declaración Dignitatis humanae, n. 3; Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, n. 12: AAS 71, 1979, 278-281.

[8] Instrucción Libertatis nuntius, XI, 10: AAS 76, 1984, 905-906.

[9] Cf. Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, n. 17: AAS 71, 1979, 296-297; Discurso del 10 de marzo de 1984 al V Coloquio de Juristas: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 6 de mayo de 1984, pág. 16.

[10] Cf. Instrucción Libertatis nuntius, XI, 5: AAS 76, 1984, 904; Juan Pablo II, Discurso inaugural de Puebla: AAS 71, 1979, 189.

[11] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 36.

[12] Cf. ib.

[13] Cf. Op. cit., n. 41.

[14] Cf. Mt 11, 25; Lc 10, 21.

[15] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 48: AAS 68, 1976, 37-38.

[16] Cf. Instrucción Libertatis nuntius, VII, 9; VIII, 1-9: AAS 76, 1984, 892, 894-895.

[17] Cf. Gén 1, 26.

[18] Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, n. 21: AAS 71, 1979, 316.

[19] Cf. Rom 6, 6; 7, 23.

[20] Cf. Gén 2, 18. 23: "No es bueno que el hombre esté solo"... "Esto sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne". Estas palabras de la Escritura no tienen sólo un significado concerniente a la relación del hombre con la mujer; su alcance es más universal. Cf. Lv 19, 18.

[21] Cf. Juan XXIII, Encíclica Pacem in terris, nn. 5-15: AAS 55, 1963, 259-265; Juan Pablo II, Carta al Sr. K. Waldheim, Secretario General de las Naciones Unidas, con ocasión del 30 aniversario de la “Declaración universal de los derechos del hombre”: AAS 71, 1979, 122. Discurso pontificio en la ONU, n. 9: AAS 71, 1979, 1149.

[22] Cf. San Agustín, Ad Macedonium, II, 7-17: PL 33, 669-673; CSEL 44, 437-447.

[23] Cf. Gén 1, 27-28.

[24] Cf. Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, n. 15: AAS 71, 1979, 286.

[25] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 13, par. 1.

[26] Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia, n. 13: AAS 77, 1985, 208-211

[27] Cf. Gén 3, 16-19; Rom 5, 12; 7, 14-24; Pablo VI, Sollemnis professio fidei, 30 de junio de 1968, n. 16: AAS 60, 1968, 439.

[28] Cf. Rom 1, 18-32.

[29] Cf. Jer 5, 23; 7, 24; 17, 9; 18, 12.

[30] Cf. San Agustín, De Civitate Dei, XIV, 28: PL 41, 435; CSEL 40/2, 56-57; CCL 14/2, 451-452.

[31] Cf. Instrucción Libertatis nuntius, Introducción: AAS 76, 1984, 876.

[32] Cf. Is 41,14; Jer 50, 34. "Goel": esta palabra se aplica a la idea de un lazo de parentesco entre el que libera y el que es liberado; cf. Lv 25, 25. 47-49; Rt 3, 12; 4, 1. "Padah" significa "adquirir para sí". Cf. Ex 13, 13; Dt 9, 26; 15, 15; Sal 130, 7-8.

[33] Cf. Gén 12, 1-3.

[34] Cf. Instrucción Libertatis nuntius, IV, 3: AAS 76, 1984, 882.

[35] Cf. Dt 6, 5.

[36] Cf. Lev 19, 18.

[37] Cf. Dt 1, 16-17; 16, 18-20; Jer 22, 3-15; 23, 5; Sal 33, 5; 72, 1; 99, 4.

[38] Cf. Ex 22, 20-23; Dt 24, 10-22.

[39] Cf. Jer 31, 31-34; Ez 36, 25-27.

[40] Cf. Is 11, 1-5; Sal 72, 4. 12-14; Instrucción Libertatis nuntius, IV, 6: AAS 76, 1984, 883.

[41] Cf. Ex 29, 9; Dt 24, 17-22.

[42] Cf. Sal 25; 31; 35; 55; Instrucción Libertatis nuntius, IV, 5: AAS 76, 1984, 883.

[43] Cf. Jer 11, 20; 20, 12.

[44] Cf. Sal 73, 26-28.

[45] Cf. Sal 16; 62; 84.

[46] Sof 3, 12-20; cf. Instrucción Libertatis nuntius, IV, 5: AAS 76, 1984, 883.

[47] Cf. Lc 1, 46-55.

[48] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Marialis cultus, n. 37: AAS 66, 1974, 148-149.

[49] Cf. Act 2, 39; Rom 10, 12; 15, 7-12; Ef 2, 14-18.

[50] Cf. Mc 1, 15.

[51] Cf. Is 61, 9.

[52] Cf. 2 Cor 8, 9.

[53] Cf. Mt 25, 31-46; Act 9, 4-5.

[54] Cf. Instrucción Libertatis nuntius, IV, 9: AAS 76, 1984, 884.

[55] Cf. Juan Pablo II, Discurso inaugural de Puebla, I, 5: AAS 71, 1979, 191.

[56] Cf. Rom 5, 10; 2 Cor 5, 18-20.

[57] Cf. Jn 14, 27.

[58] Cf. Mt 5, 9; Rom 12, 18; Heb 12, 14.

[59] Cf. 1 Cor 15, 26.

[60] Cf. Jn 12, 31; Heb 2, 14-15.

[61] Cf. Ef 6, 11-17.

[62] Cf. Rom 8, 37-39.

[63] Cf. Rom 8, 2.

[64] Cf. 1 Tim 1, 8.

[65] Cf. Rom 13, 8-10.

[66] Cf. Rom 13, 1-7.

[67] Cf. Rom 8, 2-4.

[68] Cf. Rom 13, 1.

[69] Cf. Rom 13, 8-10; Gál 5, 13-14.

[70] Cf. Mt 5, 43-48; Lc 6, 27-38.

[71] Cf. Lc 10, 25-37.

[72] Cf. por ejemplo 1 Tes 2, 7-12; Flp 2, 1-4; Gál 2, 12-20; 1 Cor 13, 4-7; 2 Jn 12; 3 Jn 14; Jn 11, 1-5. 35-36; Mc 6, 34; Mt 9, 36; 18, 21 s.

[73] Cf. Jn 15, 12-13; 1 Jn 3, 16.

[74] Cf. Sant 5, 1-4.

[75] Cf. 1 Jn 3, 17.

[76] Cf. 1 Cor 11, 17-34; Instrucción Libertatis nuntius, IV, 11: AAS 76, 1984, 884; San Pablo mismo organiza una colecta en favor de los "pobres entre los santos de Jerusalén", Rom 15, 26.

[77] Cf. Rom 8, 11-21.

[78] Cf. 2 Cor 1, 22.

[79] Cf. Gál 4, 26.

[80] Cf. Cor 13, 12; 2 Cor 5, 10.

[81] Cf. 1 Jn 3, 2.

[82] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 39, par. 2.

[83] Ib.,n. 39, par. 3.

[84] Cf. Mt 24, 29-44. 46; Act 10, 42; 2 Cor 5, 10.

[85] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 42, par. 2.

[86] Cf. Jn 17, 3.

[87] Cf. Rom 6, 4; 2 Cor 5, 17; Col 3, 9-11.

[88] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, nn. 18. 20: AAS 68, 1976, 17. 19.

[89] Cf. Mt 5, 3.

[90] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 37.

[91] Cf. Constitución dogmática Lumen gentium, n. 17; Decreto Ad gentes, n. 1; Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 14: AAS 68, 1976, 13.

[92] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 40, par. 3.

[93] Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia, n. 14: AAS 77, 1985, 211-212.

[94] Cf. Instrucción Libertatis nuntius, XI, 10: AAS 76, 1984, 901.

[95] Cf. 2 Cor 8, 9.

[96] Cf. Lc 2, 7; 9, 58.

[97] Cf. Mt 6, 19-20. 24-34; 19, 21.

[98] Cf. Lc 5, 11. 28; Mt 19, 27.

[99] Cf. ls 11, 4; 61, 1; Lc 4, 18.

[100] Cf. Mc 2, 13-17; Lc 19, 1-10.

[101] Cf. Mt 8, 16; 14, 13-21; Jn 13, 29.

[102] Cf.Mt 8, 17.

[103] Cf. Pablo VI, Encíclica Populorum progressio, nn. 12. 46: AAS 59, 1967, 262-263. 280; Documento de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Puebla, n. 476.

[104] Cf. Act 2, 44-45.

[105] Cf. II Sínodo Extraordinario, Relatio finalis II, 6, 6: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 22 de diciembre de 1985, pág. 13; Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 58: AAS 68, 1976, 46-49. Juan Pablo II, Mensaje a las comunidades de base, entregado en Manaos el 10 de Julio de 1980.

[106] Cf. Mt 22, 37-40; Rom 13, 8-10.

[107] Cf. Pablo VI, Carta Apostólica Octogesima adveniens, n. 4: AAS 63, 1971, 403-404; Juan Pablo II, Discurso inaugural de Puebla, III, 7: AAS 71, 1979, 203.

[108] Cf. Juan XXIII, Encíclica Mater et Magistra, n. 235: AAS 53, 1961, 461.

[109] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 25.

[110] Cf. Juan XXIII, Encíclica Mater et Magistra, nn. 132, 133: AAS 53, 1961, 437.

[111] Cf. Pío XI, Encíclica Quadragesimo anno, nn. 79-80: AAS 23, 1931, 203; Juan XXIII, Encíclica Mater et Magistra, n. 138: AAS 53, 1961, 439; Encíclica Pacem in terris, n. 74: AAS 55, 1963, 294-295.

[112] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 18: AAS 68, 1976, 17-18; Instrucción Libertatis nuntius, XI, 9: AAS 76, 1984, 901.

[113] Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia, n. 16: AAS 77, 1985, 213-217.

[114] Cf. Pablo VI, Carta Apostólica Octogesima adveniens, n. 25: AAS 63, 1971, 419-420.

[115] Cf. Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens, n. 20: AAS 73, 1981, 629-632; Instrucción Libertatis nuntius, VII, 8; VIII, 5-9; XI, 11-14: AAS 76, 1984, 891-892. 894-895. 901-902.

[116] Cf. Mt 5, 44; Lc 6, 27-28. 35.

[117] Cf. Instrucción Libertatis nuntius, XI, 10: AAS 76, 1984, 905-906.

[118] Cf. Juan Pablo II, Homilía en Drogheda, 30 de septiembre de 1979: AAS 71, 1979, 1076-1085; Documento de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Puebla, nn. 533-534.

[119] Pío XI, Encíclica Nos es muy conocida: AAS 29, 1937, 208-209; Pablo VI, Encíclica Populorum progressio, n. 31: AAS 59, 1967, 272-273.

[120] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 76, par. 3; Decreto Apostolicam actuositatem, n. 7.

[121] Cf. Op. cit., n. 20.

[122] Cf. Op. cit., n. 5.

[123] Cf. Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens, n. 6: AAS 73, 1981, 589-592.

[124] Cf. Op. cit., cap. 5; ib., 637-647.

[125] Cf. Op. cit., n. 3; ib., 583-584; Alocución en Loreto, 11 de abril de 1985: AAS 77, 1985, 967-969.

[126] Cf. Pablo VI, Carta Apostólica Octogesima adveniens, n. 46: AAS 63, 1971, 633-635.

[127] Cf. Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens, n. 6: AAS 73, 1981, 589-592.

[128] Cf. ib.

[129] Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, n. 46: AAS 74, 1982, 137-139; Encíclica Laborem exercens, n. 23: AAS 73, 1981, 635-637; Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, art. 12: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 27 de noviembre de 1983, pág. 10.

[130] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 68; Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens, n. 15: AAS 73, 1981, 616; Discurso del 3 de Julio de 1980; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 13 de julio de 1980.

[131] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 69; Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens, nn. 12. 14: AAS 73, 1981, 605-608. 612-616.

[132] Cf. Pío XI, Encíclica Quadragesimo anno, n. 72: AAS 23, 1931, 200; Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens, n. 19: AAS 73, 1981, 625-629.

[133] Cf. Documento de la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Medellín, Justicia, I, 9; Documento de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Puebla, nn. 31. 35. 1245.

[134] Cf. Juan XXIII, Encíclica Mater et Magistra, n. 163: AAS 53, 1961, 443; Pablo VI, Encíclica Populorum progressio, n. 51: AAS 59, 1967, 282; Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático, 11 de enero de 1986: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 19 de enero de 1986.

[135] Cf. Pablo VI, Encíclica Populorum progressio, n. 55: AAS 59, 1967, 284.

[136] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 60; Juan Pablo II, Discurso en la UNESCO, 2 de junio de 1980, n. 8: AAS 72, 1984, 739-740.

[137] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 59.

[138] Cf. Declaración Gravissimum educationis, nn. 3. 6; Pío XI, Encíclica Divini illius Magistri, nn. 29. 38. 66: AAS 22, 1930, 59. 63. 68; Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, art. 15: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 27 de noviembre de 1983, pág. 10.

[139] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 29; Juan XXIII, Encíclica Pacem in terris nn. 73-74. 79: AAS 55, 1963, 294-296.

[140] Cf. Declaración Dignitatis humanae, n. 7; Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 75; Documento de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Puebla, nn. 311-314; 317-318; 548.

[141] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 19: AAS 68, 1976, 18.

[142] Cf. II Sínodo Extraordinario, Relatio finalis, II, D. 4: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 22 de diciembre de 1985, pág. 14.

[143] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 20: AAS 68, 1976, 18-19.

[144] Cf. Jn 3, 21.

[145] Cf. Pablo VI, Audiencia general, 31 de diciembre de 1975: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 4 de enero de 1976, pág. 3. Juan Pablo II ha repetido esta idea en el Discurso al “Meeting para la amistad de los pueblos”, 29 de agosto de 1982: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 5 de septiembre de 1982, pág. 1. Los obispos latinoamericanos la han evocado igualmente en el Mensaje a los pueblos de América Latina, n. 8, y en el Documento de Puebla, nn. 1188. 1192.

[146] Cf.Gál 5, 6.




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