jueves, 27 de julio de 2000

DIES DOMINI (31 DE MAYO DE 1998)


CARTA APOSTÓLICA

DIES DOMINI

DEL SANTO PADRE

JUAN PABLO II

AL EPISCOPADO, AL CLERO Y A LOS FIELES

SOBRE LA SANTIFICACIÓN DEL DOMINGO


ÍNDICE

Introducción

Capítulo I. DIES DOMINI

Celebración de la obra del Creador

«Por medio de la Palabra se hizo todo» (Jn 1,3)

«Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1)

El «shabbat»: gozoso descanso del Creador

«Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó» (Gn 2,3)

«Recordar» para «santificar»

Del sábado al domingo


Capítulo II. DIES CHRISTI

El día del Señor resucitado y el don del Espíritu

La Pascua semanal

El primer día de la semana

Diferencia progresiva del sábado

El día de la nueva creación

El octavo día, figura de la eternidad

El día de Cristo-luz

El día del don del Espíritu

El día de la fe

¡Un día irrenunciable!


Capítulo III. DIES ECCLESIAE

La asamblea eucarística, centro del domingo

La presencia del Resucitado

La asamblea eucarística

La Eucaristía dominical

El día de la Iglesia

Pueblo peregrino

Día de la esperanza

La mesa de la Palabra

La mesa del Cuerpo de Cristo

Banquete pascual y encuentro fraterno

De la Misa a la «misión»

El precepto dominical

Celebración gozosa y animada por el canto

Celebración atrayente y participada

Otros momentos del domingo cristiano

Asambleas dominicales sin sacerdote

Transmisión por radio y televisión


Capítulo IV. DIES HOMINIS

El domingo día de alegría, descanso y solidaridad

La «alegría plena» de Cristo

La observancia del sábado

El día del descanso

Día de la solidaridad


Capítulo V. DIES DIERUM

El domingo fiesta primordial, reveladora del sentido del tiempo

Cristo Alfa y Omega del tiempo

El domingo en el año litúrgico


CONCLUSIÓN


Introducción

Venerables Hermanos en el episcopado

y en el sacerdocio,

queridos hermanos y hermanas:

1. El día del Señor —como ha sido llamado el domingo desde los tiempos apostólicos—[1] ha tenido siempre, en la historia de la Iglesia, una consideración privilegiada por su estrecha relación con el núcleo mismo del misterio cristiano. En efecto, el domingo recuerda, en la sucesión semanal del tiempo, el día de la resurrección de Cristo. Es la Pascua de la semana, en la que se celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, la realización en él de la primera creación y el inicio de la «nueva creación» (cf. 2 Co 5,17). Es el día de la evocación adoradora y agradecida del primer día del mundo y a la vez la prefiguración, en la esperanza activa, del «último día», cuando Cristo vendrá en su gloria (cf. Hch 1,11; 1 Ts 4,13-17) y «hará un mundo nuevo» (cf. Ap 21,5).

Para el domingo, pues, resulta adecuada la exclamación del Salmista: «Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 118 [117],24). Esta invitación al gozo, propio de la liturgia de Pascua, muestra el asombro que experimentaron las mujeres que habían asistido a la crucifixión de Cristo cuando, yendo al sepulcro «muy temprano, el primer día después del sábado» (Mc 16,2), lo encontraron vacío. Es una invitación a revivir, de alguna manera, la experiencia de los dos discípulos de Emaús, que sentían «arder su corazón» mientras el Resucitado se les acercó y caminaba con ellos, explicando las Escrituras y revelándose «al partir el pan» (cf. Lc 24,32.35). Es el eco del gozo, primero titubeante y después arrebatador, que los Apóstoles experimentaron la tarde de aquel mismo día, cuando fueron visitados por Jesús resucitado y recibieron el don de su paz y de su Espíritu (cf. Jn 20,19-23).

2. La resurrección de Jesús es el dato originario en el que se fundamenta la fe cristiana (cf. 1 Co 15,14): una gozosa realidad, percibida plenamente a la luz de la fe, pero históricamente atestiguada por quienes tuvieron el privilegio de ver al Señor resucitado; acontecimiento que no sólo emerge de manera absolutamente singular en la historia de los hombres, sino que está en el centro del misterio del tiempo. En efecto, —como recuerda, en la sugestiva liturgia de la noche de Pascua, el rito de preparación del cirio pascual—, de Cristo «es el tiempo y la eternidad». Por esto, conmemorando no sólo una vez al año, sino cada domingo, el día de la resurrección de Cristo, la Iglesia indica a cada generación lo que constituye el eje central de la historia, con el cual se relacionan el misterio del principio y el del destino final del mundo.

Hay pues motivos para decir, como sugiere la homilía de un autor del siglo IV, que el «día del Señor» es el «señor de los días» [2]. Quienes han recibido la gracia de creer en el Señor resucitado pueden descubrir el significado de este día semanal con la emoción vibrante que hacía decir a san Jerónimo: «El domingo es el día de la resurrección; es el día de los cristianos; es nuestro día» [3]. Ésta es efectivamente para los cristianos la «fiesta primordial» [4], instituida no sólo para medir la sucesión del tiempo, sino para poner de relieve su sentido más profundo.

3. Su importancia fundamental, reconocida siempre en los dos mil años de historia, ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II: «La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón "día del Señor" o domingo» [5]. Pablo VI subrayó de nuevo esta importancia al aprobar el nuevo Calendario romano general y las Normas universales que regulan el ordenamiento del Año litúrgico [6]. La proximidad del tercer milenio, al apremiar a los creyentes a reflexionar a la luz de Cristo sobre el camino de la historia, los invita también a descubrir con nueva fuerza el sentido del domingo: su «misterio», el valor de su celebración, su significado para la existencia cristiana y humana.

Tengo en cuenta las múltiples intervenciones del magisterio e iniciativas pastorales que, en estos años posteriores al Concilio, vosotros, queridos Hermanos en el episcopado, tanto individual como conjuntamente —ayudados por vuestro clero— habéis emprendido sobre este importante tema. En los umbrales del Gran Jubileo del año 2000 he querido ofreceros esta Carta apostólica para apoyar vuestra labor pastoral en un sector tan vital. Pero a la vez deseo dirigirme a todos vosotros, queridos fieles, como haciéndome presente en cada comunidad donde todos los domingos os reunís con vuestros Pastores para celebrar la Eucaristía y el «día del Señor». Muchas de las reflexiones y sentimientos que inspiran esta Carta apostólica han madurado durante mi servicio episcopal en Cracovia y luego, después de asumir el ministerio de Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, en las visitas a las parroquias romanas, efectuadas precisamente de manera regular en los domingos de los diversos períodos del año litúrgico. En esta Carta me parece como si continuara el diálogo vivo que me gusta tener con los fieles, reflexionando con vosotros sobre el sentido del domingo y subrayando las razones para vivirlo como verdadero «día del Señor», incluso en las nuevas circunstancias de nuestro tiempo.

4. Nadie olvida en efecto que, hasta un pasado relativamente reciente, la «santificación» del domingo estaba favorecida, en los Países de tradición cristiana, por una amplia participación popular y casi por la organización misma de la sociedad civil, que preveía el descanso dominical como punto fijo en las normas sobre las diversas actividades laborales. Pero hoy, en los mismos Países en los que las leyes establecen el carácter festivo de este día, la evolución de las condiciones socioeconómicas a menudo ha terminado por modificar profundamente los comportamientos colectivos y por consiguiente la fisonomía del domingo. Se ha consolidado ampliamente la práctica del «fin de semana», entendido como tiempo semanal de reposo, vivido a veces lejos de la vivienda habitual, y caracterizado a menudo por la participación en actividades culturales, políticas y deportivas, cuyo desarrollo coincide en general precisamente con los días festivos. Se trata de un fenómeno social y cultural que tiene ciertamente elementos positivos en la medida en que puede contribuir al respeto de valores auténticos, al desarrollo humano y al progreso de la vida social en su conjunto. Responde no sólo a la necesidad de descanso, sino también a la exigencia de «hacer fiesta», propia del ser humano. Por desgracia, cuando el domingo pierde el significado originario y se reduce a un puro «fin de semana», puede suceder que el hombre quede encerrado en un horizonte tan restringido que no le permite ya ver el «cielo». Entonces, aunque vestido de fiesta, interiormente es incapaz de «hacer fiesta» [7].

A los discípulos de Cristo se pide de todos modos que no confundan la celebración del domingo, que debe ser una verdadera santificación del día del Señor, con el «fin de semana», entendido fundamentalmente como tiempo de mero descanso o diversión. A este respecto, urge una auténtica madurez espiritual que ayude a los cristianos a «ser ellos mismos», en plena coherencia con el don de la fe, dispuestos siempre a dar razón de la esperanza que hay en ellos (cf. 1 P 3,15). Esto ha de significar también una comprensión más profunda del domingo, para vivirlo, incluso en situaciones difíciles, con plena docilidad al Espíritu Santo.

5. La situación, desde este punto de vista, se presenta más bien confusa. Está, por una parte, el ejemplo de algunas Iglesias jóvenes que muestran con cuanto fervor se puede animar la celebración dominical, tanto en las ciudades como en los pueblos más alejados. Al contrario, en otras regiones, debido a las mencionadas dificultades sociológicas y quizás por la falta de fuertes motivaciones de fe, se da un porcentaje singularmente bajo de participantes en la liturgia dominical. En la conciencia de muchos fieles parece disminuir no sólo el sentido de la centralidad de la Eucaristía, sino incluso el deber de dar gracias al Señor, rezándole junto con otros dentro de la comunidad eclesial.

A todo esto se añade que, no sólo en los Países de misión, sino también en los de antigua evangelización, por escasez de sacerdotes a veces no se puede garantizar la celebración eucarística dominical en cada comunidad.

6. Ante este panorama de nuevas situaciones y sus consiguientes interrogantes, parece necesario más que nunca recuperar las motivaciones doctrinales profundas que son la base del precepto eclesial, para que todos los fieles vean muy claro el valor irrenunciable del domingo en la vida cristiana. Actuando así nos situamos en la perenne tradición de la Iglesia, recordada firmemente por el Concilio Vaticano II al enseñar que, en el domingo, «los fieles deben reunirse en asamblea a fin de que, escuchando la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, hagan memoria de la pasión, resurrección y gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los ha regenerado para una esperanza viva por medio de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (cf. 1 P 1,3)» [8].

7. En efecto, el deber de santificar el domingo, sobre todo con la participación en la Eucaristía y con un descanso lleno de alegría cristiana y de fraternidad, se comprende bien si se tienen presentes las múltiples dimensiones de ese día, al que dedicaremos atención en la presente Carta.

Este es un día que constituye el centro mismo de la vida cristiana. Si desde el principio de mi Pontificado no me ha cansado de repetir: «¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!» [9], en esta misma línea quisiera hoy invitar a todos con fuerza a descubrir de nuevo el domingo: ¡No tengáis miedo de dar vuestro tiempo a Cristo! Sí, abramos nuestro tiempo a Cristo para que él lo pueda iluminar y dirigir. Él es quien conoce el secreto del tiempo y el secreto de la eternidad, y nos entrega «su día» como un don siempre nuevo de su amor. El descubrimiento de este día es una gracia que se ha de pedir, no sólo para vivir en plenitud las exigencias propias de la fe, sino también para dar una respuesta concreta a los anhelos íntimos y auténticos de cada ser humano. El tiempo ofrecido a Cristo nunca es un tiempo perdido, sino más bien ganado para la humanización profunda de nuestras relaciones y de nuestra vida.


CAPÍTULO I

DIES DOMINI

Celebración de la obra del Creador

«Por medio de la Palabra se hizo todo» (Jn 1,3)

8. En la experiencia cristiana el domingo es ante todo una fiesta pascual, iluminada totalmente por la gloria de Cristo resucitado. Es la celebración de la «nueva creación». Pero precisamente este aspecto, si se comprende profundamente, es inseparable del mensaje que la Escritura, desde sus primeras páginas, nos ofrece sobre el designio de Dios en la creación del mundo. En efecto, si es verdad que el Verbo se hizo carne en la «plenitud de los tiempos» (Ga 4,4), no es menos verdad que, gracias a su mismo misterio de Hijo eterno del Padre, es origen y fin del universo. Lo afirma Juan en el prólogo de su Evangelio: «Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho» (1,3). Lo subraya también Pablo al escribir a los Colosenses: «Por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles [...]; todo fue creado por él y para él» (1,16). Esta presencia activa del Hijo en la obra creadora de Dios se reveló plenamente en el misterio pascual en el que Cristo, resucitando «de entre los muertos: el primero de todos» (1 Co 15,20), inauguró la nueva creación e inició el proceso que él mismo llevaría a término en el momento de su retorno glorioso, «cuando devuelve a Dios Padre su reino [...], y así Dios lo será todo para todos» (1 Co 15,24.28).

Ya en la mañana de la creación el proyecto de Dios implicaba esta «misión cósmica» de Cristo. Esta visión cristocéntrica, proyectada sobre todo el tiempo, estaba presente en la mirada complaciente de Dios cuando, al terminar todo su trabajo, «bendijo Dios el día séptimo y lo santificó» (Gn 2,3). Entonces —según el autor sacerdotal de la primera narración bíblica de la creación— empezaba el «sábado», tan característico de la primera Alianza, el cual en cierto modo preanunciaba el día sagrado de la nueva y definitiva Alianza. El mismo tema del «descanso de Dios» (cf. Gn 2,2) y del descanso ofrecido al pueblo del Éxodo con la entrada en la tierra prometida (cf. Ex 33,14; Dt 3,20; 12,9; Jos 21,44; Sal 95 [94],11), en el Nuevo Testamento recibe una nueva luz, la del definitivo «descanso sabático» (Hb 4,9) en el que Cristo mismo entró con su resurrección y en el que está llamado a entrar el pueblo de Dios, perseverando en su actitud de obediencia filial (cf. Hb 4,3-16). Es necesario, pues, releer la gran página de la creación y profundizar en la teología del «sábado», para entrar en la plena comprensión del domingo.

«Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1)

9. El estilo poético de la narración genesíaca describe muy bien el asombro que el hombre prueba ante la inmensidad de la creación y el sentimiento de adoración que deriva de ello hacia Aquél que sacó de la nada todas las cosas. Se trata de una página de profundo significado religioso, un himno al Creador del universo, señalado como el único Señor ante las frecuentes tentaciones de divinizar el mundo mismo. Es, a la vez, un himno a la bondad de la creación, plasmada totalmente por la mano poderosa y misericordiosa de Dios.

«Vio Dios que estaba bien» (Gn 1,10.12, etc.). Este estribillo, repetido durante la narración, proyecta una luz positiva sobre cada elemento del universo, dejando entrever al mismo tiempo el secreto para su comprensión apropiada y para su posible regeneración: el mundo es bueno en la medida en que permanece vinculado a sus orígenes y llega a ser bueno de nuevo, después que el pecado lo ha desfigurado, en la medida en que, con la ayuda de la gracia, vuelve a quien lo ha hecho. Esta dialéctica, obviamente, no atañe directamente a las cosas inanimadas y a los animales, sino a los seres humanos, a los cuales se ha concedido el don incomparable, pero también arriesgado, de la libertad. La Biblia, después de las narraciones de la creación, pone de relieve este contraste dramático entre la grandeza del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, y su caída, que abre en el mundo el ámbito oscuro del pecado y de la muerte (cf. Gn 3).

10. El cosmos, salido de las manos de Dios, lleva consigo la impronta de su bondad. Es un mundo bello, digno de ser admirado y gozado, aunque destinado a ser cultivado y desarrollado. La «conclusión» de la obra de Dios abre el mundo al trabajo del hombre. «Dio por concluida Dios en el séptimo día la labor que había hecho» (Gn 2,2). A través de este lenguaje antropomórfico del «trabajo» divino, la Biblia no sólo nos abre una luz sobre la misteriosa relación entre el Creador y el mundo creado, sino que proyecta también esta luz sobre el papel que el hombre tiene hacia el cosmos. El «trabajo» de Dios es de alguna manera ejemplar para el hombre. En efecto, el hombre no sólo está llamado a habitar, sino también a «construir» el mundo, haciéndose así «colaborador» de Dios. Los primeros capítulos del Génesis, como exponía en la Encíclica Laborem exercens, constituyen en cierto sentido el primer «evangelio del trabajo» [10]. Es una verdad subrayada también por el Concilio Vaticano II: «El hombre, creado a imagen de Dios, ha recibido el mandato de regir el mundo en justicia y santidad, sometiendo la tierra con todo cuanto en ella hay, y, reconociendo a Dios como creador de todas las cosas, de relacionarse a sí mismo y al universo entero con Él, de modo que, con el sometimiento de todas las cosas al hombre, sea admirable el nombre de Dios en toda la tierra» [11].

La realidad sublime del desarrollo de la ciencia, de la técnica, de la cultura en sus diversas expresiones —desarrollo cada vez más rápido y hoy incluso vertiginoso— es el fruto, en la historia del mundo, de la misión con la que Dios confió al hombre y a la mujer el cometido y la responsabilidad de llenar la tierra y de someterla mediante el trabajo, observando su Ley.

El «shabbat»: gozoso descanso del Creador

11. Si en la primera página del Génesis es ejemplar para el hombre el «trabajo» de Dios, lo es también su «descanso». «Concluyó en el séptimo día su trabajo» (Gn 2,2). Aquí tenemos también un antropomorfismo lleno de un fecundo mensaje.

En efecto, el «descanso» de Dios no puede interpretarse banalmente como una especie de «inactividad» de Dios. El acto creador que está en la base del mundo es permanente por su naturaleza y Dios nunca cesa de actuar, como Jesús mismo se preocupa de recordar precisamente con referencia al precepto del sábado: «Mi Padre actúa siempre y también yo actuó» (Jn 5,17). El descanso divino del séptimo día no se refiere a un Dios inactivo, sino que subraya la plenitud de la realización llevada a término y expresa el descanso de Dios frente a un trabajo «bien hecho» (Gn 1,31), salido de sus manos para dirigir al mismo una mirada llena de gozosa complacencia: una mirada «contemplativa», que ya no aspira a nuevas obras, sino más bien a gozar de la belleza de lo realizado; una mirada sobre todas las cosas, pero de modo particular sobre el hombre, vértice de la creación. Es una mirada en la que de alguna manera se puede intuir la dinámica «esponsal» de la relación que Dios quiere establecer con la criatura hecha a su imagen, llamándola a comprometerse en un pacto de amor. Es lo que él realizará progresivamente, en la perspectiva de la salvación ofrecida a la humanidad entera, mediante la alianza salvífica establecida con Israel y culminada después en Cristo: será precisamente el Verbo encarnado, mediante el don escatológico del Espíritu Santo y la constitución de la Iglesia como su cuerpo y su esposa, quien distribuirá el don de misericordia y la propuesta del amor del Padre a toda la humanidad.

12. En el designio del Creador hay una distinción, pero también una relación íntima entre el orden de la creación y el de la salvación. Ya lo subraya el Antiguo Testamento cuando pone el mandamiento relativo al «shabbat» respecto no sólo al misterioso «descanso» de Dios después de los días de su acción creadora (cf. Ex 20,8-11), sino también a la salvación ofrecida por él a Israel para liberarlo de la esclavitud de Egipto (cf. Dt 5,12-15). El Dios que descansa el séptimo día gozando por su creación es el mismo que manifiesta su gloria liberando a sus hijos de la opresión del faraón. En uno y otro caso se podría decir, según una imagen querida por los profetas, que él se manifiesta como el esposo ante su esposa (cf. Os 2,16-24; Jr 2,2; Is 54,4-8).

En efecto, para comprender el «shabbat», el «descanso» de Dios, como sugieren algunos elementos de la tradición hebraica misma [12], conviene destacar la intensidad esponsal que caracteriza, desde el Antiguo al Nuevo Testamento, la relación de Dios con su pueblo. Así lo expresa, por ejemplo, esta maravillosa página de Oseas: «Haré en su favor un pacto el día aquel con la bestia del campo, con el ave del cielo, con el reptil del suelo; arco, espada y guerra los quebraré lejos de esta tierra, y haré que ellos reposen en seguro. Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás al Señor» (2,20-22).

«Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó»
(Gn 2,3)

13. El precepto del sábado, que en la primera Alianza prepara el domingo de la nueva y eterna Alianza, se basa pues en la profundidad del designio de Dios. Precisamente por esto el sábado no se coloca junto a los ordenamientos meramente cultuales, como sucede con tantos otros preceptos, sino dentro del Decálogo, las «diez palabras» que delimitan los fundamentos de la vida moral inscrita en el corazón de cada hombre. Al analizar este mandamiento en la perspectiva de las estructuras fundamentales de la ética, Israel y luego la Iglesia no lo consideran una mera disposición de disciplina religiosa comunitaria, sino una expresión específica e irrenunciable de su relación con Dios, anunciada y propuesta por la revelación bíblica. Con en esta perspectiva es como se ha de descubrir hoy este precepto por parte de los cristianos. Si este precepto tiene también una convergencia natural con la necesidad humana del descanso, sin embargo es necesario referirse a la fe para descubrir su sentido profundo y no correr el riesgo de banalizarlo y traicionarlo.

14. El día del descanso es tal ante todo porque es el día «bendecido» y «santificado» por Dios, o sea, separado de los otros días para ser, entre todos, el «día del Señor».

Para comprender plenamente el sentido de esta «santificación» del sábado, en la primera narración bíblica de la creación, conviene mirar el conjunto del texto del cual emerge claramente como cada realidad está orientada, sin excepciones, hacia Dios. El tiempo y el espacio le pertenecen. Él no es el Dios de un solo día, sino el Dios de todos los días del hombre.

Por tanto, si él «santifica» el séptimo día con una bendición especial y lo hace «su día» por excelencia, esto se ha de entender precisamente en la dinámica profunda del diálogo de alianza, es más, del diálogo «esponsal». Es un diálogo de amor que no conoce interrupciones y que sin embargo no es monocorde. En efecto, se desarrolla considerando las diversas facetas del amor, desde las manifestaciones ordinarias e indirectas a las más intensas, que las palabras de la Escritura y los testimonios de tantos místicos no temen también en describir como imágenes sacadas de la experiencia del amor nupcial.

15. En realidad, toda la vida del hombre y todo su tiempo deben ser vividos como alabanza y agradecimiento al Creador. Pero la relación del hombre con Dios necesita también momentos de oración explícita, en los que dicha relación se convierte en diálogo intenso, que implica todas las dimensiones de la persona. El «día del Señor» es, por excelencia, el día de esta relación, en la que el hombre eleva a Dios su canto, haciéndose voz de toda la creación.

Precisamente por esto es también el día del descanso. La interrupción del ritmo a menudo avasallador de las ocupaciones expresa, con el lenguaje plástico de la «novedad» y del «desapego», el reconocimiento de la dependencia propia y del cosmos respecto a Dios. ¡Todo es de Dios! El día del Señor recalca continuamente este principio. El «sábado» ha sido pues interpretado sugestivamente como un elemento típico de aquella especie de «arquitectura sacra» del tiempo que caracteriza la revelación bíblica [13]. El sábado recuerda que el tiempo y la historia pertenecen a Dios y que el hombre no puede dedicarse a su obra de colaborador del Creador en el mundo sin tomar constantemente conciencia de esta verdad.

«Recordar» para «santificar»

16. El mandamiento del Decálogo con el que Dios impone la observancia del sábado tiene, en el libro del Éxodo, una formulación característica: «Recuerda el día del sábado para santificarlo» (20,8). Más adelante el texto inspirado da su motivación refiriéndose a la obra de Dios: «Pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado y lo hizo sagrado» (v. 11). Antes de imponer algo que hacer el mandamiento señala algo que recordar. Invita a recordar la obra grande y fundamental de Dios como es la creación. Es un recuerdo que debe animar toda la vida religiosa del hombre, para confluir después en el día en que el hombre es llamado a descansar. El descanso asume así un valor típicamente sagrado: el fiel es invitado a descansar no sólo como Dios ha descansado, sino a descansar en el Señor, refiriendo a él toda la creación, en la alabanza, en la acción de gracias, en la intimidad filial y en la amistad esponsal.

17. El tema del «recuerdo» de las maravillas hechas por Dios, en relación con el descanso sabático, se encuentra también en el texto del Deuteronomio (5,12-15), donde el fundamento del precepto se apoya no tanto en la obra de la creación, cuanto en la de la liberación llevada a cabo por Dios en el Éxodo: «Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto y que el Señor tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo; por eso el Señor tu Dios te ha mandado guardar el día del sábado» (Dt 5,15).

Esta formulación parece complementaria de la anterior. Consideradas juntas, manifiestan el sentido del «día del Señor» en una perspectiva unitaria de teología de la creación y de la salvación. El contenido del precepto no es pues primariamente una interrupción del trabajo, sino la celebración de las maravillas obradas por Dios.

En la medida en que este «recuerdo», lleno de agradecimiento y alabanza hacia Dios, está vivo, el descanso del hombre, en el día del Señor, asume también su pleno significado. Con el descanso el hombre entra en la dimensión del «descanso» de Dios y participa del mismo profundamente, haciéndose así capaz de experimentar la emoción de aquel mismo gozo que el Creador experimentó después de la creación viendo «cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (Gn 1,31).

Del sábado al domingo

18. Dado que el tercer mandamiento depende esencialmente del recuerdo de las obras salvíficas de Dios, los cristianos, percibiendo la originalidad del tiempo nuevo y definitivo inaugurado por Cristo, han asumido como festivo el primer día después del sábado, porque en él tuvo lugar la resurrección del Señor. En efecto, el misterio pascual de Cristo es la revelación plena del misterio de los orígenes, el vértice de la historia de la salvación y la anticipación del fin escatológico del mundo. Lo que Dios obró en la creación y lo que hizo por su pueblo en el Éxodo encontró en la muerte y resurrección de Cristo su cumplimiento, aunque la realización definitiva se descubrirá sólo en la parusía con su venida gloriosa. En él se realiza plenamente el sentido «espiritual» del sábado, como subraya san Gregorio Magno: «Nosotros consideramos como verdadero sábado la persona de nuestro Redentor, Nuestro Señor Jesucristo» [14]. Por esto, el gozo con el que Dios contempla la creación, hecha de la nada en el primer sábado de la humanidad, está ya expresado por el gozo con el que Cristo, el domingo de Pascua, se apareció a los suyos llevándoles el don de la paz y del Espíritu (cf. Jn 20,19-23). En efecto, en el misterio pascual la condición humana y con ella toda la creación, «que gime y sufre hasta hoy los dolores de parto» (Rm 8,22), ha conocido su nuevo «éxodo» hacia la libertad de los hijos de Dios que pueden exclamar, con Cristo, «¡Abbá, Padre!» (Rm 8,15; Ga 4,6). A la luz de este misterio, el sentido del precepto veterotestamentario sobre el día del Señor es recuperado, integrado y revelado plenamente en la gloria que brilla en el rostro de Cristo resucitado (cf. 2 Co 4,6). Del «sábado» se pasa al «primer día después del sábado»; del séptimo día al primer día: el dies Domini se convierte en el dies Christi!


CAPÍTULO II

DIES CHRISTI

El día del Señor resucitado y el don del Espíritu

La Pascua semanal

19. «Celebramos el domingo por la venerable resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, no sólo en Pascua, sino cada semana»: así escribía, a principios del siglo V, el Papa Inocencio I [15], testimoniando una práctica ya consolidada que se había ido desarrollando desde los primeros años después de la resurrección del Señor. San Basilio habla del «santo domingo, honrado por la resurrección del Señor, primicia de todos los demás días» [16]. San Agustín llama al domingo «sacramento de la Pascua» [17].

Esta profunda relación del domingo con la resurrección del Señor es puesta de relieve con fuerza por todas las Iglesias, tanto en Occidente como en Oriente. En la tradición de las Iglesias orientales, en particular, cada domingo es la anastásimos heméra, el día de la resurrección [18], y precisamente por ello es el centro de todo el culto.

A la luz de esta tradición ininterrumpida y universal, se ve claramente que, aunque el día del Señor tiene sus raíces —como se ha dicho— en la obra misma de la creación y, más directamente, en el misterio del «descanso» bíblico de Dios, sin embargo, se debe hacer referencia específica a la resurrección de Cristo para comprender plenamente su significado. Es lo que sucede con el domingo cristiano, que cada semana propone a la consideración y a la vida de los fieles el acontecimiento pascual, del que brota la salvación del mundo.

20. Según el concorde testimonio evangélico, la resurrección de Jesucristo de entre los muertos tuvo lugar «el primer día después del sábado» (Mc 16,2.9; Lc 24,1; Jn 20,1). Aquel mismo día el Resucitado se manifestó a los dos discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35) y se apareció a los once Apóstoles reunidos (cf. Lc 24,36; Jn 20,19). Ocho días después —como testimonia el Evangelio de Juan (cf. 20,26)— los discípulos estaban nuevamente reunidos cuando Jesús se les apareció y se hizo reconocer por Tomás, mostrándole las señales de la pasión. Era domingo el día de Pentecostés, primer día de la octava semana después de la pascua judía (cf. Hch 2,1), cuando con la efusión del Espíritu Santo se cumplió la promesa hecha por Jesús a los Apóstoles después de la resurrección (cf. Lc 24,49; Hch 1,4-5). Fue el día del primer anuncio y de los primeros bautismos: Pedro proclamó a la multitud reunida que Cristo había resucitado y «los que acogieron su palabra fueron bautizados» (Hch 2,41). Fue la epifanía de la Iglesia, manifestada como pueblo en el que se congregan en unidad, más allá de toda diversidad, los hijos de Dios dispersos.

El primer día de la semana

21. Sobre esta base y desde los tiempos apostólicos, «el primer día después del sábado», primero de la semana, comenzó a marcar el ritmo mismo de la vida de los discípulos de Cristo (cf. 1 Co 16,2). «Primer día después del sábado» era también cuando los fieles de Tróada se encontraban reunidos «para la fracción del pan», Pablo les dirigió un discurso de despedida y realizó un milagro para reanimar al joven Eutico (cf. Hch 20,7-12). El libro del Apocalipsis testimonia la costumbre de llamar a este primer día de la semana el «día del Señor» (1,10). De hecho, ésta será una de las características que distinguirá a los cristianos respecto al mundo circundante. Lo advertía, desde principios del siglo II, el gobernador de Bitinia, Plinio el Joven, constatando la costumbre de los cristianos «de reunirse un día fijo antes de salir el sol y de cantar juntos un himno a Cristo como a un dios» [19]. En efecto, cuando los cristianos decían «día del Señor», lo hacían dando a este término el pleno significado que deriva del mensaje pascual: «Cristo Jesús es Señor» (Fl 2,11; cf. Hch 2,36; 1 Co 12,3). De este modo se reconocía a Cristo el mismo título con el que los Setenta traducían, en la revelación del Antiguo Testamento, el nombre propio de Dios, JHWH, que no era lícito pronunciar.

22. En los primeros tiempos de la Iglesia el ritmo semanal de los días no era conocido generalmente en las regiones donde se difundía el Evangelio, y los días festivos de los calendarios griego y romano no coincidían con el domingo cristiano. Esto comportaba para los cristianos una notable dificultad para observar el día del Señor con su carácter fijo semanal. Así se explica por qué los cristianos se veían obligados a reunirse antes del amanecer [20]. Sin embargo, se imponía la fidelidad al ritmo semanal, basada en el Nuevo Testamento y vinculada a la revelación del Antiguo Testamento. Lo subrayan los Apologistas y los Padres de la Iglesia en sus escritos y predicaciones. El misterio pascual era ilustrado con aquellos textos de la Escritura que, según el testimonio de san Lucas (cf. 24,27.44-47), Cristo resucitado debía haber explicado a los discípulos. A la luz de esos textos, la celebración del día de la resurrección asumía un valor doctrinal y simbólico capaz de expresar toda la novedad del misterio cristiano.

Diferencia progresiva del sábado

23. La catequesis de los primeros siglos insiste en esta novedad, tratando de distinguir el domingo del sábado judío. El sábado los judíos debían reunirse en la sinagoga y practicar el descanso prescrito por la Ley. Los Apóstoles, y en particular san Pablo, continuaron frecuentando en un primer momento la sinagoga para anunciar a Jesucristo, comentando «las escrituras de los profetas que se leen cada sábado» (Hch 13,27). En algunas comunidades se podía ver como la observancia del sábado coexistía con la celebración dominical. Sin embargo, bien pronto se empezó a distinguir los dos días de forma cada vez más clara, sobre todo para reaccionar ante la insistencia de los cristianos que, proviniendo del judaísmo, tendían a conservar la obligación de la antigua Ley. San Ignacio de Antioquía escribe: «Si los que se habían criado en el antiguo orden de cosas vinieron a una nueva esperanza, no guardando ya el sábado, sino viviendo según el día del Señor, día en el que surgió nuestra vida por medio de él y de su muerte [...], misterio por el cual recibimos la fe y en el cual perseveramos para ser hallados como discípulos de Cristo, nuestro único Maestro, ¿cómo podremos vivir sin él, a quien los profetas, discípulos suyos en el Espíritu, esperaban como a su maestro?» [21]. A su vez, san Agustín observa: «Por esto el Señor imprimió también su sello a su día, que es el tercero después de la pasión. Este, sin embargo, en el ciclo semanal es el octavo después del séptimo, es decir, después del sábado hebraico y el primer día de la semana» [22]. La diferencia del domingo respecto al sábado judío se fue consolidando cada vez más en la conciencia eclesial, aunque en ciertos períodos de la historia, por el énfasis dado a la obligación del descanso festivo, se dará una cierta tendencia de «sabatización» del día del Señor. No han faltado sectores de la cristiandad en los que el sábado y el domingo se han observado como «dos días hermanos» [23].

El día de la nueva creación


24. La comparación del domingo cristiano con la concepción sabática, propia del Antiguo Testamento, suscitó también investigaciones teológicas de gran interés. En particular, se puso de relieve la singular conexión entre la resurrección y la creación. En efecto, la reflexión cristiana relacionó espontáneamente la resurrección ocurrida «el primer día de la semana» con el primer día de aquella semana cósmica (cf. Gn 1,1-2,4), con la que el libro del Génesis narra el hecho de la creación: el día de la creación de la luz (cf. 1,3-5). Esta relación invita a comprender la resurrección como inicio de una nueva creación, cuya primicia es Cristo glorioso, siendo él, «primogénito de toda la creación» (Col 1,15), también el «primogénito de entre los muertos» (Col 1,18).

25. El domingo es pues el día en el cual, más que en ningún otro, el cristiano está llamado a recordar la salvación que, ofrecida en el bautismo, le hace hombre nuevo en Cristo. «Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que resucitó de entre los muertos» (Col 2,12; cf. Rm 6,4-6). La liturgia señala esta dimensión bautismal del domingo, sea exhortando a celebrar los bautismos, además de en la Vigilia pascual, también en este día semanal «en que la Iglesia conmemora la resurrección del Señor» [24], sea sugiriendo, como oportuno rito penitencial al inicio de la Misa, la aspersión con el agua bendita, que recuerda el bautismo con el que nace toda existencia cristiana [25].

El octavo día, figura de la eternidad

26. Por otra parte, el hecho de que el sábado fuera el séptimo día de la semana llevó a considerar el día del Señor a la luz de un simbolismo complementario, muy querido por los Padres: el domingo, además de primer día, es también el «día octavo», situado, respecto a la sucesión septenaria de los días, en una posición única y trascendente, evocadora no sólo del inicio del tiempo, sino también de su final en el «siglo futuro». San Basilio explica que el domingo significa el día verdaderamente único que seguirá al tiempo actual, el día sin término que no conocerá ni tarde ni mañana, el siglo imperecedero que no podrá envejecer; el domingo es el preanuncio incesante de la vida sin fin que reanima la esperanza de los cristianos y los alienta en su camino [26]. En la perspectiva del último día, que realiza plenamente el simbolismo anticipador del sábado, san Agustín concluye las Confesiones hablando del eschaton como «paz del descanso, paz del sábado, paz sin ocaso» [27]. La celebración del domingo, día «primero» y a la vez «octavo», proyecta al cristiano hacia la meta de la vida eterna [28].

El día de Cristo-luz


27. En esta perspectiva cristocéntrica se comprende otro valor simbólico que la reflexión creyente y la práctica pastoral dieron al día del Señor. En efecto, una aguda intuición pastoral sugirió a la Iglesia cristianizar, para el domingo, el contenido del «día del sol», expresión con la que los romanos denominaban este día y que aún hoy aparece en algunas lenguas contemporáneas [29], apartando a los fieles de la seducción de los cultos que divinizaban el sol y orientando la celebración de este día hacia Cristo, verdadero «sol» de la humanidad. San Justino, escribiendo a los paganos, utiliza la terminología corriente para señalar que los cristianos hacían su reunión «en el día llamado del sol» [30], pero la referencia a esta expresión tiene ya para los creyentes un sentido nuevo, perfectamente evangélico [31]. En efecto, Cristo es la luz del mundo (cf. Jn 9,5; cf. también 1,4-5.9), y el día conmemorativo de su resurrección es el reflejo perenne, en la sucesión semanal del tiempo, de esta epifanía de su gloria. El tema del domingo como día iluminado por el triunfo de Cristo resucitado encuentra un eco en la Liturgia de las Horas [32] y tiene un particular énfasis en la vigilia nocturna que en las liturgias orientales prepara e introduce el domingo. Al reunirse en este día la Iglesia hace suyo, de generación en generación, el asombro de Zacarías cuando dirige su mirada hacia Cristo anunciándolo como el «sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte» (Lc 1,78-79), y vibra en sintonía con la alegría experimentada por Simeón al tomar en brazos al Niño divino venido como «luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2,32).

El día del don del Espíritu

28. Día de la luz, el domingo podría llamarse también, con referencia al Espíritu Santo, día del «fuego». En efecto, la luz de Cristo está íntimamente vinculada al «fuego» del Espíritu y ambas imágenes indican el sentido del domingo cristiano [33]. Apareciéndose a los Apóstoles la tarde de Pascua, Jesús sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23). La efusión del Espíritu fue el gran don del Resucitado a sus discípulos el domingo de Pascua. Era también domingo cuando, cincuenta días después de la resurrección, el Espíritu, como «viento impetuoso» y «fuego» (Hch 2,2-3), descendió con fuerza sobre los Apóstoles reunidos con María. Pentecostés no es sólo el acontecimiento originario, sino el misterio que anima permanentemente a la Iglesia [34]. Si este acontecimiento tiene su tiempo litúrgico fuerte en la celebración anual con la que se concluye el «gran domingo» [35], éste, precisamente por su íntima conexión con el misterio pascual, permanece también inscrito en el sentido profundo de cada domingo. La «Pascua de la semana» se convierte así como en el «Pentecostés de la semana», donde los cristianos reviven la experiencia gozosa del encuentro de los Apóstoles con el Resucitado, dejándose vivificar por el soplo de su Espíritu.

El día de la fe

29. Por todas estas dimensiones que lo caracterizan, el domingo es por excelencia el día de la fe. En él el Espíritu Santo, «memoria» viva de la Iglesia (cf. Jn 14, 26), hace de la primera manifestación del Resucitado un acontecimiento que se renueva en el «hoy» de cada discípulo de Cristo. Ante él, en la asamblea dominical, los creyentes se sienten interpelados como el apóstol Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Jn 20, 27). Sí, el domingo es el día de la fe. Lo subraya el hecho de que la liturgia eucarística dominical, así como la de las solemnidades litúrgicas, prevé la profesión de fe. El «Credo», recitado o cantado, pone de relieve el carácter bautismal y pascual del domingo, haciendo del mismo el día en el que, por un título especial, el bautizado renueva su adhesión a Cristo y a su Evangelio con la vivificada conciencia de las promesas bautismales. Acogiendo la Palabra y recibiendo el Cuerpo del Señor, contempla a Jesús resucitado, presente en los «santos signos», y confiesa con el apóstol Tomás «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).

¡Un día irrenunciable!

30. Se comprende así por qué, incluso en el contexto de las dificultades de nuestro tiempo, la identidad de este día debe ser salvaguardada y sobre todo vivida profundamente. Un autor oriental de principios del siglo III refiere que ya entonces en cada región los fieles santificaban regularmente el domingo [36]. La práctica espontánea pasó a ser después norma establecida jurídicamente: el día del Señor ha marcado la historia bimilenaria de la Iglesia. ¿Cómo se podría pensar que no continúe caracterizando su futuro? Los problemas que en nuestro tiempo pueden hacer más difícil la práctica del precepto dominical encuentran una Iglesia sensible y maternalmente atenta a las condiciones de cada uno de sus hijos. En particular, se siente llamada a una nueva labor catequética y pastoral, para que ninguno, en las condiciones normales de vida, se vea privado del flujo abundante de gracia que lleva consigo la celebración del día del Señor. En este mismo sentido, ante una hipótesis de reforma del calendario eclesial en relación con variaciones de los sistemas del calendario civil, el Concilio Ecuménico Vaticano II declara que la Iglesia «no se opone a los diferentes sistemas [...], siempre que garanticen y conserven la semana de siete días con el domingo» [37]. A las puertas del tercer Milenio, la celebración del domingo cristiano, por los significados que evoca y las dimensiones que implica en relación con los fundamentos mismos de la fe, continúa siendo un elemento característico de la identidad cristiana.


CAPÍTULO III

DIES ECCLESIAE

La asamblea eucarística, centro del domingo

La presencia del Resucitado

31. «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta promesa de Cristo sigue siendo escuchada en la Iglesia como secreto fecundo de su vida y fuente de su esperanza. Aunque el domingo es el día de la resurrección, no es sólo el recuerdo de un acontecimiento pasado, sino que es celebración de la presencia viva del Resucitado en medio de los suyos.

Para que esta presencia sea anunciada y vivida de manera adecuada no basta que los discípulos de Cristo oren individualmente y recuerden en su interior, en lo recóndito de su corazón, la muerte y resurrección de Cristo. En efecto, los que han recibido la gracia del bautismo no han sido salvados sólo a título personal, sino como miembros del Cuerpo místico, que han pasado a formar parte del Pueblo de Dios [38]. Por eso es importante que se reúnan, para expresar así plenamente la identidad misma de la Iglesia, la ekklesía, asamblea convocada por el Señor resucitado, el cual ofreció su vida «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52). Todos ellos se han hecho «uno» en Cristo (cf. Ga 3,28) mediante el don del Espíritu. Esta unidad se manifiesta externamente cuando los cristianos se reúnen: toman entonces plena conciencia y testimonian al mundo que son el pueblo de los redimidos formado por «hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5,9). En la asamblea de los discípulos de Cristo se perpetúa en el tiempo la imagen de la primera comunidad cristiana, descrita como modelo por Lucas en los Hechos de los Apóstoles, cuando relata que los primeros bautizados «acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (2,42).

La asamblea eucarística

32. Esta realidad de la vida eclesial tiene en la Eucaristía no sólo una fuerza expresiva especial, sino como su «fuente» [39]. La Eucaristía nutre y modela a la Iglesia: «Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Co 10,17). Por esta relación vital con el sacramento del Cuerpo y Sangre del Señor, el misterio de la Iglesia es anunciado, gustado y vivido de manera insuperable en la Eucaristía [40].

La dimensión intrínsecamente eclesial de la Eucaristía se realiza cada vez que se celebra. Pero se expresa de manera particular el día en el que toda la comunidad es convocada para conmemorar la resurrección del Señor. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña de manera significativa que «la celebración dominical del día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia» [41].

33. En efecto, precisamente en la Misa dominical es donde los cristianos reviven de manera particularmente intensa la experiencia que tuvieron los Apóstoles la tarde de Pascua, cuando el Resucitado se les manifestó estando reunidos (cf. Jn 20,19). En aquel pequeño núcleo de discípulos, primicia de la Iglesia, estaba en cierto modo presente el Pueblo de Dios de todos los tiempos. A través de su testimonio llega a cada generación de los creyentes el saludo de Cristo, lleno del don mesiánico de la paz, comprada con su sangre y ofrecida junto con su Espíritu: «¡Paz a vosotros!» Al volver Cristo entre ellos «ocho días más tarde» (Jn 20,26), se ve prefigurada en su origen la costumbre de la comunidad cristiana de reunirse cada octavo día, en el «día del Señor» o domingo, para profesar la fe en su resurrección y recoger los frutos de la bienaventuranza prometida por él: «Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20,29). Esta íntima relación entre la manifestación del Resucitado y la Eucaristía es sugerida por el Evangelio de Lucas en la narración sobre los dos discípulos de Emaús, a los que acompañó Cristo mismo, guiándolos hacia la comprensión de la Palabra y sentándose después a la mesa con ellos, que lo reconocieron cuando «tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando» (24,30). Los gestos de Jesús en este relato son los mismos que él hizo en la Última Cena, con una clara alusión a la «fracción del pan», como se llamaba a la Eucaristía en la primera generación cristiana.

La Eucaristía dominical

34. Ciertamente, la Eucaristía dominical no tiene en sí misma un estatuto diverso de la que se celebra cualquier otro día, ni es separable de toda la vida litúrgica y sacramental. Ésta es, por su naturaleza, una epifanía de la Iglesia [42], que tiene su momento más significativo cuando la comunidad diocesana se reúne en oración con su propio Pastor: «La principal manifestación de la Iglesia tiene lugar en la participación plena y activa de todo el Pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, especialmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto a un único altar, que el Obispo preside rodeado de su presbiterio y sus ministros» [43]. La vinculación con el Obispo y con toda la comunidad eclesial es propia de cada liturgia eucarística, que se celebre en cualquier día de la semana, aunque no sea presidida por él. Lo expresa la mención del Obispo en la oración eucarística.

La Eucaristía dominical, sin embargo, con la obligación de la presencia comunitaria y la especial solemnidad que la caracterizan, precisamente porque se celebra «el día en que Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho partícipes de su vida inmortal» [44], subraya con nuevo énfasis la propia dimensión eclesial, quedando como paradigma para las otras celebraciones eucarísticas. Cada comunidad, al reunir a todos sus miembros para la «fracción del pan», se siente como el lugar en el que se realiza concretamente el misterio de la Iglesia. En la celebración misma la comunidad se abre a la comunión con la Iglesia universal [45], implorando al Padre que se acuerde «de la Iglesia extendida por toda la tierra», y la haga crecer, en la unidad de todos los fieles con el Papa y con los Pastores de cada una de las Iglesias, hasta su perfección en el amor.

El día de la Iglesia

35. El dies Domini se manifiesta así también como dies Ecclesiae. Se comprende entonces por qué la dimensión comunitaria de la celebración dominical deba ser particularmente destacada a nivel pastoral. Como he tenido oportunidad de recordar en otra ocasión, entre las numerosas actividades que desarrolla una parroquia «ninguna es tan vital o formativa para la comunidad como la celebración dominical del día del Señor y de su Eucaristía» [46]. En este sentido, el Concilio Vaticano II ha recordado la necesidad de «trabajar para que florezca el sentido de comunidad parroquial, sobre todo en la celebración común de la misa dominical» [47]. En la misma línea se sitúan las orientaciones litúrgicas sucesivas, pidiendo que las celebraciones eucarísticas que normalmente tienen lugar en otras iglesias y capillas estén coordinadas con la celebración de la iglesia parroquial, precisamente para «fomentar el sentido de la comunidad eclesial, que se manifiesta y alimenta especialmente en la celebración comunitaria del domingo, sea en torno al Obispo, especialmente en la catedral, sea en la asamblea parroquial, cuyo pastor hace las veces del Obispo» [48].

36. La asamblea dominical es un lugar privilegiado de unidad. En efecto, en ella se celebra el sacramentum unitatis que caracteriza profundamente a la Iglesia, pueblo reunido «por» y «en» la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo [49]. En dicha asamblea las familias cristianas viven una de las manifestaciones más cualificadas de su identidad y de su «ministerio» de «iglesias domésticas», cuando los padres participan con sus hijos en la única mesa de la Palabra y del Pan de vida [50]. A este respecto, se ha de recordar que corresponde ante todo a los padres educar a sus hijos para la participación en la Misa dominical, ayudados por los catequistas, los cuales se han de preocupar de incluir en el proceso formativo de los muchachos que les han sido confiados la iniciación a la Misa, ilustrando el motivo profundo de la obligatoriedad del precepto. A ello contribuirá también, cuando las circunstancias lo aconsejen, la celebración de Misas para niños, según las varias modalidades previstas por las normas litúrgicas [51].

En las Misas dominicales de la parroquia, como «comunidad eucarística» [52], es normal que se encuentren los grupos, movimientos, asociaciones y las pequeñas comunidades religiosas presentes en ella. Esto les permite experimentar lo que es más profundamente común para ellos, más allá de las orientaciones espirituales específicas que legítimamente les caracterizan, con obediencia al discernimiento de la autoridad eclesial [53]. Por esto en domingo, día de la asamblea, no se han de fomentar las Misas de los grupos pequeños: no se trata únicamente de evitar que a las asambleas parroquiales les falte el necesario ministerio de los sacerdotes, sino que se ha de procurar salvaguardar y promover plenamente la unidad de la comunidad eclesial [54]. Corresponde al prudente discernimiento de los Pastores de las Iglesias particulares autorizar una eventual y muy concreta derogación de esta norma, en consideración de particulares exigencias formativas y pastorales, teniendo en cuenta el bien de las personas y de los grupos, y especialmente los frutos que pueden beneficiar a toda la comunidad cristiana.

Pueblo peregrino

37. En la perspectiva del camino de la Iglesia en el tiempo, la referencia a la resurrección de Cristo y el ritmo semanal de esta solemne conmemoración ayudan a recordar el carácter peregrino y la dimensión escatológica del Pueblo de Dios. En efecto, de domingo en domingo, la Iglesia se encamina hacia el último «día del Señor», el domingo que no tiene fin. En realidad, la espera de la venida de Cristo forma parte del misterio mismo de la Iglesia [55] y se hace visible en cada celebración eucarística. Pero el día del Señor, al recordar de manera concreta la gloria de Cristo resucitado, evoca también con mayor intensidad la gloria futura de su «retorno». Esto hace del domingo el día en el que la Iglesia, manifestando más claramente su carácter «esponsal», anticipa de algún modo la realidad escatológica de la Jerusalén celestial. Al reunir a sus hijos en la asamblea eucarística y educarlos para la espera del «divino Esposo», la Iglesia hace como un «ejercicio del deseo» [56], en el que prueba el gozo de los nuevos cielos y de la nueva tierra, cuando la ciudad santa, la nueva Jerusalén, bajará del cielo, de junto a Dios, «engalanada como una novia ataviada para su esposo» (Ap 21,2).

Día de la esperanza

38. Desde este punto de vista, si el domingo es el día de la fe, no es menos el día de la esperanza cristiana. En efecto, la participación en la «cena del Señor» es anticipación del banquete escatológico por las «bodas del Cordero» (Ap 19,9). Al celebrar el memorial de Cristo, que resucitó y ascendió al cielo, la comunidad cristiana está a la espera de «la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo» [57]. Vivida y alimentada con este intenso ritmo semanal, la esperanza cristiana es fermento y luz de la esperanza humana misma. Por este motivo, en la oración «universal» se recuerdan no sólo las necesidades de la comunidad cristiana, sino las de toda la humanidad; la Iglesia, reunida para la celebración de la Eucaristía, atestigua así al mundo que hace suyos «el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos» [58]. Finalmente, la Iglesia, —al culminar con el ofrecimiento eucarístico dominical el testimonio que sus hijos, inmersos en el trabajo y los diversos cometidos de la vida, se esfuerzan en dar todos los días de la semana con el anuncio del Evangelio y la práctica de la caridad—, manifiesta de manera más evidente que es «como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» [59].

La mesa de la Palabra

39. En la asamblea dominical, como en cada celebración eucarística, el encuentro con el Resucitado se realiza mediante la participación en la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida. La primera continúa ofreciendo la comprensión de la historia de la salvación y, particularmente, la del misterio pascual que el mismo Jesús resucitado dispensó a los discípulos: «está presente en su palabra, pues es él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura» [60]. En la segunda se hace real, sustancial y duradera la presencia del Señor resucitado a través del memorial de su pasión y resurrección, y se ofrece el Pan de vida que es prenda de la gloria futura. El Concilio Vaticano II ha recordado que «la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística, están tan estrechamente unidas entre sí, que constituyen un único acto de culto» [61]. El mismo Concilio ha establecido que, «para que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con mayor abundancia para los fieles, ábranse con mayor amplitud los tesoros bíblicos» [62]. Ha dispuesto, además, que en las Misas de los domingos, así como en las de los días de precepto, no se omita la homilía si no es por causa grave [63]. Estas oportunas disposiciones han tenido un eco fiel en la reforma litúrgica, a propósito de la cual el Papa Pablo VI, al comentar la abundancia de lecturas bíblicas que se ofrecen para los domingos y días festivos, escribía: «Todo esto se ha ordenado con el fin de aumentar cada vez más en los fieles el "hambre y sed de escuchar la palabra del Señor" (cf. Am 8,11) que, bajo la guía del Espíritu Santo, impulse al pueblo de la nueva alianza a la perfecta unidad de la Iglesia» [64].

40. Transcurridos más de treinta años desde el Concilio, es necesario verificar, mientras reflexionamos sobre la Eucaristía dominical, de que manera se proclama la Palabra de Dios, así como el crecimiento efectivo del conocimiento y del aprecio por la Sagrada Escritura en el Pueblo de Dios [65]. Ambos aspectos, el de la celebración y el de la experiencia vivida, se relacionan íntimamente. Por una parte, la posibilidad ofrecida por el Concilio de proclamar la Palabra de Dios en la lengua propia de la comunidad que participa, debe llevar a sentir una «nueva responsabilidad» ante la misma, haciendo « resplandecer, desde el mismo modo de leer o de cantar, elcarácter peculiar del texto sagrado» [66]. Por otra, es preciso que la escucha de la Palabra de Dios proclamada esté bien preparada en el ánimo de los fieles por un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura y, donde sea posible pastoralmente, por iniciativas específicas de profundización de los textos bíblicos, especialmente los de las Misas festivas. En efecto, si la lectura del texto sagrado, hecha con espíritu de oración y con docilidad a la interpretación eclesial [67], no anima habitualmente la vida de las personas y de las familias cristianas, es difícil que la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios pueda, por sí sola, producir los frutos esperados. Son muy loables, pues, las iniciativas con las que las comunidades parroquiales, preparan la liturgia dominical durante la semana, comprometiendo a cuantos participan en la Eucaristía —sacerdotes, ministros y fieles—[68], a reflexionar previamente sobre la Palabra de Dios que será proclamada. El objetivo al que se ha de tender es que toda la celebración, en cuanto oración, escucha, canto, y no sólo la homilía, exprese de algún modo el mensaje de la liturgia dominical, de manera que éste pueda incidir más eficazmente en todos los que toman parte en ella. Naturalmente se confía mucho en la responsabilidad de quienes ejercen el ministerio de la Palabra. A ellos les toca preparar con particular cuidado, mediante el estudio del texto sagrado y la oración, el comentario a la palabra del Señor, expresando fielmente sus contenidos y actualizándolos en relación con los interrogantes y la vida de los hombres de nuestro tiempo.

41. No se ha de olvidar, por lo demás, que la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza. El Pueblo de Dios, por su parte, se siente llamado a responder a este diálogo de amor con la acción de gracias y la alabanza, pero verificando al mismo tiempo su fidelidad en el esfuerzo de una continua «conversión». La asamblea dominical compromete de este modo a una renovación interior de las promesas bautismales, que en cierto modo están implícitas al recitar el Credo y que la liturgia prevé expresamente en la celebración de la vigilia pascual o cuando se administra el bautismo durante la Misa. En este marco, la proclamación de la Palabra en la celebración eucarística del domingo adquiere el tono solemne que ya el Antiguo Testamento preveía para los momentos de renovación de la Alianza, cuando se proclamaba la Ley y la comunidad de Israel era llamada, como el pueblo del desierto a los pies del Sinaí (cf. Ex 19,7-8; 24,3.7), a confirmar su «sí», renovando la opción de fidelidad a Dios y de adhesión a sus preceptos. En efecto, Dios, al comunicar su Palabra, espera nuestra respuesta; respuesta que Cristo dio ya por nosotros con su «Amén» (cf. 2 Co 1,20-22) y que el Espíritu Santo hace resonar en nosotros de modo que lo que se ha escuchado impregne profundamente nuestra vida [69].

La mesa del Cuerpo de Cristo

42. La mesa de la Palabra lleva naturalmente a la mesa del Pan eucarístico y prepara a la comunidad a vivir sus múltiples dimensiones, que en la Eucaristía dominical tienen un carácter de particular solemnidad. En el ambiente festivo del encuentro de toda la comunidad en el «día del Señor», la Eucaristía se presenta, de un modo más visible que en otros días, como la gran «acción de gracias», con la cual la Iglesia, llena del Espíritu, se dirige al Padre, uniéndose a Cristo y haciéndose voz de toda la humanidad. El ritmo semanal invita a recordar con complacencia los acontecimientos de los días transcurridos recientemente, para comprenderlos a la luz de Dios y darle gracias por sus innumerables dones, glorificándole «por Cristo, con él y en él, [...] en la unidad del Espíritu Santo». De este modo la comunidad cristiana toma conciencia nuevamente del hecho de que todas las cosas han sido creadas por medio de Cristo (cf. Col 1,16; Jn 1,3) y, en él, que vino en forma de siervo para compartir y redimir nuestra condición humana, fueron recapituladas (cf. Ef 1,10), para ser ofrecidas al Padre, de quien todo recibe su origen y vida. En fin, al adherirse con su «Amén» a la doxología eucarística, el Pueblo de Dios se proyecta en la fe y la esperanza hacia la meta escatológica, cuando Cristo «entregue a Dios Padre el Reino [...] para que Dios sea todo en todo» (1 Co 15,24.28).

43. Este movimiento «ascendente» es propio de toda celebración eucarística y hace de ella un acontecimiento gozoso, lleno de reconocimiento y esperanza, pero se pone particularmente de relieve en la Misa dominical, por su especial conexión con el recuerdo de la resurrección. Por otra parte, esta alegría «eucarística», que «levanta el corazón», es fruto del «movimiento descendente» de Dios hacia nosotros y que permanece grabado perennemente en la esencia sacrificial de la Eucaristía, celebración y expresión suprema del misterio de la kénosis, es decir, del abajamiento por el que Cristo «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,8).

En efecto, la Misa es la viva actualización del sacrificio de la Cruz. Bajo las especies de pan y vino, sobre las que se ha invocado la efusión del Espíritu Santo, que actúa con una eficacia del todo singular en las palabras de la consagración, Cristo se ofrece al Padre con el mismo gesto de inmolación con que se ofreció en la cruz. «En este divino sacrificio, que se realiza en la Misa, este mismo Cristo, que se ofreció a sí mismo una vez y de manera cruenta sobre el altar de la cruz, es contenido e inmolado de manera incruenta» [70]. A su sacrificio Cristo une el de la Iglesia: «En la Eucaristía el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo» [71]. Esta participación de toda la comunidad asume un particular relieve en el encuentro dominical, que permite llevar al altar la semana transcurrida con las cargas humanas que la han caracterizado.

Banquete pascual y encuentro fraterno

44. Este aspecto comunitario se manifiesta especialmente en el carácter de banquete pascual propio de la Eucaristía, en la cual Cristo mismo se hace alimento. En efecto, «Cristo entregó a la Iglesia este sacrificio para que los fieles participen de él tanto espiritualmente por la fe y la caridad como sacramentalmente por el banquete de la sagrada comunión. Y la participación en la cena del Señor es siempre comunión con Cristo que se ofrece en sacrificio al Padre por nosotros» [72]. Por eso la Iglesia recomienda a los fieles comulgar cuando participan en la Eucaristía, con la condición de que estén en las debidas disposiciones y, si fueran conscientes de pecados graves, que hayan recibido el perdón de Dios mediante el Sacramento de la reconciliación [73], según el espíritu de lo que san Pablo recordaba a la comunidad de Corinto (cf. 1 Co 11,27-32). La invitación a la comunión eucarística, como es obvio, es particularmente insistente con ocasión de la Misa del domingo y de los otros días festivos.

Es importante, además, que se tenga conciencia clara de la íntima vinculación entre la comunión con Cristo y la comunión con los hermanos. La asamblea eucarística dominical es un acontecimiento de fraternidad, que la celebración ha de poner bien de relieve, aunque respetando el estilo propio de la acción litúrgica. A ello contribuyen el servicio de acogida y el estilo de oración, atenta a las necesidades de toda la comunidad. El intercambio del signo de la paz, puesto significativamente antes de la comunión eucarística en el Rito romano, es un gesto particularmente expresivo, que los fieles son invitados a realizar como manifestación del consentimiento dado por el pueblo de Dios a todo lo que se ha hecho en la celebración [74] y del compromiso de amor mutuo que se asume al participar del único pan en recuerdo de la palabra exigente de Cristo: «Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda» (Mt 5,23-24).

De la Misa a la «misión»

45. Al recibir el Pan de vida, los discípulos de Cristo se disponen a afrontar, con la fuerza del Resucitado y de su Espíritu, los cometidos que les esperan en su vida ordinaria. En efecto, para el fiel que ha comprendido el sentido de lo realizado, la celebración eucarística no termina sólo dentro del templo. Como los primeros testigos de la resurrección, los cristianos convocados cada domingo para vivir y confesar la presencia del Resucitado están llamados a ser evangelizadores y testigos en su vida cotidiana. La oración después de la comunión y el rito de conclusión —bendición y despedida— han de ser entendidos y valorados mejor, desde este punto de vista, para que quienes han participado en la Eucaristía sientan más profundamente la responsabilidad que se les confía. Después de despedirse la asamblea, el discípulo de Cristo vuelve a su ambiente habitual con el compromiso de hacer de toda su vida un don, un sacrificio espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12,1). Se siente deudor para con los hermanos de lo que ha recibido en la celebración, como los discípulos de Emaús que, tras haber reconocido a Cristo resucitado «en la fracción del pan» (cf. Lc 24,30-32), experimentaron la exigencia de ir inmediatamente a compartir con sus hermanos la alegría del encuentro con el Señor (cf. Lc 24,33-35).

El precepto dominical

46. Al ser la Eucaristía el verdadero centro del domingo, se comprende por qué, desde los primeros siglos, los Pastores no han dejado de recordar a sus fieles la necesidad de participar en la asamblea litúrgica. «Dejad todo en el día del Señor —dice, por ejemplo, el tratado del siglo III titulado Didascalia de los Apóstoles— y corred con diligencia a vuestras asambleas, porque es vuestra alabanza a Dios. Pues, ¿qué disculpa tendrán ante Dios aquellos que no se reúnen en el día del Señor para escuchar la palabra de vida y nutrirse con el alimento divino que es eterno?» [75]. La llamada de los Pastores ha encontrado generalmente una adhesión firme en el ánimo de los fieles y, aunque no hayan faltado épocas y situaciones en las que ha disminuido el cumplimiento de este deber, se ha de recordar el auténtico heroísmo con que sacerdotes y fieles han observado esta obligación en tantas situaciones de peligro y de restricción de la libertad religiosa, como se puede constatar desde los primeros siglos de la Iglesia hasta nuestros días.

San Justino, en su primera Apología dirigida al emperador Antonino y al Senado, describía con orgullo la práctica cristiana de la asamblea dominical, que reunía en el mismo lugar a los cristianos del campo y de las ciudades [76]. Cuando, durante la persecución de Diocleciano, sus asambleas fueron prohibidas con gran severidad, fueron muchos los cristianos valerosos que desafiaron el edicto imperial y aceptaron la muerte con tal de no faltar a la Eucaristía dominical. Es el caso de los mártires de Abitinia, en África proconsular, que respondieron a sus acusadores: «Sin temor alguno hemos celebrado la cena del Señor, porque no se puede aplazar; es nuestra ley»; «nosotros no podemos vivir sin la cena del Señor». Y una de las mártires confesó: «Sí, he ido a la asamblea y he celebrado la cena del Señor con mis hermanos, porque soy cristiana» [77].

47. La Iglesia no ha cesado de afirmar esta obligación de conciencia, basada en una exigencia interior que los cristianos de los primeros siglos sentían con tanta fuerza, aunque al principio no se consideró necesario prescribirla. Sólo más tarde, ante la tibieza o negligencia de algunos, ha debido explicitar el deber de participar en la Misa dominical. La mayor parte de las veces lo ha hecho en forma de exhortación, pero en ocasiones ha recurrido también a disposiciones canónicas precisas. Es lo que ha hecho en diversos Concilios particulares a partir del siglo IV (como en el Concilio de Elvira del 300, que no habla de obligación sino de consecuencias penales después de tres ausencias) [78] y, sobre todo, desde el siglo VI en adelante (como sucedió en el Concilio de Agde, del 506) [79]. Estos decretos de Concilios particulares han desembocado en una costumbre universal de carácter obligatorio, como cosa del todo obvia [80].

El Código de Derecho Canónigo de 1917 recogía por vez primera la tradición en una ley universal [81]. El Código actual la confirma diciendo que «el domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa» [82]. Esta ley se ha entendido normalmente como una obligación grave: es lo que enseña también el Catecismo de la Iglesia Católica [83]. Se comprende fácilmente el motivo si se considera la importancia que el domingo tiene para la vida cristiana.

48. Hoy, como en los tiempos heroicos del principio, en tantas regiones del mundo se presentan situaciones difíciles para muchos que desean vivir con coherencia la propia fe. El ambiente es a veces declaradamente hostil y, otras veces —y más a menudo— indiferente y reacio al mensaje evangélico. El creyente, si no quiere verse avasallado por este ambiente, ha de poder contar con el apoyo de la comunidad cristiana. Por eso es necesario que se convenza de la importancia decisiva que, para su vida de fe, tiene reunirse el domingo con los otros hermanos para celebrar la Pascua del Señor con el sacramento de la Nueva Alianza. Corresponde de manera particular a los Obispos preocuparse «de que el domingo sea reconocido por todos los fieles, santificado y celebrado como verdadero "día del Señor", en el que la Iglesia se reúne para renovar el recuerdo de su misterio pascual con la escucha de la Palabra de Dios, la ofrenda del sacrificio del Señor, la santificación del día mediante la oración, las obras de caridad y la abstención del trabajo» [84].

49. Desde el momento en que participar en la Misa es una obligación para los fieles, si no hay un impedimento grave, los Pastores tienen el correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir el precepto. En esta línea están las disposiciones del derecho eclesiástico, como por ejemplo la facultad para el sacerdote, previa autorización del Obispo diocesano, de celebrar más de una Misa el domingo y los días festivos [85], la institución de las Misas vespertinas [86] y, finalmente, la indicación de que el tiempo válido para la observancia de la obligación comienza ya el sábado por la tarde, coincidiendo con las primeras Vísperas del domingo [87]. En efecto, con ellas comienza el día festivo desde el punto de vista litúrgico[88]. Por consiguiente, la liturgia de la Misa llamada a veces «prefestiva», pero que en realidad es «festiva» a todos los efectos, es la del domingo, con el compromiso para el celebrante de hacer la homilía y recitar con los fieles la oración universal.

Además, los pastores recordarán a los fieles que, al ausentarse de su residencia habitual en domingo, deben preocuparse por participar en la Misa donde se encuentren, enriqueciendo así la comunidad local con su testimonio personal. Al mismo tiempo, convendrá que estas comunidades expresen una calurosa acogida a los hermanos que vienen de fuera, particularmente en los lugares que atraen a numerosos turistas y peregrinos, para los cuales será a menudo necesario prever iniciativas particulares de asistencia religiosa [89].

Celebración gozosa y animada por el canto

50. Teniendo en cuenta el carácter propio de la Misa dominical y la importancia que tiene para la vida de los fieles, se ha de preparar con especial esmero. En las formas sugeridas por la prudencia pastoral y por las costumbres locales de acuerdo con las normas litúrgicas, es preciso dar a la celebración el carácter festivo correspondiente al día en que se conmemora la Resurrección del Señor. A este respecto, es importante prestar atención al canto de la asamblea, porque es particularmente adecuado para expresar la alegría del corazón, pone de relieve la solemnidad y favorece la participación de la única fe y del mismo amor. Por ello, se debe favorecer su calidad, tanto por lo que se refiere a los textos como a la melodía, para que lo que se propone hoy como nuevo y creativo sea conforme con las disposiciones litúrgicas y digno de la tradición eclesial que tiene, en materia de música sacra, un patrimonio de valor inestimable.

Celebración atrayente y participada

51. Es necesario además esforzarse para que todos los presentes —jóvenes y adultos— se sientan interesados, procurando que los fieles intervengan en aquellas formas de participación que la liturgia sugiere y recomienda [90]. Ciertamente, sólo a quienes ejercen el sacerdocio ministerial al servicio de sus hermanos les corresponde realizar el Sacrificio eucarístico y ofrecerlo a Dios en nombre de todo el pueblo [91]. Aquí está el fundamento de la distinción, más que meramente disciplinar, entre la función propia del celebrante y la que se atribuye a los diáconos y a los fieles no ordenados [92]. No obstante, los fieles han de ser también conscientes de que, en virtud del sacerdocio común recibido en el bautismo, «participan en la celebración de la Eucaristía» [93]. Aun en la distinción de funciones, ellos «ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella. De este modo, tanto por el ofrecimiento como por la sagrada comunión, todos realizan su función propia en la acción litúrgica» [94] recibiendo luz y fuerza para vivir su sacerdocio bautismal con el testimonio de una vida santa.

Otros momentos del domingo cristiano

52. Si la participación en la Eucaristía es el centro del domingo, sin embargo sería reductivo limitar sólo a ella el deber de «santificarlo». En efecto, el día del Señor es bien vivido si todo él está marcado por el recuerdo agradecido y eficaz de las obras salvíficas de Dios. Todo ello lleva a cada discípulo de Cristo a dar también a los otros momentos de la jornada vividos fuera del contexto litúrgico —vida en familia, relaciones sociales, momentos de diversión— un estilo que ayude a manifestar la paz y la alegría del Resucitado en el ámbito ordinario de la vida. El encuentro sosegado de los padres y los hijos, por ejemplo, puede ser una ocasión, no solamente para abrirse a una escucha recíproca, sino también para vivir juntos algún momento formativo y de mayor recogimiento. Además, ¿por qué no programar también en la vida laical, cuando sea posible, especiales iniciativas de oración —como son concretamente la celebración solemne de las Vísperas— o bien eventuales momentos de catequesis, que en la vigilia del domingo o en la tarde del mismo preparen y completen en el alma cristiana el don propio de la Eucaristía?

Esta forma bastante tradicional de «santificar el domingo» se ha hecho tal vez más difícil en muchos ambientes; pero la Iglesia manifiesta su fe en la fuerza del Resucitado y en la potencia del Espíritu Santo mostrando, hoy más que nunca, que no se contenta con propuestas minimalistas o mediocres en el campo de la fe, y ayudando a los cristianos a cumplir lo que es más perfecto y agradable al Señor. Por lo demás, junto con las dificultades, no faltan signos positivos y alentadores. Gracias al don del Espíritu, en muchos ambientes eclesiales se advierte una nueva exigencia de oración en sus múltiples formas. Se recuperan también expresiones antiguas de la religiosidad, como la peregrinación, y los fieles aprovechan el reposo dominical para acudir a los Santuarios donde poder transcurrir, preferiblemente con toda la familia, algunas horas de una experiencia más intensa de fe. Son momentos de gracia que es preciso alimentar con una adecuada evangelización y orientar con auténtico tacto pastoral.

Asambleas dominicales sin sacerdote

53. Está el problema de las parroquias que no pueden disponer del ministerio de un sacerdote que celebre la Eucaristía dominical. Esto ocurre frecuentemente en las Iglesias jóvenes, en las que un solo sacerdote tiene la responsabilidad pastoral de los fieles dispersos en un extenso territorio. Pero también pueden darse situaciones de emergencia en los Países de secular tradición cristiana, donde la escasez del clero no permite garantizar la presencia del sacerdote en cada comunidad parroquial. La Iglesia, considerando el caso de la imposibilidad de la celebración eucarística, recomienda convocar asambleas dominicales en ausencia del sacerdote [95], según las indicaciones y directrices de la Santa Sede y cuya aplicación se confía a las Conferencias Episcopales [96]. El objetivo, sin embargo, debe seguir siendo la celebración del sacrificio de la Misa, única y verdadera actualización de la Pascua del Señor, única realización completa de la asamblea eucarística que el sacerdote preside in persona Christi, partiendo el pan de la Palabra y de la Eucaristía. Se tomarán, pues, todas las medidas pastorales que sean necesarias para que los fieles que están privados habitualmente, se beneficien de ella lo más frecuentemente posible, bien facilitando la presencia periódica de un sacerdote, bien aprovechando todas las oportunidades para reunirlos en un lugar céntrico, accesible a los diversos grupos lejanos.

Transmisión por radio y televisión

54. Finalmente, los fieles que, por enfermedad, incapacidad o cualquier otra causa grave, se ven impedidos, procuren unirse de lejos y del mejor modo posible a la celebración de la Misa dominical, preferiblemente con las lecturas y oraciones previstas en el Misal para aquel día, así como con el deseo de la Eucaristía [97]. En muchos Países, la televisión y la radio ofrecen la posibilidad de unirse a una celebración eucarística cuando ésta se desarrolla en un lugar sagrado [98]. Obviamente este tipo de transmisiones no permite de por sí satisfacer el precepto dominical, que exige la participación en la asamblea de los hermanos mediante la reunión en un mismo lugar y la consiguiente posibilidad de la comunión eucarística. Pero para quienes se ven impedidos de participar en la Eucaristía y están por tanto excusados de cumplir el precepto, la transmisión televisiva o radiofónica es una preciosa ayuda, sobre todo si se completa con el generoso servicio de los ministros extraordinarios que llevan la Eucaristía a los enfermos, transmitiéndoles el saludo y la solidaridad de toda la comunidad. De este modo, para estos cristianos la Misa dominical produce también abundantes frutos y ellos pueden vivir el domingo como verdadero «día del Señor» y «día de la Iglesia».


CAPÍTULO IV

DIES HOMINIS

El domingo día de alegría, descanso y solidaridad

La «alegría plena» de Cristo

55. «Sea bendito Aquél que ha elevado el gran día del domingo por encima de todos los días. Los cielos y la tierra, los ángeles y los hombres se entregan a la alegría» [99]. Estas exclamaciones de la liturgia maronita representan bien las intensas aclamaciones de alegría que desde siempre, en la liturgia occidental y en la oriental, han caracterizado el domingo. Además, desde el punto de vista histórico, antes aún que día de descanso —más allá de lo no previsto entonces por el calendario civil— los cristianos vivieron el día semanal del Señor resucitado sobre todo como día de alegría. «El primer día de la semana, estad todos alegres», se lee en la Didascalia de los Apóstoles [100]. Esto era muy destacado en la práctica litúrgica, mediante la selección de gestos apropiados [101]. San Agustín, haciéndose intérprete de la extendida conciencia eclesial, pone de relieve el carácter de alegría de la Pascua semanal: «Se dejan de lado los ayunos y se ora estando de pie como signo de la resurrección; por esto además en todos los domingos se canta el aleluya» [102].

56. Más allá de cada expresión ritual, que puede variar en el tiempo según la disciplina eclesial, está claro que el domingo, eco semanal de la primera experiencia del Resucitado, debe llevar el signo de la alegría con la que los discípulos acogieron al Maestro: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20,20). Se cumplían para ellos, como después se realizarán para todas las generaciones cristianas, las palabras de Jesús antes de la pasión: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16,20). ¿Acaso no había orado él mismo para que los discípulos tuvieran «la plenitud de su alegría»? (cf. Jn 17,13). El carácter festivo de la Eucaristía dominical expresa la alegría que Cristo transmite a su Iglesia por medio del don del Espíritu. La alegría es, precisamente, uno de los frutos del Espíritu Santo (cf. Rm 14,17; Gal 5, 22).

57. Para comprender, pues, plenamente el sentido del domingo, conviene descubrir esta dimensión de la existencia creyente. Ciertamente, la alegría cristiana debe caracterizar toda la vida, y no sólo un día de la semana. Pero el domingo, por su significado como día del Señor resucitado, en el cual se celebra la obra divina de la creación y de la «nueva creación», es día de alegría por un título especial, más aún, un día propicio para educarse en la alegría, descubriendo sus rasgos auténticos. En efecto, la alegría no se ha de confundir con sentimientos fatuos de satisfacción o de placer, que ofuscan la sensibilidad y la afectividad por un momento, dejando luego el corazón en la insatisfacción y quizás en la amargura. Entendida cristianamente, es algo mucho más duradero y consolador; sabe resistir incluso, como atestiguan los santos [103], en la noche oscura del dolor, y, en cierto modo, es una «virtud» que se ha de cultivar.

58. Sin embargo no hay ninguna oposición entre la alegría cristina y las alegrías humanas verdaderas. Es más, éstas son exaltadas y tienen su fundamento último precisamente en la alegría de Cristo glorioso, imagen perfecta y revelación del hombre según el designio de Dios. Como escribía en la Exhortación sobre la alegría cristiana mi venerado predecesor Pablo VI, «la alegría cristiana es por esencia una participación espiritual de la alegría insondable, a la vez divina y humana, del Corazón de Jesucristo glorificado» [104]. Y el mismo Pontífice concluía su Exhortación pidiendo que, en el día del Señor, la Iglesia testimonie firmemente la alegría experimentada por los Apóstoles al ver al Señor la tarde de Pascua. Invitaba, por tanto, a los pastores a insistir «sobre la fidelidad de los bautizados a la celebración gozosa de la Eucaristía dominical. ¿Cómo podrían abandonar este encuentro, este banquete que Cristo nos prepara con su amor? ¡Que la participación sea muy digna y festiva a la vez! Cristo, crucificado y glorificado, viene en medio de sus discípulos para conducirlos juntos a la renovación de su resurrección. Es la cumbre, aquí abajo, de la Alianza de amor entre Dios y su pueblo: signo y fuente de alegría cristiana, preparación para la fiesta eterna» [105]. En esta perspectiva de fe, el domingo cristiano es un auténtico «hacer fiesta», un día de Dios dado al hombre para su pleno crecimiento humano y espiritual.

La observancia del sábado

59. Este aspecto festivo del domingo cristiano pone de relieve de modo especial la dimensión de la observancia del sábado veterotestamentario. En el día del Señor, que el Antiguo Testamento vincula a la creación (cf. Gn 2, 1-3; Ex 20, 8-11) y del Éxodo (cf. Dt 5, 12-15), el cristiano está llamado a anunciar la nueva creación y la nueva alianza realizadas en el misterio pascual de Cristo. La celebración de la creación, lejos de ser anulada, es profundizada en una visión cristocéntrica, o sea, a la luz del designio divino de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1,10). A su vez, se da pleno sentido también al memorial de la liberación llevada a cabo en el Éxodo, que se convierte en memorial de la redención universal realizada por Cristo muerto y resucitado. El domingo, pues, más que una «sustitución» del sábado, es su realización perfecta, y en cierto modo su expansión y su expresión más plena, en el camino de la historia de la salvación, que tiene su culmen en Cristo.

60. En esta perspectiva, la teología bíblica del «shabbat», sin perjudicar el carácter cristiano del domingo, puede ser recuperada plenamente. Ésta nos lleva siempre de nuevo y con renovado asombro al misterioso inicio en el cual la eterna Palabra de Dios, con libre decisión de amor, hizo el mundo de la nada. Sello de la obra creadora fue la bendición y consagración del día en el que Dios cesó de «toda la obra creadora que Dios había hecho» (Gn 2,3). De este día del descanso de Dios toma sentido el tiempo, asumiendo, en la sucesión de las semanas, no sólo un ritmo cronológico, sino, por así decir, una dimensión teológica. En efecto, el continuo retorno del «shabbat» aparta el tiempo del riesgo de encerrarse en sí mismo, para que quede abierto al horizonte de lo eterno, mediante la acogida de Dios y de sus kairoi, es decir, de los tiempos de su gracia y de sus intervenciones salvíficas.

61. El «shabbat», día séptimo bendecido y consagrado por Dios, a la vez que concluye toda la obra de la creación, se une inmediatamente a la obra del sexto día, en el cual Dios hizo al hombre «a su imagen y semejanza» (cf. Gn 1,26). Esta relación más inmediata entre el «día de Dios» y el «día del hombre» no escapó a los Padres en su meditación sobre el relato bíblico de la creación. A este respecto dice Ambrosio: «Gracias pues a Dios Nuestro Señor que hizo una obra en la que pudiera encontrar descanso. Hizo el cielo, pero no leo que allí haya descansado; hizo las estrellas, la luna, el sol, y ni tan siquiera ahí leo que haya descansado en ellos. Leo, sin embargo, que hizo al hombre y que entonces descansó, teniendo en él uno al cual podía perdonar los pecados» [106]. El «día de Dios» tendrá así para siempre una relación directa con el «día del hombre». Cuando el mandamiento de Dios dice: «Acuérdate del día del sábado para santificarlo» (Ex 20,8), el descanso mandado para honrar el día dedicado a él no es, para el hombre, una imposición pesada, sino más bien una ayuda para que se dé cuenta de su dependencia del Creador vital y liberadora, y a la vez la vocación a colaborar en su obra y acoger su gracia. Al honrar el «descanso» de Dios, el hombre se encuentra plenamente a sí mismo, y así el día del Señor se manifiesta marcado profundamente por la bendición divina (cf. Gn 2,3) y, gracias a ella, dotado, como los animales y los hombres (cf. Gn 1,22.28), de una especie de «fecundidad». Ésta se manifiesta sobre todo en el vivificar y, en cierto modo, «multiplicar» el tiempo mismo, aumentando en el hombre, con el recuerdo del Dios vivo, el gozo de vivir y el deseo de promover y dar la vida.

62. El cristiano debe recordar, pues, que, si para él han decaído las manifestaciones del sábado judío, superadas por el «cumplimiento» dominical, son válidos los motivos de fondo que imponen la santificación del «día del Señor», indicados en la solemnidad del Decálogo, pero que se han de entender a la luz de la teología y de la espiritualidad del domingo: «Guardarás el día del sábado para santificarlo, como te lo ha mandado el Señor tu Dios. Seis días trabajarás y harás todas tus tareas, pero el día séptimo es día de descanso para el Señor tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno, ni ninguna de tus bestias, ni el forastero que vive en tus ciudades; de modo que puedan descansar, como tú, tu siervo y tu sierva. Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto y que el Señor tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo; por eso el Señor tu Dios te ha mandado guardar el día del sábado» (Dt 5,12-15). La observancia del sábado aparece aquí íntimamente unida a la obra de liberación realizada por Dios para su pueblo.

63. Cristo vino a realizar un nuevo «éxodo», a dar la libertad a los oprimidos. El obró muchas curaciones el día de sábado (cf. Mt 12,9-14 y paralelos), ciertamente no para violar el día del Señor, sino para realizar su pleno significado: «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27). Oponiéndose a la interpretación demasiado legalista de algunos contemporáneos suyos, y desarrollando el auténtico sentido del sábado bíblico, Jesús, «Señor del sábado» (Mc 2,28), orienta la observancia de este día hacia su carácter liberador, junto con la salvaguardia de los derechos de Dios y de los derechos del hombre. Así se entiende por qué los cristianos, anunciadores de la liberación realizada por la sangre de Cristo, se sintieran autorizados a trasladar el sentido del sábado al día de la resurrección. En efecto, la Pascua de Cristo ha liberado al hombre de una esclavitud mucho más radical de la que pesaba sobre un pueblo oprimido: la esclavitud del pecado, que aleja al hombre de Dios, lo aleja de sí mismo y de los demás, poniendo siempre en la historia nuevas semillas de maldad y de violencia.

El día del descanso

64. Durante algunos siglos los cristianos han vivido el domingo sólo como día del culto, sin poder relacionarlo con el significado específico del descanso sabático. Solamente en el siglo IV, la ley civil del Imperio Romano reconoció el ritmo semanal, disponiendo que en el «día del sol» los jueces, las poblaciones de las ciudades y las corporaciones de los diferentes oficios dejaran de trabajar [107]. Los cristianos se alegraron de ver superados así los obstáculos que hasta entonces habían hecho heroica a veces la observancia del día del Señor. Ellos podían dedicarse ya a la oración en común sin impedimentos [108].

Sería, pues, un error ver en la legislación respetuosa del ritmo semanal una simple circunstancia histórica sin valor para la Iglesia y que ella podría abandonar. Los Concilios han mantenido, incluso después de la caída del Imperio, las disposiciones relativas al descanso festivo. En los Países donde los cristianos son un número reducido y donde los días festivos del calendario no se corresponden con el domingo, éste es siempre el día del Señor, el día en el que los fieles se reúnen para la asamblea eucarística. Esto, sin embargo, cuesta sacrificios no pequeños. Para los cristianos no es normal que el domingo, día de fiesta y de alegría, no sea también el día de descanso, y es ciertamente difícil para ellos «santificar» el domingo, no disponiendo de tiempo libre suficiente.

65. Por otra parte, la relación entre el día del Señor y el día de descanso en la sociedad civil tiene una importancia y un significado que están más allá de la perspectiva propiamente cristiana. En efecto, la alternancia entre trabajo y descanso, propia de la naturaleza humana, es querida por Dios mismo, como se deduce del pasaje de la creación en el Libro del Génesis (cf. 2,2-3; Ex 20,8-11): el descanso es una cosa «sagrada», siendo para el hombre la condición para liberarse de la serie, a veces excesivamente absorbente, de los compromisos terrenos y tomar conciencia de que todo es obra de Dios. El poder prodigioso que Dios da al hombre sobre la creación correría el peligro de hacerle olvidar que Dios es el Creador, del cual depende todo. En nuestra época es mucho más urgente este reconocimiento, pues la ciencia y la técnica han extendido increíblemente el poder que el hombre ejerce por medio de su trabajo.

66. Es preciso, pues, no perder de vista que, incluso en nuestros días, el trabajo es para muchos una dura servidumbre, ya sea por las miserables condiciones en que se realiza y por los horarios que impone, especialmente en las regiones más pobres del mundo, ya sea porque subsisten, en las mismas sociedades más desarrolladas económicamente, demasiados casos de injusticia y de abuso del hombre por parte del hombre mismo. Cuando la Iglesia, a lo largo de los siglos, ha legislado sobre el descanso dominical [109], ha considerado sobre todo el trabajo de los siervos y de los obreros, no porque fuera un trabajo menos digno respecto a las exigencias espirituales de la práctica dominical, sino porque era el más necesitado de una legislación que lo hiciera más llevadero y permitiera a todos santificar el día del Señor. A este respecto, mi predecesor León XIII en la Encíclica Rerum novarum presentaba el descanso festivo como un derecho del trabajador que el Estado debe garantizar [110].

Rige aún en nuestro contexto histórico la obligación de empeñarse para que todos puedan disfrutar de la libertad, del descanso y la distensión que son necesarios a la dignidad de los hombres, con las correspondientes exigencias religiosas, familiares, culturales e interpersonales, que difícilmente pueden ser satisfechas si no es salvaguardado por lo menos un día de descanso semanal en el que gozar juntos de la posibilidad de descansar y de hacer fiesta. Obviamente este derecho del trabajador al descanso presupone su derecho al trabajo y, mientras reflexionamos sobre esta problemática relativa a la concepción cristiana del domingo, recordamos con profunda solidaridad el malestar de tantos hombres y mujeres que, por falta de trabajo, se ven obligados en los días laborables a la inactividad.

67. Por medio del descanso dominical, las preocupaciones y las tareas diarias pueden encontrar su justa dimensión: las cosas materiales por las cuales nos inquietamos dejan paso a los valores del espíritu; las personas con las que convivimos recuperan, en el encuentro y en el diálogo más sereno, su verdadero rostro. Las mismas bellezas de la naturaleza —deterioradas muchas veces por una lógica de dominio que se vuelve contra el hombre— pueden ser descubiertas y gustadas profundamente. Día de paz del hombre con Dios, consigo mismo y con sus semejantes, el domingo es también un momento en el que el hombre es invitado a dar una mirada regenerada sobre las maravillas de la naturaleza, dejándose arrastrar en la armonía maravillosa y misteriosa que, como dice san Ambrosio, por una «ley inviolable de concordia y de amor», une los diversos elementos del cosmos en un «vínculo de unión y de paz» [111]. El hombre se vuelve entonces consciente, según las palabras del Apóstol, de que «todo lo que Dios ha creado es bueno y no se ha de rechazar ningún alimento que se coma con acción de gracias; pues queda santificado por la Palabra de Dios y por la oración» (1 Tm 4,4-5). Por tanto, si después de seis días de trabajo —reducidos ya para muchos a cinco— el hombre busca un tiempo de distensión y de más atención a otros aspectos de la propia vida, esto responde a una auténtica necesidad, en plena armonía con la perspectiva del mensaje evangélico. El creyente está, pues, llamado a satisfacer esta exigencia, conjugándola con las expresiones de su fe personal y comunitaria, manifestada en la celebración y santificación del día del Señor.

Por eso, es natural que los cristianos procuren que, incluso en las circunstancias especiales de nuestro tiempo, la legislación civil tenga en cuenta su deber de santificar el domingo. De todos modos, es un deber de conciencia la organización del descanso dominical de modo que les sea posible participar en la Eucaristía, absteniéndose de trabajos y asuntos incompatibles con la santificación del día del Señor, con su típica alegría y con el necesario descanso del espíritu y del cuerpo [112].

68. Además, dado que el descanso mismo, para que no sea algo vacío o motivo de aburrimiento, debe comportar enriquecimiento espiritual, mayor libertad, posibilidad de contemplación y de comunión fraterna, los fieles han de elegir, entre los medios de la cultura y las diversiones que la sociedad ofrece, los que estén más de acuerdo con una vida conforme a los preceptos del Evangelio. En esta perspectiva, el descanso dominical y festivo adquiere una dimensión «profética», afirmando no sólo la primacía absoluta de Dios, sino también la primacía y la dignidad de la persona en relación con las exigencias de la vida social y económica, anticipando, en cierto modo, los «cielos nuevos» y la «tierra nueva», donde la liberación de la esclavitud de las necesidades será definitiva y total. En resumen, el día del Señor se convierte así también, en el modo más propio, en el día del hombre.

Día de la solidaridad

69. El domingo debe ofrecer también a los fieles la ocasión de dedicarse a las actividades de misericordia, de caridad y de apostolado. La participación interior en la alegría de Cristo resucitado implica compartir plenamente el amor que late en su corazón: ¡no hay alegría sin amor! Jesús mismo lo explica, relacionando el «mandamiento nuevo» con el don de la alegría: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado. Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,10-12).

La Eucaristía dominical, pues, no sólo no aleja de los deberes de caridad, sino al contrario, compromete más a los fieles «a toda clase de obras de caridad, piedad y apostolado, mediante las cuales se manifieste que los cristianos, aunque no son de este mundo, sin embargo son luz del mundo y glorifican al Padre ante los hombres» [113].

70. De hecho, desde los tiempos apostólicos, la reunión dominical fue para los cristianos un momento para compartir fraternalmente con los más pobres. «Cada primer día de la semana, cada uno de vosotros reserve en su casa lo que haya podido ahorrar» (1 Co 16,2). Aquí se trata de la colecta organizada por Pablo en favor de las Iglesias pobres de Judea. En la Eucaristía dominical el corazón creyente se abre a toda la Iglesia. Pero es preciso entender en profundidad la invitación del Apóstol, que lejos de promover una mentalidad reductiva sobre el «óbolo», hace más bien una llamada a una exigente cultura del compartir, llevada a cabo tanto entre los miembros mismos de la comunidad como en toda la sociedad [114]. Es más que nunca importante escuchar las severas exhortaciones a la comunidad de Corinto, culpable de haber humillado a los pobres en el ágape fraterno que acompañaba a la «cena del Señor»: «Cuando os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la cena del Señor; porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga. ¿No tenéis casas para comer y beber? ¿O es que despreciáis a la Iglesia de Dios y avergonzáis a los que no tienen?» (1 Co 11,20-22). Valientes son asimismo las palabras de Santiago: «Supongamos que entra en vuestra asamblea un hombre con un anillo de oro y un vestido espléndido; y entra también un pobre con un vestido sucio; y que dirigís vuestra mirada al que lleva el vestido espléndido y le decís: "Tú, siéntate aquí, en un buen lugar"; y en cambio al pobre le decís: "Tú, quédate ahí de pie", o "Siéntate a mis pies". ¿No sería esto hacer distinciones entre vosotros y ser jueces con criterios malos?» (2,2-4).

71. Las enseñanzas de los Apóstoles encontraron rápidamente eco desde los primeros siglos y suscitaron vigorosos comentarios en la predicación de los Padres de la Iglesia. Palabras ardorosas dirigía san Ambrosio a los ricos que presumían de cumplir sus obligaciones religiosas frecuentando la iglesia sin compartir sus bienes con los pobres y quizás oprimiéndolos: «¿Escuchas, rico, qué dice el Señor? Y tú vienes a la iglesia no para dar algo a quien es pobre sino para quitarle» [115]. No menos exigente es san Juan Crisóstomo: «¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo encuentres desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: Esto es mi cuerpo, y con su palabra llevó a realidad lo que decía, afirmo también: Tuve hambre y no me disteis de comer, y más adelante: Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer [...] ¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento, y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo» [116].

Son palabras que recuerdan claramente a la comunidad cristiana el deber de hacer de la Eucaristía el lugar donde la fraternidad se convierta en solidaridad concreta, y los últimos sean los primeros por la consideración y el afecto de los hermanos, donde Cristo mismo, por medio del don generoso hecho por los ricos a los más pobres, pueda de alguna manera continuar en el tiempo el milagro de la multiplicación de los panes [117].

72. La Eucaristía es acontecimiento y proyecto de fraternidad. Desde la Misa dominical surge una ola de caridad destinada a extenderse a toda la vida de los fieles, comenzando por animar el modo mismo de vivir el resto del domingo. Si éste es día de alegría, es preciso que el cristiano manifieste con sus actitudes concretas que no se puede ser feliz «solo». Él mira a su alrededor para identificar a las personas que necesitan su solidaridad. Puede suceder que en su vecindario o en su ámbito de amistades haya enfermos, ancianos, niños e inmigrantes, que precisamente en domingo sienten más duramente su soledad, sus necesidades, su condición de sufrimiento. Ciertamente la atención hacia ellos no puede limitarse a una iniciativa dominical esporádica. Pero teniendo una actitud de entrega más global, ¿por qué no dar al día del Señor un mayor clima en el compartir, poniendo en juego toda la creatividad de que es capaz la caridad cristiana? Invitar a comer consigo a alguna persona sola, visitar enfermos, proporcionar comida a alguna familia necesitada, dedicar alguna hora a iniciativas concretas de voluntariado y de solidaridad, sería ciertamente una manera de llevar en la vida la caridad de Cristo recibida en la Mesa eucarística.

73. Vivido así, no sólo la Eucaristía dominical sino todo el domingo se convierte en una gran escuela de caridad, de justicia y de paz. La presencia del Resucitado en medio de los suyos se convierte en proyecto de solidaridad, urgencia de renovación interior, dirigida a cambiar las estructuras de pecado en las que los individuos, las comunidades, y a veces pueblos enteros, están sumergidos. Lejos de ser evasión, el domingo cristiano es más bien «profecía» inscrita en el tiempo; profecía que obliga a los creyentes a seguir las huellas de Aquél que vino «para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). Poniéndose a su escucha, en la memoria dominical de la Pascua y recordando su promesa: «Mi paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14,27), el creyente se convierte a su vez en operador de paz.


CAPÍTULO V

DIES DIERUM

El domingo fiesta primordial, reveladora del sentido del tiempo

Cristo Alfa y Omega del tiempo

74. «En el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental. Dentro de su dimensión se crea el mundo, en su interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene su culmen en la "plenitud de los tiempos" de la Encarnación y su término en el retorno glorioso del Hijo de Dios al final de los tiempos. En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno» [118].

Los años de la existencia terrena de Cristo, a la luz de Nuevo Testamento, son realmente el centro del tiempo. Este centro tiene su culmen en la resurrección. En efecto, si es verdad que él es Dios hecho hombre desde el primer instante de su concepción en el seno de la Santísima Virgen, es también verdad que sólo con la resurrección su humanidad es totalmente transfigurada y glorificada, revelando de ese modo plenamente su identidad y gloria divina. En el discurso tenido en la sinagoga de Antioquía de Pisidia (cf. Hch 13,33), Pablo aplica precisamente a la resurrección de Cristo la afirmación del Salmo 2: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado» (v. 7). Precisamente por esto, en la celebración de la Vigilia pascual, la Iglesia presenta a Cristo Resucitado como «Principio y Fin, Alfa y Omega». Estas palabras, pronunciadas por el celebrante en la preparación del cirio pascual, sobre el cual se marca la cifra del año en curso, ponen de relieve el hecho de que «Cristo es el Señor del tiempo, su principio y su cumplimiento; cada año, cada día y cada momento son abarcados por su Encarnación y Resurrección, para de este modo encontrarse de nuevo en la "plenitud de los tiempos"» [119].

75. Al ser el domingo la Pascua semanal, en la que se recuerda y se hace presente el día en el cual Cristo resucitó de entre los muertos, es también el día que revela el sentido del tiempo. No hay equivalencia con los ciclos cósmicos, según los cuales la religión natural y la cultura humana tienden a marcar el tiempo, induciendo tal vez al mito del eterno retorno. ¡El domingo cristiano es otra cosa! Brotando de la Resurrección, atraviesa los tiempos del hombre, los meses, los años, los siglos como una flecha recta que los penetra orientándolos hacia la segunda venida de Cristo. El domingo prefigura el día final, el de la Parusía, anticipada ya de alguna manera en el acontecimiento de la Resurrección.

En efecto, todo lo que ha de suceder hasta el fin del mundo no será sino una expansión y explicitación de lo que sucedió el día en que el cuerpo martirizado del Crucificado resucitó por la fuerza del Espíritu y se convirtió a su vez en la fuente del mismo Espíritu para la humanidad. Por esto, el cristiano sabe que no debe esperar otro tiempo de salvación, ya que el mundo, cualquiera que sea su duración cronológica, vive ya en el último tiempo. No sólo la Iglesia, sino el cosmos mismo y la historia están continuamente regidos y guiados por Cristo glorificado. Esta energía vital es la que impulsa la creación, que «gime hasta el presente y sufre dolores de parto» (Rm 8,22), hacia la meta de su pleno rescate. De este proceso, el hombre no puede tener más que una oscura intuición; los cristianos tienen la clave y certeza de ello, y la santificación del domingo es un testimonio significativo que ellos están llamados a ofrecer, para que los tiempos del hombre estén siempre sostenidos por la esperanza.

El domingo en el año litúrgico

76. Si el día del Señor, con su ritmo semanal, está enraizado en la tradición más antigua de la Iglesia y es de vital importancia para el cristiano, no ha tardado en implantarse otro ritmo: el ciclo anual. En efecto, es propio de la psicología humana celebrar los aniversarios, asociando al paso de las fechas y de las estaciones el recuerdo de los acontecimientos pasados. Cuando se trata de acontecimientos decisivos para la vida de un pueblo, es normal que su celebración suscite un clima de fiesta que rompe la monotonía de los días.

Pues bien, los principales acontecimientos de salvación en que se fundamenta la vida de la Iglesia estuvieron, por designio de Dios, vinculados estrechamente a la Pascua y a Pentecostés, fiestas anuales de los judíos, y prefigurados proféticamente en dichas fiestas. Desde el siglo II, la celebración por parte de los cristianos de la Pascua anual, junto con la de la Pascua semanal, ha permitido dar mayor espacio a la meditación del misterio de Cristo muerto y resucitado. Precedida por un ayuno que la prepara, celebrada en el curso de una larga vigilia, prolongada en los cincuenta días que llevan a Pentecostés, la fiesta de Pascua, «solemnidad de las solemnidades», se ha convertido en el día por excelencia de la iniciación de los catecúmenos. En efecto, si por medio del bautismo ellos mueren al pecado y resucitan a la vida nueva es porque Jesús «fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación» (Rm 4,25; cf. 6,3-11). Vinculada íntimamente con el misterio pascual, adquiere un relieve especial la solemnidad de Pentecostés, en la que se celebran la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, reunidos con María, y el comienzo de la misión hacia todos los pueblos [120].

77. Esta lógica conmemorativa ha guiado la estructuración de todo el año litúrgico. Como recuerda el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha querido distribuir en el curso del año «todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación y el Nacimiento hasta la Ascensión, el día de Pentecostés y la expectativa de la feliz esperanza y venida del Señor. Al conmemorar así los misterios de la redención, abre la riqueza de las virtudes y de los méritos de su Señor, de modo que se los hace presentes en cierto modo, durante todo tiempo, a los fieles para que los alcancen y se llenen de la gracia de la salvación» [121].

Celebración solemnísima, después de Pascua y de Pentecostés, es sin duda la Navidad del Señor, en la cual los cristianos meditan el misterio de la Encarnación y contemplan al Verbo de Dios que se digna asumir nuestra humanidad para hacernos partícipes de su divinidad.

78. Asimismo, «en la celebración de este ciclo anual de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con especial amor a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con un vínculo indisoluble a la obra salvadora de su Hijo» [122]. Del mismo modo, introduciendo en el ciclo anual, con ocasión de sus aniversarios, las memoras de los mártires y de otros santos, «proclama la Iglesia el misterio pascual cumplido en ellos, que padecieron con Cristo y han sido glorificados con él» [123]. El recuerdo de los santos, celebrado con el auténtico espíritu de la liturgia, no disminuye el papel central de Cristo, sino que al contrario lo exalta, mostrando el poder de su redención. Al respecto, dice san Paulino de Nola: «Todo pasa, la gloria de los santos dura en Cristo, que lo renueva todo, mientras él permanece el mismo» [124]. Esta relación intrínseca de la gloria de los santos con la de Cristo está inscrita en el estatuto mismo del año litúrgico y encuentra precisamente en el carácter fundamental y dominante del domingo como día del Señor, su expresión más elocuente. Siguiendo los tiempos del año litúrgico, observando el domingo que lo marca totalmente, el compromiso eclesial y espiritual del cristiano está profundamente incardinado en Cristo, en el cual encuentra su razón de ser y del que obtiene alimento y estímulo.

79. El domingo se presenta así como el modelo natural para comprender y celebrar aquellas solemnidades del año litúrgico, cuyo valor para la existencia cristiana es tan grande que la Iglesia ha determinado subrayar su importancia obligando a los fieles a participar en la Misa y a observar el descanso, aunque caigan en días variables de la semana [125]. El número de estas fechas ha cambiado en las diversas épocas, teniendo en cuenta las condiciones sociales y económicas, así como su arraigo en la tradición, además del apoyo de la legislación civil [126].

El ordenamiento canónico-litúrgico actual prevé la posibilidad de que cada Conferencia Episcopal, teniendo en cuenta las circunstancias propias de uno u otro País, reduzca la lista de los días de precepto. La eventual decisión en este sentido necesita ser confirmada por una especial aprobación de la Sede Apostólica [127], y en este caso, la celebración de un misterio del Señor, como la Epifanía, la Ascensión o la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, debe trasladarse al domingo, según las normas litúrgicas, para que los fieles no se vean privados de la meditación del misterio [128]. Los Pastores procurarán animar a los fieles a participar también en la Misa con ocasión de las fiestas de cierta importancia que caen durante la semana [129].

80. Una consideración pastoral específica se ha de tener ante las frecuentes situaciones en las que tradiciones populares y culturales típicas de un ambiente corren el riesgo de invadir la celebración de los domingos y de otras fiestas litúrgicas, mezclando con el espíritu de la auténtica fe cristiana elementos que son ajenos o que podrían desfigurarla. En estos casos conviene clarificarlo, con la catequesis y oportunas intervenciones pastorales, rechazando todo lo que es inconciliable con el Evangelio de Cristo. Sin embargo es necesario recordar que a menudo estas tradiciones —y esto es válido análogamente para las nuevas propuestas culturales de la sociedad civil— tienen valores que se adecuan sin dificultad a las exigencias de la fe. Es deber de los Pastores actuar con discernimiento para salvar los valores presentes en la cultura de un determinado contexto social y sobre todo en la religiosidad popular, de modo que la celebración litúrgica, principalmente la de los domingos y fiestas, no sea perjudicada, sino que más bien sea potenciada [130].


CONCLUSIÓN

81. Grande es ciertamente la riqueza espiritual y pastoral del domingo, tal como la tradición nos lo ha transmitido. El domingo, considerando globalmente sus significados y sus implicaciones, es como una síntesis de la vida cristiana y una condición para vivirlo bien. Se comprende, pues, por qué la observancia del día del Señor signifique tanto para la Iglesia y sea una verdadera y precisa obligación dentro de la disciplina eclesial. Sin embargo, esta observancia, antes que un precepto, debe sentirse como una exigencia inscrita profundamente en la existencia cristiana. Es de importancia capital que cada fiel esté convencido de que no puede vivir su fe, con la participación plena en la vida de la comunidad cristiana, sin tomar parte regularmente en la asamblea eucarística dominical. Si en la Eucaristía se realiza la plenitud de culto que los hombres deben a Dios y que no se puede comparar con ninguna otra experiencia religiosa, esto se manifiesta con eficacia particular precisamente en la reunión dominical de toda la comunidad, obediente a la voz del Resucitado que la convoca, para darle la luz de su Palabra y el alimento de su Cuerpo como fuente sacramental perenne de redención. La gracia que mana de esta fuente renueva a los hombres, la vida y la historia.

82. Con esta firme convicción de fe, acompañada por la conciencia del patrimonio de valores incluso humanos insertados en la práctica dominical, es como los cristianos de hoy deben afrontar la atracción de una cultura que ha conquistado favorablemente las exigencias de descanso y de tiempo libre, pero que a menudo las vive superficialmente y a veces es seducida por formas de diversión que son moralmente discutibles. El cristiano se siente en cierto modo solidario con los otros hombres en gozar del día de reposo semanal; pero, al mismo tiempo, tiene viva conciencia de la novedad y originalidad del domingo, día en el que está llamado a celebrar la salvación suya y de toda la humanidad. Si el domingo es día de alegría y de descanso, esto le viene precisamente por el hecho de que es el «día del Señor», el día del Señor resucitado.

83. Descubierto y vivido así, el domingo es como el alma de los otros días, y en este sentido se puede recordar la reflexión de Orígenes según el cual el cristiano perfecto «está siempre en el día del Señor, celebra siempre el domingo» [131]. El domingo es una auténtica escuela, un itinerario permanente de pedagogía eclesial. Pedagogía insustituible especialmente en las condiciones de la sociedad actual, marcada cada vez más fuertemente por la fragmentación y el pluralismo cultural, que ponen continuamente a prueba la fidelidad de los cristianos ante las exigencias específicas de su fe. En muchas partes del mundo se perfila la condición de un cristianismo de la «diáspora», es decir, probado por una situación de dispersión, en la cual los discípulos de Cristo no logran mantener fácilmente los contactos entre sí ni son ayudados por estructuras y tradiciones propias de la cultura cristiana. En este contexto problemático, la posibilidad de encontrarse el domingo con todos los hermanos en la fe, intercambiando los dones de la fraternidad, es una ayuda irrenunciable.

84. El domingo, establecido como sostén de la vida cristiana, tiene naturalmente un valor de testimonio y de anuncio. Día de oración, de comunión y de alegría, repercute en la sociedad irradiando energías de vida y motivos de esperanza. Es el anuncio de que el tiempo, habitado por Aquél que es el Resucitado y Señor de la historia, no es la muerte de nuestra ilusiones sino la cuna de un futuro siempre nuevo, la oportunidad que se nos da para transformar los momentos fugaces de esta vida en semillas de eternidad. El domingo es una invitación a mirar hacia adelante; es el día en el que la comunidad cristiana clama a Cristo su «Marana tha, ¡Señor, ven!» (1 Co 16,22). En este clamor de esperanza y de espera, el domingo acompaña y sostiene la esperanza de los hombres. Y de domingo en domingo, la comunidad cristiana iluminada por Cristo camina hacia el domingo sin fin de la Jerusalén celestial, cuando se completará en todas sus facetas la mística Ciudad de Dios, que «no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero» (Ap 21,23).

85. En esta tensión hacia la meta la Iglesia es sostenida y animada por el Espíritu. Él despierta su memoria y actualiza para cada generación de creyentes el acontecimiento de la Resurrección. Es el don interior que nos une al Resucitado y a los hermanos en la intimidad de un solo cuerpo, reavivando nuestra fe, derramando en nuestro corazón la caridad y reanimando nuestra esperanza. El Espíritu está presente sin interrupción en cada día de la Iglesia, irrumpiendo de manera imprevisible y generosa con la riqueza de sus dones; pero en la reunión dominical para la celebración semanal de la Pascua, la Iglesia se pone especialmente a su escucha y camina con él hacia Cristo, con el deseo ardiente de su retorno glorioso: «El Espíritu y la Novia dicen: ¡Ven!» (Ap 22,17). Considerando verdaderamente el papel del Espíritu he deseado que esta exhortación a descubrir el sentido del domingo se hiciera este año que, en la preparación inmediata para el Jubileo, está dedicado precisamente al Espíritu Santo.

86. Encomiendo la viva acogida de esta Carta apostólica, por parte de la comunidad cristiana, a la intercesión de la Santísima Virgen. Ella, sin quitar nada al papel central de Cristo y de su Espíritu, está presente en cada domingo de la Iglesia. Lo requiere el mismo misterio de Cristo: en efecto, ¿cómo podría ella, que es la Mater Domini y la Mater Ecclesiae, no estar presente por un título especial, el día que es a la vez dies Domini y dies Ecclesiae?

Hacia la Virgen María miran los fieles que escuchan la Palabra proclamada en la asamblea dominical, aprendiendo de ella a conservarla y meditarla en el propio corazón (cf. Lc 2,19). Con María los fieles aprenden a estar a los pies de la cruz para ofrecer al Padre el sacrificio de Cristo y unir al mismo el ofrecimiento de la propia vida. Con María viven el gozo de la resurrección, haciendo propias las palabras del Magníficat que cantan el don inagotable de la divina misericordia en la inexorable sucesión del tiempo: «Su misericordia alcanza de generación en generación a los que lo temen» (Lc 1,50). De domingo en domingo, el pueblo peregrino sigue las huellas de María, y su intercesión materna hace particularmente intensa y eficaz la oración que la Iglesia eleva a la Santísima Trinidad.

87. La proximidad del Jubileo, queridos hermanos y hermanas, nos invita a profundizar nuestro compromiso espiritual y pastoral. Este es efectivamente su verdadero objetivo. En el año en que se celebrará, muchas iniciativas lo caracterizarán y le darán el aspecto singular que tendrá la conclusión del segundo Milenio y el inicio del tercero de la Encarnación del Verbo de Dios. Pero este año y este tiempo especial pasarán, a la espera de otros jubileos y de otras conmemoraciones solemnes. El domingo, con su « solemnidad » ordinaria, seguirá marcando el tiempo de la peregrinación de la Iglesia hasta el domingo sin ocaso. Os exhorto, pues, queridos Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio a actuar incansablemente, junto con los fieles, para que el valor de este día sacro sea reconocido y vivido cada vez mejor. Esto producirá sus frutos en las comunidades cristianas y ejercerá benéficos influjos en toda la sociedad civil.

Que los hombres y las mujeres del tercer Milenio, encontrándose con la Iglesia que cada domingo celebra gozosamente el misterio del que fluye toda su vida, puedan encontrar también al mismo Cristo resucitado. Y que sus discípulos, renovándose constantemente en el memorial semanal de la Pascua, sean anunciadores cada vez más creíbles del Evangelio y constructores activos de la civilización del amor.

¡A todos mi Bendición!

Vaticano, 31 de mayo, solemnidad de Pentecostés del año 1998, vigésimo de mi Pontificado.

JUAN PABLO II


NOTAS

[1] Cf. Ap 1,10: «Kyriaké heméra»; cf. también Didaché 14, 1; S. Ignacio de Antioquía, A los Magnesios 9, 1-2: SC 10, 88-89.

[2] Pseudo Eusebio de Alejandría, Sermón 16: PG 86, 416.

[3] In die dominica Paschae II, 52: CCL 78, 550.

[4] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 106.

[5] Ibíd.

[6] Cf. Motu proprio Mysterii paschalis (14 de febrero de 1969): AAS 61 (1969), 222-226.

[7] Cf. Nota pastoral de la Conferencia Episcopal Italiana «El día del Señor» (15 de julio de 1984), 5: Ench. CEI 3, 1398.

[8] Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 106.

[9] Homilía al inicio solemne del Pontificado (22 de octubre de 1978) 5: AAS, 70 (1978), 947.

[10] Encíclica Laborem exercens, n. 25: AAS 73 (1981), 639.

[11] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 34.

[12] El sábado es vivido por nuestros hermanos hebreos con una espiritualidad «esponsal», como se desprende, por ejemplo, en los textos del Génesis Rabbah X, 9 y XI, 8 (cf. J. Neusner, Génesis Rabbah, vol. I, Atlanta 1985, p. 107 y p. 117). De tipo nupcial es también el canto Leka dôdi: «Estará contento de ti tu Dios, como lo está el esposo con la esposa [...]. En medio de los fieles de tu pueblo predilecto, ven esposa, Shabbat reina» (Oración vespertina del sábado, de A. Toaff, Roma 1968-69, p. 3).

[13] Cf. A. J. Heschel, The sabbath. Its meaning for modern man, (22 ed. 1995), pp. 3-24.

[14] «Verum autem sabbatum ipsum redemptorem nostrum Iesum Christum Dominum habemus»: Epist. 13,1: CCL 140 A, 992.

[15] Ep. ad Decentium XXV, 4, 7: PL 20, 555.

[16] Homilía in Hexaemeron II, 8: SC 26, 184.

[17] Cf. In Io. ev. tractatus XX, 20, 2: CCL 36, 203; Epist. 55, 2: CSEL 34, 170-171.

[18] Esta referencia a la resurrección es particularmente visible en la lengua rusa, en la que el domingo se llama precisamente «resurrección» (voskresén'e).

[19] Epist. 10, 96, 7.

[20] Cf. ibíd. En relación con la carta de Plinio, también Tertuliano recuerda los coetus antelucani en Apologeticum 2, 6: CCL 1, 88; De corona 3, 3: CCL 2, 1043.

[21] A los Magnesios 9, 1-2: SC 10, 88-89.

[22] Sermo 8 in octava Paschalis, 4: PL 46, 841. Este carácter de «primer día» del domingo es evidente en el calendario litúrgico latino, donde el lunes se denomina feria secunda, el martes feria tertia, etc. Semejante denominación de los días de la semana se encuentra en la lengua portuguesa.

[23] S. Gregorio de Nisa, De castigatione: PG 46, 309. En la liturgia maronita se subraya también la relación entre el sábado y el domingo, a partir del «misterio del Sábado Santo» (cf. M. Hayek, Maronite [Église], Dictionnaire de spiritualité, X [1980], 632-644.

[24] Rito del Bautismo de niños, n. 9; cf. Rito de la iniciación cristiana de adultos, n. 59.

[25] Cf. Misal Romano, Rito de la aspersión dominical del agua bendita.

[26 ] Cf. S. Basilio, Sobre el Espíritu Santo, 27, 66: SC 17, 484-485; cf. también Epístola de Bernabé, 15, 8-9: SC 172, 186-189; S. Justino, Diálogo con Trifón, 24.138: PG 6, 528.793; Orígenes, Comentario sobre los Salmos, Salmo 119 [118], 1: PG 12, 1588.

[27] «Domine, praestitisti nobis pacem quietis, pacem sabbati, pacem sine vespera»: Confesiones 13, 50: CCL 27, 272.

[28] Cf. S. Agustín, Epist. 55,17: CSEL 34, 188: «Ita ergo erit octavus, qui primus, ut prima vita sed aeterna reddatur».

[29] En inglés Sunday y en alemán Sonntag.

[30] Apología I, 67: PG 6, 430.

[31] Cf. S. Máximo de Turín, Sermo 44, 1: CCL 23, 178; Id., Sermo 53, 2: CCL 23, 219; Eusebio de Cesarea, Comm. in Ps 91: PG 23, 1169-1173.

[32] Véase, por ejemplo, el himno para el Oficio de las Lecturas: «Dies aetasque ceteris octava splendet sanctior in te quam, Iesu, consecras primitiae surgentium» (I sem.); y también: «Salve dies, dierum gloria, dies felix Christi victoria, dies digna iugi laetitia dies prima. Lux divina caecis irradiat, in qua Christus infernum spoliat, mortem vincit et reconciliat summis ima» (II sem.). Expresiones parecidas se encuentran en himnos adoptados en la Liturgia de las Horas en diversas lenguas modernas.

[33] Cf. Clemente de Alejandría, Stromati, VI, 138, 1-2: PG 9, 364.

[34] Cf. Enc. Dominum et vivificantem (18 de mayo de 1986), 22-26: AAS 78 (1986), 829-837.

[35] Cf. S. Atanasio de Alejandría, Cartas dominicales 1, 10: PG 26, 1366.

[36] Cf. Bardesane, Diálogo sobre el destino, 46: PS 2, 606-607.

[37] Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, Apéndice: Declaración sobre la revisión del calendario.

[38] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 9.

[39] Cf. Carta Dominicae Cenae (24 de febrero de 1980), 4; AAS 72 (1980), 120; Enc. Dominum et vivificantem (18 de mayo de 1986), 62-64: AAS 78 (1986), 889-894.

[40] Cf. Carta ap. Vicesimus quintus annus (4 de diciembre de 1988), 9; AAS 81 (1989), 905-906.

[41] Catecismo de la Iglesia Católica, 2177.

[42] Cf. Carta ap. Vicesimus quintus annus (4 de diciembre de 1988), 9: AAS 81 (1989), 905-906.

[43] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 41; cf. Decr. Christus Dominus, sobre el oficio pastoral de los obispos, 15.

[44] Son palabras del embolismo, formulado con esta o análogas expresiones en algunas plegarias eucarísticas en diversas lenguas. Dichas palabras subrayan eficazmente el carácter «pascual» del domingo.

[45] Cf. Congr. para la Doctrina de la fe, Carta Communionis notio, a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia como comunión (28 de mayo de 1992), 11-14: AAS 85 (1993), 844-847.

[46] Discurso al tercer grupo de Obispos de los Estados Unidos de América (17 de marzo de 1998), 4: L'Osservatore Romano ed. en lengua española, 10 de abril de 1998, p. 9.

[47] Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 42.

[48] S. Congr. de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, sobre el culto del misterio eucarístico (25 de mayo de 1967), 26: AAS 59 (1967), 555.

[49] Cf. S. Cipriano, De Orat. Dom. 23: PL 4, 553; Id. De cath. Eccl. unitate, 7: CSEL 31, 215; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4; Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 26.

[50] Exhort. ap. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), 57; 61: AAS 74 (1982), 151; 154.

[51] Cf. S. Congr. para el Culto Divino, Directorio para las Misas con niños (1 de noviembre de 1973): AAS 66 (1974), 30-46.

[52] S. Congr. de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium sobre el culto del misterio eucarístico (25 de mayo de 1967), 26: AAS 59 (1967), 555-556; S. Congr. Para los Obispos, Directorio Ecclesiae imago para el ministerio pastoral de los obispos (22 de febrero de 1973), 86c: Ench. Vat. 4, n. 2071.

[53] Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 30: AAS 81 (1989), 446-447.

[54] S. Congr. Para el Culto Divino, Instruc. Las misas para grupos particulares (15 de mayo de 1969), 10: AAS 61 (1969), 810.

[55] Cf. Conc. Ecum Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 48-51.

[56] «Haec est vita nostra, ut desiderando exerceamur»: S. Agustín, In prima Ioan. tract. 4,6: SC 75, 232.

[57] Misal Romano, Embolismo después del Padre Nuestro.

[58] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 1.

[59] Ibíd., Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1; cf. Enc. Dominum et vivificantem (18 de mayo de 1986), 61-64: AAS 78 (1986), 888-894.

[60] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 7; cf. 33.

[61] Ibíd., 56; cf. Ordo Lectionum Missae, Praenotanda, 10.

[62] Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 51.

[63] Cf. ibíd., 52; Código de Derecho Canónico, can. 767 § 2; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 614.

[64] Const. ap. Missale Romanum (3 de abril de 1969): AAS 61 (1969), 220.

[65] En la Const. Sacrosanctum Concilium, 24, se habla de «suavis et vivus Sacrae Scripturae affectus».

[66] Carta Dominicae Cenae (24 de febrero de 1980), 10: AAS 72 (1980), 135.

[67] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 25.

[68] Cf. Ordo lectionum Missae, Praenotanda, cap. III.

[69] Cf. Ordo lectionum Missae, Praenotanda, cap. I, 6.

[70] Conc. Ecum. Tridentino, Sess. XXII, Doctrina y cánones sobre el santísimo sacrificio de la Misa, II: DS, 1743; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1366.

[71] Catecismo de la Iglesia Católica, 1368.

[72] S. Congr. de Ritos, Instr. Eucharisticum mysterium, sobre el culto del misterio eucarístico (25 de mayo de 1967), 3 b: AAS 59 (1967), 541; cf. Pío XII, Enc. Mediator Dei (20 de noviembre de 1947), II: AAS, 39 (1947), 564-566.

[73] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1385; cf. también Congr. para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados y vueltos a casar (14 de septiembre de 1994): AAS 86 (1994), 974-979.

[74] Cf. Inocencio I, Epist. 25, 1 a Decenzio de Gubbio: PL 20, 553.

[75] II, 59; 2-3: ed. F. X. Funk, 1905, 170-171.

[76] Cf. Apologia I, 67, 3-5: PG 6, 430.

[77] Acta SS. Saturnini, Dativi et aliorum plurimorum martyrum in Africa, 7,9,10: PL 8, 707.709-710.

[78] Cf. can. 21, Mansi, Conc. II, 9.

[79] Cf. can. 47, Mansi, Conc. VIII, 332.

[80] Véase la proposición contraria, condenada por Inocencio XI en 1679, sobre la obligación moral de la santificación de la fiesta: DS 2152.

[81] Can. 1248: «Festis de praecepto diebus Missa audienda est»; can. 1247 § 1: «Dies festi sub praecepto in universa Ecclesia sunt... omnes et singuli dies dominici».

[82] Código de Derecho Canónico, can. 1247; el Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 881 § 1, prescribe que «los fieles cristianos están obligados los domingos y días de precepto a participar en la Divina Liturgia o bien, según las prescripciones o la legítima costumbre de la propia Iglesia sui iuris, en la celebración de las alabanzas divinas».

[83] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2181: «Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave».

[84] S. Congr. para los Obispos, Directorio Ecclesiae imago para el ministerio pastoral de los obispos (22 de febrero de 1973), 86a: Ench. Vat. 4, 2069.

[85] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 905 § 2.

[86] Cf. Pío XII, Cons. ap. Christus Dominus (6 de enero de 1953): AAS 45 (1953), 15-24; Motu proprio Sacram Communionem (19 de marzo de 1957): AAS 49 (1957), 177-178; Congr. S. Oficio, Istr. sobre la disciplina del ayuno eucarístico (6 de enero de 1953): AAS 45 (1953), 47-51.

[87] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1248 § 1; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 881 § 2.

[88] Cf. Missale Romanum, Normae universales de Anno liturgico et de Calendario, 3.

[89] Cf. S. Congr. para los Obispos, Directorio Ecclesiae imago para el ministerio pastoral de los obispos (22 de febrero de 1973), 86: Ench. Vat. 4, 2069-2073.

[90] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 14.26; Carta ap. Vicesimus quintus annus (4 de diciembre de 1988), 4.6.12: AAS 81 (1989), 900-901; 902; 909-910.

[91] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 10.

[92] Cf. Instr. interdicasterial Ecclesiae de mysterio, sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos con el ministerio de los sacerdotes (15 de agosto de 1997), 6.8: AAS 89 (1997), 869.870-872.

[93] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 10: «in oblationem Eucharistiae concurrunt».

[94] Ibíd., 11.

[95] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1248 § 2.

[96] Cf. S. Congr. para el Culto Divino, Directorio Christi Ecclesia para las celebraciones dominicales en ausencia del sacerdote (2 de junio de 1988): Ench. Vat. 11, 442-468; Instr. interdicasterial Ecclesiae de mysterio acerca de algunas cuestiones sobre la colaboración de los fieles laicos con el ministerio de los sacerdotes (15 de agosto de 1997): AAS 89 (1997), 852-877.

[97] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1248 § 2; Congr. para la Doctrina de la Fe, Carta Sacerdotium ministeriale (6 de agosto de 1983), III: AAS 75 (1983), 1007.

[98] Cf. Pont. Comisión para los Medios de Comunicación Social, Instr. past. Communio et progressio sobre los medios de comunicación social (23 de mayo de 1971), 150-152.157: AAS 63 (1971), 645-646.647.

[99] Proclamación diaconal en honor del día del Señor: véase el texto siriaco en el Misal según el rito de la Iglesia de Antioquía de los Maronitas (ed. en siriaco y árabe), Jounieh (Líbano) 1959, 38.

[100] V, 20, 11: ed. F.X. Funk 1905, 298; cf. Didaché 14, 1: ed. F.X. Funk, 1901, 32; Tertuliano, Apologeticum 16, 11: CCL 1, 116. Véase en concreto Epístola de Bernabé, 15, 9: SC 172, 188-189: «He ahí por qué celebramos como una fiesta gozosa el octavo día en el que Jesús resucitó de entre los muertos y, después de haber aparecido, subió al cielo».

[101] Tertuliano, por ejemplo, nos informa que en los domingos estaba prohibido arrodillarse, ya que esta postura, al ser considerada sobre todo como gesto penitencial, parecía poco oportuna en el día de la alegría: cf. De corona 3,4: CCL 2, 1043.

[102] Ep. 55, 28: CSEL 342, 202.

[103] Cf. S. Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, «Derniers entretiens», 5-6 julio 1897, en: Oeuvres complètes, Cerf-Desclée de Brouwer, París, 1992, 1024-1025.

[104] Exhort. ap. Gaudete in Domino (9 de mayo de 1975), II: AAS 67 (1975), 295.

[105] Ibíd, VII, l.c., 322.

[106] Hex. 6, 10, 76: CSEL 321, 261.

[107] Cf. Edicto de Constantino, 3 de julio del 321: Codex Theodosianus II, tit. 8, 1, ed. Th. Mommsen, 12, 87; Codex Iustiniani, 3, 12, 2, ed. P. Krueger, 248.

[108] Cf. Eusebio de Cesarea, Vida de Constantino, 4, 18: PG 20, 1165.

[109] El documento eclesiástico más antiguo sobre este tema es el canon 29 del Concilio de Laodicea (segunda mitad del siglo IV): Mansi, II, 569-570. Desde el siglo VI al IX muchos Concilios prohibieron las «opera ruralia». La legislación sobre los trabajos prohibidos, sostenida también por las leyes civiles, fue progresivamente muy precisa.

[110] Cf. Enc. Rerum novarum (15 de mayo de 1891): Acta Leonis XIII 11 (1891), 127-128.

[111] Hex. 2, 1, 1: CSEL 321, 41.

[112] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1247; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 881 §§ 1.4.

[113] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 9.

[114] Cf. también S. Justino, Apología I, 67,6: «Los que viven en la abundancia y quieren dar, dan libremente cada uno lo que quiere, y lo que se recoge se da al que preside y él asiste a los huérfanos, las viudas, los enfermos, los indigentes, los prisioneros, los huéspedes extranjeros, en una palabra, socorre a todos los que tienen necesidad»: PG 6, 430.

[115] De Nabuthae, 10, 45: «Audis, dives, quid Dominus Deus dicat? Et tu ad ecclesiam venis, non ut aliquid largiaris pauperi, sed ut auferas»: CSEL 322, 492.

[116] Homilías sobre el Evangelio de Mateo, 50, 3-4: PG 58, 508.509.

[117] Cf. S. Paulino de Nola, Ep. 13, 11-12 a Pamaquio: CSEL 29, 92-93. El senador romano es alabado precisamente por haber reproducido casi el milagro evangélico, uniendo a la participación eucarística la distribución de comida a los pobres.

[118] Carta apost. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 10: AAS 87 (1995), 11.

[119] Ibíd.

[120] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 731-732.

[121] Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 102.

[122] Ibíd., 103.

[123] Ibíd., 104.

[124] Carm. XVI, 3-4: «Omnia praetereunt, sanctorum gloria durat in Christo qui cuncta novat, dum permanet ipse»: CSEL 30, 67.

[125] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1247; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 881 §§ 1.4.

[126] Por derecho común, en la Iglesia latina son de precepto los días de Navidad, Epifanía, Ascensión, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Santa María Madre de Dios, Inmaculada Concepción, Asunción, San José, Santos Apóstoles Pedro y Pablo y, finalmente, Todos los Santos: cf. Código de Derecho Canónico, can. 1246. Días festivos de precepto comunes a todas las Iglesias orientales son los de Navidad, Epifanía, Ascensión, Dormición de Santa María Madre de Dios, Santos Apóstoles Pedro y Pablo: cf. Código de los cánones de las Iglesias Orientales, can. 880 § 3.

[127] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1246 § 2; para las Iglesias orientales, véase Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 880 § 3.

[128] Cf. S. Congr. de Ritos, Normae universales de Anno liturgico et de Calendario (21 de marzo de 1969), 5.7: Ench. Vat. 3, 895.897.

[129] Cf. Caeremoniale Episcoporum, ed. typica 1995, n. 230.

[130] Cf. ibíd., n. 223.

[131] Contra Celso VIII, 22: SC 150, 222-224.



No hay comentarios: