jueves, 27 de marzo de 2025

EL NACIMIENTO DEL NATURALISMO

La era moderna suele considerarse “el triunfo de la ciencia sobre lo sobrenatural”. Pero lo que realmente ocurrió es mucho más interesante.

Por Peter Harrison


Desde cualquier punto de vista, la revolución científica del siglo XVII marcó un hito significativo en el surgimiento de nuestra era secular moderna. Este notable momento histórico se interpreta a menudo como la liberación final de la ciencia de las restricciones de la religión medieval, emprendiendo un nuevo camino que evitaba las explicaciones teológicas y centraba su atención únicamente en un mundo natural desencantado. Pero esta versión de los hechos es, en el mejor de los casos, una verdad a medias.

La ciencia medieval, en términos generales, siguió a Aristóteles en la búsqueda de explicaciones basadas en las propiedades causales inherentes a las cosas naturales. Dios ciertamente estaba involucrado, al menos en la medida en que originalmente dotó a las cosas de sus propiedades naturales y se decía que “coincidía” con sus operaciones habituales. Sin embargo, el mundo natural tenía su propia agencia. A partir del siglo XVII, el filósofo y científico francés René Descartes y sus compañeros intelectuales revolucionarios prescindieron de la idea de poderes y virtudes internas. Despojaron a los objetos naturales de poderes causales inherentes y atribuyeron todo movimiento y cambio en el universo directamente a las leyes naturales.

Pero, a pesar de toda su influencia transformadora, figuras clave de la revolución científica como Descartes, Johannes Kepler, Robert Boyle e Isaac Newton no son nuestros antecesores modernos y seculares. No compartían nuestra comprensión contemporánea de lo natural ni la idea de las “leyes de la naturaleza” que creemos que sustenta ese naturalismo.

Para descubrir el origen de nuestro sentido de la ciencia y la ley natural, debemos remontarnos a finales del siglo XIX. Solo entonces vemos surgir la misma comprensión sustancial del naturalismo científico que es común hoy en día. En esencia, esta es la perspectiva descrita y respaldada por el físico teórico Sean Carroll en The Big Picture (2016):
Solo existe un mundo, el mundo natural, que exhibe patrones que llamamos “leyes de la naturaleza”, y que se puede descubrir mediante los métodos científicos y la investigación empírica. No existe un reino separado de lo sobrenatural, lo espiritual o lo divino; tampoco existe una teleología cósmica ni un propósito trascendente inherente a la naturaleza del universo ni a la vida humana.
Richard Dawkins defiende una comprensión similar del naturalismo en The God Delusion (El engaño de Dios) (2006), al afirmar que “no hay nada más allá del mundo natural y físico, ninguna inteligencia creativa sobrenatural acechando tras el universo observable…”. Esta postura se aplica no solo a las ciencias, sino también a las humanidades. La gran mayoría de los filósofos contemporáneos, escribe el filósofo David Papineau, coinciden en su rechazo de las entidades sobrenaturales. De hecho, este parece ser uno de los pocos puntos en los que los filósofos pueden ponerse de acuerdo.

Thomas Henry Huxley

La frase “naturalismo científico” y su significado moderno y secular de un enfoque puramente naturalista del mundo nos llega de Thomas Henry Huxley. Huxley fue un talentoso y enérgico biólogo del siglo XIX que se ganó una formidable reputación como “el bulldog de Darwin”. Fue él quien popularizó el uso de la expresión “naturalismo científico” y la asoció con el progreso de las ciencias modernas. Huxley estaba preocupado por lo que él veía como la influencia indebida de las autoridades eclesiásticas en el contenido y la conducta de la ciencia. Dado el grado en que los clérigos anglicanos en Inglaterra dominaban los puestos científicos en universidades e instituciones científicas como la Royal Society, esta preocupación era totalmente comprensible. Con individuos de ideas afines como el físico irlandés John Tyndall, Huxley buscó arrebatar el control de la ciencia al establishment religioso. Integral a su misión fue una caracterización de la ciencia como intrínsecamente naturalista, en oposición a una teología que se decía que era intrínsecamente sobrenaturalista. Ambos términos, usados ​​en este sentido, fueron acuñados en el siglo XIX. De hecho, Huxley adoptó su dicotomía naturalismo/sobrenaturalismo del lenguaje de la crítica bíblica alemana, por la que sentía un especial interés.

Para legitimar su “naturalismo científico”, Huxley dotó al naturalismo de una larga historia que se remontaba a los filósofos Presocráticos de la antigua Grecia. La historia demostraría, según el argumento, que la interferencia “sobrenaturalista” en las ciencias siempre había sido contraproducente. Huxley llegó incluso a sugerir que el proceso histórico de la civilización podía entenderse como una lucha perenne entre dos enfoques fundamentalmente opuestos: el naturalismo y el sobrenaturalismo. En Essays Upon Some Controverted Questions (Ensayos sobre algunas cuestiones controvertidas) (1892), escribió: “El naturalismo y el sobrenaturalismo han competido y luchado, consciente o inconscientemente, entre sí; y las diversas fortunas de la contienda están escritas en los registros del curso de la civilización”. En opinión de Huxley, la ciencia era enemiga del sobrenaturalismo, y la marcha de la civilización debía entenderse en términos del naturalismo, que gradualmente se imponía al sobrenaturalismo.

Si bien Huxley fue un excelente biólogo y un experto en filosofía y teología contemporáneas, sus reconstrucciones históricas dejaron mucho que desear. Para empezar, eminencias científicas del pasado, como Kepler, Descartes, Boyle y Newton, habían albergado fuertes creencias religiosas y, por lo general, las habían considerado fundamentales para sus esfuerzos científicos. Lo mismo ocurrió con muchos de los distinguidos científicos contemporáneos de Huxley, como Michael Faraday, James Clerk Maxwell y Lord Kelvin. Sin embargo, las reconstrucciones históricas de Huxley impactaron al conectar con una creciente sensibilidad histórica que imaginaba una Europa científicamente avanzada que superaría su pasado religioso y abandonaría su compromiso con la creencia en una entidad sobrenatural.

Auguste Comte

Parte del apoyo a la versión huxleyiana de la historia provino de las nacientes ciencias sociales, que se desarrollaron tras la Ilustración y buscaban ofrecer relatos “científicos”, o al menos no providencialistas, del desarrollo de la historia humana. Uno de los esquemas más conocidos e influyentes fue el de Auguste Comte (1798-1857), quien sostenía que el conocimiento humano pasa inexorablemente por tres etapas sucesivas: la teológica, la metafísica y la “positiva” (o científica). Según este modelo, en lugar de contribuir positivamente al progreso científico, las afirmaciones teológicas eran formas primitivas de pensamiento que inevitablemente serían desplazadas por formas más desarrolladas.

Las tipologías progresistas de tres tipos se convertirían posteriormente en habituales en la literatura antropológica. El influyente antropólogo escocés James George Frazer, en su extensa obra de varios volúmenes, The Golden Bough (La rama dorada) (1890), ofreció un argumento sólido a favor de la progresión natural del conocimiento humano desde la creencia supersticiosa en la magia, pasando por la religión, hasta una aceptación ilustrada de la ciencia. Estas transiciones se entendían típicamente como leyes del progreso humano, análogas en ciertos aspectos a las leyes de la naturaleza en el ámbito de las ciencias.

Sentimientos similares sustentaron la invención en el siglo XIX de lo que los historiadores de la ciencia denominan “la tesis del conflicto”, que sostiene que esta historia se caracteriza por una guerra incesante entre la ciencia y la religión. La historia de la ciencia es, en realidad, “una narrativa del conflicto entre dos poderes contendientes”, escribió John Draper en su ampliamente difundida History of the Conflict Between Religion and Science (Historia del conflicto entre la religión y la ciencia) (1874). El otro gran progenitor de la tesis del conflicto, Andrew Dickson White, ofreció un juicio similar en su obra en dos volúmenes A History of the Warfare of Science with Theology in Christendom (Historia de la guerra de la ciencia con la teología en la cristiandad) (1896), sosteniendo que la historia intelectual occidental debe entenderse en términos de un “conflicto entre dos épocas en la evolución del pensamiento humano: la teológica y la científica”.

John Draper

Fundamentalmente, estos modelos históricos asumían que Europa estaba a la vanguardia del progreso. Draper declaró que las naciones “pasan por una trayectoria ascendente o descendente”. Escribió que Newton representó la cúspide del ascenso de la civilización, mientras que “el salvaje australiano”, cuya vida “es como la de una bestia”, fue su punto más bajo. De ello se deducía que las características del excepcionalismo occidental, como su perspectiva cada vez más naturalista, no eran aberraciones históricas, sino más bien, evidencia de la superioridad de la civilización. Pocos científicos sociales hoy en día profesarían una lealtad abierta a estos modelos históricos deterministas en la forma en que se plantearon originalmente. Sin embargo, podría decirse que las suposiciones tácitas de la superioridad occidental aún ensombrecen nuestra comprensión histórica y antropológica actual. Esto se aplica, por ejemplo, a nuestra engañosa negación de las afirmaciones de verdad de muchas culturas tradicionales y, de hecho, de nuestros propios antepasados. En la práctica, esto equivale a descartarlas como falsas, pero sin tener que decirlo.

Dejando de lado estas asociaciones con el triunfalismo occidental, la versión de Huxley de la historia, en la que el sobrenaturalismo se encuentra en una lucha constante con el naturalismo, adolece de dos defectos fatales. En primer lugar, los actores históricos del pasado, y de hecho muchas culturas no occidentales, no distinguen claramente entre lo natural y lo sobrenatural. En segundo lugar, y de forma un tanto paradójica, las suposiciones religiosas sobre el orden natural resultan cruciales para el surgimiento de una perspectiva naturalista.

Para la mayoría de los occidentales modernos, la distinción entre lo natural y lo sobrenatural parece obvia y, en definitiva, natural. Sin embargo, algunos historiadores y científicos sociales han aportado indicios de su novedad histórica y cultural. En su obra clásica, The Elementary Forms of the Religious Life (Las formas elementales de la vida religiosa) (1912), el sociólogo Émile Durkheim intentó llegar a una definición de religión que abarcara todos los fenómenos relevantes. Descartó la suposición común de que la “creencia en seres sobrenaturales” era un componente esencial de la religión, señalando que “la idea de lo sobrenatural llegó ayer”. Cada vez es más evidente que Durkheim se estaba quedando corto: en la mayoría de las culturas tradicionales, la idea de lo sobrenatural nunca llegó a existir. En su obra póstumamente publicada, The New Science of the Enchanted Universe (La nueva ciencia del universo encantado) (2022), el iconoclasta antropólogo de la Universidad de Chicago Marshall Sahlins enumeró numerosos ejemplos de sociedades que son completamente inocentes de cualquier distinción entre lo natural y lo sobrenatural. Sahlins describió el despliegue de esta dicotomía en contextos antropológicos como un “pecado original etnográfico”. En términos más generales, señala que nuestras maneras de comprender las culturas no occidentales a menudo implican la imposición de “un aparato conceptual engañoso compuesto casi a partes iguales de equívoco trascendentalista y condescendencia colonialista”. Nuestra actual distinción entre lo natural y lo sobrenatural es un claro ejemplo de ello, y su aplicación acrítica a la comprensión de nuestra propia historia no es menos problemática.

¿Cómo, entonces, llegamos a heredar esta distinción saliente, y qué nos dice su historia sobre la forma en que la aplicamos a nuestra propia cultura y a las de otros? Una fase clave en la evolución de nuestra distinción moderna entre natural y sobrenatural llegó en la Edad Media europea, donde encontramos sus primeras huellas lingüísticas. El trabajo detectivesco inicial fue realizado por el jesuita del siglo XX Henri de Lubac, cuyo estudio exhaustivo de textos de los períodos antiguo y medieval, Surnaturel (1946), reveló que la palabra “sobrenatural” (supernaturalis) y sus equivalentes estuvieron casi completamente ausentes de los escritos canónicos hasta el siglo XIII. De hecho, no encontramos la palabra “sobrenatural” en los documentos oficiales de la Iglesia Católica hasta 1567. El cristianismo había existido así durante más de un milenio sin un concepto supuestamente central para su identidad como religión. De Lubac demostró que la primera aparición de la expresión “sobrenatural” llegó en los escritos del influyente filósofo y teólogo dominico del siglo XIII Santo Tomás de Aquino. Si bien el uso que hizo Aquino de esta nueva terminología no representaba todavía la disyunción exclusiva con la que ahora estamos familiarizados, proporcionó, no obstante, el vocabulario que posteriormente se desarrollaría en nuestra división natural/sobrenatural.

Henri de Lubac

Es casi un milagro que los frutos del trabajo de De Lubac hayan llegado hasta nosotros. El borrador inicial de su Surnaturel fue compilado mientras huía de los nazis en la Francia de la década de 1940. La escasez de papel afectó gravemente la publicación de la obra y limitó su circulación inicial. Finalmente, tras escapar de la atención de los nazis, la propia Iglesia vio con malos ojos su obra y sus implicaciones, condenándolo al exilio intelectual durante varios años. Pero más tarde su suerte cambió y ahora goza de la reputación de ser “uno de los pensadores católicos más influyentes del siglo XX”.

La investigación de De Lubac sobre la idea de lo sobrenatural no estuvo motivada por una curiosidad vana sobre la historia de palabras específicas. Albergaba la sospecha de que la aparición de la distinción moderna entre lo natural y lo sobrenatural había sido decisiva en el proceso de secularización. En su opinión, este desarrollo conceptual estuvo profundamente implicado en el surgimiento de la idea de un mundo natural independiente y autosuficiente, uno que pudiera operar sin su contraparte sobrenatural. En retrospectiva, la lógica es clara: el naturalismo moderno depende lógicamente de la viabilidad de una disyunción entre lo natural y lo sobrenatural. De ello se deduce que el advenimiento histórico de la idea de lo sobrenatural, paradójicamente, sentó las bases para la negación de lo que se suponía que representaba.

El argumento de De Lubac sobre cómo la distinción relativamente inocente de Aquino finalmente se transformó en algo contrario a una perspectiva religiosa del mundo se centró en una serie de recónditas discusiones teológicas sobre la “naturaleza pura” que tuvieron lugar en el siglo XVI. La trascendencia de estas discusiones teológicas de la primera modernidad resulta ahora desconocida para la mayoría de nosotros, pero el argumento de De Lubac es plausible. En cualquier caso, hubo desarrollos adicionales en las ciencias naturales relacionados con el sobrenaturalismo que fueron igualmente influyentes, y su significado es un poco más fácil de comprender. De nuevo, la historia relevante revela algunas sorpresas. Contrariamente a la intuición, las explicaciones de los pioneros de la ciencia experimental fueron más sobrenaturalistas que las de sus predecesores medievales.

Para ayudar a resolver este enigma, conviene volver al punto de partida, con Descartes y otros pioneros de la ciencia moderna. Al examinar sus propias descripciones de cómo entendían las regularidades invariables de la naturaleza, queda claro que negaban cualquier distinción esencial entre lo natural y lo sobrenatural. Por el contrario, el principio explicativo central de la nueva ciencia, la idea de las leyes de la naturaleza, era completamente teológico, una reafirmación secular de la voluntad de Dios. En consecuencia, Descartes entendía el movimiento como la recreación sucesiva de los objetos por parte de Dios siguiendo una trayectoria predecible. La creación inicial de las cosas por parte de Dios no era esencialmente diferente de su mantenimiento continuo en la existencia momento a momento, y a través de sus diversos movimientos y transformaciones. El carácter matemático de las leyes del movimiento derivaba de la voluntad divina. Así también, el hecho de que las leyes de la naturaleza fueran eternas e inmutables. Esto se debía a que la voluntad de Dios, de la que dependían, era eterna e inmutable. “La naturaleza -nos dice Descartes en Meditations on First Philosophy (Meditaciones sobre la Filosofía Primera) (1641)- no es otra cosa que Dios mismo, o el sistema ordenado de las cosas creadas establecido por Dios”. Esta concepción cartesiana de las leyes de la naturaleza fue adoptada por las figuras más importantes de la revolución científica.

Robert Boyle

Robert Boyle, uno de los fundadores del experimentalismo científico, insistió en que las leyes del movimiento no surgen de las propiedades de la materia, sino que “dependen de la voluntad del autor divino de las cosas”. El prefacio de la obra maestra de Newton, Philosophiæ Naturalis Principia Mathematica (1687), explica de manera similar que el mundo natural “no puede surgir de nada más que de la perfecta libre voluntad de Dios”. Los pensadores newtonianos elaboraron este principio de diversas maneras. La gravedad era “la orden y el dedo inmediatos de Dios, y la ejecución de la ley divina”, escribió uno de los divulgadores de Newton, Richard Bentley. Samuel Clarke, quien actuó como portavoz de Newton en la amarga controversia con el filósofo alemán G. W. Leibniz, sostuvo que el curso de la naturaleza no es otra cosa que “la voluntad arbitraria y el placer de Dios ejerciendo y actuando sobre la materia continuamente”. Clarke concluyó que realmente no hay distinción entre lo natural y lo sobrenatural, ya que los eventos que solemos considerar puramente naturales se producen mediante el ejercicio directo del poder sobrenatural.

Esta comprensión sobrenaturalista de las leyes de la naturaleza persistió hasta bien entrado el siglo XIX. Destacadas figuras científicas defendieron su fundamento teológico. El filósofo John Stuart Mill escribió en 1843 que los “hombres de ciencia” entendían las leyes de la naturaleza como “la expresión de la voluntad de un ser superior; siendo el superior, en este caso, el Gobernante del universo”. Los científicos más destacados de la época —John Herschel, Michael Faraday, William Whewell, James Clerk Maxwell, Lord Kelvin y William Benjamin Carpenter— hicieron declaraciones explícitas en el sentido de que las leyes de la naturaleza eran voliciones divinas. Sin embargo, esta concepción teísta del orden natural resultó susceptible a una toma de control hostil. En la última etapa de la evolución de la semántica histórica de lo sobrenatural, Huxley, quien, como ya hemos visto, acuñó el término “naturalismo científico”, se apropió del poder explicativo de las leyes de la naturaleza, incluyendo su inmutabilidad y universalidad, pero desechó su fundamento teológico original. Las leyes de la naturaleza cambiaron así, desde leyes impuestas a la naturaleza por Dios, a lo que son ahora: hechos brutos que tomamos como simplemente intrínsecos a la naturaleza.

En una de las grandes ironías de la historia de las ideas, una noción que originalmente se había entendido como evidencia irrefutable de la actividad continua de Dios en la naturaleza se postulaba ahora como evidencia de lo contrario, de su imposibilidad. En cierto sentido, los naturalistas modernos coinciden con sus homólogos teístas de la primera modernidad al sostener que existe un solo mundo y que no existe un reino sobrenatural distinto. Sin embargo, adoptan posturas completamente opuestas sobre las implicaciones teológicas de esta postura. Newton habría podido respaldar plenamente la insistencia de Caroll en que “existe un solo mundo, el mundo natural, que exhibe patrones que llamamos “leyes de la naturaleza”, y que se puede descubrir mediante los métodos de la ciencia y la investigación empírica” y, además, habría coincidido en que “no existe un reino separado de lo sobrenatural, lo espiritual o lo divino” (énfasis añadido). Pero esto se debió a que no suscribía una distinción entre lo natural y lo sobrenatural. La concepción general de Newton del orden natural, y de hecho su justificación para creer en las leyes de la naturaleza, era completamente sobrenaturalista. Por esta razón, a diferencia de sus homólogos modernos, sostuvo explícitamente que el “discurso de Dios” era parte integral del esfuerzo científico.

Isaac Newton

La inversión del valor teológico de las leyes de la naturaleza en el siglo XIX fue un logro notable. Gran parte de lo que lo hizo posible fue una reinterpretación de la historia de la ciencia que ocultó las contribuciones de las consideraciones teológicas y realineó la innovación científica con un supuesto naturalismo perenne. Revelar la historia real desmiente la presunción de que el enfoque naturalista moderno se justifica por el éxito de las ciencias. Si nos basamos en las premisas de trabajo de figuras como Kepler, Boyle y Newton, la realidad es la contraria. El proyecto de reformulación de los naturalistas del siglo XIX ocultó los orígenes teológicos de la idea de las leyes de la naturaleza. Sin embargo, consideraron necesario conservar aspectos fundamentales de la estructura explicativa original, aun negando las premisas sobrenaturalistas que originalmente la habían dotado de coherencia.

Esto nos lleva a la segunda deficiencia evidente de las conocidas historias de estilo Huxley, que asocian el naturalismo con la ciencia y trazan una trayectoria de la historia de la ciencia y la filosofía que comienza con los antiguos griegos, permanece latente durante la Edad Media cristiana y resurge con la revolución científica del siglo XVII. Tomemos como ejemplo la historia común de los orígenes griegos de la filosofía y la ciencia. Hasta el siglo XVIII, se asumía generalmente que el pensamiento filosófico se originó más allá de las fronteras de Europa, entre los antiguos caldeos, persas, indios y egipcios. El filósofo inglés del siglo XVII, Thomas Hobbes, por ejemplo, atribuyó los orígenes de la filosofía a los antiguos sabios de la India y Persia y a los sacerdotes de Egipto y Caldea. Negó explícitamente que Grecia fuera la cuna original de la filosofía. Sin embargo, esta visión arraigada ya no concordaba con las suposiciones de los pensadores de la Ilustración sobre la preeminencia intelectual de Occidente y la asociación del avance intelectual con un repudio a la teología. Se hizo necesario reescribir la historia de maneras que enfatizaran la centralidad de las contribuciones europeas y conectaran el avance intelectual con el naturalismo.

En consecuencia, filósofos de la Ilustración como David Hume trasladaron el centro de gravedad de la filosofía antigua a Grecia. El enfoque de Hume se replicó en las historias canónicas de la filosofía producidas por los historiadores Christoph Meiners (1747-1810), Dietrich Tiedemann (1748-1803) y Wilhelm Gottlieb Tennemann (1761-1819). Los filósofos Presocráticos de la antigua Grecia, comenzando por Tales de Mileto, se beneficiaron del nuevo enfoque eurocéntrico del conocimiento. Se decía que estos “naturalistas jonios” habían abandonado las explicaciones sobrenaturalistas de los poetas y teólogos, sustituyéndolas por explicaciones protocientíficas. Debido tanto a su ubicación geográfica como a su supuesto naturalismo, estos hombres podían servir como ejemplos del modelo de avance cultural que subyacía a los supuestos antropológicos de la época. Esta versión de la historia de la filosofía sigue estando muy vigente.

La verdad del asunto es bastante diferente. Aristóteles nos cuenta que Tales de Mileto, el primero de los filósofos naturalistas considerados, declaró que “todo está lleno de dioses”. De hecho, la lógica que subyace a la perspectiva “científica” de los filósofos Presocráticos suele ser que el mundo está gobernado por un poder divino omnipresente. En Creationism and Its Critics in Antiquity (Creacionismo y sus críticos en la antigüedad) (2008), el clasicista David Sedley observa con acierto en este contexto que asociar el pensamiento Presocrático con una forma de naturalismo representa “una grave percepción errónea de la agenda Presocrática”. La versión aceptada también desvirtúa por completo la influencia posterior del cristianismo, que, según estas dudosas historias, supuestamente frenó el progreso de la ciencia. Varias historias progresistas del siglo XVIII sugerían que el auge del cristianismo había llevado a la supresión de la ciencia y el pensamiento racional. El Marqués de Condorcet anunció en Sketch for a Historical Picture of the Progress of the Human Mind (Boceto para un cuadro histórico del progreso del espíritu humano) (1795) que “el triunfo del cristianismo marcó la completa decadencia de la filosofía y las ciencias”. Esta visión se convirtió en una idea fija en muchas historias posteriores. El influyente filósofo de la ciencia Karl Popper seguía bajo su influencia dos siglos después: “la tradición científica” fue inaugurada por Tales de Mileto y sus sucesores inmediatos, y murió en Occidente al ser “reprimido por un cristianismo victorioso e intolerante”, escribió en The Myth of the Framework (El mito del marco común) (1994). Para Popper, el resurgimiento de la ciencia comenzó durante el Renacimiento europeo y “encontró su plenitud en Newton”.

Es cierto que, cuando los primeros pensadores cristianos evaluaron las contribuciones científicas de sus predecesores griegos, se mostraron algo ambivalentes. Sin embargo, al menos para algunos de ellos, esto no se debió a una animadversión hacia la ciencia naturalista. Al contrario, se debió a que encontraron demasiados dioses y poderes divinos en acción en el mundo natural. La ciencia predominante se consideraba demasiado promiscuamente sobrenaturalista. Los pensadores cristianos solían negar la divinidad de los cuerpos celestes y su capacidad de automoción, por ejemplo. La adopción del monoteísmo podría, por lo tanto, promover un ethos de naturalización y desencanto.

John Tyndall

Fue en parte por esta razón que los primeros cristianos fueron considerados ateos por sus contemporáneos paganos. Creían en un número insuficiente de deidades. Tyndall, compañero naturalista de Huxley, en su reivindicativa historia del naturalismo científico, habló en 1874 de “la ciencia que exigía la extirpación radical del capricho y la confianza absoluta en las leyes de la naturaleza” y de “su deseo y determinación de barrer del campo de la teoría a esta turba de dioses y demonios”. Podría haber estado describiendo con la misma facilidad las decepcionantes consecuencias de adoptar un monoteísmo estricto. El filósofo alemán G. W. F. Hegel reconoció esta tendencia en su astuta observación de que “el cristianismo ha vaciado el Valhalla, talado los bosques sagrados y desarraigado las vergonzosas supersticiones del pueblo”.

Un último rasgo problemático de estas historias progresistas del conocimiento humano de los siglos XVIII y XIX es su racismo incipiente. En los casos de Hume y Meiners, este elemento es explícito. Hume declaró que los relatos de lo sobrenatural abundan solo entre las naciones ignorantes y bárbaras. La creencia en lo sobrenatural era característica del “historiador monacal”, “el vulgar”, “el pueblo ignorante”, “los árabes bárbaros”, los “ignorantes y estúpidos”, etc. En una observación ahora notoria, Hume también comentó sobre la inferioridad intelectual de los pueblos de piel oscura: “Tiendo a sospechar que los negros son naturalmente inferiores a los blancos. Casi nunca hubo una nación civilizada de esa complexión”.

Meiners, quien legó a la posteridad el desafortunado término “caucásico”, siguió a Hume al desestimar las contribuciones intelectuales de los “pueblos oscuros y feos” que, debido a su supuesta debilidad física y mental, se consideraban constitucionalmente incapaces de desarrollar algo parecido a una investigación racional sistemática. Meiners habló con desdén de la “infantilidad y mediocridad del conocimiento de los pueblos asiáticos y africanos”. En consecuencia, recayó en los brillantes y bellos, y especialmente en los griegos, británicos y alemanes, producir las primeras filosofías racionales y desarrollarlas.

La condescendencia cultural colorea los esfuerzos académicos basados ​​en los supuestos fundamentos “neutrales” del naturalismo.

Estos relatos progresistas también proporcionaban una explicación conveniente de por qué estas culturas religiosas, supuestamente primitivas e infantiles, no habían logrado articular un concepto de lo sobrenatural, a pesar de su presunta centralidad en su cosmovisión: carecían de la sofisticación intelectual necesaria para formular concepciones abstractas. En una de las obras de arqueología más populares del siglo XIX, el estadista y naturalista inglés John Lubbock resumió esta actitud al observar que “muchas, si no la mayoría, de las razas salvajes… carecen por completo de palabras para expresar ideas abstractas”. Las alegaciones de que los pueblos colonizados eran incapaces de razonamiento abstracto sirvieron como justificación común del colonialismo europeo a finales del siglo XIX y principios del XX.

En resumen, las historias artificiales del naturalismo que pretenden demostrar su victoria sobre el sobrenaturalismo fueron inventadas en el siglo XIX y simplemente no son consistentes con la evidencia histórica. Además, están contaminadas por una condescendencia cultural que, al menos en el pasado, desembocó en un racismo manifiesto. Pocos, si es que alguno, respaldarían hoy el chovinismo que acompaña a estos relatos más antiguos y triunfalistas de la historia del naturalismo. Sin embargo, vale la pena reflexionar sobre hasta qué punto los elementos de condescendencia cultural influyen necesariamente en los trabajos académicos que se basan en los supuestos fundamentos “neutrales” del naturalismo. Una consideración cuidadosa de las circunstancias históricas contingentes que dieron lugar a las categorías analíticas actuales, que gozan de considerable prestigio y autoridad, sugeriría que no tienen nada de especialmente neutral ni objetivo. Cualquier comparación intercultural lúcida, que se abstenga de evaluar las cosmovisiones en función de cómo se comparan con el estándar del Occidente moderno, reforzará esto. Podríamos llegar incluso a adoptar una forma de “antropología inversa”, donde pensemos en cómo serían nuestras propias concepciones del mundo si adoptáramos los marcos de otros. Esto podría implicar prescindir de la idea de lo sobrenatural e intentar pensar más allá de nuestra recién heredada distinción entre lo natural y lo sobrenatural.

La historia sugiere que nuestro naturalismo moderno, que prevalece, está profundamente endeudado con el monoteísmo, y que sus seguidores podrían verse obligados a abandonar la reconfortante idea de que sus compromisos naturalistas están justificados por el éxito de la ciencia. En cuanto a la idea de lo sobrenatural, irónicamente, resulta ser mucho más importante para la identidad de quienes desean negar su realidad que para los creyentes religiosos tradicionales.


Peter Harrison es profesor emérito y director del Instituto de Estudios Avanzados en Humanidades de la Universidad de Queensland. Entre sus libros se incluyen The Territories of Science and Religion (Los Territorios de la Ciencia y la Religión) (2015), Narratives of Secularization (Narrativas de la Secularización) (2017), Science without God?: Rethinking the History of Scientific Naturalism (¿Ciencia sin Dios?: Repensando la historia del naturalismo científico) (2019) y Some New World: Myths of Supernatural Belief in a Secular Age (Un mundo nuevo: Mitos de creencia sobrenatural en una era secular) (2024).

IGLESIAS DESCRISTIANIZADAS POR NO PREDICAR LA PENITENCIA (2)

La virtud de la Penitencia constituye una gran virtud especial, que está integrada por varios actos propios: Examen de conciencia, Contrición, Propósito de enmienda

Por el padre José María Iraburu


La virtud de la Penitencia

Existe la virtud específica de la penitencia, que como dice San Alfonso Mª de Ligorio, “tiende a destruir el pecado, en cuanto es ofensa de Dios, por medio del dolor y de la satisfacción” (Theologia moralis VI,434; +STh III,85). La substancia de esta virtud es el amor a Jesús Crucificado, que siendo inocente de todo pecado, dio su vida para expiar por nosotros; y que nos dio su gracia para que nosotros, que sí somos pecadores, participemos de su Cruz, es decir, de su expiación por nuestros pecados personales y de los de todo el mundo.

La virtud de la penitencia constituye una gran virtud especial, que está integrada por varios actos propios. En efecto, aunque el Bautismo perdona los pecados, 
persiste en el cristiano esa inclinación al mal que se llama “concupiscencia”, la cual “no es pecado, pero procede del pecado y al pecado inclina” (Trento 1546: Denz 1515). En este sentido, todo cristiano es pecador, y en el ejercicio de cualquier virtud hallará una dimensión penitencial, ya que le hace volverse a Dios. Y también en este sentido, todas las virtudes cristianas son penitenciales, pues todas tienen fuerza y eficacia para causar y acrecentar la conversión.

(Nota: Diré de paso que actualmente las palabras pecado y pecador se han evitado en gran medida de las oraciones, predicaciones y cantos cristianos. En algunos casos, como en el Avemaría, se mantienen (ruega por nosotros, pecadores), pero se ha disminuido notablemente su frecuencia en los textos o en su uso, como en el Acto penitencial de la Misa (yo confieso… que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión; por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa). Se emplean hoy otras fórmulas penitenciales eufemísticas, menos expresivas y estimulantes del arrepentimiento, que se añaden a esa fórmula tradicional, y que de hecho en gran medida la 
sustituyen. Así sucede cuando el ordinario de la Misa del Novus Ordo ofrece formas que funden el Acto penitencial con los tres Kyries, de tal modo que debilita en Acto penitencial y hace que el Kyrial tradicional pierda su propia identidad litúrgica, que es antiquísima, como se comprueba al ver que la Iglesia latina lo mantiene en griego).

Examinemos ya los actos fundamentales de la penitencia, que precisan la verdad de su ser.

1. Examen de conciencia

El examen de conciencia hay que hacerlo en la fe, mirando a Dios
Cada uno debe someter su vida a examen a la luz de a palabra de Dios (Nuevo Ritual de la Penitencia, 384). El hombre –avaro, soberbio, murmurador, prepotente, perezoso–, cuanto más pecador es, menos conciencia suele tener de su pecado. Si mirase más a Dios y a su enviado Jesucristo, si recibiera más luz del Evangelio y de la vida y enseñanzas de los Santos, conocería mucho mejor sus miserables deficiencias, y más aún: las vería en relación a la misericordia divina. Por eso la liturgia del Sacramento de la Penitencia pide: Dios, que ha iluminado nuestros corazones, te conceda un verdadero conocimiento de tus pecados y de su misericordia (NRdeP,84).
Santa Teresa explica esto muy bien. A mi parecer, jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza, y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes. Hay dos ganancias en esto: la primera, está claro que una cosa parece blanca muy blanca junto a la negra, y al contrario, la negra junto a la blanca; la segunda es porque nuestro entendimiento y voluntad se hace más noble y dispuesto para todo bien, tratando a vueltas de sí con Dios, y si nunca salimos de nuestro cieno de miserias es mucho inconveniente. Pongamos los ojos en Cristo, nuestro bien, y allí aprenderemos la verdadera humildad, y en sus santos, y se ha de ennoblecer el entendimiento, y el propio conocimiento no hará [al hombre] ratero y cobarde (1Moradas 2,9-11).

Y sigue diciendo: Cuando el alma llega a verse iluminada en la alta oración contemplativa, 
se ve claramente indignísima, porque en pieza a donde entra mucho sol no hay telaraña escondida; ve su miseria… Se le representa su vida pasada y la gran misericordia de Dios (Vida 19,2). Es como el agua que está en un vaso, que si no le da el sol está muy clara; si da en él, se ve que está todo lleno de motas. Al pie de la letra es esta comparación: antes de estar el alma en este éxtasis le parece que trae cuidado de no ofender a Dios y que, conforme a sus fuerzas, hace lo que puede; pero llegada aquí, que le da este Sol de Justicia que la hace abrir los ojos, ve tantas motas que los querría volver a cerrar… se ve toda turbia. Se acuerda del verso que dice: “¿Quién será justo delante de ti?” (Sal 142,2) (Vida 20,28-29).
Cuando el examen de conciencia se hace mirando a Dios en Cristo, el pecador ve su pecado no simplemente como falla personal, sino como ofensa contra Dios. Y lo más valioso: ve siempre su negrura en el fondo luminoso de la misericordia divina.

El examen, como vemos, hay que hacerlo –a la luz de la fe, mirando a Dios, pues si uno lo hace mirándose a sí mismo, será como asomarse a mirar en un pozo bien oscuro. Y mirando a Cristo, ha de hacerse también –en la caridad, actualizando ésta intensamente, pues sólo amando mucho al Señor, podrá ser advertida la gravedad de las faltas, por mínima que sea. (Como alguien, pinchando con un alfiler las piernas del Crucificado, si falla la caridad, pensara que ese horror era cosa mínima: el pinchacito de un alfiler). El examen ha de hacerse 

En la abnegación de la propia voluntad, pues ésta influye en el juicio, y en tanto permanezca asida a su mal, no nos dejará verlo como malo. 

En la humildad, ya que el soberbio o vanidoso es incapaz de reconocer sus pecados, es incorregible, mientras que sólo el humilde, en la medida en que lo es, está abierto a la verdad, sea cual fuere. 

En profundidad, no limitando el examen a un recuento superficial de actos malos, sino tratando de descubrir sus malas raíces, cuál es la causa más profunda de esas resistencias habituales a la gracia. (Una joven, por ejemplo, que se acusa siempre en confesión de su mal genio, sin saber que continuará en tanto se resista a aceptar su soltería prolongada). 

Así realizado, el examen de conciencia, como práctica diaria o frecuente, unido a la confesión frecuente, –como en el Canon 664 la Iglesia se establece para los religiosos–, ayuda mucho al crecimiento espiritual.

2. Contrición

La contrición hay que procurarla en la caridad, mirando a Dios. Es el acto fundamental de la penitencia. 
Contemplad al Señor y quedaréis radiantes (Sal 33,6). Cuanto más encendido es el amor a Dios, más profundo es el dolor de ofenderle. Pedro, que tanto amaba a Jesús, después de negarle tres veces, lloró amargamente (Lc 22,61-62)… Dios quiere, mirando por nuestro bien, que los pecadores lloremos nuestros pecadosConvertíos a mí –nos dice–, en ayuno, en llanto y en gemido; rasgad vuestros corazones (Joel 2,12-13). El que poco ama al Señor, poco se duele por haberle ofendido. Capta más su pecado como fracaso personal, como causa de perjuicios y penalidades, que como ofensa del Salvador. Si Cristo llora por el pecado de Jerusalén (Lc 19,41-44), ¿cómo no habremos de llorar los pecadores nuestros propios pecados?

El corazón de la penitencia es la contrición, y con ella la atrición. El Concilio de Trento la define así:
La contrición ocupa el primer lugar entre los actos del penitente, y es un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante. Esta contrición no sólo contiene en sí el cese del pecado y el propósito e iniciación de una nueva vida, sino también el aborrecimiento de la vieja. Y aun cuando alguna vez suceda que esta contrición sea perfecta y reconcilie al hombre con Dios antes de que de hecho se reciba este Sacramento [de la Penitencia], no debe, sin embargo, atribuirse la reconciliación a la misma contrición sin deseo del Sacramento, que en ella se incluye.

La atrición, por su parte, se concibe comúnmente por la consideración de la fealdad del pecado y por el temor del infierno y de sus penas, y si excluye la voluntad de pecar y va junto con la esperanza del perdón, no sólo no hace al hombre más hipócrita y más pecador [como decía Lutero], sino que es un don de Dios e impulso del Espíritu Santo, que todavía no inhabita, sino que solamente mueve, y con cuya ayuda se prepara el peniten­te el camino para la justicia. Y aunque sin el Sacramento de la Penitencia no pueda por sí mismo llevar al pecador a la justificación, sin embargo, le dispone para impetrar la gracia de Dios en el Sacramento de la Penitencia (Trento 1551: Denz 1676-1678).
Es un gran error considerar inútil la formación del dolor espiritual por el pecado, quizá dándolo por supuesto, y centrar la atención casi exclusivamente en el examen de conciencia. El dolor de corazón es sin duda lo más precioso que el penitente trae al Sacramento, y en modo alguno se debe omitir su actualización intensa, distraído quizá en hacer sólo el recuento de sus faltas, y discurriendo el modo y las palabras con que habrá de acusarlas. Pero el mayor error es que no duela el pecado como ofensa contra Dios, sino simplemente como falla personal, como fracaso social, como ocasión de perjuicios y complicaciones. Esto es lo que más falsea la verdad del arrepentimiento.

La oración de petición es la más eficaz a la hora de activar el examen de conciencia y la contrición. Hay que pedirla, como se pide en la Liturgia 
la gracia de llorar nuestros pecados (orac. Santa Mónica 27-VIII) Pedirla mirando a Dios. Mirando al Padre, comprendemos que por el pecado le abandonamos, como el hijo pródigo, y buscamos la felicidad lejos de él (Lc 15,11s). Mirando a Cristo, contemplándole sobre todo en la cruz, destrozado por nuestras culpas:eso es lo que nos descubre el horror de nuestros pecados. Mirando al Espíritu Santo vemos que pecar es resistirle y despreciarle. El verdadero dolor nace de ver nuestro pecado mirando a Dios.
Conviene señalar que en los buenos cristianos la contrición es mayor que el pecado. El pecado fue un breve tiempo apasionado, oscuro, falso, demoníaco. Pero, en cambio, el arrepentimiento es tiempo largo, voluntario y consciente, personal y profundo, donde más verdaderamente se expresa en qué estado se ve cada uno. Y cuando la contrición es muy intensa, no solamente destruye totalmente el pecado, sino que deja acrecentada la unión con Dios. Como en una pelea entre novios: cuando tras la ofensa, la reconciliación es intensa en dolor y en amor sinceros, quedan más unidos que antes. La riña no rompió nada.
3. Propósito de enmienda

El propósito penitencial es un acto de esperanza, que se hace mirando a Dios. Él es quien nos dice: 
Vete y no peques más (Jn 8,11). Él es quien nos levanta de nuestra postración, y quien nos da su gracia para emprender una vida nueva.
Gran tentación para el hombre es verse pecador y considerarse irremediable. Tras una larga experiencia de pecados, de impotencia para el bien, al menos para el bien más perfecto; tras no pocos años de mediocridad aparentemente inevitable, va posándose en el fondo del alma, calladamente, el convencimiento de que no hay nada que hacerlo mío no tiene remedio. De este lamentable abatimiento –falta fe en la fuerza de la gracia de Dios, falta fe en la fuerza de la propia libertad asistida por la gracia­– sólo puede sacarnos la virtud de la esperanzaLo que es imposible para los hombres, es posible para Dios (Lc 18,27; +Jer 32,27). Muchos propósitos no se cumplen, pero son muchos más los que ni se hacen. Falta fe y esperanza.
Los propósitos han de ser firmes, prudentes, sinceros, bien apoyados en Dios, y no en las propias fuerzas. Han de ser altos, audacesAspirad a los más altos dones (1Cor 12,31). Toda otra meta sería inadecuada para el cristiano, para el hijo de Dios, que no está hecho para andar, sino para volar.

San Agustín
La vida entera de un buen cristiano se reduce a un santo deseo… Imagínate que quieres llenar un recipiente y sabes que la cantidad que vas a recibir es abundante; extiendes el saco o el odre o cualquier otro recipiente, piensas en lo que vas a verter y ves que resulta insuficiente; entonces tratas de aumentar su capacidad estirándole. Así obra Dios: haciendo esperar, amplía el deseo; al desear más, aumenta la capacidad del alma y, al aumentar su capacidad, le hace capaz de recibir más. Deseemos, pues, hermanos, porque seremos colmados. En esto consiste nuestra vida: en ejercitarnos a fuerza de deseos. Pero los santos deseos se activarán en nosotros en la medida en que cortemos nuestro deseo del amor del mundo. Lo que ha de llenarse, ha de empezar por estar vacío (Sources Chrétiennes 75,230-232) .

Los propósitos no deben ser excesivamente vagos y generales (en adelante voy a rezar más), que en realidad a nada concreto comprometen. A ciertas personas les cuesta mucho dar forma a su vida, asumir unos compromisos concretos. Les gusta andar por la vida sin un plan, sin orden ni concierto, a lo que salga, según el capricho, la gana o la circunstancia ocasional. Y esto es malo para la vida espiritual. Tampoco conviene hacer propósitos excesivamente determinados, pues 
el viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va: así es todo nacido del Espíritu (Jn 3,8).

El propósito, como acto intelectivo (
proponer una obra mentalmente, según la fe), responde a la naturaleza inteligente del hombre, y es conforme a su modo natural de obrar. Pero entendido como acto volitivo (decidirHoy o mañana iremos a tal ciudad y pasaremos allí el año, y negociaremos y lograremos buenas ganancias, Sant 4,13), aunque intente obras espirituales en sí mismas buenas, puede presentar resistencias a los planes de Dios, que muchas veces no coinciden con los nuestros (no sabéis cuál será vuestra vida de mañana, pues sois humo, que aparece un momento y al punto se disipa, 4,14). Otra cosa es si el propósito, aun siendo volitivo, es claramente hipotético, condicionado absolutamente a lo que Dios quiera y disponga (En vez de esto debíais decir: Si el Señor quiere y vivimos, haremos esto o aquello, 4,15). Lo de Santa TeresaDecid dónde, cómo y cuándo; / decid, dulce Amor, decid. / ¿Qué mandáis hacer de mí?

El cristiano carnal quiere vivir el bien, pero según su propia voluntad, controlando su vida espiritual, andando con mapa, por un camino claro y previsible. Y muchas veces Dios dispone que sus hijos vayan llevados de su mano, sin un camino bien trazado, en completa disponibilidad a su gracia, lo que implica un no pequeño despojamiento personal. Ya se ve que, con la gracia de Dios, hay que matar al cristiano carnal, para que deje vivir el cristiano espiritual.

* * *

En el próximo artículo continuaré, si Dios quiere, el estudio de la Penitencia en su 4º acto fundamental, que es la Expiación, clave decisiva para la conversión del cristiano. Y de la cual apenas hay actualmente noticia alguna en las Iglesias descristianizadas.



27 DE MARZO: SAN JUAN, ERMITAÑO


27 de Marzo: San Juan, ermitaño

(✞ 718)

El glorioso San Juan ermitaño, conocido también como Juan el Anacoreta o Juan de Egipto, nació en Licópolis de la Tebaida, de padres muy escasos en bienes de fortuna, y cuando tuvo edad, aprendió el oficio de carpintero; más el Señor, que quería labrarle, le llamó a la soledad, para hacer de él uno de los varones más santos del desierto de Egipto.

Se hizo discípulo de un santo anciano, el cual, descubriendo en aquel mancebo una humildad y obediencia extraordinarias, en breve tiempo le hizo adelantar mucho en el camino de la perfección.

Un año entero estuvo regando por obediencia un palo seco, dos veces al día, y procurando mover de su lugar una gran piedra que muchos hombres no pudieron mover; y el Señor recompensó su ciega obediencia, concediéndole después el don de milagros y profecía. 

Tras la muerte de su santo maestro, Juan pasó cinco años en diversos monasterios, y luego se fue a una montaña desierta y cavando en la piedra una celdilla, se encerró en ella, y por espacio de cuarenta años llevó en esta especie de sepultura, una vida de ángel, saboreando anticipadamente las delicias del cielo.

No había hombre más apacible y agradable en el trato que el santo anacoreta. Jamás permitió que ninguna mujer se llegase a la ventanilla de su celda: se hizo tan notorio su alto don de profecía que desde las provincias más apartadas venían a consultarle como a un oráculo del cielo.

¿Quién no se maravillaría de ver a sus pies al general del ejército romano pidiéndole consejo?... y oyendo de los labios del santo: “Confía, hijo, en el Dios de los ejércitos, porque con tus escasas fuerzas, vencerás”.

Y en efecto, la ilustre victoria que alcanzó sobre los bárbaros etíopes, acreditó la verdad del vaticinio.

El gran Teodosio también lo consultó sobre el suceso de la guerra con Máximo; y Juan le pronosticó el glorioso triunfo que habría de alcanzar sobre aquel tirano.

Cuatro años después mandó el emperador a Eutropio, su ministro, para saber el éxito de otra campaña; y el santo respondió: “Ve y di al emperador que vencerá, pero que sobrevivirá poco tiempo a la victoria”. Todo lo cual sucedió como el santo profeta lo predijo. 

Finalmente, después de una larga vida de noventa años, llena de profecías y milagros, sabiendo por divina revelación el día y la hora de su muerte, pidió que en tres días nadie le llamase, y pasándolos en oración, entregó su bienaventurado espíritu en las manos del Creador, y el día siguiente fue hallado su sagrado cadáver puesto de rodillas, y fue sepultado con la pompa y la veneración que su santidad merecía, llamándose comúnmente El Profeta de Egipto.


miércoles, 26 de marzo de 2025

HISTORIAS DE DETRANSICION: "JESÚS ME SALVO DE LA CIRUGÍA DE MUTILACIÓN"

Joshua McParland dijo en una entrevista: No puedes cambiar cómo Dios te creó. Solo Jesús puede salvarnos de las mentiras de Satanás.


Un destacado detransicionista se ha presentado públicamente para explicar por qué lamenta profundamente haber buscado “atención de afirmación de género” para lograr un “cambio de sexo”, y por qué.

Joshua McParland, de Belfast, comenzó a luchar contra la disforia de género a una edad muy temprana. 
Durante la primaria, la gente me confundía con una niña, porque tenía una voz aguda y el pelo largo, declaró a Good Morning UlsterAsí que ahí es donde surgió la confusión sobre mi identidad... porque me veía tan femenino. De niño, eres como una esponja, absorbiendo las opiniones de la gente.

Como resultado, McParland decidió comenzar una 
transición a mujer” y comenzó a tomar hormonas femeninas a los 17 años. Según McParland, tuvo que presionar a su madre para que le diera permiso para la transición, y ella finalmente lo apoyó. Como madre, solo quería apoyarme, dijo. Creo que de adolescente, uno cree que lo sabe todo, y en realidad no es así. Salía de fiesta, consumía drogas, simplemente hacía locuras”. En enero de 2024, viajó a Turquía para colocarse implantes mamarios para “mostrarse” como una mujer.

Pero un día asumió su realidad...

La madre de McParland también estuvo junto a él  en su intento de revertir los cambios que emprendió a los 17 años. En febrero, apenas un año después de su viaje a Turquía, se sometió a otra cirugía para extraerse los implantes mamarios que se había colocado. También dejó de tomar hormonas femeninas. 
McParland dice que ahora reconoce que estaba “huyendo de sus problemas” y que intentar “cambiar de sexo” estuvo mal.

El catalizador de esta revelación fue su conversión al cristianismo, justo antes de someterse a una 
cirugía de nalgas, que habría implicado la castración y el intento de crear una neovagina. McParland está muy feliz de haber cambiado de opinión. Esa fue la primera vez que fui honesto conmigo mismo, cuando comprendí que en realidad no era una mujer, dijo. También estaba renunciando a un futuro, con una familia e hijos. Literalmente estás mutilando la creación de Dios. Eso está muy mal. Esa es mi opinión.

“Nunca llegué a someterme a la cirugía de glúteos porque Dios me salvó de ella”, dijo en un video publicado en TikTok. “Eso demuestra lo maravilloso que es Dios. Quiero darle la gloria, el honor y la alabanza a Jesucristo, porque me salvó de muchas cosas que estaba a punto de hacerme. Estaba a punto de destruir su creación y él me salvó de eso porque me dijeron que me convertiría en una 'mujer de verdad'. No puedes cambiar cómo te creó Dios. Solo Jesús puede salvarnos de las mentiras de Satanás”.

“Todo esto de la 'reconstrucción de género' no es de Dios”, continuó. “Esto va a ofender a mucha gente, pero también va a salvar a mucha gente de vivir en las mentiras que yo también vivía. Ruego que este (video) llegue a alguien en el nombre poderoso de Jesús. No estoy aquí para ser duro. Estoy aquí para decir la verdad… Lo digo por amor. No me operé el trasero, y creo que tú tampoco deberías hacerlo”.

Cuando Good Morning Ulster le preguntó si le preocupaba que muchos miembros de la comunidad trans se sintieran ofendidos por sus opiniones, McParland señaló que está excepcionalmente capacitado para comprender ambas posturas. 
Ya he estado en ese lugar, respondió. He recorrido ese camino y ahora camino hacia una nueva vida con Jesús. La BBC señaló que Stormont, el órgano legislativo de Irlanda del Norte, introdujo una prohibición indefinida del suministro de bloqueadores de la pubertad a menores de 18 años en diciembre.


McParland está documentando su detransición en su página de Instagram y también en TikTok.


¿ES POSIBLE RECUPERAR LA INOCENCIA?

La primera inocencia desaparecida, ¿estaría toda perdida? ¿Es irrecuperable o se puede restaurar?

Por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira


Sin duda una restauración puede tener lugar. No se trata simplemente de convertir a un pecador arrepentido, aunque la conversión seguramente se relaciona con el tema, sino de regresar al estado primitivo de armonía interna que constituye la inocencia.

Según una leyenda bretona, en un cierto lugar en la costa de Bretaña, Francia, había una catedral, la Catedral de Ys, que había sido tragada por las aguas. Todo el edificio quedó trágicamente sumergido en el mar. Es la famosa leyenda de la cathédrale engloutie, la mitológica catedral hundida de la ciudad de Ys.


De vez en cuando, los ángeles tocaban las campanas de la catedral en el fondo del mar. Esos hermosos sonidos se alzaron, capa por capa, hacia la superficie del mar. Y los pescadores que pasaban por una tarde tranquila escuchaban las misteriosas campanas sonando en el fondo del mar ...

El pescador dice que un día la catedral, intacta bajo las olas del mar, volverá a tierra firme aún más hermosa de lo que era antes.

No hay nadie que no perciba la extraordinaria belleza, la extraordinaria poesía de esta leyenda.

La primera inocencia no es algo que el Diablo pueda arrebatar completamente de nuestra alma, sino que permanece como una catedral sumergida, una catedral inmersa en las aguas del pecado, pero que todavía existe en nosotros. De vez en cuando, suenan las campanas de esa inocencia y nos hacen sentir una melodía interior, algo de nostalgia, algo de esperanza, en un buen momento que pasa.

¿Cuál de nosotros no ha sentido esto? Ciertamente todos lo tenemos. En las mil ocasiones que la gracia elige. En la primera comunión ... y tantas otras cosas en nuestras vidas.

El problema con la restauración de la primera inocencia: usar la imagen de la catedral sumergida- es hacer que esa catedral sumergida, que es la inocencia que conservamos dentro de nosotros en las aguas del pecado, deje de estar sumergida y resucite. Entonces las aguas de la catedral fluirán y brillará a la luz del sol. La catedral será restaurada.

Es un perdón que nos gana


Así, el hombre que ha perdido su inocencia oye en lo más profundo de su alma, por así decirlo, las campanas de esa catedral sumergida. Él anhela el momento en que esa orden primitiva habitará en su espíritu.

No es necesario que lloremos por el paraíso perdido con el que hemos roto porque también él ha roto con nosotros. En cambio, debemos pensar lo contrario: ese paraíso no ha roto con nosotros y nos llama constantemente a nuestra puerta.

Esos anhelos son las campanas de la catedral sumergida que se hacen oír.

Más que un perdón para recuperar, es el perdón el que nos recupera.

Es superfluo decir que esto no excluye el arrepentimiento de nuestros pecados pasados, el firme propósito de no caer nuevamente y la debida reparación. Tampoco excluye que siempre tengamos que cultivar cuidadosa y atentamente los principios de la doctrina católica y escudriñarlos para asegurarnos de que todo lo que hacemos sea correcto. Pero hay momentos en la vida en los que recibimos ayuda sobrenatural que el mero razonamiento nunca podría provocar por sí mismo.

Entonces es necesario analizar lo que está sucediendo en nosotros, para ver si los efectos producidos en nuestras almas están de acuerdo con la razón. Por supuesto, si no lo están, no deberían ser aceptados. Pero si lo están, pueden ser el comienzo de un camino de refrigerio, luz y paz.

Oración de Restauración a Nuestra Señora


Podemos y debemos pedirle a Nuestra Señora la restauración de nuestra inocencia. Debemos dirigirle esta oración a ella:

“Hay momentos, madre mía, 

en los que mi alma se siente tocada 
en sus rincones más profundos 
por un anhelo inefable. 
Anhelo el tiempo en que te amé 
y tú me amaste 
en la atmósfera vernal de mi vida espiritual. 
Te anhelo, mi Señora, 
y anhelo el paraíso en el que me colocó 
la gran comunicación que tuve contigo. 
¿No anhelas también, mi Señora, ese tiempo? 
¿No anhelas la bondad que existió en ese hijo 
que una vez fui?
Ven, entonces, 
que eres la mejor de las madres, 
y por el amor de lo que estaba floreciendo en mí, 
devuélveme ese amor por ti 
y haz de mí la realización completa 
de ese hijo sin mancha que hubiera sido 
si no hubiera sido tan miserable. 
Dame, oh Madre mía, 
un corazón arrepentido y humilde, 
y haz brillar una vez más ante mis ojos 
lo que, a través del esplendor de tu gracia, 
una vez había comenzado a amar tanto. 
Recuerda, oh Señora, 
este David y toda la dulzura que pusiste en él. 
Que así sea”

SUPUESTAS PERSECUCIONES DE QUE LOS PROTESTANTES DICEN QUE SON VÍCTIMAS (50)

Así como una de las manías del protestantismo es perseguir donde es mayoría; otra de sus manías es clamar que se le persigue, donde está en minoría. 

Por Monseñor De Segur (1862)


Si fuéramos a creer a muchos de ellos, actualmente se les persigue en Francia. Esta es una pretensión tan extraña, que antes de refutarla es necesario establecerla bien. 

No tendré que ir muy lejos, para encontrar la prueba que necesito. He aquí lo que se atrevía a decir, en el mes de abril de 1857, en una de las grandes salas de Queen Street, Edimburgo, Mr. Le Savoureux, pastor protestante de Limoges. “Tengo buenas noticias que daros de la madre patria (la Francia). La luz tan débil del Evangelio, hace ahí progreso. Nuestros padres habían dejado apagar el protestantismo, a pesar de las luchas de nuestros buenos hugonotes, pero las antiguas Iglesias nacionales se despiertan. Las naciones como la Francia, la España etc., que están bajo la dominación de Roma, son naciones muertas (gracias por el cumplimiento). El romanismo es enemigo del bien moral. El vecindario de Villeſavard se ha hecho protestante. Nosotros hemos barrido los Santos de toda la Iglesia (gracias por la moderación). Hemos establecido diez escuelas en el departamento del Allier; y si hubiese habido dinero, habríamos obtenido mayoría, nosotros los protestantes (gracias por la confesión). Pero después del golpe de Estado, un hombre, Napoleón, que se ha unido a las ideas católicas, ha cerrado nuestras escuelas y nos ha hecho comparecer en los Tribunales. ¡Actualmente estamos escondidos en los bosques! No obstante, el progreso continúa. En Limoges la obra ha sido entorpecida por un camino de hierro. Si hubiéramos sido romanos, la administración no nos hubiera inquietado. Y, en conclusión, el ministro protestante de Limoges, pide a Dios la libertad”

Los corresponsales franceses del diario inglés y protestante The Times, pintan un cuadro, aun mas sombrío, de la situación en que gimen los protestantes de Francia. Ora son pobres pastores injustamente puestos en la cárcel, ora templos o escuelas también injustamente cerradas. Sí, exclaman dolorosamente esos verídicos corresponsales. “Se ha visto a poblaciones enteras obligadas como sus padres, a refugiarse en los bosques, para entregarse al ejercicio de su culto. Con el objeto de esquivar la persecución de la policía, tenían espías encargados de advertir a la asamblea de la aproximación de los gendarmes. De vez en cuando se abreviaban los cánticos, o se interrumpían las preces o la prédica; y cuando los agentes de justicia llegaban, no encontraban más que hombres, mujeres y niños recogiendo bellotas (sic), o divirtiéndose en brincar a los árboles”. 

Es sabido que estas aserciones burlescas se han repetido con tanta perseverancia y audacia, que el gobierno francés se creyó obligado a tratarlas con indignación y desprecio, en un artículo del Monitor. Verdad que no todos los protestantes de Francia, llevan hasta ese exceso la manía de quejarse a tuerto o a derecho; pero a la mayor parte de ellos se les antoja llamarse y creerse perjudicados en sus derechos, cohibidos en sus movimientos, sacrificados en sus intereses, en una palabra, perseguidos. En sus escritos, en sus periódicos, en sus discursos, y, sobre todo, en las mesas del Ministerio, toman invariablemente el papel de víctimas. 

¡Qué víctimas, gran Dios! ¡Pluguiera al cielo que los católicos de Irlanda y de Suecia fuesen víctimas de esa clase! Jamás fue un culto más libre y más favorecido que lo es hoy el protestantismo en Francia. Cuéntese el número de protestantes. Según el último censo, ellos eran apenas setecientos mil, en una población de treinta y seis millones de franceses. Pues cuéntense luego los empleos que ocupan los protestantes, en toda la jerarquía de funcionarios altos y bajos; y véase en el presupuesto cuál es el sueldo que se paga a los pastores protestantes, comparándole con el que tiene el clero católico. Ellos no solamente están libres en su casa y entre los suyos, sino que se entregan en las poblaciones católicas a la más activa propaganda. No sólo son libres para defenderse, sino que se les tolera que ataquen. Véanse los muchos templos y escuelas que poseen en París, cuyo número no guarda proporción con el de trece mil protestantes que hay en aquella capital. 

Recuérdese que esas escuelas se abren y se multiplican todos los días, con la mayor libertad, en los barrios casi exclusivamente católicos, para poblarlas de pobres niños arrancados a la Iglesia. No se olvide por último que las obras de Marnix de Sainte Aldegonde, las únicas que cito porque su título lo dice todo, se venden sin obstáculo en las librerías protestantes. Después de esto, dime lector, con la mano sobre la conciencia, ¿si los protestantes tienen razón para llamarse perseguidos en Francia, o si sus quejas a este respecto no son la más maliciosa al mismo tiempo que la más torpe de las ingratitudes?

Continúa...

Tomado del libro “Conversaciones sobre el protestantismo actual”, impreso en 1862.