sábado, 26 de agosto de 2000

DECLARACIÓN COMÚN DE PABLO VI Y DEL PATRIARCA AMBA SHENOUDA III (10 DE MAYO DE 1973)


Pablo VI, Obispo de Roma y Papa de la Iglesia Católica, y Shenouda III, Papa de Alejandría y Patriarca de la Sede de San Marcos, dan gracias en el Espíritu Santo a Dios por el hecho de que, tras el gran acontecimiento del regreso de las reliquias de San Marcos a Egipto, las relaciones entre las Iglesias de Roma y Alejandría se han desarrollado aún más, de modo que ahora han podido encontrarse personalmente. Al final de sus encuentros y conversaciones desean declarar juntos lo siguiente:

Nos hemos reunido con el deseo de profundizar las relaciones entre nuestras Iglesias y de encontrar medios concretos para superar los obstáculos que se interponen en el camino de nuestra cooperación real al servicio de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha confiado el ministerio de la reconciliación, para reconciliar al mundo con Él ( 2 Cor. 5, 18-20).

Conforme a nuestras tradiciones apostólicas transmitidas a nuestras Iglesias y conservadas en ellas, y de acuerdo con los tres primeros concilios ecuménicos, confesamos una sola fe en un solo y mismo Dios Trino, la Divinidad del Hijo único de Dios encarnado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo de Dios, el resplandor de su gloria y la imagen manifiesta de su sustancia, que se encarnó por nosotros, asumiendo para sí un cuerpo real con un alma racional, y que compartió con nosotros nuestra humanidad, pero sin pecado. Confesamos que nuestro Señor y Dios y Salvador y Rey de todos nosotros, Jesucristo, es Dios perfecto en cuanto a su Deidad, y hombre perfecto en cuanto a su humanidad. En Él, Su divinidad está unida a Su humanidad en una unión real y perfecta, sin mezcla, sin confusión, sin alteración, sin división, sin separación. Su divinidad no se separó de Su humanidad ni por un solo instante, ni siquiera por el tiempo de un parpadeo. Él, que es Dios eterno e invisible, se hizo visible en la carne y tomó la forma de siervo. En Él se conservan todas las propiedades de la divinidad y todas las propiedades de la humanidad, fundidas en una unión real, perfecta, indivisible e inseparable.

La vida divina nos es dada y se nutre en nosotros a través de los siete sacramentos de Cristo en Su Iglesia: Bautismo, Carisma (Confirmación), Sagrada Eucaristía, Penitencia, Unción de los Enfermos, Matrimonio y Orden Sagrado.

Veneramos a la Virgen María, Madre de la Luz Verdadera, y confesamos que es siempre Virgen, portadora de Dios. Ella intercede por nosotros y, como Theotokos, supera en su dignidad a todas las huestes angélicas.

Tenemos, en gran medida, la misma concepción de la Iglesia, fundada en los Apóstoles, y del importante papel de los concilios ecuménicos y locales. Nuestra espiritualidad se expresa adecuada y profundamente en nuestros ritos y en la Liturgia de la Misa, que constituye el centro de nuestra oración pública y la culminación de nuestra incorporación a Cristo en su Iglesia. Observamos los ayunos y las fiestas de nuestra fe. Veneramos las reliquias de los santos y pedimos la intercesión de ángeles y santos, vivos y difuntos. Éstos constituyen una multitud de testigos en la Iglesia. Tanto ellos como nosotros aguardamos con esperanza la segunda venida del Señor, cuando su gloria se manifieste para juzgar a vivos y muertos.

Reconocemos humildemente que nuestras Iglesias no pueden dar un testimonio más perfecto de esta vida nueva en Cristo a causa de las divisiones existentes que tienen tras de sí siglos de difícil historia. De hecho, desde el año 451 d. C., han surgido diferencias teológicas, alimentadas y ensanchadas por factores no teológicos. Estas diferencias no pueden ser ignoradas. A pesar de ellas, sin embargo, nos estamos redescubriendo como Iglesias con una herencia común y estamos tendiendo la mano con determinación y confianza en el Señor para alcanzar la plenitud y perfección de lo que es Su don.

Como contribución a la consecución de este objetivo, establecemos una comisión mixta que represente a nuestras Iglesias y oriente el estudio conjunto en los campos de la tradición eclesiástica, la patrística, la liturgia, la teología, la historia y los problemas prácticos, para que, mediante la cooperación, tratemos de resolver, en un espíritu de respeto mutuo, las diferencias que existen entre nuestras Iglesias y podamos proclamar juntos el Evangelio de una manera que esté en consonancia con el auténtico mensaje del Señor y con las necesidades y esperanzas del mundo contemporáneo. Al mismo tiempo, expresamos nuestra gratitud y aliento a otros grupos de estudiosos y pastores católicos y ortodoxos que dedican sus esfuerzos a actividades comunes en estos campos y otros afines.

Con sinceridad e insistencia, recordamos que la verdadera caridad, fundada en la plena fidelidad al único Señor Jesucristo y en el respeto mutuo de las tradiciones de cada uno, es un elemento esencial de esta búsqueda de la comunión perfecta.

En nombre de esta caridad, rechazamos toda forma de proselitismo, entendido en el sentido de acciones por las que algunas personas tratan de molestar a otras comunidades para reclutar en ellas nuevos miembros utilizando métodos, o adoptando actitudes, que son antitéticas a las exigencias del amor cristiano que debe caracterizar las relaciones entre las Iglesias. Abandonemos tales sistemas allí donde existan. Católicos y ortodoxos deben esforzarse por profundizar la caridad y desarrollar la consulta mutua, la reflexión y la cooperación en el campo social e intelectual, y deben humillarse ante Dios, suplicándole que, así como ha comenzado su obra en nosotros, la lleve a término.

Mientras nos regocijamos en el Señor que nos ha concedido las bendiciones de esta reunión, nuestros pensamientos se extienden a los miles de palestinos que sufren y están sin hogar. Deploramos cualquier uso indebido de argumentos religiosos con fines políticos en este ámbito. Deseamos y buscamos vivamente una solución justa a la crisis del Medio Oriente para que prevalezca la verdadera paz con justicia, especialmente en esa tierra que fue santificada por la predicación, muerte y resurrección de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, y por la vida de la Santísima Virgen María, a quien veneramos juntos como la Madre de Dios. Que Dios, el dador de todos los buenos dones, escuche nuestras oraciones y bendiga nuestros esfuerzos.


Vaticano, 10 de mayo de 1973.



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