Se trata de personajes elevados al honor de los altares por un puro acto de voluntad del Sumo Pontífice -¿o alguien cree que pueden respetarse en pocos meses todas las instancias de los procesos de canonización? ¿O que Dios comenzó a hacer milagros en 4G y por eso son mucho más frecuentes, rápidos y fáciles de probar?- lo que, en caso de Bergoglio, es lo mismo que decir que se hacen santos de acuerdo a sus caprichos, y nadie en la Curia puede oponerse a su omnímoda voluntad porque, en los hechos, desde Pío IX a la fecha, el Papa es indiscutible. Vale la pena recordar aquí la anécdota de la acalorada discusión de este pontífice con el cardenal Guidi la tarde del 18 de junio de 1870 mientras se desarrollaba el Concilio Vaticano I. Pío IX respondió furibundo a las reservas que tenía el docto purpurado dominico acerca de la conveniencia de proclamar el dogma de la infalibilidad puesto que no se trataba de una verdad conservada claramente en la Tradición: “… io, io sono la Tradizione, io, io, io sono la Chiesa”. (Cf. K. Schatz, Vaticanum I, vol. III, Paderborn, 1992, p. 312-322). En esta tradición con minúsculas, entonces, es perfectamente razonable que Francisco determine motu proprio quién debe ser santo y quien no debe serlo, saltándose todos los procesos e instancias canónicas, puesto que él es la Iglesia (y no vale decir que esta actitud estaba bien cuando la hacía Pío IX porque era de derecha y no cuando la hace Bergoglio que es de izquierda).
Pero vayamos todavía un poco más adelante y preguntémonos acerca del motivo por el que el Papa Francisco está haciendo lo que hace con las canonizaciones. La primera y más fácil respuesta, y no menos verdadera, es que está utilizando esta noble institución de la Iglesia con fines populistas y como una de las múltiples acciones propias de su pontificado destinadas a teñir de corrección política a la retrógrada iglesia católica. En el caso que nos ocupa, tanto Pablo VI como Romero son dos iconos indiscutible del progresismo eclesiástico y del progresismo laico. El uno, con su vida dedicada a la promoción de los “valores democráticos” en la Italia de posguerra y, hacia el final de su vida, a la aplicación a ultranza del espíritu del Vaticano II que cambió radicalmente en pocos años el rostro de la Iglesia hasta hacerla irreconocible, y el otro, “martirizado” por su defensa de los pobres en contra de las dictaduras de derecha, una especie de Angelelli con gemelos y buen perfume. Para cualquier persona de la calle medianamente instruida o para cualquier periodista editor de la sección de temas religiosos de algún medio de prensa, que la Iglesia coloque en las hornacinas de sus templos a alguno de estos personajes y le rinda culto, significa que la Iglesia está cambiando, se está modernizando y se está adaptando al espíritu de los tiempos. Y, consecuentemente, que el que promueve a estos nuevos santos es un líder y personaje de respeto y veneración. Lo que quiere, y lo que ha querido a lo largo de toda su vida, Jorge Bergoglio.
Esta nueva santidad que está siendo llevada a los altares por el Papa Francisco no esplende a través de la heroicidad de las virtudes teologales y morales y el cumplimiento de los mandamientos, sino que exige la heroicidad de otro tipo de virtudes -las virtudes progresistas como la solidaridad, la tolerancia, la acogida a los pobres e inmigrantes, etc.- sin que aquellas otras, las apreciadas por el antiguo pueblo, tengan relevancia o peso a la hora de decidir sobre la santidad de alguien.
Considero que esta hipótesis que planteo es coherente con otras actitudes de Francisco. Acerquemos la lupa y tratemos de verificarla con un caso testigo y fácilmente identificable: la virtud de la castidad. Se trata de una de las preseas más valiosas que adornaban a los antiguos santos de la Iglesia y una de las virtudes que la Iglesia más ha valorado desde sus inicios. Para Bergoglio, en cambio, es un detalle que apenas tiene importancia y valor. Soy consciente de que se trata de una afirmación arriesgada pero creo que puede ser abundantemente probada por muchos casos que todos conocemos. Detallo aquí solamente algunos:
1. En 2005 defendió a Mons. Juan Carlos Maccarone luego de que fueran difundido un video en el que se lo veía en medio de refocilos sexuales con su chofer. Mandó a decir a su portavoz que se trataba de un “acto de la vida privada” del obispo manfloro.
2. En 2012 defendió en persona y públicamente, alabando su disponibilidad y entrega a los pobres, a Mons. Fernando Bargalló, que había sido fotografiado en un exclusivo hotel del Caribe con su rubia barragana.
3. En 2013, siendo ya Papa, afirmó que él no era nadie para juzgar las conductas homosexuales de Mons. Battista Ricca, que aún hoy se desempeña en un importantísimo puesto de la Curia vaticana.
4. Esta semana acaba de confirmar la elevación al cargo de Sustituto de la Secretaría de Estado a Mons. Edgar Peña Parra, presentándolo él mismo ala Curia, a pesar de los documentos aparecidos el viernes que venían a confirmar lo que ya había sido advertido por Mons. Viganò acerca de las activas inclinaciones contra natura del prelado venezolano.
Y podríamos seguir abundando en casos publicitados en los últimos tiempos en los que se prueba que el Santo Padre elige como colaboradores más directos a varios personajes que no se caracterizan por lucir la presea de la castidad. ¿Será que Bergoglio es suicida, y elige a personajes tan cuestionados y vulnerables para arruinar su pontificado? ¿O será más bien que, para él, la castidad es un detalle secundario que de ningún modo incide en la valoración de una persona destinada a desempeñarse en el seno mismo del gobierno de la Iglesia?
Y esto que puede verse con respecto a la virtud de la castidad podría extenderse también a otras varias virtudes tradicionales. El nuevo santo debe lucir en su pecho condecoraciones muy distintas de las que se exigían hace algunas décadas.
Le decía el Papa hace poco a un joven jesuita: “Yo creo que el Señor está pidiendo un cambio a la Iglesia”. Por lo visto, ese cambio que comenzó con un nuevo culto en los ’70, se está perfilando ahora con una nueva santidad, reflejo de nuevas virtudes y olvidada de las virtudes de siempre.
Caminante-Wanderer
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