Cuando
el evangelio describe la muerte de Jesús, afirma que éste dando un fuerte grito
exhaló su espíritu. Ese espíritu que irradia no es solamente la confirmación de
la muerte del Señor, sino también la entrega del Espíritu Santo que continuará
su obra en la Iglesia, nacida del costado abierto de Cristo, del que brota
sangre y agua, signos de la Eucaristía y del bautismo.
Por
el Padre Ricardo B. Mazza
En
el texto que hemos proclamado (Juan 20, 19-23), se narra que en la tarde de la
resurrección, Jesús se aparece a sus discípulos y sopla sobre ellos diciéndoles
“reciban el Espíritu Santo” que los acompañarán en su misión apostólica. Y como
un modo de mostrar que su muerte y resurrección por todos tiene real eficacia
por medio de la misericordia otorgada por el Espíritu, dice “los pecados les
serán perdonados a quienes se los perdonen y serán retenidos a quien se los
retengan”.
De
esta manera, podríamos decir privada, y otros encuentros con sus discípulos, va
Jesús preparando el momento mismo en que el Espíritu se manifiesta ante una
gran multitud de testigos, el día de Pentecostés.
Por
esos días –según el evangelio-, Jerusalén está colmado por la presencia de los
judíos venidos de todas partes, los de la
diáspora, que celebran la fiesta
de pentecostés, esto es, la alianza realizada entre Dios y su pueblo en
el monte Sinaí, significada por la entrega de las tablas de la ley a Moisés.
En
aquella oportunidad Dios había manifestado que el pueblo sería de su propiedad
siempre y cuando escuchara su Palabra y la pusiera en práctica.
Dentro
de ese marco festivo, el Espíritu Santo manifiesta su presencia por medio de un
ruido (Hechos 2, 1-11), “semejante a una fuerte ráfaga de viento que resonó en
toda la casa donde se encontraban” los apóstoles y “unas lenguas como de fuego,
que descendieron por separado sobre cada uno de ellos”. “Todos quedaron llenos
del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el
Espíritu les permitía expresarse”.
Al
oír el ruido, los judíos presentes en Jerusalén comienzan a congregarse y se
llenan de asombro porque cada uno oye en su propia lengua la proclamación de
las maravillas de Dios.
Este
hecho prodigioso manifiesta la presencia del Espíritu no sólo en los apóstoles,
sino también en el corazón de todos los hombres del mundo entonces conocido. Es
el comienzo visible del carácter católico, es decir, universal, de la Iglesia
naciente. Sin distinción de razas, lenguas y culturas, debe llegar la buena
nueva traída por Cristo al corazón de los hombres.
En
la universalidad de la misión y de la proclamación del Evangelio a los diversos
pueblos, queda patente la unidad de los corazones de buena voluntad por la
acción de un mismo Espíritu.
Esto
se verifica ciertamente cuando como dice san Pablo en la segunda lectura (1
Cor. 12, 3b-7.12-13), “nadie puede decir “Jesús es el Señor”, si no está
impulsado por el Espíritu Santo”. Esto es tan así, que cuando en cada pueblo de
la tierra, en la diversidad de lenguas, se proclama el señorío de Jesús, es el
Espíritu quien mueve el corazón de cada uno a hacerlo.
Esta
unidad en la diversidad de lenguas y culturas, realizada en todas partes, se
verifica también en el interior de la misma Iglesia.
San
Pablo afirma al respecto que, “hay diversidad de dones, pero todos proceden del
mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay
diversidad de actividades, pero es el mismo Dios que realiza todo en todos”. Y
continúa el apóstol diciendo que “en cada uno, el Espíritu se manifiesta para
el bien común”.
Esta
realidad profundamente transformante del creyente, mueve a cada uno a descubrir
a la luz de la fe, cuál es su misión en el seno de la Iglesia, y una vez
encontrada, dejarse conducir por el Espíritu mirando el bien común.
En
la diversidad de dones cada cristiano profundiza en su propia vocación sin
envidiar a nadie, porque sabe que como miembro del cuerpo de Cristo se orienta
en su pensar y obrar a la gloria de Dios y al bien de todos.
Unos
son llamados a enseñar, otros a catequizar, hay quienes descubren su lugar en
la liturgia y en la actitud orante, o en el campo de la consolación de sus
hermanos, pero todos guiados por un mismo Espíritu para la edificación del
Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
El
Espíritu nos invita a discernir bajo su guía cuál es nuestra vocación,
descubriendo así nuestro lugar en la Iglesia, sin que nadie se sienta excluido
o inútil, sino movido a la realización de lo que se nos encomienda según el
bondadoso designio de Dios.
Como
para que se entienda más claramente, el apóstol utiliza la imagen del cuerpo
humano que mantiene unidos todos sus miembros, diversos en sus funciones, para
resaltar que en el Cuerpo Místico de la Iglesia sucede lo mismo. Y así, cada
uno, aunque diverso en el don recibido, contribuye a la armonía del Cuerpo de
la Iglesia, recibiendo su vitalidad de la Cabeza que es Cristo, el cual destaca
la necesidad de la unión con Él, cual sarmiento a la vid, porque nada podemos
hacer separados de su Vida (Juan 15).
En
la primera oración de esta misa pedíamos a Dios que santifica a su Iglesia con
la venida de su Espíritu, que infunda en nuestros corazones “las maravillas que
obrara en los comienzos de la predicación evangélica”.
¿Cuáles
fueron las maravillas realizadas? En los apóstoles significó que fueran
iluminadas sus inteligencias para comprender acabadamente lo que habían
recibido de Jesús y fueran fortalecidos en su voluntad para dirigirse al mundo,
a las diversas culturas, llevando la Buena Nueva del Señor resucitado, sin que
los detuviera temor y persecución alguna.
Estaban
convencidos que habían de realizar lo que el Señor les había encomendado antes
de su Ascensión, o sea, llevar el evangelio que habían de manifestar
abiertamente bautizando para su salvación a todos los que estaban dispuestos a
creer el mensaje recibido.
También
nosotros, por el sacramento de la confirmación, somos iluminados, fortalecidos y enviados a “proclamar las
maravillas del Señor” sin temor alguno, en medio de culturas diversas,
anticristianas o prescindentes de Jesús muchas de ellas, con la fortaleza que
nos otorga la fe y la seguridad que proviene del resucitado.
Hermanos:
habiendo recibido los siete dones del Espíritu, vayamos al mundo con la alegría
de quienes están convencidos de portar el mensaje de la verdad para llegar al
corazón de quienes forman la sociedad de nuestro tiempo, trabajando
incansablemente en el lugar que el Señor nos ha colocado a cada uno, para el
bien común de la Iglesia toda.
Pidamos
al Padre de todos que las persecuciones del mundo y la indiferencia de muchos,
no nos retarden en esta misión generosa que se nos ha encomendado, para que
sean muchos los que conozcan y se adhieran a Jesús a través de nuestro
ministerio.
Padre
Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe
de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la solemnidad de Pentecostés. Ciclo “B”.
27 de mayo de 2012. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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