sábado, 16 de enero de 2016

GUILLERMO MARCÓ PROPONE QUE EL PAPA "REVISE" LA PRÁCTICA DE LA CONFESIÓN...

Parece que, según el padre Marcó, habrá que agradecer a este pontificado el alejar a la gente de los abusos y horrores con que la Iglesia ha torturado hasta ahora a los pobres pecadores…

Por Mª Virginia Olivera de Gristelli


Hay ciertos grupos religiosos que se definen por el seguimiento de un determinado “líder” espiritual, o por el apego a una serie de ”prácticas rituales”.

La fe católica, en cambio, se distingue por la profesión de un determinado Credo, don exclusivamente divino -por ello es una virtud infusa- recibido a través del Bautismo -el que nos hace hijos de Dios- y que será vivida a través de una determinada moral, que por ello identificamos como “moral católica”. No debería haber escisión, pues, entre fe, vida sacramental y moral. Ahora bien, ¿en qué se distingue, pues un católico de alguien que no lo es? En que los católicos compartimos la misma fe, expresada en el Catecismo, “aún vigente”. Lo demás -la opinología, sobre todo- es paja que se lleva el viento, o que consumirán las llamas.

Por eso, cuando alguien lee este artículo del “padre” Guillermo Marcó (removido como vocero del arzobispado de Buenos Aires tras decir que S.S. Benedicto XVI “no lo representaba” por no reconocer “los valores del Islam”) hay que decir serenamente: “Pues mire, ese hombre no es católico”…

En alguna otra oportunidad nos referimos a la existencia de personajes dentro de la misma Iglesia Católica, que sin embargo, no son católicos propiamente dichos, ya sean laicos de misa dominical, sacerdotes u obispos, porque sencillamente no comparten la misma fe. Este que comentamos hoy resulta un caso paradigmático, aunque en el video sincretista de hace unos días, se lo haya presentado como “sacerdote católico”.

Marcó intenta en este artículo, supuestamente, explicar el Año de la Misericordia al “mundo”, pues el lector medio de Clarín -periódico de lectura ampliamente mayoritaria en Argentina, junto a La Nación- no es el católico practicante sino el hombre de la calle, más o menos empapado de las leyendas negras de la Iglesia, y contaminado de todos los lugares comunes de la des-información mediática oficial.

¿Se esfuerza entonces Marcó por acercar de nuevo a la fe, apostólicamente, a tantos hijos pródigos que tal vez han sido bautizados y viven “enmundanados”, sin el pan nuestro de cada día que son los Sacramentos? Todo lo contrario. Alimentando la confusión y equívocos de tantas almas que suponen como una injusticia las condiciones para recibir la Comunión Eucarística, arremete nada menos que contra el sacramento de la Confesión, tal como lo entiende la Iglesia.

Para ello acude a la parábola del Hijo Pródigo, sí, pero con una interpretación torcida, que no deja de causarnos pavor:
“(El jubileo) Quiere resaltar la figura del Padre misericordioso que está aguardando la llegada del hijo perdido y que, cuando llega, pobre y maltrecho – después de haber dilapidado su herencia en una vida licenciosa, entre prostitutas y borracheras-, no lo llena de reproches, sino que lo abraza, lo besa, pone un anillo en sus manos y ordena matar al ternero engordado y hace fiesta. El hijo no llega arrepentido, llega por necesidad: “¡Cuántos trabajadores de mi padre tienen pan en abundancia y yo estoy aquí muriéndome de hambre!”, exclama.
La apelación a la palabra de Dios para negar la necesidad del arrepentimiento es a nuestro juicio temeraria y descarada, teniendo en cuenta que en ese texto podemos hallar incluso representados los dos tipos de arrepentimiento requerido para la confesión: tanto el de atrición, por temor al castigo o consecuencias del pecado (Marcó sólo se detiene en este momento, cuando el hijo piensa en los jornaleros de su padre), como el de contrición, de genuino dolor por haber ofendido al Padre. ¿Qué se expresa, si no, con el “he pecado contra el Cielo y contra Ti”. Sin verdadero arrepentimiento, ese hijo podría buscar quizá otro tipo de trabajo para saciar el hambre sin necesidad de regresar a la casa paterna. Es el arrepentimiento y amor filial, doliéndose profundamente de la pérdida de la dignidad filial lo que explica el arriesgarse a ser humillado, pidiendo perdón a su Padre. Creemos que es rebajar el texto evangélico quedarnos solamente con una lectura superficial, de una pura necesidad de hambre material.

Así lo explica Juan Pablo II en Dives in Misericordia, que a nuestro modesto juicio no podemos pasar por alto si queremos conocer “la interpretación de la Iglesia”:
“La analogía se desplaza claramente hacia el interior del hombre. El patrimonio que aquel tal había recibido de su padre era un recurso de bienes materiales, pero más importante que estos bienes materiales era su dignidad de hijo en la casa paterna. La situación en que llegó a encontrarse cuando ya había perdido los bienes materiales, le debía hacer consciente, por necesidad, de la pérdida de esa dignidad. El no había pensado en ello anteriormente, cuando pidió a su padre que le diese la parte de patrimonio que le correspondía, con el fin de marcharse. Y parece que tampoco sea consciente ahora, cuando se dice a sí mismo: “¡Cuántos asalariados en casa de mi padre tienen pan en abundancia y yo aquí me muero de hambre!”. El se mide a sí mismo con el metro de los bienes que había perdido y que ya “no posee”, mientras que los asalariados en casa de su padre los “poseen”. Estas palabras se refieren ante todo a una relación con los bienes materiales. No obstante, bajo estas palabras se esconde el drama de la dignidad perdida, la conciencia de la filiación echada a perder.

Es entonces cuando toma la decisión: “Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado, contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros”. Palabras, éstas, que revelan más a fondo el problema central. A través de la compleja situación material, en que el hijo pródigo había llegado a encontrarse debido a su ligereza, a causa del pecado, había ido madurando el sentido de la dignidad perdida. Cuando él decide volver a la casa paterna y pedir a su padre que lo acoja —no ya en virtud del derecho de hijo, sino en condiciones de mercenario— parece externamente que obra por razones del hambre y de la miseria en que ha caído; pero este motivo está impregnado por la conciencia de una pérdida más profunda: ser un jornalero en la casa del propio padre es ciertamente una gran humillación y vergüenza. No obstante, el hijo pródigo está dispuesto a afrontar tal humillación y vergüenza. Se da cuenta de que ya no tiene ningún otro derecho, sino el de ser mercenario en la casa de su padre. Su decisión es tomada en plena conciencia de lo que merece y de aquello a lo que puede aún tener derecho según las normas de la justicia. Precisamente este razonamiento demuestra que, en el centro de la conciencia del hijo pródigo, emerge el sentido de la dignidad perdida, de aquella dignidad que brota de la relación del hijo con el padre. Con esta decisión emprende el camino

La relación padre-hijo no podía ser alienada, ni destruida por ningún comportamiento. (…) es precisamente tal conciencia lo que le muestra con claridad la dignidad perdida y lo que le hace valorar con rectitud el puesto que podía corresponderle aún en casa de su padre”.
Pero Marcó no se detiene a subrayar la relación filial del pecador, porque evidentemente, no habla a los hijos de Dios y de la Iglesia, o le parecerá que esta filialidad es un “dato menor” (sic), sino que se sitúa “en la vereda de en frente”, casi oponiéndose a ésta, en un claro guiño al mundo:
El problema que entreveo en este esfuerzo por subrayar su misericordia es que hasta hace 40 años y durante siglos la Iglesia amenazó a los pecadores con toda clase de castigos, en la vida presente y en la eterna, sobre todo por pecados privados y, más precisamente, ligados al ejercicio libre del placer y la sexualidad, y un gran número de gente se fue apartando porque después de mucha terapia decidió, en el mejor de los casos, que si Dios existe la había hecho libre para poder decidir por su vida sin que la Iglesia la “reprima”. En el peor, abandonó sus creencias por pensar que son anticuadas e inadaptables al tiempo de hoy. Si continuó con su fe, vivió con conciencia de culpa.
Digamos en otras palabras, que los pobres reprimidos que seguimos con la “fe anticuada”, tendríamos que correr a psicoanalizarnos para eliminar “la conciencia culposa”, y vivir más libremente, dejando rienda suelta y alegre a las pasiones, sin complicarnos tanto la vida, porque Dios no castiga; no hay pecado, ¡"viva la vida, viva el amor"! (con minúsculas, eh!).

Este mismo discurso podemos encontrar en boca de cualquier agnóstico, liberal o marxista, impregnado de una buena dosis de freudismo barato. Es más, hasta se parece muchísimo a lo que repetía el pseudoartista León Ferrari para justificar las abominaciones (imágenes de María Santísima cubiertas de cucarachas, crucifijos en sartenes, etc., etc.) que exhibía en sus “muestras”.

Parece entonces que -según el padre Marcó- habrá que agradecer a este pontificado el alejar a la gente de los abusos y horrores con que la Iglesia ha torturado hasta ahora a los pobres pecadores…

Luego ya, sin empacho propone casi con todas las letras, una disolución -hasta abolir definitivamente, como inútil-, del sacramento de la Confesión:
Sería interesante que, en esta etapa, el papa se animara a revisar la práctica del sacramento de la confesión y dejar más libre al creyente en su relación con Dios para que en su fuero íntimo pueda discernir lo bueno y lo malo. Y no usar la confesión como una boletería para poder comulgar, o un consultorio psicológico gratuito donde desahogarse de los pecados de los demás.
Seguimos preparando la alfombra roja para celebrar pronto al heresiarca Lutero con una Iglesia bien protestantizada, ¡vamos!. Lo mejor que podemos quemar en su altar son los sacramentos. ¿Para qué confesión, si el “fuero interno” es infalible? Pecado mortal o venial? ¡Pamplinas! Tras varias décadas de machacar la “opción fundamental” diluyendo la objetividad del pecado, el terreno viene bien abonado, haciendo oídos sordos a lo que también Juan Pablo II advirtiera en la Veritatis Splendor:
32. Se han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral.

70. La exhortación apostólica post-sinodal Reconciliatio et paenitentia ha confirmado la importancia y la actualidad permanente de la distinción entre pecados mortales y veniales, según la tradición de la Iglesia.
Concepción radicalmente subjetivista, esto es, relativismo puro, de honda raíz protestante, inadmisible en quien pretende hablar el lenguaje de la Iglesia.

¿Propone Marcó como un “acto de misericordia” privar a las almas de la maternidad de la Iglesia para orientar, enseñar, iluminar, acompañar esas conciencias, hasta llevarlas al pleno conocimiento de la voluntad de Dios, a través de la doctrina católica, la oración y los sacramentos, y luego recibirlos con los brazos abiertos para repartir Comuniones como caramelos?

Un cuento infantil nos parece lo más ilustrativo para responder a ese cartelito de “sacerdote católico":

“-Abuelita, qué ojos tan grandes tienes!

- Para mirarte mejor…

- Pero abuelita, ¡qué dientes tan grandes tienes…!”



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