EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
POSTSINODAL
ECCLESIA IN EUROPA
DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LOS CONSAGRADOS Y CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE JESUCRISTO
VIVO EN SU IGLESIA Y
FUENTE DE ESPERANZA PARA EUROPA
INTRODUCCIÓN
Un gozoso anuncio para Europa
1. La Iglesia en Europa ha acompañado con sentimientos de cercanía a sus Obispos reunidos por segunda vez en Sínodo, mientras estaban dedicados a meditar en Jesucristo vivo en su Iglesia y fuente de esperanza para Europa.
Es un tema que también yo, recordando con mis hermanos Obispos las palabras de la Primera Carta de san Pedro, deseo proclamar a todos los cristianos de Europa al comienzo del tercer milenio. «No les tengáis ningún miedo ni os turbéis. Al contrario, dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (3, 14-15) (1).
Esta exhortación ha tenido eco continuamente durante el Gran Jubileo del año dos mil, con el cual el Sínodo, celebrado inmediatamente antes, ha estado en estrecha relación, como una puerta abierta hacia él (2). El Jubileo ha sido «un canto de alabanza único e ininterrumpido a la Trinidad», un auténtico «camino de reconciliación» y un «signo de la genuina esperanza para quienes miran a Cristo y a su Iglesia» (3). Al dejarnos en herencia la alegría del encuentro vivificante con Cristo, que «es el mismo, ayer, hoy y siempre» (cf. Hb 13, 8), nos ha presentado al Señor Jesús como único e indefectible fundamento de la verdadera esperanza.
Un segundo Sínodo para Europa
2. La profundización en el tema de la esperanza fue desde el principio el objetivo principal de la II Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos. Era el último de la serie de Sínodos de carácter continental celebrados como preparación para el Gran Jubileo del año dos mil (4) y tenía como objetivo analizar la situación de la Iglesia en Europa y ofrecer indicaciones para promover un nuevo anuncio del Evangelio, como subrayé en la convocatoria que anuncié públicamente el 23 de junio de 1996, al final de la Eucaristía celebrada en el Estadio Olímpico de Berlín (5).
La Asamblea sinodal no podía dejar de referirse, evaluar y desarrollar lo que se había puesto de relieve en el Sínodo anterior dedicado a Europa y celebrado en 1991, apenas después de la caída del muro, sobre el tema «Para ser testigos de Cristo que nos ha liberado». Aquella primera Asamblea puso de relieve la urgencia y la necesidad de la «nueva evangelización», consciente de que «Europa, hoy, no debe apelar simplemente a su herencia cristiana anterior; hay que alcanzar de nuevo la capacidad de decidir sobre el futuro de Europa en un encuentro con la persona y el mensaje de Jesucristo» (6).
Transcurridos nueve años, se ha considerado, con toda su fuerza estimulante, que «la Iglesia tiene la tarea urgente de aportar, de nuevo, a los hombres de Europa el anuncio liberador del Evangelio» (7). El tema elegido para la nueva Asamblea sinodal reiteró el mismo reto, esta vez desde la perspectiva de la esperanza. Se trataba, pues, de proclamar esta exhortación a la esperanza a una Europa que parecía haberla perdido (8).
La experiencia del Sínodo
3. La Asamblea sinodal, celebrada del 1 al 23 de octubre de 1999, ha sido una preciosa oportunidad de encuentro, escucha y confrontación: se ha profundizado en el conocimiento mutuo entre Obispos de diversas partes de Europa y con el Sucesor de Pedro y, todos juntos, hemos podido edificarnos recíprocamente, sobre todo gracias a los testimonios de aquellos que han soportado duras y prolongadas persecuciones a causa de la fe bajo los regímenes totalitarios pasados (9). Hemos vivido una vez más momentos de comunión en la fe y en la caridad, animados por el deseo de realizar un fraterno «intercambio de dones» y enriquecidos mutuamente con las diversas experiencias de cada uno (10).
De todo ello ha surgido el deseo de acoger la llamada que el Espíritu dirige a las Iglesias en Europa para que se comprometan ante los nuevos desafíos (11). Con una mirada llena de amor, los participantes en el encuentro sinodal han examinado sin reparos la realidad actual del Continente, constatando en ella luces y sombras. Se ha llegado a la clara convicción de que la situación está marcada por graves incertidumbres en el campo cultural, antropológico, ético y espiritual. Asimismo, se ha ido afirmando con nitidez una creciente voluntad de ahondar e interpretar esta situación, con el fin de descubrir las tareas que le esperan a la Iglesia: se han propuesto «orientaciones útiles para que el rostro Cristo sea cada vez más visible a través de un anuncio más eficaz, corroborado por un testimonio coherente» (12).
4. Al vivir la experiencia sinodal con discernimiento evangélico, ha madurado cada vez más la conciencia de la unidad que, sin negar las diferencias derivadas de las vicisitudes históricas, aglutina las diversas partes de Europa. Una unidad que, hundiendo sus raíces en la común inspiración cristiana, sabe articular las diferentes tradiciones culturales y exige un camino constante de conocimiento mutuo, tanto en lo social como en lo eclesial, que esté abierto a compartir mejor los valores de cada uno.
En el transcurso del Sínodo, paulatinamente se ha ido notando un gran impulso hacia la esperanza. Aun aceptando los análisis sobre la complejidad que caracteriza el Continente, los Padres sinodales se han percatado de que, tal vez, lo más crucial, en el Este como en el Oeste, es su creciente necesidad de esperanza que pueda dar sentido a la vida y a la historia, y permita caminar juntos. Todas las reflexiones del Sínodo se han orientado a dar respuesta a esta necesidad, partiendo del misterio de Cristo y del misterio trinitario. El Sínodo ha presentado de nuevo la figura de Jesús, que vive en su Iglesia y es revelador del Dios Amor, que es comunión de las tres Personas divinas.
El Apocalipsis como icono
5. Con la presente Exhortación postsinodal, me complace compartir con la Iglesia en Europa los frutos de esta II Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos. Quiero satisfacer así el deseo manifestado al final de la reunión sinodal, cuando los Pastores me han entregado el texto de sus reflexiones, junto con la petición de ofrecer a la Iglesia peregrina en Europa un documento sobre el mismo tema del Sínodo (13).
«El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2, 7). Al anunciar a Europa el Evangelio de la esperanza, sigo como guía el libro del Apocalipsis, «revelación profética» que desvela a la comunidad creyente el sentido escondido y profundo de los acontecimientos (cf. Ap 1, 1). El Apocalipsis nos pone ante una palabra dirigida a las comunidades cristianas para que sepan interpretar y vivir su inserción en la historia, con sus interrogantes y sus penas, a la luz de la victoria definitiva del Cordero inmolado y resucitado. Al mismo tiempo, nos hallamos ante una palabra que compromete a vivir abandonando la insistente tentación de construir la ciudad de los hombres prescindiendo de Dios o contra Él. En efecto, si esto llegara a suceder, sería la convivencia humana misma la que, antes o después, experimentaría una derrota irremediable.
El Apocalipsis trata de alentar a los creyentes: más allá de toda apariencia, y aunque no vean aún los resultados, la victoria de Cristo ya se ha realizado y es definitiva. Esto es una orientación para afrontar los acontecimientos humanos con una actitud de fundamental confianza, que surge de la fe en el Resucitado, presente y activo en la historia.
CAPÍTULO I
JESUCRISTO ES NUESTRA ESPERANZA
«No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive» (Ap 1, 17-18)
El Resucitado está siempre con nosotros
6. En la época del autor del Apocalipsis, tiempo de persecución, tribulación y desconcierto para la Iglesia (cf. Ap 1, 9), en la visión se proclama una palabra de esperanza: «No temas, soy yo, el Primero y el Ultimo, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades» (Ap 1, 17-18). Estamos ante el Evangelio, «la Buena nueva», que es Jesucristo mismo. Él es el Primero y el Último: en Él comienza, tiene sentido, orientación y cumplimiento toda la historia; en Él y con Él, en su muerte y resurrección, ya se ha dicho todo. Es el que vive: murió, pero ahora vive para siempre. Él es el Cordero que está de pie en medio del trono de Dios (cf. Ap 5, 6): es inmolado, porque ha derramado su sangre por nosotros en el madero de la cruz; está en pie, porque ha vuelto para siempre a la vida y nos ha mostrado la omnipotencia infinita del amor del Padre. Tiene firme en sus manos las siete estrellas (cf. Ap 1, 16), es decir, la Iglesia de Dios perseguida, en lucha contra el mal y contra el pecado, pero que tiene igualmente derecho a sentirse alegre y victoriosa, porque está en manos de Quien ya ha vencido el mal. Camina entre los siete candeleros de oro (Ap 2, 1): está presente y actúa en su Iglesia en oración. Él es también el que «va a venir» (cf. Ap 1,4) por medio de la misión y la acción de la Iglesia a lo largo de la historia humana; viene al final de los tiempos, como segador escatológico, para dar cumplimento a todas las cosas (cf. Ap 14, 15- 16; 22, 20).
I. Retos y signos de esperanza
para la Iglesia en Europa
El oscurecimiento de la esperanza
7. Esta palabra se dirige hoy también a las Iglesias en Europa, afectadas a menudo por un oscurecimiento de la esperanza. En efecto, la época que estamos viviendo, con sus propios retos, resulta en cierto modo desconcertante. Tantos hombres y mujeres parecen desorientados, inseguros, sin esperanza, y muchos cristianos están sumidos en este estado de ánimo. Hay numerosos signos preocupantes que, al principio del tercer milenio, perturban el horizonte del Continente europeo que, «aun teniendo cuantiosos signos de fe y testimonio, y en un clima de convivencia indudablemente más libre y más unida, siente todo el desgaste que la historia, antigua y reciente, ha producido en las fibras más profundas de sus pueblos, engendrando a menudo desilusión» (14).
Entre los muchos aspectos indicados con ocasión del Sínodo (15), quisiera recordar la pérdida de la memoria y de la herencia cristianas, unida a una especie de agnosticismo práctico y de indiferencia religiosa, por lo cual muchos europeos dan la impresión de vivir sin base espiritual y como herederos que han despilfarrado el patrimonio recibido a lo largo de la historia. Por eso no han de sorprender demasiado los intentos de dar a Europa una identidad que excluye su herencia religiosa y, en particular, su arraigada alma cristiana, fundando los derechos de los pueblos que la conforman sin injertarlos en el tronco vivificado por la savia del cristianismo.
En el Continente europeo no faltan ciertamente símbolos prestigiosos de la presencia cristiana, pero éstos, con el lento y progresivo avance del laicismo, corren el riesgo de convertirse en mero vestigio del pasado. Muchos ya no logran integrar el mensaje evangélico en la experiencia cotidiana; aumenta la dificultad de vivir la propia fe en Jesús en un contexto social y cultural en que el proyecto de vida cristiano se ve continuamente desdeñado y amenazado; en muchos ambientes públicos es más fácil declararse agnóstico que creyente; se tiene la impresión de que lo obvio es no creer, mientras que creer requiere una legitimación social que no es indiscutible ni puede darse por descontada.
8. Esta pérdida de la memoria cristiana va unida a un cierto miedo en afrontar el futuro. La imagen del porvenir que se propone resulta a menudo vaga e incierta. Del futuro se tiene más temor que deseo. Lo demuestran, entre otros signos preocupantes, el vacío interior que atenaza a muchas personas y la pérdida del sentido de la vida. Como manifestaciones y frutos de esta angustia existencial pueden mencionarse, en particular, el dramático descenso de la natalidad, la disminución de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, la resistencia, cuando no el rechazo, a tomar decisiones definitivas de vida incluso en el matrimonio.
Se está dando una difusa fragmentación de la existencia; prevalece una sensación de soledad; se multiplican las divisiones y las contraposiciones. Entre otros síntomas de este estado de cosas, la situación europea actual experimenta el grave fenómeno de las crisis familiares y el deterioro del concepto mismo de familia, la persistencia y los rebrotes de conflictos étnicos, el resurgir de algunas actitudes racistas, las mismas tensiones interreligiosas, el egocentrismo que encierra en sí mismos a las personas y los grupos, el crecimiento de una indiferencia ética general y una búsqueda obsesiva de los propios intereses y privilegios. Para muchos, la globalización que se está produciendo, en vez de llevar a una mayor unidad del género humano, amenaza con seguir una lógica que margina a los más débiles y aumenta el número de los pobres de la tierra.
Junto con la difusión del individualismo, se nota un decaimiento creciente de la solidaridad interpersonal: mientras las instituciones asistenciales realizan un trabajo benemérito, se observa una falta del sentido de solidaridad, de manera que muchas personas, aunque no carezcan de las cosas materiales necesarias, se sienten más solas, abandonadas a su suerte, sin lazos de apoyo afectivo.
9. En la raíz de la pérdida de la esperanza está el intento de hacer prevalecer una antropología sin Dios y sin Cristo. Esta forma de pensar ha llevado a considerar al hombre como «el centro absoluto de la realidad, haciéndolo ocupar así falsamente el lugar de Dios y olvidando que no es el hombre el que hace a Dios, sino que es Dios quien hace al hombre. El olvido de Dios condujo al abandono del hombre», por lo que, «no es extraño que en este contexto se haya abierto un amplísimo campo para el libre desarrollo del nihilismo, en la filosofía; del relativismo en la gnoseología y en la moral; y del pragmatismo y hasta del hedonismo cínico en la configuración de la existencia diaria» (16). La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera.
En esta perspectiva surgen los intentos, repetidos también últimamente, de presentar la cultura europea prescindiendo de la aportación del cristianismo, que ha marcado su desarrollo histórico y su difusión universal. Asistimos al nacimiento de una nueva cultura, influenciada en gran parte por los medios de comunicación social, con características y contenidos que a menudo contrastan con el Evangelio y con la dignidad de la persona humana. De esta cultura forma parte también un agnosticismo religioso cada vez más difuso, vinculado a un relativismo moral y jurídico más profundo, que hunde sus raíces en la pérdida de la verdad del hombre como fundamento de los derechos inalienables de cada uno. Los signos de la falta de esperanza se manifiestan a veces en las formas preocupantes de lo que se puede llamar una «cultura de muerte» (17).
La imborrable nostalgia de la esperanza
10. Pero, como han subrayado los Padres sinodales, «el hombre no puede vivir sin esperanza: su vida, condenada a la insignificancia, se convertiría en insoportable» (18). Frecuentemente, quien tiene necesidad de esperanza piensa poder saciarla con realidades efímeras y frágiles. De este modo la esperanza, reducida al ámbito intramundano cerrado a la trascendencia, se contenta, por ejemplo, con el paraíso prometido por la ciencia y la técnica, con las diversas formas de mesianismo, con la felicidad de tipo hedonista, lograda a través del consumismo o aquella ilusoria y artificial de las sustancias estupefacientes, con ciertas modalidades del milenarismo, con el atractivo de las filosofías orientales, con la búsqueda de formas esotéricas de espiritualidad o con las diferentes corrientes de New Age (19).
Sin embargo, todo esto se demuestra sumamente ilusorio e incapaz de satisfacer la sed de felicidad que el corazón del hombre continúa sintiendo dentro de sí. De este modo permanecen y se agudizan los signos preocupantes de la falta de esperanza, que a veces se manifiesta también bajo formas de agresividad y violencia (20).
Signos de esperanza
11. Ningún ser humano puede vivir sin perspectivas de futuro. Mucho menos la Iglesia, que vive de la esperanza del Reino que viene y que ya está presente en este mundo. Sería injusto no reconocer los signos de la influencia del Evangelio de Cristo en la vida de la sociedad. Los Padres sinodales los han especificado y subrayado.
Entre estos signos se ha de mencionar la recuperación de la libertad de la Iglesia en Europa del Este, con las nuevas posibilidades de actividad pastoral que se han abierto para ella; el que la Iglesia se concentre en su misión espiritual y en su compromiso de vivir la primacía de la evangelización incluso en sus relaciones con la realidad social y política; la creciente toma de conciencia de la misión propia de todos los bautizados, con la variedad y complementariedad de sus dones y tareas; la mayor presencia de la mujer en las estructuras y en los diversos ámbitos de la comunidad cristiana.
Una comunidad de pueblos
12. Considerando Europa como comunidad civil, no faltan signos que dan lugar a la esperanza: en ellos, aun entre las contradicciones de la historia, podemos percibir con una mirada de fe la presencia del Espíritu de Dios que renueva la faz de la tierra. Los Padres sinodales los han descrito así al final de sus trabajos: «Comprobamos con alegría la creciente apertura recíproca de los pueblos, la reconciliación entre naciones durante largo tiempo hostiles y enemigas, la ampliación progresiva del proceso unitario a los países del Este europeo. Reconocimientos, colaboraciones e intercambios de todo tipo se están llevando a cabo, de forma que, poco a poco, se está creando una cultura, más aún, una conciencia europea, que esperamos pueda suscitar, especialmente entre los jóvenes, un sentimiento de fraternidad y la voluntad de participación. Registramos como positivo el hecho de que todo este proceso se realiza según métodos democráticos, de manera pacífica y con un espíritu de libertad, que respeta y valora las legítimas diversidades, suscitando y sosteniendo el proceso de unificación de Europa. Acogemos con satisfacción lo que se ha hecho para precisar las condiciones y las modalidades del respeto de los derechos humanos. Por último, en el contexto de la legítima y necesaria unidad económica y política de Europa, mientras registramos los signos de la esperanza que ofrece la consideración dada al derecho y a la calidad de la vida, deseamos vivamente que, con fidelidad creativa a la tradición humanista y cristiana de nuestro continente, se garantice la supremacía de los valores éticos y espirituales» (21).
Los mártires y los testigos de la fe
13. Pero quiero llamar la atención particularmente sobre algunos signos surgidos en el ámbito específicamente eclesial. Ante todo, con los Padres sinodales, quiero proponer a todos, para que nunca se olvide, el gran signo de esperanza constituido por los numerosos testigos de la fe cristiana que ha habido en el último siglo, tanto en el Este como en el Oeste. Ellos han sabido vivir el Evangelio en situaciones de hostilidad y persecución, frecuentemente hasta el testimonio supremo de la sangre.
Estos testigos, especialmente los que han afrontado el martirio, son un signo elocuente y grandioso que se nos pide contemplar e imitar. Ellos muestran la vitalidad de la Iglesia; son para ella y la humanidad como una luz, porque han hecho resplandecer en las tinieblas la luz de Cristo; al pertenecer a diversas confesiones cristianas, brillan asimismo como signo de esperanza para el camino ecuménico, por la certeza de que su sangre es «también linfa de unidad para la Iglesia» (22).
Más radicalmente aún, demuestran que el martirio es la encarnación suprema del Evangelio de la esperanza: «En efecto, los mártires anuncian este Evangelio y lo testimonian con su vida hasta la efusión de su sangre, porque están seguros de no poder vivir sin Cristo y están dispuestos a morir por Él, convencidos de que Jesús es el Dios y el Salvador del hombre y que, por tanto, sólo en Él encuentra el hombre la plenitud verdadera de la vida. De este modo, según la exhortación del apóstol Pedro, se muestran preparados para dar razón de su esperanza (cf. 1 Pe 3, 15). Los mártires, además, celebran el “Evangelio de la esperanza”, porque el ofrecimiento de su vida es la manifestación más radical y más grande del sacrificio vivo, santo y agradable a Dios, que constituye el verdadero culto espiritual (cf. Rm 12, 1), origen, alma y cumbre de toda celebración cristiana. Ellos, por fin, sirven al “Evangelio de la esperanza”, porque con su martirio expresan en sumo grado el amor y el servicio al hombre, en cuanto demuestran que la obediencia a la ley evangélica genera una vida moral y una convivencia social que honra y promueve la dignidad y la libertad de cada persona» (23).
La santidad de muchos
14. Fruto de la conversión realizada por el Evangelio es la santidad de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo. No sólo de los que así han sido proclamados oficialmente por la Iglesia, sino también de los que, con sencillez y en la existencia cotidiana, han dado testimonio de su fidelidad a Cristo. ¿Cómo no pensar en los innumerables hijos de la Iglesia que, a lo largo de la historia del Continente europeo, han vivido una santidad generosa y auténtica de forma oculta en la vida familiar, profesional y social? «Todos ellos, como “piedras vivas”, unidas a Cristo “piedra angular”, han construido Europa como edificio espiritual y moral, dejando a la posteridad la herencia más preciosa. Nuestro Señor Jesucristo lo había prometido: “El que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y las hará mayores aún, porque yo voy al Padre” (Jn 14, 12). Los santos son la prueba viva del cumplimiento de esta promesa, y nos animan a creer que ello es posible también en los momentos más difíciles de la historia» (24).
La parroquia y los movimientos eclesiales
15. El Evangelio sigue dando sus frutos en las comunidades parroquiales, en las personas consagradas, en las asociaciones de laicos, en los grupos de oración y apostolado, en muchas comunidades juveniles, así como también a través de la presencia y difusión de nuevos movimientos y realidades eclesiales. En efecto, el mismo Espíritu sabe suscitar en cada uno de ellos una renovada entrega al Evangelio, disponibilidad generosa al servicio, vida cristiana caracterizada por el radicalismo evangélico y el impulso misionero.
Todavía hoy en Europa, tanto en los Países postcomunistas como en Occidente, la parroquia, si bien necesita una renovación constante (25), sigue conservando y ejerciendo su misión indispensable y de gran actualidad en el ámbito pastoral y eclesial. Es capaz de ofrecer a los fieles un espacio para el ejercicio efectivo de la vida cristiana y es lugar también de auténtica humanización y socialización, tanto en un contexto de dispersión y anonimato, propio de las grandes ciudades modernas, como en zonas rurales con escasa población (26).
16. Al mismo tiempo, mientras expreso junto con los Padres sinodales mi gran estima por la presencia y la acción de muchas asociaciones y organizaciones apostólicas y, en particular, de la Acción Católica, deseo hacer notar la contribución específica que, en comunión con las otras realidades eclesiales y nunca de manera aislada, pueden ofrecer los nuevos movimientos y las nuevas comunidades eclesiales. En efecto, éstos últimos «ayudan a los cristianos a vivir más radicalmente según el Evangelio; son cuna de diversas vocaciones y generan nuevas formas de consagración; promueven sobre todo la vocación de los laicos y la llevan a manifestarse en los diversos ámbitos de la vida; favorecen la santidad del pueblo; pueden ser anuncio y exhortación para quienes, de otra manera, no se encontrarían con la Iglesia; con frecuencia apoyan el camino ecuménico y abren cauces para el diálogo interreligioso; son un antídoto contra la difusión de las sectas; son una gran ayuda para difundir vivacidad y alegría en la Iglesia» (27).
El camino ecuménico
17. Damos gracias a Dios por el destacado y alentador signo de esperanza que son los progresos logrados por el camino ecuménico siguiendo las directrices de la verdad, la caridad y la reconciliación.
Es uno de los grandes dones del Espíritu Santo a un Continente como el europeo, que dio origen a las graves divisiones entre los cristianos en el segundo milenio y que todavía sufre mucho por sus consecuencias.
Recuerdo con emoción algunos momentos muy intensos experimentados durante los trabajos sinodales y la convicción unánime, expresada también por los Delegados Fraternos, de que este camino – no obstante los problemas aún pendientes y los nuevos que van surgiendo – no se debe interrumpir, sino que ha de continuar con renovado ardor, con más profunda determinación y con la humilde disponibilidad de todos al perdón recíproco. Me complace hacer mías algunas expresiones de los Padres sinodales, puesto que «el progreso en el diálogo ecuménico, que tiene su fundamento más profundo en el Verbo mismo de Dios, representa un signo de gran esperanza para la Iglesia de hoy. En efecto, el crecimiento de la unidad entre los cristianos enriquece mutuamente a todos» (28). Hace falta «fijarse con alegría en los progresos conseguidos hasta ahora en el diálogo, sea con los hermanos de las Iglesias ortodoxas, sea con los de las comunidades eclesiales procedentes de la Reforma, reconociendo en ellos un signo de la acción del Espíritu, por la cual se ha de alabar y dar gracias a Dios» (29).
II. Volver a Cristo, fuente de toda esperanza
Confesar nuestra fe
18. En la Asamblea sinodal se ha consolidado la certeza, clara y apasionada, de que la Iglesia ha de ofrecer a Europa el bien más precioso y que nadie más puede darle: la fe en Jesucristo, fuente de la esperanza que no defrauda (30), don que está en el origen de la unidad espiritual y cultural de los pueblos europeos, y que todavía hoy y en el futuro puede ser una aportación esencial a su desarrollo e integración. Sí, después de veinte siglos, la Iglesia se presenta al principio del tercer milenio con el mismo anuncio de siempre, que es su único tesoro: Jesucristo es el Señor; en Él, y en ningún otro, podemos salvarnos (cf. Hch 4, 12). La fuente de la esperanza, para Europa y el mundo entero, es Cristo, y «la Iglesia es el canal a través del cual pasa y se difunde la ola de gracia que fluye del Corazón traspasado del Redentor» (31).
En base a esta confesión de fe brota de nuestro corazón y de nuestros labios «una alegre confesión de esperanza: ¡tú, Señor, resucitado y vivo, eres la esperanza siempre nueva de la Iglesia y de la humanidad; tú eres la única y verdadera esperanza del hombre y de la historia; tú eres entre nosotros “la esperanza de la gloria” (Col 1, 27) ya en esta vida y también más allá de la muerte! En ti y contigo podemos alcanzar la verdad, nuestra existencia tiene un sentido, la comunión es posible, la diversidad puede transformarse en riqueza, la fuerza del Reino ya está actuando en la historia y contribuye a la edificación de la ciudad del hombre, la caridad da valor perenne a los esfuerzos de la humanidad, el dolor puede hacerse salvífico, la vida vencerá a la muerte y lo creado participará de la gloria de los hijos de Dios» (32).
Jesucristo nuestra esperanza
19. Jesucristo, el Verbo eterno de Dios que está en el seno del Padre desde siempre (cf. Jn 1, 18), es nuestra esperanza porque nos ha amado hasta el punto de asumir en todo nuestra naturaleza humana, excepto el pecado, participando de nuestra vida para salvarnos. La confesión de esta verdad está en el corazón mismo de nuestra fe. La pérdida de la verdad sobre Jesucristo, o su incomprensión, impiden ahondar en el misterio mismo del amor de Dios y de la comunión trinitaria (33).
Jesucristo es nuestra esperanza porque revela el misterio de la Trinidad. Éste es el centro de la fe cristiana, que puede ofrecer todavía una gran aportación, como lo ha hecho hasta ahora, a la edificación de estructuras que, inspirándose en los grandes valores evangélicos o confrontándose con ellos, promuevan la vida, la historia y la cultura de los diversos pueblos del Continente.
Múltiples son las raíces ideales que han contribuido con su savia al reconocimiento del valor de la persona y de su dignidad inalienable, del carácter sagrado de la vida humana y el papel central de la familia, de la importancia de la educación y la libertad de opinión, de palabra, de religión, así como también a la tutela legal de los individuos y los grupos, a la promoción de la solidaridad y el bien común, al reconocimiento de la dignidad del trabajo. Tales raíces han favorecido que el poder político esté sujeto a la ley y al respeto de los derechos de la persona y de los pueblos. A este propósito se han de recordar el espíritu de la Grecia antigua y de la romanidad, las aportaciones de los pueblos celtas, germanos, eslavos, ugrofineses, de la cultura hebrea y del mundo islámico. Sin embargo, se ha de reconocer que estas influencias han encontrado históricamente en la tradición judeocristiana una fuerza capaz de armonizarlas, consolidarlas y promoverlas. Se trata de un hecho que no se puede ignorar; por el contrario, en el proceso de construcción de la «casa común europea», debe reconocerse que este edificio ha de apoyarse también sobre valores que encuentran en la tradición cristiana su plena manifestación. Tener esto en cuenta beneficia a todos.
La Iglesia «no posee título alguno para expresar preferencias por una u otra solución institucional o constitucional» de Europa y coherentemente, por tanto, quiere respetar la legítima autonomía del orden civil (34). Sin embargo, tiene la misión de avivar en los cristianos de Europa la fe en la Trinidad, sabiendo que esta fe es precursora de auténtica esperanza para el Continente.
Muchos de los grandes paradigmas de referencia antes indicados, que son la base de la civilización europea, hunden sus raíces últimas en la fe trinitaria. Ésta contiene un extraordinario potencial espiritual, cultural y ético, capaz, entre otras cosas, de iluminar algunas grandes cuestiones que hoy se debaten en Europa, como la disgregación social y la pérdida de una referencia que dé sentido a la vida y a la historia. De ello se desprende la necesidad de una renovada meditación teológica, espiritual y pastoral sobre el misterio trinitario (35).
20. Las Iglesias particulares en Europa no son meras entidades u organizaciones privadas. En realidad, actúan con una dimensión institucional específica que merece ser valorada jurídicamente, en el pleno respeto del justo ordenamiento civil. Al reflexionar sobre sí mismas, las comunidades cristianas han de reconocerse como un don con el que Dios enriquece a los pueblos que viven en el Continente. Éste es el anuncio gozoso que han de llevar a todas las personas. Profundizando su propia dimensión misionera, deben dar constantemente testimonio de que Jesucristo «es el único mediador y portador de salvación para la humanidad entera: sólo en Él la humanidad, la historia y el cosmos encuentran su sentido positivo definitivamente y se realizan totalmente; Él tiene en sí mismo, en sus hechos y en su persona, las razones definitivas de la salvación; no sólo es un mediador de salvación, sino la fuente misma de la salvación» (36).
En el contexto del pluralismo ético y religioso actual que caracteriza cada vez más a Europa, es necesario, pues, confesar y proponer la verdad de Cristo como único Mediador entre Dios y los hombres y único Redentor del mundo. Por tanto –como he hecho al final de la asamblea sinodal–, con toda la Iglesia, invito a mis hermanos y hermanas en la fe a abrirse constantemente con confianza a Cristo y a dejarse renovar por Él, anunciando con el vigor de la paz y el amor a todas las personas de buena voluntad, que quien encuentra al Señor conoce la Verdad, descubre la Vida y reconoce el Camino que conduce a ella (cf. Jn 14, 6; Sal 16 [15], 11). Por el tenor de vida y el testimonio de la palabra de los cristianos, los habitantes de Europa podrán descubrir que Cristo es el futuro del hombre. En efecto, en la fe de la Iglesia «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que debamos salvarnos» (Hch 4, 12) (37).
21. Para los creyentes, Jesucristo es la esperanza de toda persona porque da la vida eterna. Él es «la Palabra de vida» (1 Jn 1, 1), venido al mundo para que los hombres «tengan la vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Así nos enseña cómo el verdadero sentido de la vida del hombre no queda encerrado en el horizonte mundano, sino que se abre a la eternidad. La misión de cada Iglesia particular en Europa es tener en cuenta la sed de verdad de toda persona y la necesidad de valores auténticos que animen a los pueblos del Continente. Ha de proponer con renovada energía la novedad que la anima. Se trata de emprender una articulada acción cultural y misionera, enseñando con obras y argumentos convincentes cómo la nueva Europa necesita descubrir sus propias raíces últimas. En este contexto, los que se inspiran en los valores evangélicos tienen un papel esencial que desempeñar, relacionado con el sólido fundamento sobre el cual se ha de edificar una convivencia más humana y más pacífica porque es respetuosa de todos y de cada uno.
Es preciso que las Iglesias particulares en Europa sepan devolver a la esperanza su dimensión escatológica originaria (38). En efecto, la verdadera esperanza cristiana es teologal y escatológica, fundada en el Resucitado, que vendrá de nuevo como Redentor y Juez, y que nos llama a la resurrección y al premio eterno.
Jesucristo vivo en la Iglesia
22. Mirando a Cristo, los pueblos europeos podrán hallar la única esperanza que puede dar plenitud de sentido a la vida. También hoy lo pueden encontrar, porque Jesús está presente, vive y actúa en su Iglesia: Él está en la Iglesia y la Iglesia está en Él (cf. Jn 15, 1ss; Ga 3, 28; Ef 4, 15-16; Hch 9, 5). En ella, por el don del Espíritu Santo, continúa sin cesar su obra salvadora.(39)
Con los ojos de la fe podemos ver la misteriosa acción de Jesús en los diversos signos que nos ha dejado. Está presente, ante todo, en la Sagrada Escritura, que habla de Él en todas sus páginas (cf. Lc 24, 27.44-47). Pero de una manera verdaderamente única está presente en las especies eucarísticas. Esta «presencia se llama “real”, no por exclusión, como si las otras no fueran “reales”, sino por antonomasia, ya que es sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro» (40). En efecto, en la Eucaristía «se contiene verdadera, real y sustancialmente, el Cuerpo y la Sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo y, por ende, Cristo entero» (41). «Verdaderamente la Eucaristía es mysterium fidei, misterio que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido sólo en la fe» (42). También es real la presencia de Jesús en las otras acciones litúrgicas que, en su nombre, celebra la Iglesia. Así ocurre en los Sacramentos, acciones de Cristo, que Él realiza a través de los hombres (43).
Jesús está verdaderamente presente también en el mundo de otros modos, especialmente en sus discípulos que, fieles al doble mandamiento de la caridad, adoran a Dios en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 24), y testimonian con la vida el amor fraterno que los distingue como seguidores del Señor (cf. Mt 25, 31-46; Jn 13, 35; 15, 1-17) (44).
CAPÍTULO II
EL EVANGELIO DE LA ESPERANZA
CONFIADO A LA IGLESIA
DEL NUEVO MILENIO
«Ponte en vela, reanima lo que te queda y está a punto de morir» (Ap 3, 2)
I. El Señor llama a la conversión
Jesús se dirige a nuestras Iglesias
23. «Esto dice el que tiene las siete estrellas en su mano derecha, el que camina entre los siete candeleros de oro [...], el Primero y el Ultimo, el que estuvo muerto y revivió [...], el Hijo de Dios» (Ap 2, 1.8.18). Jesús mismo es el que habla a su Iglesia. Su mensaje se dirige a cada una de las Iglesias particulares y concierne su vida interna, caracterizada a veces por la presencia de concepciones y mentalidades incompatibles con la tradición evangélica, víctima a menudo de diversas formas de persecución y, lo que es más peligroso aún, afectada por síntomas preocupantes de mundanización, pérdida de la fe primigenia y connivencia con la lógica del mundo. No es raro que las comunidades ya no tengan el amor que antes tenían (cf. Ap 2, 4).
Se observa cómo nuestras comunidades eclesiales tienen que forcejear con debilidades, fatigas, contradicciones. Necesitan escuchar también de nuevo la voz del Esposo que las invita a la conversión, las incita a actuar con entusiasmo en las nuevas situaciones y las llama a comprometerse en la gran obra de la «nueva evangelización». La Iglesia tiene que someterse constantemente al juicio de la palabra de Cristo y vivir su dimensión humana con una actitud de purificación para ser cada vez más y mejor la Esposa sin mancha ni arruga, engalanada con un vestido de lino puro resplandeciente (cf. Ef 5, 27; Ap 19, 7-8).
De este modo, Jesucristo llama a nuestras Iglesias en Europa a la conversión, y ellas, con su Señor y gracias a su presencia, se hacen portadoras de esperanza para la humanidad.
La acción del Evangelio a lo largo de la historia
24. Europa ha sido impregnada amplia y profundamente por el cristianismo. «No cabe duda de que, en la compleja historia de Europa, el cristianismo representa un elemento central y determinante, que se ha consolidado sobre la base firme de la herencia clásica y de las numerosas aportaciones que han dado los diversos flujos étnicos y culturales que se han sucedido a lo largo de los siglos. La fe cristiana ha plasmado la cultura del Continente y se ha entrelazado indisolublemente con su historia, hasta el punto de que ésta no se podría entender sin hacer referencia a las vicisitudes que han caracterizado, primero, el largo periodo de la evangelización y, después, tantos siglos en los que el cristianismo, aun en la dolorosa división entre Oriente y Occidente, se ha afirmado como la religión de los europeos. También en el periodo moderno y contemporáneo, cuando se ha ido fragmentando progresivamente la unidad religiosa, bien por las posteriores divisiones entre los cristianos, bien por los procesos que han alejado la cultura del horizonte de la fe, el papel de ésta ha seguido teniendo una importancia notable» (45).
25. El interés que la Iglesia tiene por Europa deriva de su misma naturaleza y misión. En efecto, a lo largo de los siglos, la Iglesia ha mantenido lazos muy estrechos con nuestro Continente, de tal modo que la fisonomía espiritual de Europa se ha ido formando gracias a los esfuerzos de grandes misioneros y al testimonio de santos y mártires, a la labor asidua de monjes, religiosos y pastores. De la concepción bíblica del hombre, Europa ha tomado lo mejor de su cultura humanista, ha encontrado inspiración para sus creaciones intelectuales y artísticas, ha elaborado normas de derecho y, sobre todo, ha promovido la dignidad de la persona, fuente de derechos inalienables (46). De este modo la Iglesia, en cuanto depositaria del Evangelio, ha contribuido a difundir y a consolidar los valores que han hecho universal la cultura europea.
Al recordar todo esto, la Iglesia de hoy siente, con nueva responsabilidad, el deber apremiante de no disipar este patrimonio precioso y ayudar a Europa a construirse a sí misma, revitalizando las raíces cristianas que le han dado origen (47).
Para dar una verdadera imagen de Iglesia
26. Que toda la Iglesia en Europa sienta como dirigida a ella la exhortación y la invitación del Señor: arrepiéntete, conviértete, «ponte en vela, reanima lo que te queda y está a punto de morir» (Ap 3, 2). Es una exigencia que nace también de la consideración del tiempo actual: «La grave situación de indiferencia religiosa de numerosos europeos; la presencia de muchos que, incluso en nuestro Continente, no conocen todavía a Jesucristo y su Iglesia, y que todavía no están bautizados; el secularismo que contagia a un amplio sector de cristianos que normalmente piensan, deciden y viven “como si Cristo no existiera”, lejos de apagar nuestra esperanza, la hacen más humilde y capaz de confiar sólo en Dios. De su misericordia recibimos la gracia y el compromiso de la conversión» (48).
27. A pesar de que a veces, como en el episodio evangélico de la tempestad calmada (cf. Mc 4, 35- 41; Lc 8, 22-25), pueda parecer que Cristo duerme y deja su barca a merced de las olas encrespadas, se pide a la Iglesia en Europa que cultive la certeza de que el Señor, por el don de su Espíritu, está siempre presente y actúa en ella y en la historia de la humanidad. Él prolonga en el tiempo su misión, haciendo que la Iglesia fuera una corriente de vida nueva, que fluye dentro de la vida de la humanidad como signo de esperanza para todos.
En un contexto en el que la tentación del activismo llega fácilmente también al ámbito pastoral, se pide a los cristianos en Europa que sigan siendo transparencia real del Resucitado, viviendo en íntima comunión con Él. Hacen falta comunidades que, contemplando e imitando a la Virgen María, figura y modelo de la Iglesia en la fe y en la santidad (49), cuiden el sentido de la vida litúrgica y de la vida interior. Ante todo y sobre todo, han de alabar al Señor, invocarlo, adorarlo y escuchar su Palabra. Sólo así asimilarán su misterio, viviendo totalmente dedicadas a Él, como miembros de su fiel Esposa.
28. Ante las insistentes tentaciones de división y contraposición, la diversas Iglesias particulares en Europa, bien unidas al Sucesor de Pedro, han de esforzarse en ser verdaderamente lugar e instrumento de comunión de todo el Pueblo de Dios en la fe y en el amor (50). Cultiven, por tanto, un clima de caridad fraterna, vivida con radicalidad evangélica en el nombre de Jesús y de su amor; desarrollen un ambiente de relaciones de amistad, de comunicación, corresponsabilidad, participación, conciencia misionera, disponibilidad y servicialidad; estén animadas por actitudes recíprocas de estima, acogida y corrección (cf. Rm 12, 10; 15, 7-14), de servicio y ayuda (cf. Ga 5, 13; 6, 2), de perdón mutuo (cf. Col 3, 13) y edificación de unos con otros (cf. 1 Ts 5, 11); se esfuercen en realizar una pastoral que, valorando todas las diversidades legítimas, fomente una colaboración cordial entre todos los fieles y sus asociaciones; promuevan los organismos de participación como instrumentos preciosos de comunión para una acción misionera armónica, impulsando la presencia de agentes de pastoral adecuadamente preparados y cualificados. De este modo, las Iglesias mismas, animadas por la comunión, que es manifestación del amor de Dios, fundamento y razón de la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5, 5), serán un reflejo más brillante de la Trinidad, además de un signo que interpela e invita a creer (cf. Jn 17, 21).
29. Para vivir de manera plena la comunión en la Iglesia, hace falta valorar la variedad de carismas y vocaciones, que confluyen cada vez más en la unidad y pueden enriquecerla (cf. 1 Co 12). En esta perspectiva, es necesario también que, de una parte, los nuevos movimientos y las nuevas comunidades eclesiales «abandonando toda tentación de reivindicar derechos de primogenitura y toda incomprensión recíproca», avancen en el camino de una comunión más auténtica entre sí y con todas las demás realidades eclesiales, y «vivan con amor en total obediencia a los Obispos»; por otro lado, es necesario también que los Obispos, «manifestándoles la paternidad y el amor propios de los pastores» (51), sepan reconocer, discernir y coordinar sus carismas y su presencia para la edificación de la única Iglesia.
En efecto, gracias al crecimiento de la colaboración entre los numerosos sectores eclesiales bajo la guía afable de los pastores, la Iglesia entera podrá presentar a todos una imagen más hermosa y creíble, transparencia más límpida del rostro del Señor, y contribuir así a dar nueva esperanza y consuelo, tanto a los que la buscan como a los que, aunque no la busquen, la necesitan.
Para poder responder a la llamada del Evangelio a la conversión, «debemos hacer todos juntos un humilde y valiente examen de conciencia para reconocer nuestros temores y nuestros errores, para confesar con sinceridad nuestras lentitudes, omisiones, infidelidades y culpas» (52). En vez de adoptar actitudes huidizas de desaliento, el reconocimiento evangélico de las propias culpas suscitará en la comunidad la experiencia que vive cada bautizado: la alegría de una profunda liberación y la gracia de comenzar de nuevo, que permite proseguir con mayor vigor el camino de la evangelización.
Para progresar hacia la unidad de los cristianos
30. Finalmente, el Evangelio de la esperanza es también fuerza y llamada a la conversión en el campo ecuménico. En la certeza de que la unidad de los cristianos corresponde al mandato del Señor, «para que todos sean uno» (cf. Jn 17, 11), y que hoy se presenta como una necesidad para que sea más creíble la evangelización y la contribución a la unidad de Europa, es necesario que todas las Iglesias y Comunidades eclesiales «sean ayudadas e invitadas a interpretar el camino ecuménico como un “ir juntos” hacia Cristo» (53) y hacia la unidad visible querida por Él, de tal modo que la unidad en la diversidad brille en la Iglesia como don del Espíritu Santo, artífice de comunión.
Para lograr esto hace falta un paciente y constante empeño por parte de todos, animado por una auténtica esperanza y, al mismo tiempo, por un sobrio realismo, orientado a la «valoración de lo que ya nos une, a la sincera estima recíproca, a la eliminación de los prejuicios, al conocimiento y al amor mutuo» (54). En esta perspectiva, el esfuerzo por la unidad ha de incluir, si quiere apoyarse en fundamentos sólidos, la búsqueda apasionada de la verdad, a través de un diálogo y una confrontación que, mientras reconoce los resultados hasta ahora alcanzados, los considere un estímulo para seguir avanzando en la superación de las divergencias que todavía dividen a los cristianos.
31. Sin rendirse ante dificultades y cansancios, es preciso continuar con determinación el diálogo, que se ha entablar «bajo muchos aspectos (doctrinal, espiritual y práctico), siguiendo la lógica del intercambio de dones que el Espíritu suscita en cada Iglesia y educando a las comunidades y los fieles, sobre todo a los jóvenes, a vivir momentos de encuentro, haciendo del ecumenismo rectamente entendido una dimensión ordinaria de la vida y de la acción eclesial» (55).
Este diálogo es una de las principales preocupaciones de la Iglesia, sobre todo en esta Europa que en el milenio pasado ha visto surgir demasiadas divisiones entre los cristianos y que hoy se encamina hacia una mayor unidad. ¡No podemos detenernos ni volver atrás! Hemos de continuar este camino y vivirlo con confianza, porque la estima recíproca, la búsqueda de la verdad, la colaboración en la caridad y, sobre todo, el ecumenismo de la santidad, con la ayuda de Dios, no dejarán de producir sus frutos.
32. A pesar de las dificultades inevitables, invito a todos a reconocer y valorar, con amor y fraternidad, la contribución que las Iglesias Católicas Orientales pueden ofrecer para una edificación más real de la unidad, con su presencia misma, la riqueza de su tradición, el testimonio de su «unidad en la diversidad», la inculturación realizada por ellas en el anuncio del Evangelio o la diversidad de sus ritos (56). Al mismo tiempo, quiero asegurar una vez más a los pastores y a los hermanos y hermanas de las Iglesias ortodoxas, que la nueva evangelización en modo alguno debe ser confundida con el proselitismo, quedando firme el deber de respetar la verdad, la libertad y la dignidad de toda persona.
II. Toda la Iglesia enviada en misión
33. Servir al Evangelio de la esperanza mediante una caridad que evangeliza es un compromiso y una responsabilidad de todos. En efecto, cualquiera que sea el carisma y el ministerio de cada uno, la caridad es la vía maestra indicada a todos y que todos pueden recorrer: es la vía que la comunidad eclesial entera está llamada a emprender siguiendo las huellas de su Maestro.
Compromiso de los ministros ordenados
34. En virtud de su ministerio, los sacerdotes están llamados a celebrar, enseñar y servir de modo especial el Evangelio de la esperanza. Por el sacramento del Orden, que los configura a Cristo Cabeza y Pastor, los Obispos y sacerdotes tienen que conformar toda su vida y su acción con Jesús; por la predicación de la Palabra, la celebración de los sacramentos y la guía de la comunidad cristiana, hacen presente el misterio de Cristo y, por el ejercicio de su ministerio, están «llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado» (57).
Estando “en” el mundo, pero sin ser “del” mundo (cf. Jn 17, 15-16), en la actual situación cultural y espiritual del Continente europeo, se les pide que sean signo de contradicción y esperanza para una sociedad aquejada de horizontalismo y necesitada de abrirse al Trascendente.
35. En este marco adquiere relieve también el celibato sacerdotal, signo de una esperanza puesta totalmente en el Señor. No es una mera disciplina eclesiástica impuesta por la autoridad; por el contrario, es ante todo gracia, don inestimable de Dios para la Iglesia, valor profético para el mundo actual, fuente de vida espiritual intensa y de fecundidad pastoral, testimonio del Reino escatológico, signo del amor de Dios a este mundo, así como del amor indiviso del sacerdote a Dios y a su Pueblo (58). Vivido como respuesta al don de Dios y como superación de las tentaciones de una sociedad hedonista, no sólo favorece la realización humana de quien ha sido llamado, sino que se manifiesta también como factor de crecimiento para los demás.
Considerado conveniente para el sacerdocio en toda la Iglesia (59), requerido obligatoriamente por la Iglesia latina (60), sumamente respetado por las Iglesias Orientales (61), el celibato aparece en el contexto de la cultura actual como signo elocuente, que debe ser custodiado como un bien precioso para la Iglesia. A este respeto, una revisión de la disciplina actual no permitiría solucionar la crisis de las vocaciones al presbiterado que se percibe en muchas partes de Europa (62). Un compromiso al servicio del Evangelio de la esperanza requiere también que la Iglesia presente el celibato en toda su riqueza bíblica, teológica y espiritual.
36. No se puede ignorar que el ejercicio del sagrado ministerio encuentra hoy muchas dificultades, bien debidas a la cultura imperante, bien por la disminución numérica de los presbíteros, con el aumento de la carga pastoral y de cansancio que esto puede comportar. Por eso son más dignos aun de estima, gratitud y cercanía los sacerdotes que viven con admirable dedicación y fidelidad el ministerio que se les ha confiado (63).
Tomando las palabras escritas por los Padres sinodales, quiero también animarlos, con confianza y gratitud: «No os desalentéis y no os dejéis abatir por el cansancio; en total comunión con nosotros, los obispos, en gozosa fraternidad con los demás presbíteros y en cordial corresponsabilidad con los consagrados y todos los fieles laicos, continuad vuestra valiosa e insustituible labor» (64).
Junto con los presbíteros, deseo recordar también a los diáconos, que participan, aunque en grado diferente, del mismo sacramento del Orden. Destinados al servicio de la comunión eclesial, ejercen, bajo la guía del Obispo y con su presbiterio, la “diaconía” de la liturgia, de la palabra y de la caridad (65). De este modo específico, están al servicio del Evangelio de la esperanza.
Testimonio de los consagrados
37. El testimonio de las personas consagradas es particularmente elocuente. A este propósito, se ha de reconocer, ante todo, el papel fundamental que ha tenido el monacato y la vida consagrada en la evangelización de Europa y en la construcción de su identidad cristiana (66). Este papel no puede faltar hoy, en un momento en el que urge una «nueva evangelización» del Continente, y en el que la creación de estructuras y vínculos más complejos lo sitúan ante un cambio delicado. Europa necesita siempre la santidad, la profecía, la actividad evangelizadora y de servicio de las personas consagradas. También se ha de resaltar la contribución específica que los Institutos seculares y las Sociedades de vida apostólica pueden ofrecer a través de su aspiración a transformar el mundo desde dentro con la fuerza de las bienaventuranzas.
38. La aportación específica que las personas consagradas pueden ofrecer al Evangelio de la esperanza proviene de algunos aspectos que caracterizan la actual fisonomía cultural y social de Europa (67). Así, la demanda de nuevas formas de espiritualidad que se produce hoy en la sociedad, ha de encontrar una respuesta en el reconocimiento de la supremacía absoluta de Dios, que los consagrados viven con su entrega total y con la conversión permanente de una existencia ofrecida como auténtico culto espiritual. En un contexto contaminado por el laicismo y subyugado por el consumismo, la vida consagrada, don del Espíritu a la Iglesia y para la Iglesia, se convierte cada vez más en signo de esperanza, en la medida en que da testimonio de la dimensión trascendente de la existencia. Por otro lado, en la situación actual de pluralismo religioso y cultural, se considera urgente el testimonio de la fraternidad evangélica que caracteriza la vida consagrada, haciendo de ella un estímulo para la purificación y la integración de valores diferentes, mediante la superación de las contraposiciones. La presencia de nuevas formas de pobreza y marginación debe suscitar la creatividad en la atención de los más necesitados, que ha distinguido a tantos fundadores de Institutos religiosos. Por fin, la tendencia de la sociedad europea a encerrarse en sí misma se debe contrarrestar con la disponibilidad de las personas consagradas a continuar la obra de evangelización en otros Continentes, a pesar de la disminución numérica que se observa en algunos Institutos.
Cultivo de las vocaciones
39. Al ser determinante la entrega de los ministros ordenados y de los consagrados, no se puede pasar por alto la preocupante escasez de seminaristas y de aspirantes a la vida religiosa, sobre todo en Europa occidental. Esta situación requiere que todos se comprometan en una adecuada pastoral de las vocaciones. Sólo «cuando a los jóvenes se les presenta sin recortes la persona de Jesucristo, prende en ellos una esperanza que les impulsa a dejarlo todo para seguirle, atendiendo su llamada, y para dar testimonio de él ante sus coetáneos» (68). El cultivo de las vocaciones es, pues, un problema vital para el futuro de la fe cristiana en Europa y repercute en el progreso espiritual de sus pueblos; es paso obligado para una Iglesia que quiera anunciar, celebrar y servir al Evangelio de la esperanza (69).
40. Para desarrollar una pastoral vocacional, tan necesaria, es oportuno explicar a los fieles la fe de la Iglesia sobre la naturaleza y la dignidad del sacerdocio ministerial; animar a las familias a vivir como verdaderas «iglesias domésticas» en cuyo seno se puedan percibir, acoger y acompañar las diversas vocaciones; realizar una acción pastoral que ayude, sobre todo a los jóvenes, a tomar opciones de una vida arraigada en Cristo y dedicada a la Iglesia (70).
En la certeza de que también hoy actúa el Espíritu Santo y no faltan signos de su presencia, se trata ante todo de llevar el anuncio vocacional al terreno de la pastoral ordinaria. Por eso es necesario «reavivar, sobre todo en los jóvenes, una profunda nostalgia de Dios, creando así el marco adecuado para que broten vocaciones como respuesta generosa»; es urgente que se propague en las Comunidades eclesiales del continente europeo un gran movimiento de oración, puesto que «la actual situación histórica y cultural, que ha cambiado bastante, exige que la pastoral de las vocaciones sea considerada como uno de los objetivos primarios de toda la Comunidad cristiana» (71). Y es indispensable que los sacerdotes mismos vivan y actúen en coherencia con su verdadera identidad sacramental. En efecto, si la imagen que dan de sí mismos fuera opaca o lánguida, ¿cómo podrían inducir a los jóvenes a imitarlos?
Misión de los laicos
41. La aportación de los fieles laicos a la vida eclesial es irrenunciable: es, efectivamente, insustituible el papel que tienen en el anuncio y el servicio al Evangelio de la esperanza, ya que «por medio de ellos la Iglesia de Cristo se hace presente en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de esperanza y amor» (72).
Participando plenamente de la misión de la Iglesia en el mundo, están llamados a dar testimonio de que la fe cristiana es la única respuesta completa a los interrogantes que la vida plantea a todo hombre y a cada sociedad, y pueden insertar en el mundo los valores del Reino de Dios, promesa y garantía de una esperanza que no defrauda.
La Europa de ayer y de hoy cuenta con figuras significativas y ejemplos luminosos de laicos de este tipo. Como han subrayado los Padres sinodales, se deben recordar con gratitud, entre otros, a los hombres y mujeres que han testimoniado y testimonian a Cristo y su Evangelio con el servicio a la vida pública y las responsabilidades que éste comporta. Es de capital importancia «suscitar y apoyar vocaciones específicas al servicio del bien común: personas que, a ejemplo y con el estilo de los que se ha llamado “padres de Europa”, sepan ser artífices de la sociedad europea del porvenir, fundándola en las bases sólidas del espíritu» (73).
Análoga estima merece la labor de laicas y laicos cristianos, realizada frecuentemente en lo recóndito de la vida ordinaria mediante pequeños servicios que anuncian la misericordia de Dios a cuantos se hallan en la pobreza; hemos de agradecerles su audaz testimonio de caridad y de perdón, valores que evangelizan los grandes horizontes de la política, la realidad social, la economía, la cultura, la ecología, la vida internacional, la familia, la educación, las profesiones, el trabajo y el sufrimiento (74). Para ello se necesitan programas pedagógicos, que capaciten a los fieles laicos a proyectar la fe sobre las realidades temporales. Tales programas, basados en un aprendizaje serio de vida eclesial, particularmente en el estudio de la doctrina social, han de proporcionarles no solamente doctrina y estímulo, sino también una orientación espiritual adecuada que anime el compromiso vivido como auténtico camino de santidad.
Papel de la mujer
42. La Iglesia es consciente de la aportación específica de la mujer al servicio del Evangelio de la esperanza. Las vicisitudes de la comunidad cristiana muestran que las mujeres han tenido siempre un lugar relevante en el testimonio del Evangelio. Se debe recordar todo lo que han hecho, a menudo en silencio y con discreción, acogiendo y transmitiendo el don de Dios, bien mediante la maternidad física y espiritual, la actividad educativa, la catequesis y la realización de grandes obras de caridad, bien por la vida de oración y contemplación, las experiencias místicas y por escritos ricos de sabiduría evangélica (75).
A la luz de los magníficos testimonios del pasado, la Iglesia manifiesta su confianza en lo que las mujeres pueden hacen hacer hoy en favor del crecimiento de la esperanza en todas sus dimensiones. Hay aspectos de la sociedad europea contemporánea que son un reto a la capacidad que tienen las mujeres de acoger, compartir y engendrar en el amor, con tesón y gratuidad. Piénsese, por ejemplo, en la mentalidad científico-técnica generalizada que ensombrece la dimensión afectiva y la importancia de los sentimientos, en la falta de gratuidad, en el temor difuso a dar la vida a nuevas criaturas, en la dificultad de vivir la reciprocidad con el otro y en acoger a quien es diferente. Éste es el contexto en el que la Iglesia espera de las mujeres una aportación vivificadora para una nueva oleada de esperanza.
43. Para lograr todo esto es necesario que, ante todo, en la Iglesia se promueva la dignidad de la mujer, puesto que la dignidad del hombre y de la mujer es idéntica, creados ambos a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 27), y cada uno colmado de dones propios y particulares.
Como se ha subrayado en el Sínodo, es deseable que, para favorecer la plena participación de la mujer en la vida y misión de la Iglesia, se tenga en mayor estima sus propias cualidades, también mediante la asunción de funciones eclesiales reservada por el derecho a los laicos. Además, se ha de valorar adecuadamente la misión de la mujer como esposa y madre, así como su dedicación a la vida familiar (76).
La Iglesia no deja de alzar su voz para denunciar las injusticias y violencias cometidas contra las mujeres, en cualquier lugar y circunstancia que ocurran. Pide que se apliquen efectivamente las leyes que protegen a la mujer y que se establezcan medidas eficaces contra el empleo humillante de imágenes femeninas en la propaganda comercial, así como contra la plaga de la prostitución; desea que el servicio prestado por la madre, del mismo modo que por el padre, en la vida doméstica, se considere como una contribución al bien común, incluso mediante formas de reconocimiento económico.
CAPÍTULO III
ANUNCIAR EL EVANGELIO
DE LA ESPERANZA
«Toma el librito que está abierto [...] devóralo» (Ap 10, 8.9)
I. Proclamar el misterio de Cristo
La revelación da sentido a la historia
44. La visión del Apocalipsis nos habla de «un libro, escrito por el anverso y el reverso, sellado con siete sellos», tenido «en la mano derecha del que está sentado en el trono» (Ap 5, 1). Este texto contiene al plan creador y salvador de Dios, su proyecto detallado sobre toda la realidad, sobre las personas, sobre las cosas y sobre los acontecimientos. Ningún ser creado, terreno o celestial, es capaz «de abrir el libro ni de leerlo» (Ap 5, 3), o sea de comprender su contenido. En la confusión de las vicisitudes humanas, nadie sabe decir la dirección y el sentido último de las cosas.
Sólo Jesucristo posee el volumen sellado (cf. Ap 5, 6-7); sólo Él es «digno de tomar el libro y abrir sus sellos» (Ap 5, 9). En efecto, sólo Jesús puede revelar y actuar el proyecto de Dios que encierra. El esfuerzo del hombre, por sí mismo, es incapaz de dar un sentido a la historia y a sus vicisitudes: la vida se queda sin esperanza. Sólo el Hijo de Dios puede disipar las tinieblas e indicar el camino.
El libro abierto es entregado a Juan y, por su medio, a la Iglesia entera. Se invita a Juan a tomar el libro y a devorarlo: «Vete, toma el librito que está abierto en la mano del Ángel, el que está de pie sobre el mar y sobre la tierra [...]. Toma, devóralo» (Ap 10, 8-9). Sólo después de haberlo asimilado en profundidad podrá comunicarlo adecuadamente a los demás, a los que es enviado con la orden de «profetizar otra vez contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes» (Ap 10, 11).
Necesidad y urgencia del anuncio
45. El Evangelio de la esperanza, entregado a la Iglesia y asimilado por ella, exige que se anuncie y testimonie cada día. Esta es la vocación propia de la Iglesia en todo tiempo y lugar. Es también la misión de la Iglesia hoy en Europa. «Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la Santa Misa, memorial de su Muerte y Resurrección gloriosa» (77).
¡Iglesia en Europa, te espera la tarea de la «nueva evangelización»! Recobra el entusiasmo del anuncio. Siente, como dirigida a ti, en este comienzo del tercer milenio, la súplica que ya resonó en los albores del primer milenio, cuando, en una visión, un macedonio se le apareció a Pablo suplicándole: «Pasa por Macedonia y ayúdanos» (Hch 16, 9). Aunque no se exprese o incluso se reprima, ésta es la invocación más profunda y verdadera que surge del corazón de los europeos de hoy, sedientos de una esperanza que no defrauda. A ti se te ha dado esta esperanza como don para que tú la ofrezcas con gozo en todos los tiempos y latitudes. Por tanto, que el anuncio de Jesús, que es el Evangelio de la esperanza, sea tu honra y tu razón de ser. Continúa con renovado ardor el mismo espíritu misionero que, a lo largo de estos veinte siglos y comenzando desde la predicación de los apóstoles Pedro y Pablo, ha animado a tantos Santos y Santas, auténticos evangelizadores del continente europeo.
Primer anuncio y nuevo anuncio
46. En varias partes de Europa se necesita un primer anuncio del Evangelio: crece el número de las personas no bautizadas, sea por la notable presencia de emigrantes pertenecientes a otras religiones, sea porque también los hijos de familias de tradición cristiana no han recibido el Bautismo, unas veces por la dominación comunista y otras por una indiferencia religiosa generalizada (78). De hecho, Europa ha pasado a formar parte de aquellos lugares tradicionalmente cristianos en los que, además de una nueva evangelización, se impone en ciertos casos una primera evangelización
La Iglesia no puede eludir el deber de un diagnóstico claro que permita preparar los remedios oportunos. En el «viejo» Continente existen también amplios sectores sociales y culturales en los que se necesita una verdadera y auténtica misión ad gentes (79).
47. Además, por doquier es necesario un nuevo anuncio incluso a los bautizados. Muchos europeos contemporáneos creen saber qué es el cristianismo, pero realmente no lo conocen. Con frecuencia se ignoran ya hasta los elementos y las nociones fundamentales de la fe. Muchos bautizados viven como si Cristo no existiera: se repiten los gestos y los signos de la fe, especialmente en las prácticas de culto, pero no se corresponden con una acogida real del contenido de la fe y una adhesión a la persona de Jesús. En muchos, un sentimiento religioso vago y poco comprometido ha suplantado a las grandes certezas de la fe; se difunden diversas formas de agnosticismo y ateísmo práctico que contribuyen a agravar la disociación entre fe y vida; algunos se han dejado contagiar por el espíritu de un humanismo inmanentista que ha debilitado su fe, llevándoles frecuentemente, por desgracia, a abandonarla completamente; se observa una especie de interpretación secularista de la fe cristiana que la socava, relacionada también con una profunda crisis de la conciencia y la práctica moral cristiana (80). Los grandes valores que tanto han inspirado la cultura europea han sido separados del Evangelio, perdiendo así su alma más profunda y dando lugar a no pocas desviaciones.
«Pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» (Lc 18, 8). ¿La encontrará en estas tierras de nuestra Europa de antigua tradición cristiana? Es una pregunta abierta que indica con lucidez la profundidad y el dramatismo de uno de los retos más serios que nuestras Iglesias han de afrontar. Se puede decir – como se ha subrayado en el Sínodo – que tal desafío consiste frecuentemente no tanto en bautizar a los nuevos convertidos, sino en guiar a los bautizados a convertirse a Cristo y a su Evangelio: (81) nuestras comunidades tendrían que preocuparse seriamente por llevar el Evangelio de la esperanza a los alejados de la fe o que se han apartado de la práctica cristiana.
Fidelidad al único mensaje
48. Para poder anunciar el Evangelio de la esperanza hace falta una sólida fidelidad al Evangelio mismo. Por tanto, la predicación de la Iglesia en todas sus formas, se ha de centrar siempre en la persona de Jesús y debe conducir cada vez más a Él. Es preciso vigilar que se le presente en su integridad: no sólo como modelo ético, sino ante todo como el Hijo de Dios, el Salvador único y necesario para todos, que vive y actúa en su Iglesia. Para que la esperanza sea verdadera e indestructible, la «predicación íntegra, clara y renovada de Jesucristo resucitado, de la resurrección y de la vida eterna» (82) debe ser una prioridad en la acción pastoral de los próximos años.
Si bien el Evangelio que se ha de anunciar es siempre el mismo, los modos en que dicho anuncio puede hacerse son diferentes. Por tanto, cada uno está llamado a «proclamar» a Jesús y la fe en Él en todas las circunstancias; a «atraer» a otros a la fe, poniendo en práctica formas de vida personal, familiar, profesional y comunitaria que reflejen el Evangelio; a «irradiar» en su entorno alegría, amor y esperanza, para que muchos, viendo nuestras buenas obras, den gloria al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5, 16), de tal modo que sean «contagiados» y conquistados; a ser «fermento» que transforma y anima desde dentro toda expresión cultural (83).
Testimonio de vida
49. Europa reclama evangelizadores creíbles, en cuya vida, en comunión con la cruz y la resurrección de Cristo, resplandezca la belleza del Evangelio (84). Estos evangelizadores han de ser formados adecuadamente (85). Hoy más que nunca se necesita una conciencia misionera en todo cristiano, comenzando por los Obispos, presbíteros, diáconos, consagrados, catequistas y profesores de religión: «Todo bautizado, en cuanto testigo de Cristo, ha de adquirir la formación apropiada a su situación, para que la fe no sólo no se agoste por falta de cuidado en un medio tan hostil como es el ambiente secularista, sino para sostener e impulsar el testimonio evangelizador» (86).
El hombre contemporáneo «escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan es porque dan testimonio» (87) Por consiguiente, hoy son decisivos los signos de la santidad: ésta es un requisito previo esencial para una auténtica evangelización capaz de dar de nuevo esperanza. Hacen falta testimonios fuertes, personales y comunitarios, de vida nueva en Cristo. En efecto, no basta ofrecer la verdad y la gracia a través de la proclamación de la Palabra y la celebración de los Sacramentos; es necesario que sean acogidas y vividas en cada circunstancia concreta, en el modo de ser de los cristianos y de las comunidades eclesiales. Éste es uno de los retos más grandes que tiene la Iglesia en Europa al principio del nuevo milenio.
Formar para una fe madura
50. «La actual situación cultural y religiosa de Europa exige la presencia de católicos adultos en la fe y de comunidades cristianas misioneras que testimonien la caridad de Dios a todos los hombres» (88). El anuncio del Evangelio de la esperanza comporta, por tanto, que se promueva el paso de una fe sustentada por costumbres sociales, aunque sean apreciables, a una fe más personal y madura, iluminada y convencida.
Los cristianos, pues, han de tener una fe que les permita enfrentarse críticamente con la cultura actual, resistiendo a sus seducciones; incidir eficazmente en los ámbitos culturales, económicos, sociales y políticos; manifestar que la comunión entre los miembros de la Iglesia católica y con los otros cristianos es más fuerte que cualquier vinculación étnica; transmitir con alegría la fe a las nuevas generaciones; construir una cultura cristiana capaz de evangelizar la cultura más amplia en que vivimos (89).
51. Además de esforzarse para que el ministerio de la Palabra, la celebración de la liturgia y el ejercicio de la caridad, se orienten a la edificación y el sustento de una fe madura y personal, es necesario que las comunidades cristianas se movilicen para proponer una catequesis apropiada a los diversos itinerarios espirituales de los fieles en las diversas edades y condiciones de vida, previendo también formas adecuadas de acompañamiento espiritual y de redescubrimiento del propio Bautismo (90). En este cometido, el Catecismo de la Iglesia Católica es obviamente un punto de referencia fundamental.
En particular, reconociendo su innegable prioridad en la acción pastoral, se ha de cultivar y, si fuera el caso, relanzar el ministerio de la catequesis como educación y desarrollo de la fe de cada persona, de modo que crezca y madure la semilla puesta por el Espíritu Santo y transmitida con el Bautismo. Remitiéndose constantemente a la Palabra de Dios, custodiada en la Sagrada Escritura, proclamada en la liturgia e interpretada por la Tradición de la Iglesia, una catequesis orgánica y sistemática es sin duda alguna un instrumento esencial y primario para formar a los cristianos en una fe adulta (91).
52. A este respecto, se ha de subrayar también el papel importante de la teología. En efecto, hay una conexión intrínseca e inseparable entre la evangelización y la reflexión teológica, ya que esta última, como ciencia con reglas y metodología propias, vive de la fe de la Iglesia y está al servicio de su misión (92). Nace de la fe y está llamada a interpretarla, conservando su vinculación irrenunciable con la comunidad cristiana en todas sus articulaciones; al estar al servicio del crecimiento espiritual de todos los fieles (93), los encamina hacia la comprensión más profunda del mensaje de Cristo.
En el desempeño de la misión de anunciar el Evangelio de la esperanza, la Iglesia en Europa aprecia con gratitud la vocación de los teólogos, valora y promueve su trabajo (94). A ellos les dirijo, con estima y afecto, una invitación a perseverar en el servicio que prestan, uniendo siempre investigación científica y oración, poniéndose en diálogo atento con la cultura contemporánea, adhiriendo fielmente al Magisterio y colaborando con él en espíritu de comunión en la verdad y la caridad, respirando el sensus fidei del Pueblo de Dios y contribuyendo a alimentarlo.
II. Testimoniar en la unidad y en el diálogo
Comunión entre las Iglesias particulares
53. La fuerza del anuncio del Evangelio de la esperanza será más eficaz si se une al testimonio de una profunda unidad y comunión en la Iglesia. Las Iglesias particulares no pueden estar solas a la hora de afrontar el reto que se les presenta. Se necesita una auténtica colaboración entre todas las Iglesias particulares del Continente, que sea expresión de su comunión esencial; colaboración exigida también por la nueva realidad europea (95). En este contexto se debe situar la contribución de los organismos eclesiales continentales, comenzando por el Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas. Éste es un instrumento eficaz para buscar juntos vías idóneas para evangelizar Europa (96). Mediante el «intercambio de dones» entre las diversas Iglesias particulares, se ponen en común las experiencias y las reflexiones de Europa del Oeste y del Este, del Norte y del Sur, compartiendo orientaciones pastorales comunes; por tanto, representa cada vez más una expresión significativa del sentimiento colegial entre los Obispos del Continente, para anunciar juntos, con audacia y fidelidad, el nombre de Jesucristo, única fuente de esperanza para todos en Europa.
Junto con todos los cristianos
54. Al mismo tiempo, el deber de una fraterna y sincera colaboración ecuménica es un imperativo irrenunciable.
El destino de la evangelización está estrechamente unido al testimonio de unidad que den los discípulos de Cristo: «Todos los cristianos están llamados a cumplir esta misión de acuerdo con su vocación. La tarea de la evangelización exige que todos los cristianos nos acerquemos unos a otros y avancemos juntos, con el mismo espíritu; evangelización y unidad, evangelización y ecumenismo están indisolublemente vinculados entre sí» (97). Por eso hago mías las palabras escritas por Pablo VI al Patriarca ecuménico Atenágoras I: «Que el Espíritu Santo nos guíe por el camino de la reconciliación, para que la unidad de nuestras Iglesias llegue a ser un signo cada vez más luminoso de esperanza y de consuelo para toda la humanidad» (98).
En diálogo con las otras religiones
55. Como en toda la tarea de la «nueva evangelización», para anunciar el Evangelio de la esperanza es necesario también que se establezca un diálogo interreligioso profundo e inteligente, en particular con el hebraísmo y el islamismo. «Entendido como método y medio para un conocimiento y enriquecimiento recíproco, no está en contraposición con la misión ad gentes; es más, tiene vínculos especiales con ella y es una de sus expresiones» (99). En el ejercicio de este diálogo no se trata de dejarse llevar por una «mentalidad indiferentista, ampliamente difundida, desgraciadamente, también entre cristianos, enraizada a menudo en concepciones teológicas no correctas y marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que “una religión vale la otra”» (100).
56. Se trata más bien de tomar mayor conciencia de la relación que une a la Iglesia con el pueblo judío y del papel singular desempeñado por Israel en la historia de la salvación. Como ya se hizo notar en la I Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos y se ha reiterado también en este Sínodo, se han de reconocer las raíces comunes existentes entre el cristianismo y el pueblo judío, llamado por Dios a una alianza que sigue siendo irrevocable (cf. Rm 11, 29) (101) y que ha alcanzado su plenitud definitiva en Cristo.
Es necesario, pues, favorecer el diálogo con el hebraísmo, sabiendo que éste tiene una importancia fundamental para la conciencia cristiana de sí misma y para superar las divisiones entre las Iglesias, y esforzarse para que florezca una nueva primavera en las relaciones recíprocas. Esto comporta que cada comunidad eclesial debe ejercitarse, en cuanto las circunstancias lo permitan, en el diálogo y la colaboración con los creyentes de religión hebrea. Dicho ejercicio implica, entre otras cosas, que «se recuerde la parte que hayan podido desempeñar los hijos de la Iglesia en el nacimiento y difusión de una actitud antisemita en la historia, y que pida perdón a Dios por ello, favoreciendo toda suerte de encuentros de reconciliación y de amistad con los hijos de Israel» (102). En este contexto, por lo demás, habrá que recordar también a los numerosos cristianos que, a veces a costa de la propia vida, sobre todo en periodos de persecución, han ayudado y salvado a estos «hermanos mayores» suyos.
57. Se trata también de sentirse interesados en conocer mejor las otras religiones, para poder entablarse un coloquio fraterno con las personas que se adhieren a ellas y viven en la Europa de hoy. En particular, es importante una correcta relación con el Islam. Esto, como han notado varias veces en estos años los Obispos europeos, «debe llevarse a cabo con prudencia, con ideas claras sobre sus posibilidades y límites, y con confianza en el designio salvífico de Dios con respecto a todos sus hijos» (103). Es necesario, además, ser conscientes de la notable diferencia entre la cultura europea, con profundas raíces cristianas, y el pensamiento musulmán (104).
A este respecto, hay que preparar adecuadamente a los cristianos que viven cotidianamente en contacto con musulmanes para que conozcan el Islam de manera objetiva y sepan confrontarse con él; dicha preparación debe propiciarse particularmente en los seminaristas, los presbíteros y todos los agentes de pastoral. Por lo demás, es comprensible que la Iglesia, así como pide que las Instituciones europeas promuevan la libertad religiosa en Europa, reitere también que la reciprocidad en la garantía de la libertad religiosa se observe en Países de tradición religiosa distinta, en los cuales los cristianos son minoría (105).
En este sentido, se comprende «la extrañeza y sentimiento de frustración de los cristianos que acogen, por ejemplo en Europa, a creyentes de otras religiones y les dan la posibilidad de ejercer su culto, y a ellos se les prohíbe todo ejercicio del culto cristiano» (106) en los Países donde estos creyentes mayoritarios han hecho de su religión la única admitida y promovida. La persona humana tiene derecho a la libertad religiosa y todos, en cualquier parte del mundo, «deben estar libres de coacción, tanto por parte de personas particulares como de los grupos sociales y de cualquier poder humano» (107).
III. Evangelizar la vida social
Evangelización de la cultura e inculturación del Evangelio
58. El anuncio de Jesucristo tiene que llegar también a la cultura europea contemporánea. La evangelización de la cultura debe mostrar también que hoy, en esta Europa, es posible vivir en plenitud el Evangelio como itinerario que da sentido a la existencia. Para ello, la pastoral ha de asumir la tarea de imprimir una mentalidad cristiana a la vida ordinaria: en la familia, la escuela, la comunicación social; en el mundo de la cultura, del trabajo y de la economía, de la política, del tiempo libre, de la salud y la enfermedad. Hace falta una serena confrontación crítica con la actual situación cultural de Europa, evaluando las tendencias emergentes, los hechos y las situaciones de mayor relieve de nuestro tiempo, a la luz del papel central de Cristo y de la antropología cristiana.
Hoy, recordando también la fecundidad cultural del cristianismo a lo largo de la historia de Europa, es preciso mostrar el planteamiento evangélico, teórico y práctico, de la realidad y del hombre. Además, considerando el gran impacto de las ciencias y los progresos tecnológicos en la cultura y en la sociedad de Europa, la Iglesia, con sus instrumentos de profundización teórica y de iniciativa práctica, está llamada a relacionarse de manera activa con los conocimientos científicos y sus aplicaciones, indicando la insuficiencia y el carácter inadecuado de una concepción inspirada en el cientificismo, que pretende reconocer validez objetiva solamente al saber experimental, y señalando asimismo los criterios éticos que el hombre lleva inscritos en su propia naturaleza (108).
59. En la tarea de evangelización de la cultura interviene el importante servicio desarrollado por las escuelas católicas. Es necesario esforzarse para que se reconozca una libertad efectiva de educación e igualdad jurídica entre las escuelas estatales y no estatales. Éstas últimas son a veces el único medio para proponer la tradición cristiana a los que se encuentran alejados de ella. Exhorto a los fieles implicados en el mundo de la escuela a perseverar en su misión, llevando la luz de Cristo Salvador en sus actividades educativas específicas, científicas y académicas (109). Se debe valorar en particular la contribución de los cristianos dedicados a la investigación o que enseñan en las Universidades: con su «servicio intelectual», transmiten a las jóvenes generaciones los valores de un patrimonio cultural enriquecido por dos milenios de experiencia humanista y cristiana. Convencido de la importancia de las instituciones académicas, pido también que en las diversas Iglesias particulares se promueva una pastoral universitaria apropiada, favoreciendo así una respuesta a las actuales necesidades culturales (110).
60. Tampoco puede olvidarse la aportación positiva que supone la valoración de los bienes culturales de la Iglesia. En efecto, éstos pueden ser un factor peculiar que ayude a suscitar nuevamente un humanismo de inspiración cristiana. Con una adecuada conservación y un uso inteligente, pueden ser, en cuanto testimonio vivo de la fe profesada a lo largo de los siglos, un instrumento válido para la nueva evangelización y la catequesis, e invitar a descubrir el sentido del misterio.
Al mismo tiempo, se han de promover nuevas expresiones artísticas de la fe mediante un diálogo asiduo con quienes se dedican al arte (111). En efecto, la Iglesia necesita el arte, la literatura, la música, la pintura, la escultura y la arquitectura, porque «debe hacer perceptible, más aún, fascinante en lo posible, el mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios» (112), y porque la belleza artística, como un reflejo del Espíritu de Dios, es un criptograma del misterio, una invitación a buscar el rostro de Dios hecho visible en Jesús de Nazaret.
Educación de los jóvenes en la fe
61. Animo además a la Iglesia en Europa a dedicar una creciente atención a la educación de los jóvenes en la fe. Al poner la mirada en el porvenir no podemos dejar de pensar en ellos: hemos de encontrarnos con la mente, el corazón y el carácter juvenil, para ofrecerles una sólida formación humana y cristiana.
En toda ocasión en la que participan muchos jóvenes, no es difícil percatarse de que hay en ellos actitudes diferenciadas. Se constata el deseo de vivir juntos para salir del aislamiento, la sed más o menos sentida de lo absoluto; se ve en ellos una fe oculta que debe ser purificada e impulsa a seguir al Señor; se nota la decisión de continuar el camino ya emprendido y la exigencia de compartir la fe.
62. Para lograrlo hace falta renovar la pastoral juvenil, articulada por edades y atenta a las distintas condiciones de niños, adolescentes y jóvenes. Es necesario además dotarla de mayor organicidad y coherencia, escuchando pacientemente las preguntas de los jóvenes, para hacerlos protagonistas de la evangelización y edificación de la sociedad.
En este quehacer hay que promover ocasiones de encuentro entre los jóvenes, para favorecer un clima de escucha recíproca y oración. No se ha de tener miedo a ser exigentes con ellos en lo que atañe a su crecimiento espiritual. Se les debe indicar el camino de la santidad, estimulándolos a tomar decisiones comprometidas en el seguimiento de Jesús, fortalecidos por una vida sacramentalmente intensa. De este modo podrán resistir a las seducciones de una cultura que con frecuencia les propone sólo valores efímeros e incluso contrarios al Evangelio, y hacer que ellos mismos sean capaces de manifestar una mentalidad cristiana en todos los ámbitos de la existencia, incluidos el del ocio y la diversión (113).
Tengo aún presente ante mis ojos los rostros alegres de muchos jóvenes, verdadera esperanza de la Iglesia y del mundo, signo elocuente del Espíritu que no se cansa de suscitar nuevas energías. Los he encontrado tanto en mi peregrinar por diversos Países como en las inolvidables Jornadas Mundiales de la Juventud (114).
Atención a los medios de comunicación social
63. Dada su importancia, la Iglesia en Europa ha de prestar particular atención al multiforme mundo de los medios de comunicación social. Entre otras cosas, esto comporta la adecuada formación de los cristianos que trabajan en ellos y de los usuarios de los mismos, con el fin de alcanzar un buen dominio de los nuevos lenguajes. Se ha de poner un cuidado especial en la elección de personas competentes para la comunicación del mensaje a través de estos medios. Es también muy útil el intercambio de informaciones y estrategias entre las Iglesias sobre los diversos aspectos y sobre las iniciativas concernientes este tipo de comunicación. Y no se debe descuidar la creación de medios de comunicación social locales, incluso en el ámbito parroquial.
Al mismo tiempo, hay que tratar de introducirse en los procesos de la comunicación social para hacer que se respete mejor la verdad de la información y la dignidad de la persona humana. A este propósito, invito a los católicos a participar en la elaboración de un código deontológico para todos los que intervienen en el sector de la comunicación social, dejándose guiar por los criterios que los competentes organismos de la Santa Sede han indicado recientemente (115), y que los Obispos en el Sínodo habían sintetizado así: «Respeto de la dignidad de la persona humana, de sus derechos, incluido el derecho a la privacidad; servicio a la verdad, a la justicia y a los valores humanos, culturales y espirituales; respeto por las diversas culturas, evitando que se diluyan en la masa, tutela de los grupos minoritarios y de los más débiles; búsqueda del bien común por encima de intereses particulares o del predominio de criterios exclusivamente económicos» (116).
Misión ad gentes
64. Un anuncio de Jesucristo y de su Evangelio que se limitara sólo al contexto europeo mostraría síntomas de una preocupante falta de esperanza. La obra de evangelización está animada por verdadera esperanza cristiana cuando se abre a horizontes universales, que llevan a ofrecer gratis a todos lo que se ha recibido también como don. La misión ad gentes se convierte así en expresión de una Iglesia forjada por el Evangelio de la esperanza, que se renueva y rejuvenece continuamente. Ésta ha sido la convicción de la Iglesia en Europa a lo largo de los siglos: innumerables grupos de misioneros y misioneras han anunciado el Evangelio de Jesucristo a las gentes de todo el mundo, yendo al encuentro de otros pueblos y civilizaciones.
El mismo ardor misionero debe animar a la Iglesia en la Europa de hoy. La disminución de presbíteros y personas consagradas en ciertos Países no ha de ser impedimento en ninguna Iglesia particular para que asuma las exigencias de la Iglesia universal. Cada una encontrará el modo de favorecer la preparación a la misión ad gentes, para responder así con generosidad al clamor que se eleva aún en muchos pueblos y naciones deseosas de conocer el Evangelio. En otros Continentes, particularmente Asia y África, las Comunidades eclesiales observan todavía a las Iglesias en Europa y esperan que sigan llevando a cabo su vocación misionera. Los cristianos en Europa no pueden renunciar a su historia (117).
El Evangelio: libro para la Europa de hoy y de siempre
65. Al principio del Gran Jubileo del año 2000, al pasar por la Puerta Santa levanté ante la Iglesia y al mundo el libro de los Evangelios. Este gesto, realizado por cada Obispo en las diversas catedrales del mundo, debe indicar el compromiso que la Iglesia tiene hoy y siempre en nuestro Continente.
Iglesia en Europa, ¡entra en el nuevo milenio con el libro de los Evangelios! Que todos los fieles acojan la exhortación conciliar a « la lectura asidua de la Escritura para que adquieran la “sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús” (Flp 3, 8), “pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo” ».(118) Que la Sagrada Biblia siga siendo un tesoro para la Iglesia y para todo cristiano: en el estudio atento de la Palabra encontraremos alimento y fuerza para llevar a cabo cada día nuestra misión.
¡Tomemos este Libro en nuestras manos! Recibámoslo del Señor que lo ofrece continuamente por medio de su Iglesia (cf. Ap 10, 8). Devorémoslo (cf. Ap 10, 9) para que se convierta en vida de nuestra vida. Gustémoslo hasta el fondo: nos costará, pero nos proporcionará alegría porque es dulce como la miel (cf. Ap 10, 9-10). Estaremos así rebosantes de esperanza y capaces de comunicarla a cada hombre y mujer que encontremos en nuestro camino.
CAPÍTULO IV
CELEBRAR EL EVANGELIO
DE LA ESPERANZA
«Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y potencia por los siglos de los siglos» (Ap 5, 13)
Una comunidad orante
66. Se ha de celebrar el Evangelio de la esperanza, anuncio de la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8, 32). Ante el Cordero del Apocalipsis comienza una liturgia solemne de alabanza y adoración: «Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y potencia por los siglos de los siglos» (Ap 5, 13). Esta visión, que revela a Dios y el sentido de la historia, tiene lugar «en el día del Señor» (Ap 1, 10), el día de la resurrección revivido por la asamblea dominical.
La Iglesia que recibe esta revelación es una comunidad que ora. Orando escucha a su Señor y lo que el Espíritu le dice: ella adora, alaba, da gracias e invoca la llegada del Señor, «¡Ven, Señor Jesús!» (cf. Ap 22, 16-20), afirmando así que sólo de Él espera la salvación.
También a ti, Iglesia de Dios que vives en Europa, se te pide que seas comunidad que ora, celebrando a tu Señor con los Sacramentos, la liturgia y toda la existencia. En la oración descubrirás la presencia vivificante del Señor. Así, enraizando en Él cada una de tus acciones, podrás proponer de nuevo a los europeos el encuentro con Él mismo, esperanza verdadera y la única que puede satisfacer plenamente el anhelo de Dios escondido en las diversas formas de búsqueda religiosa que retoñan en la Europa contemporánea.
I. Descubrir la liturgia
El sentido religioso en la Europa de hoy
67. No obstante las amplias áreas descristianizadas en el Continente europeo, hay signos que ayudan a perfilar el rostro de una Iglesia que, creyendo, anuncia, celebra y sirve a su Señor. En efecto, no faltan ejemplos de cristianos auténticos, que viven momentos de silencio contemplativo, participan fielmente en iniciativas espirituales, viven el Evangelio en su existencia cotidiana y dan testimonio de él en los diversos ámbitos en que se mueven. Se pueden entrever, además, muestras de una «santidad de pueblo», que manifiestan cómo en la Europa actual es posible vivir el Evangelio no sólo en la esfera personal sino también como una auténtica experiencia comunitaria.
68. Junto con muchos ejemplos de fe genuina, hay también en Europa una religiosidad vaga y, a veces, desencaminada. Sus manifestaciones son frecuentemente genéricas y superficiales, en ocasiones incluso contrastantes en las personas mismas de las que proceden. Hay fenómenos claros de fuga hacia el espiritualismo, el sincretismo religioso y esotérico, una búsqueda de acontecimientos extraordinarios a todo coste, hasta llegar a opciones descarriadas, como la adhesión a sectas peligrosas o a experiencias pseudoreligiosas.
El deseo difuso de alimento espiritual ha de ser acogido con comprensión y purificado. Al hombre que se percata, aunque sea confusamente, de no poder vivir sólo de pan, la Iglesia ha de presentarle de modo convincente la respuesta de Jesús al tentador: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4).
Una Iglesia que celebra
69. En el contexto de la sociedad actual, cerrada con frecuencia a la trascendencia, sofocada por comportamientos consumistas, presa fácil de antiguas y nuevas idolatrías y, al mismo tiempo, sedienta de algo que vaya más allá de lo inmediato, a la Iglesia en Europa le espera una tarea laboriosa y apasionante a la vez. Consiste en descubrir el sentido del «misterio»; en renovar las celebraciones litúrgicas para que sean signos más elocuentes de la presencia de Cristo, el Señor; en proporcionar nuevos espacios para el silencio, la oración y la contemplación; en volver a los Sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Penitencia, como fuente de libertad y de nueva esperanza.
Por eso te dirijo a ti, Iglesia que vives en Europa, una invitación apremiante: sé una Iglesia que ora, alaba a Dios, reconoce su absoluta supremacía y lo exalta con fe gozosa. Descubre el sentido del misterio: vívelo con humilde gratitud; da testimonio de él con alegría sincera y contagiosa. Celebra la salvación de Cristo: acógela como don que te convierte en sacramento suyo y haz de tu vida un verdadero culto espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12, 1).
Sentido del misterio
70. Algunos síntomas revelan un decaimiento del sentido del misterio en las celebraciones litúrgicas, que deberían precisamente acercarnos a él. Por tanto, es urgente que en la Iglesia se reavive el auténtico sentido de la liturgia. Ésta, como han recordado los Padres sinodales (119), es instrumento de santificación, celebración de la fe de la Iglesia y medio de transmisión de la fe. Con la Sagrada Escritura y las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, es fuente viva de auténtica y sólida espiritualidad. Con ella, como subraya certeramente también la tradición de las venerables Iglesias de Oriente, los fieles entran en comunión con la Santísima Trinidad, experimentando su participación en la naturaleza divina como don de la gracia. La liturgia se convierte así en anticipación de la bienaventuranza final y participación de la gloria celestial.
71. En las celebraciones hay que poner como centro a Jesús para dejarnos iluminar y guiar por Él. En ellas podemos encontrar una de las respuestas más rotundas que nuestras Comunidades han de dar a una religiosidad ambigua e inconsistente. La liturgia de la Iglesia no tiene como objeto calmar los deseos y los temores del hombre, sino escuchar y acoger a Jesús que vive, honra y alaba al Padre, para alabarlo y honrarlo con Él. Las celebraciones eclesiales proclaman que nuestra esperanza nos viene de Dios por medio de Jesús, nuestro Señor.
Se trata de vivir la liturgia como acción de la Trinidad. El Padre es quien actúa por nosotros en los misterios celebrados; Él es quien nos habla, nos perdona, nos escucha, nos da su Espíritu; a Él nos dirigimos, lo escuchamos, alabamos e invocamos. Jesús es quien actúa para nuestra santificación, haciéndonos partícipes de su misterio. El Espíritu Santo es el que interviene con su gracia y nos convierte en el Cuerpo de Cristo, la Iglesia.
Se debe vivir la liturgia como anuncio y anticipación de la gloria futura, término último de nuestra esperanza. Como enseña el Concilio, «en la liturgia terrena pregustamos y participamos en la Liturgia celeste que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la que nos dirigimos como peregrinos [...], hasta que se manifieste Él, nuestra Vida, y nosotros nos manifestamos con Él en la gloria» (120).
Formación litúrgica
72. Aunque se ha avanzado mucho después del Concilio Ecuménico Vaticano II en vivir el auténtico sentido de la liturgia, todavía queda mucho por hacer. Es necesaria una renovación continua y una constante formación de todos: ordenados, consagrados y laicos.
La verdadera renovación, más que recurrir a actuaciones arbitrarias, consiste en desarrollar cada vez mejor la conciencia del sentido del misterio, de modo que las liturgias sean momentos de comunión con el misterio grande y santo de la Trinidad. Celebrando los actos sagrados como relación con Dios y acogida de sus dones, como expresión de auténtica vida espiritual, la Iglesia en Europa podrá alimentar verdaderamente su esperanza y ofrecerla a quien la ha perdido.
73. Para ello se necesita un gran esfuerzo de formación. Ésta se orienta a favorecer la comprensión del verdadero sentido de las celebraciones de la Iglesia y requiere, además, una adecuada instrucción sobre los ritos, una auténtica espiritualidad y una educación a vivirla en plenitud.(121) Por tanto, se ha de promover más una autentica «mistagogía litúrgica», con la participación activa de todos los fieles, cada uno según sus propios cometidos, en las acciones sagradas, especialmente en la Eucaristía.
II. Celebrar los Sacramentos
74. Se debe dar gran relieve a la celebración de los Sacramentos, como acciones de Cristo y de la Iglesia orientadas a dar culto a Dios, a la santificación de los hombres y la edificación de la Comunidad eclesial. Reconociendo que Cristo mismo actúa en ellos por medio del Espíritu Santo, los Sacramentos se deben celebrar con el máximo esmero y poniendo las condiciones apropiadas. Las Iglesias particulares del Continente han de poner sumo interés en reforzar su pastoral de los Sacramentos, para que se reconozca su verdad profunda. Los Padres sinodales han destacado esta exigencia para contrarrestar dos peligros: por un lado, algunos ambientes eclesiales parecen haber perdido el auténtico sentido del sacramento y podrían banalizar los misterios celebrados; por otro, muchos bautizados, por costumbre y tradición, siguen recurriendo a los Sacramentos en momentos significativos de su existencia, pero sin vivir conforme a las normas de la Iglesia (122).
La Eucaristía
75. La Eucaristía, supremo don de Cristo a la Iglesia, hace presente sacramentalmente el sacrificio de Cristo para nuestra salvación: «La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (123). La Iglesia, en su peregrinación, acude a ella, «fuente y cima de toda la vida cristiana »,(124) encontrando la fuente de toda esperanza. En efecto, la Eucaristía «da impulso a nuestro camino histórico, poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas» (125).
Todos estamos invitados a confesar la fe en la Eucaristía, «prenda de la gloria futura», convencidos de que la comunión con Cristo, vivida ahora como peregrinos en la existencia terrena, anticipa el encuentro supremo del día en que «seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). La Eucaristía es «gustar la eternidad en el tiempo», presencia divina y comunión con ella; memorial de la Pascua de Cristo, es por naturaleza portadora de la gracia en la historia humana. Abre al futuro de Dios; siendo comunión con Cristo, con su cuerpo y su sangre, es participación en la vida eterna de Dios.(126)
La reconciliación
76. Junto con la Eucaristía, el sacramento de la Reconciliación debe tener también un papel fundamental en la recuperación de la esperanza: «En efecto, la experiencia personal del perdón de Dios para cada uno de nosotros es fundamento esencial de toda esperanza respecto a nuestro futuro» (127). Una de las causas del abatimiento que acecha a muchos jóvenes de hoy debe buscarse en la incapacidad de reconocerse pecadores y dejarse perdonar, una incapacidad debida frecuentemente a la soledad de quien, viviendo como si Dios no existiera, no tiene a nadie a quien pedir perdón. El que, por el contrario, se reconoce pecador y se encomienda a la misericordia del Padre celestial, experimenta la alegría de una verdadera liberación y puede vivir sin encerrarse en su propia miseria (128). Recibe así la gracia de un nuevo comienzo y encuentra motivos para esperar.
Es necesario, pues, que se revitalice en la Iglesia en Europa el sacramento de la Reconciliación. Se recuerda, sin embargo, que la forma del Sacramento es la confesión personal de los pecados seguida de la absolución individual. Este encuentro entre el penitente y el sacerdote ha de ser favorecido en cualquiera de las formas previstas por el rito del Sacramento. Ante la pérdida tan extendida del sentido del pecado y la creciente mentalidad caracterizada por el relativismo y el subjetivismo en campo moral, es preciso que en cada comunidad eclesial se imparta una seria formación de las conciencias (129). Los Padres Sinodales ha insistido en que se reconozca claramente la verdad del pecado personal y la necesidad del perdón personal de Dios mediante el ministerio del sacerdote. Las absoluciones colectivas no son un modo alternativo de administrar el sacramento de la Reconciliación (130).
77. Me dirijo a los sacerdotes, exhortándolos a ofrecer generosamente la propia disponibilidad para oír las confesiones y a que ellos mismos den ejemplo, acudiendo con regularidad al sacramento de la Penitencia. Les recomiendo que procuren estar al día en el campo de la teología moral, de modo que sepan afrontar con competencia los problemas planteados recientemente a la moral personal y social. Presten una especial atención, además, a las condiciones concretas de vida en que se encuentran los fieles y les ayuden pacientemente a descubrir las exigencias de la ley moral cristiana, ayudándolos a vivir el Sacramento como un gozoso encuentro con la misericordia del Padre celestial (131).
Oración y vida
78. Junto con la celebración Eucarística, hace falta promover también otras formas de oración comunitaria (132), ayudando a descubrir la relación entre ésta y la oración litúrgica. En particular, manteniendo viva la tradición de la Iglesia latina, se han de promover las diversas manifestaciones del culto eucarístico fuera de la Misa: adoración personal, exposición y procesión, que se han de concebir como expresión de fe en la presencia real y permanente del Señor en el Sacramento del altar (133). Se ha de educar a ver una conexión similar con el misterio eucarístico en la celebración, personal o comunitaria, de la Liturgia de las Horas, cuyo valor para los fieles laicos ha sido puesto también de relieve por el Concilio Vaticano II (134). Se exhorte a las familias a dedicar algún tiempo a la oración en común, de tal modo que interpreten a la luz del Evangelio toda la vida matrimonial y familiar. Así, partiendo de quienes se ponen a la escucha de la Palabra de Dios, se formará una liturgia doméstica que marcará cada momento de la familia (135).
Toda forma de oración comunitaria presupone la oración individual. Entre la persona y Dios se establece un coloquio franco que se expresa en la alabanza, el agradecimiento, la súplica al Padre por Jesucristo y en el Espíritu Santo. Nunca se descuide la oración personal, que es como el aire que respira el cristiano. Y se eduque también a descubrir la relación entre ésta última y la oración litúrgica.
79. Se ha de dedicar también una atención especial a la piedad popular (136). Muy extendida por las diversas regiones de Europa mediante las cofradías, procesiones y peregrinaciones a numerosos santuarios, enriquece el itinerario del año litúrgico, inspirando usos y costumbres familiares y sociales. Todas estas formas deben ser consideradas cuidadosamente mediante una pastoral de promoción y renovación, que les ayude a desarrollar todo lo que es expresión auténtica de la sabiduría del Pueblo de Dios. Lo es ciertamente el Santo Rosario. En este año dedicado al mismo, me complace recomendar su rezo, porque «el Rosario, comprendido en su pleno significado, conduce al corazón mismo de la vida cristiana y ofrece una oportunidad ordinaria y fecunda, espiritual y pedagógica, para la contemplación personal, la formación del Pueblo de Dios y la nueva evangelización» (137).
En el campo de la piedad popular hay que vigilar constantemente los aspectos ambiguos de algunas de sus manifestaciones, preservándolas de desviaciones secularistas, consumismos desconsiderados o también de riesgos de superstición, para mantenerlas dentro de formas auténticas y juiciosas. Se ha de llevar a cabo una pedagogía apropiada, explicando cómo la piedad popular se ha vivir siempre en armonía con la liturgia de la Iglesia y vinculada con los Sacramentos.
80. No se debe olvidar que el «culto espiritual agradable a Dios» (cf. Rm 12, 1) se realiza ante todo en la existencia cotidiana, vivida en la caridad por la entrega libre y generosa de uno mismo incluso en momentos de aparente impotencia. Así, la vida está animada por una esperanza inquebrantable, porque sólo se apoya en la certeza del poder de Dios y la victoria de Cristo: es una vida rebosante de consolaciones de Dios, con las cuales hemos de consolar, por nuestra parte, a cuantos encontramos en nuestro camino (cf. 2 Co 1, 4).
El día del Señor
81. El día del Señor es un momento paradigmático y sumamente evocador en la celebración del Evangelio de la esperanza.
En el contexto actual, diversas circunstancias hacen difícil que los cristianos vivan plenamente el domingo como día del encuentro con el Señor. No es raro que se reduzca a un simple «fin de semana», a un tiempo de mera evasión. Hace falta, pues, una acción pastoral articulada en el ámbito educativo, espiritual y social, que ayude a vivir su sentido genuino.
82. Renuevo, por tanto, la invitación a recuperar el sentido más profundo del día del Señor (138), para que sea santificado con la participación en la Eucaristía y con un descanso lleno de fraternidad y regocijo cristiano. Que se celebre como centro de todo el culto, preanuncio incesante de la vida sin fin, que reanima la esperanza y alienta en el camino. Por eso no se ha de tener miedo a defenderlo contra toda insidia y a esforzarse por salvaguardarlo en la organización del trabajo, de modo que sea un día para el hombre y ventajoso para toda la sociedad. En efecto, si se priva al domingo de su sentido originario y no es posible darle un espacio adecuado para la oración, el descanso, la comunión y la alegría, puede suceder que «el hombre quede cerrado en un horizonte tan restringido que no le permite ya ver el “cielo”. Entonces, aunque vestido de fiesta, interiormente es incapaz de “hacer fiesta”» (139). Y sin la dimensión de la fiesta, la esperanza no encontraría un hogar donde vivir.
CAPÍTULO V
SERVIR AL EVANGELIO
DE LA ESPERANZA
«Conozco tu conducta: tu caridad, tu fe, tu espíritu de servicio, tu paciencia» (Ap 21, 2)
La vía del amor
83. La palabra que el Espíritu dice a las Iglesias contiene un juicio sobre su vida. Éste se refiere a hechos y comportamientos. «Conozco tu conducta» es la introducción que, como un estribillo y con pocas variantes, aparece en las cartas dirigidas a las siete Iglesias. Cuando las obras resultan positivas, son fruto de la laboriosidad y la constancia, del saber resistir las dificultades, la tribulación y la pobreza; lo son también de la fidelidad en las persecuciones, de la caridad, la fe y el servicio. En este sentido, pueden ser entendidas como la descripción de una Iglesia que, además de anunciar y celebrar la salvación que le viene del Señor, la “vive” en lo concreto.
Para servir al Evangelio de la esperanza, la Iglesia que vive en Europa está llamada también a seguir el camino del amor. Es un camino que pasa a través de la caridad evangelizadora, el esfuerzo multiforme en el servicio y la opción por una generosidad sin pausas ni límites.
I. El servicio de la caridad
En la comunión y en la solidaridad
84. Para todo ser humano, la caridad que se recibe y se da es la experiencia originaria de la cual nace la esperanza. «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente» (140).
El reto para la Iglesia en la Europa de hoy consiste, por tanto, en ayudar al hombre contemporáneo a experimentar el amor de Dios Padre y de Cristo en el Espíritu Santo, mediante el testimonio de la caridad, que tiene en sí misma una intrínseca fuerza evangelizadora.
En esto consiste en definitiva el «Evangelio», la buena noticia para todos los hombres: «Dios nos ha amado primero» (cf. 1 Jn 4, 10.19); Jesús nos ha amado hasta el final (cf. Jn 13, 1). Gracias al don del Espíritu, se ofrece a los creyentes la caridad de Dios, haciéndoles partícipes de su misma capacidad de amar: la caridad apremia en el corazón de cada discípulo y de toda la Iglesia (cf. 2 Co 5, 14). Precisamente porque se recibe de Dios, la caridad se convierte en mandamiento para el hombre (cf. Jn 13, 34).
Vivir en la caridad es, pues, un gozoso anuncio para todos, haciendo visible el amor de Dios, que no abandona a nadie. En definitiva, significa dar al hombre desorientado razones verdaderas para seguir esperando.
85. Es vocación de la Iglesia, como «signo creíble, aunque siempre inadecuado del amor vivido, hacer que los hombres y mujeres se encuentren con el amor de Dios y de Cristo, que viene a su encuentro» (141) La Iglesia, «signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (142) da testimonio del amor cuando las personas, las familias y las comunidades viven intensamente el Evangelio de la caridad. En otras palabras, nuestras comunidades eclesiales están llamadas a ser verdaderas escuelas prácticas de comunión.
Por su propia naturaleza, el testimonio de la caridad ha de extenderse más allá de los confines de la comunidad eclesial, para llegar a cada ser humano, de modo que el amor por todos los hombres fomente auténtica solidaridad en toda la vida social. Cuando la Iglesia sirve a la caridad, hace crecer al mismo tiempo la «cultura de la solidaridad», contribuyendo así a dar nueva vida a los valores universales de la convivencia humana.
En esta perspectiva es menester revalorizar el sentido auténtico del voluntariado cristiano. Naciendo de la fe y siendo alimentado continuamente por ella, debe saber conjugar capacidad profesional y amor auténtico, impulsando a quienes lo practican a «elevar los sentimientos de simple filantropía a la altura de la caridad de Cristo; a reconquistar cada día, entre fatigas y cansancios, la conciencia de la dignidad de cada hombre; a salir al encuentro de las necesidades de las personas iniciando -si es preciso- nuevos caminos allí donde más urgentes son las necesidades y más escasas las atenciones y el apoyo» (143).
II. Servir al hombre en la sociedad
Dar esperanza a los pobres
86. Se pide a toda la Iglesia que dé nueva esperanza a los pobres. Para ella, acogerlos y servirlos significa acoger y servir a Cristo (cf. Mt 25, 40). El amor preferencial a los pobres es una dimensión necesaria del ser cristiano y del servicio al Evangelio. Amarlos y mostrarles que son los predilectos de Dios, significa reconocer que las personas valen por sí mismas, cualesquiera que sean sus condiciones económicas, culturales o sociales en que se encuentren, ayudándolas a valorar sus propias capacidades.
87. Es preciso también dejarse interpelar por el fenómeno del desempleo, que es una grave plaga social en muchas naciones de Europa. A esto se añaden, además, los problemas relacionados con los crecientes flujos migratorios. Se pide a la Iglesia hacer presente que el trabajo es un bien del cual toda la sociedad debe hacerse cargo.
Reiterando los criterios éticos que han de regir el mercado y la economía, respetando escrupulosamente el puesto central del hombre, la Iglesia no dejará de intentar el diálogo con las personas responsables, tanto en el ámbito político, como sindical y empresarial (144). Este diálogo debe orientarse a la edificación de una Europa entendida como comunidad de gentes y pueblos, comunidad solidaria en la esperanza, no sometida exclusivamente a las leyes del mercado, sino decididamente preocupada por salvaguardar también la dignidad del hombre en las relaciones económicas y sociales.
88. Se ha de promover también convenientemente la pastoral de los enfermos. Teniendo en cuenta que la enfermedad es una situación que plantea cuestiones esenciales sobre el sentido de la vida, el cuidado de los enfermos ha de ser una de las prioridades «en una sociedad de la prosperidad y la eficiencia, en una cultura caracterizada por la idolatría del cuerpo, por la supresión del sufrimiento y el dolor y por el mito de la eterna juventud» (145). Para ello se ha de promover, por un lado, una adecuada presencia pastoral en los diversos lugares del dolor, por ejemplo, mediante la dedicación de los capellanes de hospitales, los miembros de asociaciones de voluntariado, las instituciones sanitarias eclesiásticas, y, por otro, el apoyo a las familias de los enfermos. Hará falta además estar al lado del personal médico y auxiliar con medios pastorales adecuados, para apoyarlo en su delicada vocación al servicio de los enfermos. En efecto, los agentes sanitarios prestan cada día en su actividad un noble servicio a la vida. A ellos se les pide que den también a los pacientes una ayuda espiritual especial, que supone el calor de un autentico contacto humano.
89. Finalmente, no se ha de olvidar que a veces se hace un uso indebido de los bienes de la tierra. En efecto, al descuidar su misión de cultivar y cuidar la tierra con sabiduría y amor (cf. Gn 2, 15), el hombre ha devastado en muchas zonas bosques y llanuras, contaminado las aguas, hecho irrespirable el aire, alterado los sistemas hidrogeológicos y atmosféricos y desertificado grandes superficies.
También en este caso, servir al Evangelio de la esperanza quiere decir empeñarse de un modo nuevo en un correcto uso de los bienes de la tierra (146), llamando la atención para que, además de tutelar los ambientes naturales, se defienda la calidad de la vida de las personas y se prepare a las generaciones futuras un entorno más conforme con el proyecto del Creador.
La verdad sobre el matrimonio y la familia
90. La Iglesia en Europa, en todos sus estamentos, ha de proponer con fidelidad la verdad sobre el matrimonio y la familia (147). Es una necesidad que siente de manera apremiante, porque sabe que dicha tarea le compete por la misión evangelizadora que su Esposo y Señor le ha confiado y que hoy se plantea con especial urgencia. En efecto, son muchos los factores culturales, sociales y políticos que contribuyen a provocar una crisis cada vez más evidente de la familia. Comprometen en buena medida la verdad y dignidad de la persona humana y ponen en tela de juicio, desvirtuándola, la idea misma de familia. El valor de la indisolubilidad matrimonial se tergiversa cada vez más; se reclaman formas de reconocimiento legal de las convivencias de hecho, equiparándolas al matrimonio legítimo; no faltan proyectos para aceptar modelos de pareja en los que la diferencia sexual no se considera esencial.
En este contexto, se pide a la Iglesia que anuncie con renovado vigor lo que el Evangelio dice sobre el matrimonio y la familia, para comprender su sentido y su valor en el designio salvador de Dios. En particular, es preciso reafirmar dichas instituciones como provenientes de la voluntad de Dios. Hay que descubrir la verdad de la familia como íntima comunión de vida y amor (148), abierta a la procreación de nuevas personas, así como su dignidad de «iglesia doméstica» y su participación en la misión de la Iglesia y en la vida de la sociedad.
91. Según los Padres sinodales, se ha de reconocer que muchas familias, en la existencia cotidiana vivida en el amor, son testigos visibles de la presencia de Jesús, que las acompaña y sustenta con el don de su Espíritu. Para apoyarlas en este camino, se debe profundizar la teología y la espiritualidad del matrimonio y de la familia; proclamar con firmeza e integridad, manifestándolo con ejemplos convincentes, la verdad y la belleza de la familia fundada en el matrimonio de un hombre y una mujer, entendido como unión estable y abierta al don de la vida; promover en todas las comunidades eclesiales una adecuada y orgánica pastoral familiar. Asimismo, hay que ofrecer con solicitud materna por parte de la Iglesia una ayuda a los que se encuentran en situaciones difíciles, como por ejemplo, las madres solteras, personas separadas, divorciadas o hijos abandonados. En todo caso, conviene suscitar, acompañar y sostener el justo protagonismo de las familias, individualmente o asociadas, en la Iglesia y en la sociedad, y esforzarse para que los Estados y la Unión Europea misma promuevan auténticas y adecuadas políticas familiares (149).
92. Se ha de prestar una atención particular a que los jóvenes y los novios reciban una educación al amor, mediante programas específicos de preparación al sacramento del Matrimonio, que les ayuden a llegar a su celebración viviendo en castidad. En su labor educativa, la Iglesia mostrará su solicitud acompañando a los recién casados después de la celebración del matrimonio.
93. Finalmente, la Iglesia ha de acercarse también, con bondad materna, a las situaciones matrimoniales en las que fácilmente puede decaer la esperanza. En particular, «ante tantas familias rotas, la Iglesia no se siente llamada a expresar un juicio severo e indiferente, sino más bien a iluminar los diversos dramas humanos con la luz de la palabra de Dios, acompañada por el testimonio de su misericordia. Con este espíritu, la pastoral familiar trata de aliviar también las situaciones de los creyentes que se han divorciado y vuelto a casar civilmente. No están excluidos de la comunidad; al contrario, están invitados a participar en su vida, recorriendo un camino de crecimiento en el espíritu de las exigencias evangélicas. La Iglesia, sin ocultarles la verdad del desorden moral objetivo en el que se hallan y de las consecuencias que derivan de él para la práctica sacramental, quiere mostrarles toda su cercanía materna» (150).
94. Si para servir al Evangelio de la esperanza es necesario prestar una atención adecuada y prioritaria a la familia, es igualmente indudable que las familias mismas tienen que realizar una tarea insustituible respecto al Evangelio de la esperanza. Por eso, con confianza y afecto a todas las familias cristianas que viven en Europa, les renuevo la invitación: «¡Familias, sed lo que sois!». Vosotras sois la representación viva de la caridad de Dios: en efecto, tenéis la «misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa» (151).
Sois el «santuario de la vida [...]: el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano» (152).
Sois el fundamento de la sociedad, en cuanto lugar primordial de la «humanización» de la persona y de la convivencia civil (153), modelo para instaurar relaciones sociales vividas en el amor y la solidaridad.
¡Sed vosotras mismas testimonio creíble del Evangelio de la esperanza! Porque sois «gaudium et spes» (154).
Servir al Evangelio de la vida
95. El envejecimiento y la disminución de la población que se advierte en muchos Países de Europa es motivo de preocupación; en efecto, la disminución de los nacimientos es síntoma de escasa serenidad ante el propio futuro; manifiesta claramente una falta de esperanza y es signo de la «cultura de la muerte» que invade la sociedad actual (155).
Junto con la disminución de la natalidad, se han de recordar otros signos que contribuyen a delinear el eclipse del valor de la vida y a desencadenar una especie de conspiración contra ella. Entre ellos se ha de mencionar con tristeza, ante todo, la difusión del aborto, recurriendo incluso a productos químico-farmacéuticos que permiten efectuarlo sin tener que acudir al médico y eludir cualquier forma de responsabilidad social; ello es favorecido por la existencia en muchos Estados del Continente de legislaciones permisivas de un acto que es siempre un «crimen nefando» (156) y un grave desorden moral. Tampoco se pueden olvidar los atentados perpetrados por la «intervención sobre los embriones humanos que, aun buscando fines en sí mismos legítimos, comportan inevitablemente su destrucción», o mediante el uso incorrecto de técnicas diagnósticas prenatales puestas al servicio no de terapias a veces posibles sino «de una mentalidad eugenésica, que acepta el aborto selectivo» (157).
Se ha de citar también la tendencia, detectada en algunas partes de Europa, a creer que se puede permitir poner conscientemente punto final a la propia vida o a la de otro ser humano: de aquí la difusión de la eutanasia, encubierta o abiertamente practicada, para la cual no faltan peticiones y tristes ejemplos de legalización.
96. Ante este estado de cosas, es necesario «servir al Evangelio de la vida» incluso mediante una «movilización general de las conciencias y un común esfuerzo ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida» (158) Éste es un gran reto que se debe afrontar con responsabilidad, convencidos de que «el futuro de la civilización europea depende en gran parte de la decidida defensa y promoción de los valores de la vida, núcleo de su patrimonio cultural» (159), se trata, pues, de devolver a Europa su verdadera dignidad, que consiste en ser un lugar donde cada persona ve afirmada su incomparable dignidad.
Hago mías, pues, estas palabras de los Padres sinodales: «El Sínodo de los Obispos europeos anima a las comunidades cristianas a ser evangelizadoras de la vida. Anima a los matrimonios y familias cristianas a ayudarse mutuamente a ser fieles a su misión de colaboradores de Dios en la procreación y educación de nuevas criaturas; aprecia todo intento de reaccionar al egoísmo en el ámbito de la transmisión de la vida, fomentado por falsos modelos de seguridad y felicidad; pide a los Estados y a la Unión Europea que actúen políticas clarividentes que promuevan las condiciones concretas de vivienda, trabajo y servicios sociales, idóneas para favorecer la constitución de la familia, la realización de la vocación a la maternidad y a la paternidad, y, además, aseguren a la Europa de hoy el recurso más precioso: los europeos del mañana» (160).
Construir una ciudad digna del hombre
97. La caridad diligente nos apremia a anticipar el Reino futuro. Por eso mismo colabora en la promoción de los auténticos valores que son la base de una civilización digna del hombre. En efecto, como recuerda el Concilio Vaticano II, «los cristianos, en su peregrinación hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba; esto no disminuye nada, sino que más bien aumenta, la importancia de su tarea de trabajar juntamente con todos los hombres en la edificación de un mundo más humano» (161). La espera de los cielos nuevos y de la tierra nueva, en vez de alejarnos de la historia, intensifica la solicitud por la realidad presente, donde ya ahora crece una novedad, que es germen y figura del mundo que vendrá.
Animados por estas certezas de fe, esforcémonos en construir una ciudad digna del hombre. Aunque no sea posible establecer en la historia un orden social perfecto, sabemos sin embargo que cada esfuerzo sincero por construir un mundo mejor cuenta con la bendición de Dios, y que cada semilla de justicia y amor plantado en el tiempo presente florece para la eternidad.
98. La Doctrina Social de la Iglesia tiene una función inspiradora en la construcción de una ciudad digna del hombre. En efecto, con ella la Iglesia plantea al Continente europeo la cuestión de la calidad moral de su civilización. Tiene origen, por una parte, en el encuentro del mensaje bíblico con la razón y, por otra, con los problemas y las situaciones que afectan a la vida del hombre y la sociedad. Con el conjunto de los principios que ofrece, dicha doctrina contribuye a poner bases sólidas para una convivencia en la justicia, la verdad, la libertad y la solidaridad. Orientada a defender y promover la dignidad de la persona, fundamento no sólo de la vida económica y política, sino también de la justicia social y de la paz, se muestra capaz de dar soporte a los pilares maestros del futuro del Continente (162). En esta misma doctrina se encuentran las bases para poder defender la estructura moral de la libertad, de manera que se proteja la cultura y la sociedad europea tanto de la utopía totalitaria de una «justicia sin libertad», como de una «libertad sin verdad», que comporta un falso concepto de «tolerancia», precursoras ambas de errores y horrores para la humanidad, como muestra tristemente la historia reciente de Europa misma (163).
99. La Doctrina Social de la Iglesia, por su relación intrínseca con la dignidad de la persona, está formulada para ser entendida también por los que no pertenecen a la comunidad de los creyentes. Es urgente, pues, difundir su conocimiento y estudio, superando la ignorancia que se tiene de ella incluso entre los cristianos. Lo exige la nueva Europa en vías de construcción, necesitada de personas educadas según estos valores y dispuestas a trabajar con ahínco en la realización del bien común. Es necesaria la presencia de laicos cristianos que, en las diversas responsabilidades de la vida civil, de la economía, la cultura, la salud, la educación y la política, trabajen para infundir en ellas los valores del Reino (164).
Hacia una cultura de la acogida
100. Entre los retos que tiene hoy el servicio al Evangelio de la esperanza se debe incluir el creciente fenómeno de la inmigración, que llama en causa la capacidad de la Iglesia para acoger a toda persona, cualquiera que sea su pueblo o nación de pertenencia. Estimula también a toda la sociedad europea y sus instituciones a buscar un orden justo y modos de convivencia respetuosos de todos y de la legalidad, en un proceso de posible integración.
Teniendo en cuenta el estado de miseria, de subdesarrollo o también de insuficiente libertad, que por desgracia caracteriza aún a diversos Países y son algunas de las causas que impulsan a muchos a dejar su propia tierra, es preciso un compromiso valiente por parte de todos para realizar un orden económico internacional más justo, capaz de promover el auténtico desarrollo de todos los pueblos y de todos los Países.
101. Ante el fenómeno de la inmigración, se plantea en Europa la cuestión de su capacidad para encontrar formas de acogida y hospitalidad inteligentes. Lo exige la visión «universal» del bien común: hace falta ampliar las perspectivas hasta abarcar las exigencias de toda la familia humana. El fenómeno mismo de la globalización reclama apertura y participación, si no quiere ser origen de exclusión y marginación sino más bien de participación solidaria de todos en la producción e intercambio de bienes.
Todos han de colaborar en el crecimiento de una cultura madura de la acogida que, teniendo en cuenta la igual dignidad de cada persona y la obligada solidaridad con los más débiles, exige que se reconozca a todo migrante los derechos fundamentales. A las autoridades públicas corresponde la responsabilidad de ejercer el control de los flujos migratorios considerando las exigencias del bien común. La acogida debe realizarse siempre respetando las leyes y, por tanto, armonizarse, cuando fuere necesario, con la firme represión de los abusos.
102. También es necesario tratar de individuar posibles formas de auténtica integración de los inmigrados acogidos legítimamente en el tejido social y cultural de las diversas naciones europeas.
Esto exige que no se ceda a la indiferencia sobre los valores humanos universales y que se salvaguarde el propio patrimonio cultural de cada nación. Una convivencia pacífica y un intercambio de la propia riqueza interior harán posible la edificación de una Europa que sepa ser casa común, en la que cada uno sea acogido, nadie se vea discriminado y todos sean tratados, y vivan responsablemente, como miembros de una sola gran familia.
103. Por su parte, la Iglesia está llamada a «continuar su actividad, creando y mejorando cada vez más sus servicios de acogida y su atención pastoral con los inmigrados y refugiados» (165), para que se respeten su dignidad y libertad, y se favorezca su integración.
En particular, no se debe olvidar una atención pastoral específica a la integración de los inmigrantes católicos, respetando su cultura y la peculiaridad de su tradición religiosa. Para ello se han de favorecer contactos entre las Iglesias de origen de los inmigrados y las que los acogen, con el fin de estudiar formas de ayuda que pueden prever también la presencia entre los inmigrados de presbíteros, consagrados y agentes de pastoral, adecuadamente formados, procedentes de sus países.
El servicio al Evangelio exige, además, que la Iglesia, defendiendo la causa de los oprimidos y excluidos, pida a las autoridades políticas de los diversos Estados y a los responsables de las Instituciones europeas que reconozcan la condición de refugiados a los que huyen del propio país de origen por estar en peligro su vida, y favorezcan el retorno a su patria; y que se creen, además, la condiciones necesarias para que se respete la dignidad de todos los inmigrados y se defiendan sus derechos fundamentales (166).
III. ¡Optemos por la caridad!
104. La llamada a vivir la caridad activa, dirigida por los Padres sinodales a todos los cristianos del Continente europeo (167), es una síntesis lograda de un auténtico servicio al Evangelio de la esperanza. Ahora te la propongo a ti, Iglesia de Cristo que vives en Europa. Que las alegrías y esperanzas, las tristezas y angustias de los europeos de hoy, sobre todo de los pobres y de los que sufren, sean tus alegrías y esperanzas, tus tristezas y angustias, y que nada de lo genuinamente humano deje de tener eco en tu corazón. Observa a Europa y su rumbo con la simpatía de quien aprecia todo elemento positivo, pero que, al mismo tiempo, no cierra los ojos ante lo que es incoherente con el Evangelio y lo denuncia con energía.
105. Iglesia en Europa, acoge cotidianamente con renovado frescor el don de la caridad que Dios te ofrece y de la que te hace capaz. Aprende el contenido y la dimensión del amor. Que seas la Iglesia de las bienaventuranzas, siempre en conformidad con Cristo (cf. Mt 5, 1-12).
Que, libre de obstáculos y dependencias, seas pobre y amiga de los más pobres, acogedora de cada persona y atenta a toda forma, antigua o nueva, de pobreza.
Purificada constantemente por la bondad del Padre, reconoce en la actitud de Jesús, que ha defendido siempre la verdad mostrándose al mismo tiempo misericordioso con los pecadores, la norma suprema de tu actividad.
En Jesús, en cuyo nacimiento se anunció la paz (cf. Lc 2, 14); en Él, que con su muerte ha abatido toda enemistad (cf. Ef 2, 14) y nos ha dado la paz verdadera (cf. Jn 14, 27), hazte artífice de paz, invitando a tus hijos a que dejen purificar su corazón de cualquier hostilidad, egoísmo y partidismo, favoreciendo en toda circunstancia el diálogo y el respeto recíproco.
En Jesús, justicia de Dios, nunca te canses de denunciar toda forma de injusticia. Viviendo en el mundo con los valores del Reino venidero, serás Iglesia de la caridad, darás tu contribución indispensable para edificar en Europa una civilización cada vez más digna del hombre.
CAPÍTULO VI
EL EVANGELIO DE LA ESPERANZA
PARA UNA NUEVA EUROPA
«Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo» (Ap 21, 2)
El Resucitado está siempre con nosotros
106. El Evangelio de la esperanza que resuena en el Apocalipsis abre el corazón a la contemplación de la novedad realizada por Dios: «Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva – porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya» (Ap 21, 1). Dios mismo la proclama con una palabra que explica la visión apenas descrita: «Mira que hago un mundo nuevo» (Ap 21, 5).
La novedad de Dios – plenamente comprensible sobre el fondo de las cosas viejas, llenas de lágrimas, luto, lamentos, preocupación y muerte (cf. Ap 21, 4) – consiste en salir de la condición de pecado y sus consecuencias en que se encuentra la humanidad; es el nuevo cielo y la nueva tierra, la nueva Jerusalén, en contraposición a un cielo y una tierra viejos, a un orden de cosas anticuado y a una Jerusalén decrépita, atormentada por sus rivalidades.
Para la construcción de la ciudad del hombre no es indiferente la imagen de la nueva Jerusalén que baja «del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo» (Ap 21, 2), y que se refiere directamente al misterio de la Iglesia. Es una imagen que habla de una realidad escatológica: va más allá de todo lo que el hombre puede hacer; es un don de Dios que se cumplirá en los últimos tiempos. Pero no es una utopía: es una realidad ya presente. Lo indica el verbo en presente usado por Dios –«Mira que hago un mundo nuevo» (Ap 21, 5)–, el cual precisa aun: «Hecho está» (Ap 21, 6). En efecto, Dios ya está actuando para renovar el mundo; la Pascua de Jesús es ya la novedad de Dios. Ella hace nacer la Iglesia, anima su existencia y renueva y transforma la historia.
107. Esta novedad empieza a tomar forma ante todo en la comunidad cristiana, que ya ahora «es la morada de Dios con los hombres» (Ap 21, 3), en cuyo seno Dios ya actúa, renovando la vida de los que se someten al soplo del Espíritu. Para el mundo la Iglesia es signo e instrumento del Reino que se hace presente ante todo en los corazones. Un reflejo de esta misma novedad se manifiesta también en cada forma de convivencia humana animada por el Evangelio. Se trata de una novedad que interpela a la sociedad en cada momento de la historia y en cada lugar de la tierra, y particularmente a la sociedad europea, que desde hace tantos siglos escucha el Evangelio del Reino inaugurado por Jesús.
I. La vocación espiritual de Europa
Europa promotora de los valores universales
108. La historia del Continente europeo se caracteriza por el influjo vivificante del Evangelio. «Si dirigimos la mirada a los siglos pasados, no podemos por menos de dar gracias al Señor porque el Cristianismo ha sido en nuestro Continente un factor primario de unidad entre los pueblos y las culturas, y de promoción integral del hombre y de sus derechos» (168).
No se puede dudar de que la fe cristiana es parte, de manera radical y determinante, de los fundamentos de la cultura europea. En efecto, el cristianismo ha dado forma a Europa, acuñando en ella algunos valores fundamentales. La modernidad europea misma, que ha dado al mundo el ideal democrático y los derechos humanos, toma los propios valores de su herencia cristiana. Más que como lugar geográfico, se la puede considerar como «un concepto predominantemente cultural e histórico, que caracteriza una realidad nacida como Continente gracias también a la fuerza aglutinante del cristianismo, que ha sabido integrar a pueblos y culturas diferentes, y que está íntimamente vinculado a toda la cultura europea» (169).
La Europa de hoy, en cambio, en el momento mismo en que refuerza y amplía su propia unión económica y política, parece sufrir una profunda crisis de valores. Aunque dispone de mayores medios, da la impresión de carecer de impulso para construir un proyecto común y dar nuevamente razones de esperanza a sus ciudadanos.
El nuevo rostro de Europa
109. En el proceso de transformación que está viviendo, Europa está llamada, ante todo, a reencontrar su verdadera identidad. En efecto, aunque se haya formado como una realidad muy diversificada, ha de construir un modelo nuevo de unidad en la diversidad, comunidad de naciones reconciliada, abierta a los otros continentes e implicada en el proceso actual de globalización.
Para dar nuevo impulso a la propia historia, tiene que «reconocer y recuperar con fidelidad creativa los valores fundamentales que el cristianismo ha contribuido de manera determinante a adquirir y que pueden sintetizarse en la afirmación de la dignidad trascendente de la persona humana, del valor de la razón, de la libertad, de la democracia, del Estado de Derecho y de la distinción entre política y religión» (170).
110. La Unión Europea sigue ampliándose. En ella están llamados a participar a corto o largo plazo todos los pueblos que comparten su misma herencia fundamental. Es de esperar que dicha expansión se haga de manera respetuosa con todos, valorando sus peculiaridades históricas y culturales, sus identidades nacionales y la riqueza de las aportaciones que vengan de los nuevos miembros, poniendo en práctica más consistentemente los principios de subsidiariedad y solidaridad (171). En el proceso de integración del Continente, es de importancia capital tener en cuenta que la unión no tendrá solidez si queda reducida sólo a la dimensión geográfica y económica, pues ha de consistir ante todo en una concordia sobre los valores, que se exprese en el derecho y en la vida.
Promover la solidaridad y la paz en el mundo
111. Decir “Europa” debe querer decir “apertura”. Lo exige su propia historia, a pesar de no estar exenta de experiencias y signos opuestos: «En realidad, Europa no es un territorio cerrado o aislado; se ha construido yendo, más allá de los mares, al encuentro de otros pueblos, otras culturas y otras civilizaciones» (172). Por eso debe ser un Continente abierto y acogedor, que siga realizando en la actual globalización no sólo formas de cooperación económica, sino también social y cultural.
Hay una exigencia a la cual el Continente debe responder positivamente para que su rostro sea verdaderamente nuevo: «Europa no puede encerrarse en sí misma. No puede ni debe desinteresarse del resto del mundo; por el contrario, debe ser plenamente consciente de que otros países y otros continentes esperan de ella iniciativas audaces, para ofrecer a los pueblos más pobres los medios para su desarrollo y su organización social, y para construir un mundo más justo y más fraterno» (173). Para realizar adecuadamente esto será necesario «una reorientación de la cooperación internacional, con vistas a una nueva cultura de la solidaridad. Pensada como germen de paz, la cooperación no puede reducirse a la ayuda y a la asistencia, menos aún buscando las ventajas del rendimiento de los recursos puestos a disposición. Por el contrario, la cooperación debe expresar un compromiso concreto y tangible de solidaridad, de modo que convierta a los pobres en protagonistas de su desarrollo y permita al mayor número posible de personas fomentar, dentro de las circunstancias económicas y políticas concretas en las que viven, la creatividad propia del ser humano, de la que depende también la riqueza de las naciones» (174).
112. Además, Europa debe convertirse en parte activa en la promoción y realización de una globalización “en la” solidaridad. A ésta, como una condición, se debe añadir una especie de globalización “de la” solidaridad y de sus correspondientes valores de equidad, justicia y libertad, con la firme convicción de que el mercado tiene que ser «controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la sociedad» (175).
La Europa que nos ha legado la historia ha experimentado, sobre todo en el último siglo, la imposición de ideologías totalitarias y de nacionalismos exasperados que, ofuscando la esperanza de los hombres y los pueblos del Continente, han alimentado conflictos dentro de las naciones y entre las naciones mismas, hasta llegar a la tragedia inmensa de las dos guerras mundiales (176). Las beligerancias étnicas más recientes, que han ensangrentado de nuevo el Continente europeo, han mostrado también a todos lo frágil que es la paz, la necesidad de un compromiso activo por parte de todos y que sólo puede garantizarse abriendo nuevas perspectivas de contactos, de perdón y reconciliación entre las personas, los pueblos y las naciones.
Ante este estado de cosas, Europa, con todos sus habitantes, ha de comprometerse incansablemente a construir la paz dentro de sus fronteras y en el mundo entero. A este respeto, se debe recordar, «de una parte, que las diferencias nacionales han de ser mantenidas y cultivadas como fundamento de la solidaridad europea y, de otra, que la propia identidad nacional no se realiza si no es en apertura con los demás pueblos y por la solidaridad con ellos» (177).
II. La construcción europea
El papel de las Instituciones europeas
113. En el proceso de diseñar el nuevo rostro del Continente, en muchos aspectos resulta determinante el papel de las instituciones internacionales, vinculadas y operativas principalmente en territorio europeo, que han contribuido a marcar el curso de la historia sin embarcarse en operaciones de carácter militar. A este propósito deseo mencionar ante todo la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, que se ocupa de mantener la paz y la estabilidad, inclusive a través de la protección y promoción de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, y se ocupa también de la cooperación económica y ambiental.
Está luego el Consejo de Europa, del que forman parte los Estados que han suscrito la Convención Europea para la salvaguardia de los derechos humanos fundamentales de 1950 y la Carta social de 1961. Anexa a éste se encuentra el Tribunal europeo de los derechos del hombre. Ambas Instituciones se proponen, mediante la cooperación política, social, jurídica y cultural, así como con la promoción de los derechos humanos y la democracia, la realización de la Europa de la libertad y de la solidaridad. Finalmente, la Unión Europea, con su Parlamento, el Consejo de Ministros y la Comisión, propone un modelo de integración que se va perfeccionando con vistas a la adopción, en su día, de una Constitución fundamental común. Dicho organismo tiene el objetivo de realizar una mayor unidad política, económica y monetaria entre los Estados miembros, tanto los actuales como los que entrarán a formar parte. En su diversidad y desde la identidad específica de cada una de ellas, las Instituciones europeas mencionadas promueven la unidad del Continente y, más profundamente aún, están al servicio del hombre (178).
114. Junto con los Padres Sinodales, pido a las Instituciones europeas y a cada uno de los Estados de Europa (179) que reconozcan que un buen ordenamiento de la sociedad debe basarse en auténticos valores éticos y civiles, compartidos lo más posible por los ciudadanos, haciendo notar que dichos valores son patrimonio, en primer lugar, de los diversos cuerpos sociales. Es importante que las Instituciones y cada uno de los Estados reconozcan que, entre estos cuerpos sociales, están también las Iglesias, las Comunidades eclesiales y las demás organizaciones religiosas. Con mayor razón aún, cuando ya existen antes de la fundación de las naciones europeas, éstas no se pueden reducir a meras entidades privadas, sino que actúan con un peso institucional específico que merece ser tomado en seria consideración. En el desarrollo de sus tareas, las instituciones estatales y europeas han de actuar conscientes de que sus ordenamientos jurídicos serán plenamente respetuosos de la democracia en la medida en que prevean formas de «sana cooperación» (180) con las Iglesias y las organizaciones religiosas.
A luz de lo que acabo de resaltar, deseo dirigirme una vez más a los redactores del tratado constitucional europeo para que figure en él una referencia al patrimonio religioso y, especialmente, cristiano de Europa. Respetando plenamente el carácter laico de las Instituciones, espero que se reconozcan, sobre todo, tres elementos complementarios: el derecho de las Iglesias y de las comunidades religiosas a organizarse libremente, en conformidad con los propios estatutos y convicciones; el respeto de la identidad específica de las Confesiones religiosas y la previsión de un diálogo reglamentado entre la Unión Europea y las Confesiones mismas; el respeto del estatuto jurídico del que ya gozan las Iglesias y las instituciones religiosas en virtud de las legislaciones de los Estados miembros de la Unión (181).
115. Las Instituciones europeas tienen como objetivo declarado la tutela de los derechos de la persona humana. Con este cometido contribuyen a construir la Europa de los valores y del derecho. Los Padres sinodales han interpelado a los responsables europeos diciendo: «Alzad la voz cuando se violen los derechos humanos de los individuos, de las minorías y de los pueblos, comenzando por el derecho a la libertad religiosa; reservad la mayor atención a todo lo que concierne a la vida humana desde su concepción hasta la muerte natural, y la familia fundada en el matrimonio: éstas son las bases sobre las que se apoya la casa común europea; [...] afrontad, según la justicia y la equidad, y con sentido de gran solidaridad, el fenómeno creciente de las migraciones, convirtiéndolas en un nuevo recurso para el futuro europeo; esforzaos para que a los jóvenes se les garantice un futuro verdaderamente humano con el trabajo, la cultura, la educación en los valores morales y espirituales» (182).
La Iglesia para la nueva Europa
116. Europa necesita una dimensión religiosa. Para ser “nueva”, análogamente a lo se dice de la “ciudad nueva” del Apocalipsis (cf. 21, 2), tiene que dejarse tocar por la mano de Dios. En efecto, la esperanza de construir un mundo más justo y más digno del hombre, no puede prescindir de la convicción de que nada valdrían los esfuerzos humanos si no fueran acompañados por la ayuda divina, porque «si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los albañiles» (Sal 127 [126], 1). Para que Europa pueda edificarse sobre bases sólidas, necesita apuntalarse sobre los valores auténticos, que tienen su fundamento en la ley moral universal, inscrita en el corazón de todo hombre. «Los cristianos no sólo pueden unirse a todos los hombres de buena voluntad para trabajar en la construcción de este gran proyecto, sino que, más aún, están invitados a ser su alma, mostrando el verdadero sentido de la organización de la ciudad terrena» (183).
La Iglesia católica, una y universal, aunque presente en la multiplicidad de las Iglesias particulares, puede ofrecer una contribución única a la edificación de una Europa abierta al mundo. En efecto, en la Iglesia católica se da un modelo de unidad esencial en la diversidad de las expresiones culturales, la conciencia de pertenecer a una comunidad universal que hunde sus raíces, pero no se agota, en las comunidades locales, el sentido de lo que une, más allá de lo que diferencia (184).
117. En las relaciones con los poderes públicos, la Iglesia no pide volver a formas de Estado confesional. Al mismo tiempo, deplora todo tipo de laicismo ideológico o separación hostil entre las instituciones civiles y las confesiones religiosas.
Por su parte, en la lógica de una sana colaboración entre comunidad eclesial y sociedad política, la Iglesia católica está convencida de poder dar una contribución singular al proyecto de unificación, ofreciendo a las instituciones europeas, en continuidad con su tradición y en coherencia con las indicaciones de su doctrina social, la aportación de comunidades creyentes que tratan de llevar a cabo el compromiso de humanizar la sociedad a partir del Evangelio, vivido bajo el signo de la esperanza. Con esta óptica, es necesaria una presencia de cristianos, adecuadamente formados y competentes, en las diversas instancias e Instituciones europeas, para contribuir, respetando los procedimientos democráticos correctos y mediante la confrontación de las propuestas, a delinear una convivencia europea cada vez más respetuosa de cada hombre y cada mujer y, por tanto, conforme al bien común.
118. La Europa que se va construyendo como “unión”, impulsa también a los cristianos hacia la unidad, para ser verdaderos testigos de esperanza. En este contexto, se debe continuar y desarrollar el intercambio de dones que en la última década ha tenido significativas manifestaciones. Realizado entre comunidades con historias y tradiciones diferentes, lleva a estrechar vínculos más duraderos entre las Iglesias en los diversos países y a su enriquecimiento mutuo mediante encuentros, confrontaciones y ayudas recíprocas. En particular, se debe valorar la contribución aportada por la tradición cultural y espiritual de las Iglesias Católicas Orientales (185).
Un papel importante para el crecimiento de esta unidad puede ser desarrollado por los organismos continentales de comunión eclesial, que esperan tener un mayor desarrollo (186). Entre éstos se ha de dar un puesto significativo al Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas, el cual ha de proveer, en el ámbito del Continente, «a la promoción de una comunión cada vez más intensa entre las diócesis y las Conferencias Episcopales Nacionales, al incremento de la colaboración ecuménica entre los cristianos, a la superación de los obstáculos que constituyen una amenaza para el futuro de la paz y del progreso de los pueblos, y a la consolidación de la colegialidad afectiva y efectiva y de la “communio” jerárquica» (187). Se ha de reconocer también el servicio de la Comisión de los Episcopados de la Comunidad Europea que, siguiendo el proceso de consolidación y ampliación de la Unión Europea, favorece la información mutua y coordina las iniciativas pastorales de las Iglesias europeas implicadas.
119. La consolidación de la unión en el seno del Continente europeo estimula a los cristianos a cooperar en el proceso de integración y reconciliación mediante un diálogo teológico, espiritual, ético y social (188). En efecto, en la Europa «que está en camino hacia la unidad política ¿podemos admitir que precisamente la Iglesia de Cristo sea un factor de desunión y de discordia? ¿No sería éste uno de los mayores escándalos de nuestro tiempo?» (189).
Desde el Evangelio un nuevo impulso para Europa
120. Europa necesita un salto cualitativo en la toma de conciencia de su herencia espiritual. Este impulso sólo puede darlo desde una nueva escucha del Evangelio de Cristo. Corresponde a todos los cristianos comprometerse en satisfacer este hambre y sed de vida.
Por eso, «la Iglesia siente el deber de renovar con vigor el mensaje de esperanza que Dios le ha confiado» y reitera a Europa: «“El Señor, tu Dios, está en medio de ti como poderoso salvador” (So 3, 17). Su invitación a la esperanza no se basa en una ideología utópica [...]. Por el contrario, es el imperecedero mensaje de salvación proclamado por Cristo [...] (cf. Mc 1, 15). Con la autoridad que le viene de su Señor, la Iglesia repite a la Europa de hoy: Europa del tercer milenio, que “no desfallezcan tus manos” (So 3, 16), no cedas al desaliento, no te resignes a modos de pensar y vivir que no tienen futuro, porque no se basan en la sólida certeza de la Palabra de Dios» (190).
Renovando esta invitación a la esperanza, también hoy te repito, Europa, que estás comenzando el tercer milenio, «vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces» (191). A lo largo de los siglos has recibido el tesoro de la fe cristiana. Ésta fundamenta tu vida social sobre los principios tomados del Evangelio y su impronta se percibe en el arte, la literatura, el pensamiento y la cultura de tus naciones. Pero esta herencia no pertenece solamente al pasado; es un proyecto para el porvenir que se ha de transmitir a las generaciones futuras, puesto que es el cuño de la vida de las personas y los pueblos que han forjado juntos el Continente europeo.
121. ¡No temas! El Evangelio no está contra ti, sino en tu favor. Lo confirma el hecho de que la inspiración cristiana puede transformar la integración política, cultural y económica en una convivencia en la cual todos los europeos se sientan en su propia casa y formen una familia de naciones, en la que otras regiones del mundo pueden inspirarse con provecho.
¡Ten confianza! En el Evangelio, que es Jesús, encontrarás la esperanza firme y duradera a la que aspiras. Es una esperanza fundada en la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte. Él ha querido que esta victoria sea para tu salvación y tu gozo.
¡Ten seguridad! ¡El Evangelio de la esperanza no defrauda! En las vicisitudes de tu historia de ayer y de hoy, es luz que ilumina y orienta tu camino; es fuerza que te sustenta en las pruebas; es profecía de un mundo nuevo; es indicación de un nuevo comienzo; es invitación a todos, creyentes o no, a trazar caminos siempre nuevos que desemboquen en la «Europa del espíritu», para convertirla en una verdadera «casa común» donde se viva con alegría.
CONCLUSIÓN
CONSAGRACIÓN A MARÍA
«Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol» (Ap 12, 1)
La mujer, el dragón y el niño
122. El proceso histórico de la Iglesia va acompañado por «signos» que están a la vista de todos, pero que necesitan una interpretación. Entre ellos, el Apocalipsis pone «una gran señal» aparecida en el cielo, que habla de la lucha entre la mujer y el dragón.
La mujer vestida de sol que está para dar a luz entre los dolores del parto (cf. Ap 12, 1-2), puede ser considerada como el Israel de los profetas que engendra al Mesías «que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro» (Ap 12, 5; cf. Sal 2, 9). Pero es también la Iglesia, pueblo de la nueva Alianza, a merced de la persecución y, sin embargo, protegida por Dios. El dragón es «la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero» (Ap 12, 9). La lucha es desigual: parece tener ventaja el dragón, por su arrogancia ante la mujer inerme y dolorida. En realidad, quien resulta vencedor es el hijo que la mujer da a luz. En esta contienda hay una certeza: el gran dragón ya ha sido derrotado, «fue arrojado a la tierra y sus Ángeles fueron arrojados con él» (Ap 12, 9). Lo han vencido Cristo, Dios hecho hombre, con su muerte y resurrección, y los mártires «gracias a la sangre del Cordero y a la palabra de testimonio que dieron, porque despreciaron su vida ante la muerte» (Ap 12, 11). Y, aunque el dragón continúe su lucha, no hay que temer porque ya ha sido derrotado.
123. Ésta es la certeza que anima a la Iglesia en su camino, mientras en la mujer y en el dragón reconoce su historia de siempre. La mujer que da a luz al hijo varón nos recuerda también a la Virgen María, sobre todo en el momento en que, traspasada por el dolor a los pies de la Cruz, engendra de nuevo al Hijo como vencedor del príncipe de este mundo. Es confiada a Juan y éste, a su vez, confiado a Ella (cf. Jn 19, 26- 27), convirtiéndose así en Madre de la Iglesia. Merced al vínculo especial que une a María con la Iglesia y a la Iglesia con María, se aclara mejor el misterio de la mujer: «Pues María, presente en la Iglesia como madre del Redentor, participa maternalmente en aquella “dura batalla contra el poder de las tinieblas” que se desarrolla a lo largo de toda la historia humana. Y por esta identificación suya eclesial con la “mujer vestida de sol” (Ap 12, 1), se puede afirmar que “la Iglesia en la beatísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga”» (192).
124. Por tanto, toda la Iglesia dirige su mirada a María. Gracias a la gran multitud de santuarios marianos diseminados por todas las naciones del Continente, la devoción a María es muy viva y extendida entre los pueblos europeos.
Iglesia en Europa, continua, pues, contemplando a María y reconoce que ella está «maternalmente presente y partícipe en los múltiples y complejos problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias y de las naciones», y que es auxiliadora del «pueblo cristiano en la lucha incesante entre el bien y el mal, para que “no caiga” o, si cae, “se levante”».(193)
Oración a María, Madre de la esperanza
125. En esta contemplación, animada por auténtico amor, María se nos presenta como figura de la Iglesia que, alentada por la esperanza, reconoce la acción salvadora y misericordiosa de Dios, a cuya luz comprende el propio camino y toda la historia. Ella nos ayuda a interpretar también hoy nuestras vicisitudes bajo la guía de su Hijo Jesús. Criatura nueva plasmada por el Espíritu Santo, María hace crecer en nosotros la virtud de la esperanza.
A ella, Madre de la esperanza y del consuelo, dirigimos confiadamente nuestra oración: pongamos en sus manos el futuro de la Iglesia en Europa y de todas las mujeres y hombres de este Continente:
María, Madre de la esperanza,
¡camina con nosotros!
Enséñanos a proclamar al Dios vivo;
ayúdanos a dar testimonio de Jesús,
el único Salvador;
haznos serviciales con el prójimo,
acogedores de los pobres, artífices de justicia,
constructores apasionados
de un mundo más justo;
intercede por nosotros que actuamos
en la historia
convencidos de que el designio
del Padre se cumplirá.
Aurora de un mundo nuevo,
¡muéstrate Madre de la esperanza
y vela por nosotros!
Vela por la Iglesia en Europa:
que sea trasparencia del Evangelio;
que sea auténtico lugar de comunión;
que viva su misión
de anunciar, celebrar y servir
el Evangelio de la esperanza
para la paz y la alegría de todos.
Reina de la Paz,
¡protege la humanidad del tercer milenio!
Vela por todos los cristianos:
que prosigan confiados por la vía de la unidad,
como fermento
para la concordia del Continente.
Vela por los jóvenes,
esperanza del mañana:
que respondan generosamente
a la llamada de Jesús;
Vela por los responsables de las naciones:
que se empeñen en construir una casa común,
en la que se respeten la dignidad
y los derechos de todos.
María, ¡danos a Jesús!
¡Haz que lo sigamos y amemos!
Él es la esperanza de la Iglesia,
de Europa y de la humanidad.
Él vive con nosotros,
entre nosotros, en su Iglesia.
Contigo decimos
«Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20):
Que la esperanza de la gloria
infundida por Él en nuestros corazones
dé frutos de justicia y de paz.
Roma, en San Pedro, 28 de junio de 2003, Vigilia de la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, vigésimo quinto de Pontificado.
JOANNES PAULUS PP. II
(1) Cf. II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Mensaje final, 1: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 29 octubre 1999, p. 10.
(2) Cf. II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Instrumentum laboris, nn. 90-91: L'Osservatore Romano, 6 agosto 1999 - Supl., pp. 17-18.
(3) Bula Incarnationis mysterium (29 noviembre 1998), 3-4: AAS 91 (1999), 132.133.
(4) Cf. Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 38: AAS 87 (1995), 30.
(5) Cf. Ángelus, 2: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 5 julio 1996, p. 9.
(6) I Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Declaración final (13 diciembre 1991), 2: Ench. Vat. 13, n. 619.
(7) Ibíd., 3: l.c., n. 621.
(8) Cf. II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Instrumentum laboris, n. 3: L'Osservatore Romano, 6 agosto 1999 - Supl., p. 3.
(9) Cf. Homilía durante la misa de clausura de la II Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos (23 octubre 1999), 1: AAS 92 (2000), 177.
(10) Cf. II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Mensaje a todos los fieles y ciudadano europeos, 2: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 29 octubre 1999, p. 10.
(11) Cf. Homilía durante la misa de clausura de la II Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos, (23 octubre 1999), 4: AAS 92 (2000), 179.
(12) Ibíd.
(13) Cf. Propositio 1.
(14) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Instrumentum laboris, n. 2: L'Osservatore Romano, 6 agosto 1999 - Supl., pp. 2-3.
(15) Cf. ibíd., nn. 12-13.16-19, l.c., pp. 4-6; Idem, Relatio ante disceptationem, I: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 8 octubre 1999, pp. 19-20; Idem, Relatio post disceptationem, II, A: L'Osservatore Romano, 11-12 octubre 1999, p. 10.
(16) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Relatio ante disceptationem, I, 1, 2: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 8 octubre 1999, p. 19.
(17) Cf. Propositio 5a.
(18) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Mensaje final, 1: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 29 octubre 1999, p. 10.
(19) Cf. Propositio 5a.; Consejo Pontificio de la Cultura y Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, Jesucristo portador del agua de la viva. Una reflexión cristiana sobre la "Nueva Era", Ciudad del Vaticano, 2003.
(20) Cf. Propositio 5a.
(21) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Mensaje final, 6: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 29 octubre 1999, p. 11.
(22) Ángelus (25 agosto 1996), 2: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 30 agosto 1996, p. 1; cf. Propositio 9.
(23) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Instrumentum laboris, n. 88: L'Osservatore Romano, 6 agosto 1999 - Supl., p. 17.
(24) Homilía durante la misa de clausura de la II Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos (23 octubre 1999), 4: AAS 92 (2000), 179.
(25) Cf. Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 26: AAS 81 (1989), 439.
(26) Cf. Propositio 21.
(27) Ibíd.
(28) Propositio 9.
(29) Ibíd.
(30) Cf. Propositio 4, 1.
(31) Homilía durante la misa de clausura de la II Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos (23 octubre 1999), 2: AAS 92 (2000), 178.
(32) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Mensaje final, 2: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 29 octubre 1999, p. 10.
(33) Cf. Propositio 4, 2.
(34) Cf. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 47: AAS 83 (1991), 852.
(35) Cf. Propositio 4, 1.
(36) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Instrumentum laboris, n. 30: L'Osservatore Romano, 6 de agosto de 1999 - Suppl., p. 8.
(37) Cf. Homilía durante la misa de clausura de la II Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos (23 octubre 1999), 3: AAS 92 (2000), 178; Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Dominus Iesus (6 agosto 2000), 13: AAS 92 (2000), 754.
(38) Cf. Propositio 5.
(39) Carta. enc. Dominum et vivificantem (18 mayo 1986), 7: AAS 78 (1986), 816; Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Dominus Iesus (6 agosto 2000), 16: AAS 92 (2000), 756-757.
(40) Pablo VI, Carta enc. Mysterium fidei (3 septiembre 1965): AAS 57 (1965) 762-763. Cf. S. Congregación de ritos, Instr. Eucharisticum mysterium (25 mayo 1967), 9: AAS 59 (1967) 547; Catecismo de la Iglesia Católica, 1374.
(41) Concilio Ecum. Tridentino, Decr. De SS. Eucharistia, can. 1: DS, 1651; cf. cap. 3: DS, 1641.
(42) Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 15: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 18 abril 2003, p. 9.
(43) Cf. San Agustín, In Ioannis Evangelium, Tractatus VI, cap. I, n. 7: PL 35,1428; San Juan Crisóstomo, Sobre la traición de Judas, 1, 6: PG 49, 380C.
(44) Cf. Conc. ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 7; Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 50; Pablo VI, Carta. enc. Mysterium fidei (3 septiembre 1965): AAS 57 (1965) 762-763; S. Congregación de ritos, Instr. Eucharisticum mysterium (25 mayo 1967), 9: AAS 59 (1967) 547; Catecismo de la Iglesia Católica, 1373-1374.
(45) Motu proprio Spes aedificandi (1 octubre 1999), 1: AAS 92 (2000), 220.
(46) Cf. Discurso al Parlamento polaco, Varsovia (11 junio 1999), 6: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 25-26 junio 1999, p. 6.
(47) Cf. Discurso durante la ceremonia de despedida en el aeropuerto de Cracovia (10 junio 1997), 4: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 26-27 junio 1997, p. 17.
(48) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Mensaje final, 5: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 29 octubre 1999, pp. 10-11.
(49) Cf. Propositio 15,1; Catecismo de la Iglesia Católica, 773; Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 27: AAS 80 (1988), 1718.
(50) Cf. Propositio 15, 1.
(51) Propositio 21.
(52) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Mensaje final, 5: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 29 octubre 1999, p. 10.
(53) Propositio 9.
(54) Ibíd.
(55) Ibíd.
(56) Cf. Propositio 22.
(57) Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 15: AAS 84 (1992), 679-680.
(58) Cf. ibíd., 29, l.c., 703-705; Propositio 28.
(59) Cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 373.
(60) Cf. Código de Derecho Canónico, can. 277,1.
(61) Cf. Pablo VI, Carta enc. Sacerdotalis coelibatus (24 junio 1967), 40: AAS 59 (1967), 673.
(62) Cf. Propositio 18.
(63) Cf. ibíd.
(64) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Mensaje final, 4: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 29 octubre 1999, p. 11.
(65) Cf. Conc. ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 29.
(66) Cf. Propositio 19.
(67) Cf. ibíd.
(68) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Relatio ante disceptationem, III: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 8 octubre 1999, p. 24.
(69) Cf. Propositio 17.
(70) Cf. ibíd.
(71) Al Congreso europeo sobre las vocaciones sacerdotales y religiosas (Roma, 9 mayo 1997), 1.3: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 16 mayo 1997, p. 2.
(72) Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 7: AAS 81 (1989), 404.
(73) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Instrumentum laboris, n. 82: L'Osservatore Romano, 6 agosto 1999, p. 16.
(74) Cf. Propositio 29.
(75) Cf. Propositio 30.
(76) Cf. ibíd.
(77) Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 14: AAS 68 (1976), 13.
(78) Cf. Propositio 3b.
(79) Cf. Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 37: AAS 83 (1991), 282-286.
(80) Cf. II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Relatio ante disceptationem, I, 2: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 8 octubre 1999, p. 19.
(81) Cf. Propositio 3a.
(82) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Relatio ante disceptationem, III, 1: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 8 octubre 1999, p. 23.
(83) Cf. II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Instrumentum laboris, n. 53: L'Osservatore Romano, 6 de agosto de 1999 - Supl., p. 12.
(84) Cf. Propositio 4, 1.
(85) Cf. Propositio 26, 1.
(86) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Relatio ante disceptationem, III, 1: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 8 octubre 1999, p. 23.
(87) Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 41: AAS 68 (1976), 31.
(88) Propositio 8, 1.
(89) Cf. Propositio 8, 2.
(90) Cf. Propositio 8,1a-b; Propositio 6.
(91) Cf. Exhort. ap. Catechesi tradendae (16 octubre 1979), 21; AAS 71 (1979), 1294-1295.
(92) Cf. Propositio 24.
(93) Cf. Propositio 8,1c.
(94) Cf. Propositio 24.
(95) Cf. Propositio 22.
(96) Cf. Discurso a los Presidentes de las Conferencias Episcopales Europeas (16 abril 1993), 1: AAS 86 (1994), 227.
(97) Discurso en la celebración ecuménica en la Catedral de Paderborn (22 junio 1996), 5: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 28 junio 1996, p. 9.
(98) Carta del 13 de enero de 1970: Tomos agapis, Roma- Estambul 1971, pp. 610-611; cf. Carta enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 99: AAS 87 (1995), 980.
(99) Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 55: AAS 83 (1991), 302.
(100) Ibíd., 36, l.c., 281.
(101) Declaración final (13 diciembre 1991), 8: Ench. Vat., 13, nn. 653-655; II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Instrumentum laboris, 62: L'Oss. Rom., 6 agosto 1999 - Suppl., p. 13; Propositio 10.
(102) Propositio 10; cf. Comisión para las Relaciones religiosas con el hebraísmo, Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah, 16 marzo 1998, Ench. Vat. 17, 520-550.
(103) I Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Declaración final (13 diciembre 1991), 9: Ench. Vat., 13, n. 656.
(104) Cf. Propositio 11.
(105) Cf. ibíd.
(106) Discurso al Cuerpo Diplomático (12 enero 1985), 3: AAS 77 (1985), 650
(107) Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 2.
(108) Cf. Propositio 23.
(109) Cf. Propositio 25; Propositio 26, 2.
(110) Cf. Propositio 26, 3.
(111) Cf. Propositio 27.
(112) Carta a los artistas (4 abril 1999), 12: AAS 91 (1999), 1168.
(113) Cf. Propositio 7b-c.
(114) Cf. Discurso durante la Vigilia de oración celebrada en Tor Vergata, en la XV Jornada Mundial de la Juventud (19 agosto 2000), 6: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 25 agosto 2000, p. 12.
(115) Cf. Consejo Pontificio para las Comunicaciones Sociales, Ética en las comunicaciones sociales, Ciudad del Vaticano, 4 junio 2000.
(116) Propositio 13.
(117) Cf. Propositio 12.
(118) Conc. ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 25.
(119) Cf. Propositio 14.
(120) Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 8.
(121) Cf. Propositio 14; II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Relatio ante disceptationem, III, 2: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 8 octubre 1999, p. 23.
(122) Cf. Propositio 14, 2a.
(123) Conc. ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 5.
(124) Conc. ecum. Vat. II, Const. Dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
(125) Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 20: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 18 abril 2003, p. 9.
(126) Cf. Catequesis en la Audiencia general (25 octubre 2000), 2: Insegnamenti XXIII/2 (2000), 697.
(127) Propositio 16.
(128) Cf. II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Relatio ante disceptationem, III, 2: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 8 octubre 1999, p. 23.
(129) Cf. Propositio 16.
(130) Cf. Motu proprio Misericordia Dei (7 abril 2002), 4: AAS 94 (2002), 456-457.
(131) Cf. Propositio 16; Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo de 2002 (17 marzo 2002), 4: AAS 94 (2002), 435-436.
(132) Cf. Propositio 14c.
(133) Cf. ibíd.
(134) Cf. Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 100.
(135) Cf. Propositio 14c; Propositio 20.
(136) Cf. Propositio 20.
(137) Carta ap. Rosarium Virginis Mariae (10 octubre 2002), 3: AAS 95 (2003), 7.
(138) Propositio 14.
(139) Carta ap. Dies Domini (31 mayo 1998), 4: AAS 90 (1998), 716.
(140) Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 10: AAS 71 (1979), 274.
(141) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Instrumentum laboris, n. 72: L'Osservatore Romano, 6 de agosto de 1999 - Supl., pp. 15.
(142) Conc. ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
(143) Carta enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), 90: AAS 87 (1995), 503.
(144) Cf. Propositio 33.
(145) Propositio 35.
(146) Cf. Propositio 36.
(147) Cf. Propositio 31.
(148) Cf. Conc. ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 48.
(149) Cf. Propositio 31.
(150) Discurso en el tercer encuentro mundial de las Familias con ocasión de su Jubileo (14 octubre 2000), 6: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 octubre 2000, p. 6.
(151) Exhort. ap. Familiaris consortio, sobre la misión de la familia en el mundo actual (22 noviembre 1981), 17: AAS 74 (1982), 99-100.
(152) Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 39: AAS 83 (1991), 842.
(153) Cf. Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 40: AAS 81 (1989), 469.
(154) Cf. Discurso en el Primer Encuentro Mundial con las Familias (8 octubre 1994), 7: AAS 87 (1995), 587.
(155) Cf. Propositio 32.
(156) Conc. ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 51.
(157) Carta enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), 63: AAS 87 (1995), 473.
(158) Ibíd., 95, l.c., 509.
(159) Discurso al nuevo Embajador de Noruega ante la Santa Sede (25 marzo 1995): Insegnamenti XVIII/1 (1995), 857.
(160) Propositio 32.
(161) Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 57.
(162) Cf. Propositio 28; I Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Declaración final (13 diciembre 1991), 2: Ench. Vat. 10, nn. 659-669.
(163) Cf. Propositio 23.
(164) Cf. Propositio 28.
(165) Propositio 34.
(166) Cf. Congregación para los Obispos, Instr. Nemo est (22 agosto 1969), 16: AAS 61 (1969), 621-622; Código de Derecho Canónico, can. 294 y 518; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 280 § 1.
(167) Cf. II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Mensaje final, 5: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 29 octubre 1999, p. 11.
(168) Homilía durante la misa de clausura de la II Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos (23 octubre 1999), 5: AAS 92 (2000), 179.
(169) Propositio 39.
(170) Ibíd.
(171) Cf. ibíd.; Propositio 28.
(172) Carta a los participantes en la Asamblea Plenaria del Consejo de las Conferencias episcopales de Europa (16 octubre 2000), 7: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 27 octubre 2000, p. 2.
(173) Ibíd.
(174) Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del año 2000 (8 diciembre 1999), 17: AAS 92 (2000), 367-368.
(175) Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 35: AAS 83 (1991), 837.
(176) Cf. Propositio 39.
(177) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Instrumentum laboris, n. 85: L'Osservatore Romano, 6 de agosto de 1999 - Supl., pp. 17; cf. Propositio 39.
(178) Cf. Discurso a la Oficina de la Presidencia del Parlamento Europeo (5 abril 1979): Insegnamenti, II/1 (1979), 796-799.
(179) Cf. Propositio 37.
(180) Conc. ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 76.
(181) Cf. Discurso al Cuerpo diplomático ante la Santa Sede (13 enero 2003), 5: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 17 enero 2003, p. 3.
(182) II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Mensaje final, 6: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 29 octubre 1999, p. 11.
(183) Carta a los participantes en la Asamblea Plenaria del Consejo de las Conferencias episcopales de Europa (16 octubre 2000), 4: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 27 octubre 2000, p. 2.
(184) Cf. I Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Declaración final (13 diciembre 1991), 10: Ench. Vat. 13, n. 669.
(185) Cf. Propositio 22.
(186) Cf. ibíd.
(187) Discurso a los Presidentes de las Conferencias Episcopales Europeas (16 abril 1993), 5: AAS 86 (1994), 229.
(188) Cf. Propositio 39d.
(189) Homilía durante la celebración ecuménica con ocasión del Sínodo para Europa (7 diciembre 1991), 6: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 13 diciembre 1991, p. 18.
(190) Homilía durante la apertura de la II Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos (1 octubre 1999), 3: AAS 92 (2000), 174-175.
(191) Discurso a las Autoridades europeas y los Presidentes de las Conferencias episcopales de Europa (Santiago de Compostela, 9 noviembre 1982), 4: AAS 75 (1983), 330.
(192) Carta enc. Redemptoris Mater (25 marzo 1987), 47: AAS 79 (1987), 426.
(193) ibíd., 52: l.c., 432; cf. Propositio 40.
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