domingo, 29 de noviembre de 1998

INCARNATIONIS MYSTERIUM (29 DE NOVIEMBRE DE 1998)


BULA DE CONVOCACIÓN

DEL GRAN JUBILEO

DEL AÑO 2000

INCARNATIONIS MYSTERIUM


JUAN PABLO OBISPO

SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS

A TODOS LOS FIELES

EN CAMINO HACIA EL TERCER MILENIO

SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA

1. Con la mirada puesta en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, la Iglesia se prepara para cruzar el umbral del tercer milenio. Nunca como ahora sentimos el deber de hacer propio el canto de alabanza y acción de gracias del Apóstol: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, [...] dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en Él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 3-5.9-10).

De estas palabras se deduce evidentemente que la historia de la salvación tiene en Cristo su punto culminante y su significado supremo. En Él todos hemos recibido «gracia por gracia» (Jn 1, 16), alcanzando la reconciliación con el Padre (cf. Rm 5, 10; 2 Co 5, 18).

El nacimiento de Jesús en Belén no es un hecho que se pueda relegar al pasado. En efecto, ante Él se sitúa la historia humana entera: nuestro hoy y el futuro del mundo son iluminados por su presencia. Él es «el que vive» (Ap 1, 18), «Aquél que es, que era y que va a venir» (Ap 1, 4). Ante Él debe doblarse toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua debe proclamar que Él es el Señor (cf. Flp 2, 10-11). Al encontrar a Cristo, todo hombre descubre el misterio de su propia vida [1].

Jesús es la verdadera novedad que supera todas las expectativas de la humanidad y así será para siempre, a través de la sucesión de las diversas épocas históricas. La encarnación del Hijo de Dios y la salvación que Él ha realizado con su muerte y resurrección son, pues, el verdadero criterio para juzgar la realidad temporal y todo proyecto encaminado a hacer la vida del hombre cada vez más humana.

2. El Gran Jubileo del año 2000 está a las puertas. Desde mi primera Encíclica, Redemptor hominis, he mirado hacia esta fecha con la única intención de preparar los corazones de todos a hacerse dóciles a la acción del Espíritu [2]. Será un acontecimiento que se celebrará contemporáneamente en Roma y en todos las Iglesias particulares diseminadas por el mundo, y tendrá, por decirlo de algún modo, dos centros: por una parte la Ciudad donde la Providencia quiso poner la sede del Sucesor de Pedro, y por otra, Tierra Santa, en la que el Hijo de Dios nació como hombre tomando carne de una Virgen llamada María (cf. Lc 1, 27). Con igual dignidad e importancia el Jubileo será, pues, celebrado, además de Roma, en la Tierra llamada justamente «santa» por haber visto nacer y morir a Jesús. Aquella Tierra, en la que surgió la primera comunidad cristiana, es el lugar donde Dios se reveló a la humanidad. Es la Tierra prometida, que ha marcado la historia del pueblo judío y es venerada también por los seguidores del Islam. Que el Jubileo pueda favorecer un nuevo paso en el diálogo recíproco hasta que un día —judíos, cristianos y musulmanes— todos juntos nos demos en Jerusalén el saludo de la paz [3].

El tiempo jubilar nos introduce en el recio lenguaje que la pedagogía divina de la salvación usa para impulsar al hombre a la conversión y la penitencia, principio y camino de su rehabilitación y condición para recuperar lo que con sus solas fuerzas no podría alcanzar: la amistad de Dios, su gracia y la vida sobrenatural, la única en la que pueden resolverse las aspiraciones más profundas del corazón humano.

La entrada en el nuevo milenio alienta a la comunidad cristiana a extender su mirada de fe hacia nuevos horizontes en el anuncio del Reino de Dios. Es obligado, en esta circunstancia especial, volver con una renovada fidelidad a las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que ha dado nueva luz a la tarea misionera de la Iglesia ante las exigencias actuales de la evangelización. En el Concilio la Iglesia ha tomado conciencia más viva de su propio misterio y de la misión apostólica que le encomendó el Señor. Esta conciencia compromete a la comunidad de los creyentes a vivir en el mundo sabiendo que han de ser «fermento y el alma de la sociedad humana, que debe ser renovada en Cristo y transformada en familia de Dios» [4]. Para corresponder eficazmente a este compromiso debe permanecer unida y crecer en su vida de comunión [5]. El inminente acontecimiento jubilar es un fuerte estímulo en este sentido.

El paso de los creyentes hacia el tercer milenio no se resiente absolutamente del cansancio que el peso de dos mil años de historia podría llevar consigo; los cristianos se sienten más bien alentados al ser conscientes de llevar al mundo la luz verdadera, Cristo Señor. La Iglesia, al anunciar a Jesús de Nazaret, verdadero Dios y Hombre perfecto, abre a cada ser humano la perspectiva de ser «divinizado» y, por tanto, de hacerse así más hombre [6]. Éste es el único medio por el cual el mundo puede descubrir la alta vocación a la que está llamado y llevarla a cabo en la salvación realizada por Dios.

3. En estos años de preparación inmediata al Jubileo las Iglesias particulares, de acuerdo con lo que escribí en mi Carta Tertio millennio adveniente [7], se están disponiendo con la oración, la catequesis y la dedicación en diversas formas de la pastoral, para esta fecha que introduce a la Iglesia entera en un nuevo período de gracia y de misión. La proximidad del acontecimiento jubilar suscita además un creciente interés por parte de quienes están a la búsqueda de un signo propicio que los ayude a descubrir los rasgos de la presencia de Dios en nuestro tiempo.

Los años de preparación al Jubileo han estado dedicados a la Santísima Trinidad: por Cristo —en el Espíritu Santo— a Dios Padre. El misterio de la Trinidad es origen del camino de fe y su término último, cuando al final nuestros ojos contemplarán eternamente el rostro de Dios. Al celebrar la Encarnación, tenemos la mirada fija en el misterio de la Trinidad. Jesús de Nazaret, revelador del Padre, ha llevado a cumplimiento el deseo escondido en el corazón de cada hombre de conocer a Dios. Lo que la creación conservaba impreso en sí misma como sello de la mano creadora de Dios y lo que los antiguos Profetas habían anunciado como promesa, alcanza su manifestación definitiva en la revelación de Jesucristo [8].

Jesús revela el rostro de Dios Padre «compasivo y misericordioso» (St 5, 11), y con el envío del Espíritu Santo manifiesta el misterio de amor de la Trinidad. Es el Espíritu de Cristo quien actúa en la Iglesia y en la historia: se debe permanecer a su escucha para distinguir los signos de los tiempos nuevos y hacer que la espera del retorno del Señor glorificado sea cada vez más viva en el corazón de los creyentes. El Año Santo, pues, debe ser un canto de alabanza único e ininterrumpido a la Trinidad, Dios Altísimo. Nos ayudan para ello las poéticas palabras del teólogo san Gregorio Nacianceno:

«Gloria a Dios Padre y al Hijo,
Rey del universo.
Gloria al Espíritu,
digno de alabanza y santísimo.
La Trinidad es un solo Dios
que creó y llenó cada cosa:
el cielo de seres celestes
y la tierra de seres terrestres.
Llenó el mar, los ríos y las fuentes
de seres acuáticos,
vivificando cada cosa con su Espíritu,
para que cada criatura honre
a su sabio Creador,
causa única del vivir y del permanecer.
Que lo celebre siempre más que cualquier otra
la criatura racional
como gran Rey y Padre bueno» [9].

4. Que este himno a la Trinidad por la encarnación del Hijo pueda ser cantado juntos por quienes, habiendo recibido el mismo Bautismo, comparten la misma fe en el Señor Jesús. Que el carácter ecuménico del Jubileo sea un signo concreto del camino que, sobre todo en estos últimos decenios, están realizando los fieles de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales. La escucha del Espíritu debe hacernos a todos capaces de llegar a manifestar visiblemente en la plena comunión la gracia de la filiación divina inaugurada por el Bautismo: todos hijos de un solo Padre. El Apóstol no cesa de repetir incluso para nosotros, hoy, su apremiante exhortación: «Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Ef 4, 4-6). Según san Ireneo, nosotros no podemos permitirnos dar al mundo una imagen de tierra árida, después de recibir la Palabra de Dios como lluvia bajada del cielo; ni jamás podremos pretender llegar a ser un único pan, si impedimos que la harina se transforme en un único pan, si impedimos que la harina sea amalgamada por obra del agua que ha sido derramada sobre nosotros [10].

Cada año jubilar es como una invitación a una fiesta nupcial. Acudamos todos, desde las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales diseminadas por el mundo, a la fiesta que se prepara; llevemos con nosotros lo que ya nos une y la mirada puesta sólo en Cristo nos permita crecer en la unidad que es fruto del Espíritu. Como Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma está aquí para hacer más intensa la invitación a la celebración jubilar, para que la conmemoración bimilenaria del misterio central de la fe cristiana sea vivida como camino de reconciliación y como signo de genuina esperanza para quienes miran a Cristo y a su Iglesia, sacramento «de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» [11].

5. ¡Cuántos acontecimientos históricos evoca la celebración jubilar! El pensamiento se remonta al año 1300, cuando el Papa Bonifacio VIII, acogiendo el deseo de todo el pueblo de Roma, inauguró solemnemente el primer Jubileo de la historia. Recuperando una antigua tradición que otorgaba «abundantes perdones e indulgencias de los pecados» a cuantos visitaban en la Ciudad eterna la Basílica de San Pedro, quiso conceder en aquella ocasión «una indulgencia de todos los pecados no sólo más abundante, sino más plena» [12]. A partir de entonces la Iglesia ha celebrado siempre el Jubileo como una etapa significativa de su camino hacia la plenitud en Cristo.

La historia muestra con cuanto entusiasmo el pueblo de Dios ha vivido siempre los Años Santos, viendo en ellos una conmemoración en la que se siente con mayor intensidad la llamada de Jesús a la conversión. Durante este camino no han faltado abusos e incomprensiones; sin embargo, los testimonios de fe auténtica y de caridad sincera han sido con mucho superiores. Lo atestigua de modo ejemplar la figura de san Felipe Neri que, con ocasión del Jubileo de 1550, inició la «caridad romana» como signo tangible de acogida a los peregrinos. Se podría indicar una larga historia de santidad precisamente a partir de la práctica del Jubileo y de los frutos de conversión que la gracia del perdón ha producido en tantos creyentes.

6. Durante mi pontificado he tenido el gozo de convocar, en 1983, el Jubileo extraordinario con ocasión de los 1950 años de la redención del género humano. Este misterio, realizado mediante la muerte y resurrección de Jesús, es el culmen de un acontecimiento que tuvo su inicio en la encarnación del Hijo de Dios. Así pues, este Jubileo puede considerarse ciertamente «grande», y la Iglesia manifiesta su gran deseo de acoger entre sus brazos a todos los creyentes para ofrecerles la alegría de la reconciliación. Desde toda la Iglesia se elevará un himno de alabanza y agradecimiento al Padre, que en su incomparable amor nos ha concedido en Cristo ser «conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2, 19). Con ocasión de esta gran fiesta, están cordialmente invitados a compartir también nuestro gozo los seguidores de otras religiones, así como los que están lejos de la fe en Dios. Como hermanos de la única familia humana, cruzamos juntos el umbral de un nuevo milenio que exigirá el empeño y la responsabilidad de todos.

Para nosotros los creyentes el año jubilar pondrá claramente de relieve la redención realizada por Cristo mediante su muerte y resurrección. Nadie, después de esta muerte, puede ser separado del amor de Dios (cf. Rm 8, 21-39), si no es por su propia culpa. La gracia de la misericordia sale al encuentro de todos, para que quienes han sido reconciliados puedan también ser «salvos por su vida» (Rm 5, 10).

Establezco, pues, que el Gran Jubileo del Año 2000 se inicie la noche de Navidad de 1999, con la apertura de la puerta santa de la Basílica de San Pedro en el Vaticano, que precederá de pocas horas a la celebración inaugural prevista en Jerusalén y en Belén y a la apertura de la puerta santa en las otras Basílicas patriarcales de Roma. La apertura de la puerta santa de la Basílica de San Pablo se traslada al martes 18 de enero siguiente, inicio de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, para subrayar también de este modo el peculiar carácter ecuménico del Jubileo.

Establezco, además, que la inauguración del Jubileo en las Iglesias particulares se celebre el día santísimo de la Natividad del Señor Jesús, con una solemne Liturgia eucarística presidida por el Obispo diocesano en la catedral, así como en la concatedral. En la concatedral el Obispo puede confiar la presidencia de la celebración a un delegado suyo. Ya que el rito de apertura de la puerta santa es propio de la Basílica Vaticana y de las Basílicas Patriarcales, conviene que en la inauguración del período jubilar en cada Diócesis se privilegie la statio en otra iglesia, desde la cual se salga en peregrinación hacia la catedral; el realce litúrgico del Libro de los Evangelios y la lectura de algunos párrafos de esta Bula, según las indicaciones del «Ritual para la celebración del Gran Jubileo en las Iglesias particulares».

La Navidad de 1999 debe ser para todos una solemnidad radiante de luz, preludio de una experiencia particularmente profunda de gracia y misericordia divina, que se prolongará hasta la clausura del Año jubilar el día de la Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo, el 6 de enero del año 2001. Cada creyente ha de acoger la invitación de los ángeles que anuncian incesantemente: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor» (Lc 2, 14). De este modo, el tiempo de Navidad será el corazón palpitante del Año Santo, que introducirá en la vida de la Iglesia la abundancia de los dones del Espíritu para una nueva evangelización.

7. A lo largo de la historia la institución del Jubileo se ha enriquecido con signos que testimonian la fe y favorecen la devoción del pueblo cristiano. Entre ellos hay que recordar, sobre todo, la peregrinación, que recuerda la condición del hombre a quien gusta describir la propia existencia como un camino. Del nacimiento a la muerte, la condición de cada uno es la de homo viator. Por su parte, la Sagrada Escritura manifiesta en numerosas ocasiones el valor del ponerse en camino hacia los lugares sagrados. Era tradición que el israelita fuera en peregrinación a la ciudad donde se conservaba el arca de la alianza, o también que visitase el santuario de Betel (cf. Jdt 20, 18) o el de Silo, donde fue escuchada la oración de Ana, la madre de Samuel (cf. 1 S 1, 3). Sometiéndose voluntariamente a la Ley, también Jesús, con María y José, fue peregrinando a la ciudad santa de Jerusalén (cf. Lc 2, 41). La historia de la Iglesia es el diario viviente de una peregrinación que nunca acaba. En camino hacia la ciudad de los santos Pedro y Pablo, hacia Tierra Santa o hacia los antiguos y los nuevos santuarios dedicados a la Virgen María y a los Santos, numerosos fieles alimentan así su piedad.

La peregrinación ha sido siempre un momento significativo en la vida de los creyentes, asumiendo en las diferentes épocas históricas expresiones culturales diversas. Evoca el camino personal del creyente siguiendo las huellas del Redentor: es ejercicio de ascesis laboriosa, de arrepentimiento por las debilidades humanas, de constante vigilancia de la propia fragilidad y de preparación interior a la conversión del corazón. Mediante la vela, el ayuno y la oración, el peregrino avanza por el camino de la perfección cristiana, esforzándose por llegar, con la ayuda de la gracia de Dios, «al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13).

8. La peregrinación va acompañada del signo de la puerta santa, abierta por primera vez en la Basílica del Santísimo Salvador de Letrán durante el Jubileo de 1423. Ella evoca el paso que cada cristiano está llamado a dar del pecado a la gracia. Jesús dijo: «Yo soy la puerta» (Jn 10, 7), para indicar que nadie puede tener acceso al Padre si no a través suyo. Esta afirmación que Jesús hizo de sí mismo significa que sólo Él es el Salvador enviado por el Padre. Hay un solo acceso que abre de par en par la entrada en la vida de comunión con Dios: este acceso es Jesús, única y absoluta vía de salvación. Sólo a Él se pueden aplicar plenamente las palabras del Salmista: «Aquí está la puerta del Señor, por ella entran los justos» (Sal 118 [117], 20).

La indicación de la puerta recuerda la responsabilidad de cada creyente de cruzar su umbral. Pasar por aquella puerta significa confesar que Cristo Jesús es el Señor, fortaleciendo la fe en Él para vivir la vida nueva que nos ha dado. Es una decisión que presupone la libertad de elegir y, al mismo tiempo, el valor de dejar algo, sabiendo que se alcanza la vida divina (cf. Mt 13, 44-46). Con este espíritu el Papa será el primero en atravesar la puerta santa en la noche del 24 al 25 de diciembre de 1999. Al cruzar su umbral mostrará a la Iglesia y al mundo el Santo Evangelio, fuente de vida y de esperanza para el próximo tercer milenio. A través de la puerta santa, simbólicamente más grande por ser final de un milenio [13], Cristo nos introducirá más profundamente en la Iglesia, su Cuerpo y Esposa. Comprendemos así la riqueza de significado que tiene la llamada del apóstol Pedro cuando escribe que, unidos a Cristo, también nosotros, como piedras vivas, entramos «en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios» (1 P 2, 5).

9. Otro signo característico, muy conocido entre los fieles, es la indulgencia, que es uno de los elementos constitutivos del Jubileo. En ella se manifiesta la plenitud de la misericordia del Padre, que sale al encuentro de todos con su amor, manifestado en primer lugar con el perdón de las culpas. Ordinariamente Dios Padre concede su perdón mediante el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación [14]. En efecto, el caer de manera consciente y libre en pecado grave separa al creyente de la vida de la gracia con Dios y, por ello mismo, lo excluye de la santidad a la que está llamado. La Iglesia, habiendo recibido de Cristo el poder de perdonar en su nombre (cf. Mt 16, 19; Jn 20, 23), es en el mundo la presencia viva del amor de Dios que se inclina sobre toda debilidad humana para acogerla en el abrazo de su misericordia. Precisamente a través del ministerio de su Iglesia, Dios extiende en el mundo su misericordia mediante aquel precioso don que, con nombre antiguo, se llama «indulgencia».

El sacramento de la Penitencia ofrece al pecador la «posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación» [15], obtenida por el sacrificio de Cristo. Así, es introducido nuevamente en la vida de Dios y en la plena participación en la vida de la Iglesia. Al confesar sus propios pecados, el creyente recibe verdaderamente el perdón y puede acercarse de nuevo a la Eucaristía, como signo de la comunión recuperada con el Padre y con su Iglesia. Sin embargo, desde la antigüedad la Iglesia ha estado siempre profundamente convencida de que el perdón, concedido de forma gratuita por Dios, implica como consecuencia un cambio real de vida, una progresiva eliminación del mal interior, una renovación de la propia existencia. El acto sacramental debía estar unido a un acto existencial, con una purificación real de la culpa, que precisamente se llama penitencia. El perdón no significa que este proceso existencial sea superfluo, sino que, más bien, cobra un sentido, es aceptado y acogido.

En efecto, la reconciliación con Dios no excluye la permanencia de algunas consecuencias del pecado, de las cuales es necesario purificarse. Es precisamente en este ámbito donde adquiere relieve la indulgencia, con la que se expresa el «don total de la misericordia de Dios» [16]. Con la indulgencia se condona al pecador arrepentido la pena temporal por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa.

10. El pecado, por su carácter de ofensa a la santidad y a la justicia de Dios, como también de desprecio a la amistad personal de Dios con el hombre, tiene una doble consecuencia. En primer lugar, si es grave, comporta la privación de la comunión con Dios y, por consiguiente, la exclusión de la participación en la vida eterna. Sin embargo, Dios, en su misericordia, concede al pecador arrepentido el perdón del pecado grave y la remisión de la consiguiente «pena eterna».

En segundo lugar, «todo pecado, incluso venial, entraña apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio. Esta purificación libera de lo que se llama la “pena temporal” del pecado» [17], con cuya expiación se cancela lo que impide la plena comunión con Dios y con los hermanos.

Por otra parte, la Revelación enseña que el cristiano no está solo en su camino de conversión. En Cristo y por medio de Cristo la vida del cristiano está unida con un vínculo misterioso a la vida de todos los demás cristianos en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico. De este modo, se establece entre los fieles un maravilloso intercambio de bienes espirituales, por el cual la santidad de uno beneficia a los otros mucho más que el daño que su pecado les haya podido causar. Hay personas que dejan tras de sí como una carga de amor, de sufrimiento aceptado, de pureza y verdad, que llega y sostiene a los demás. Es la realidad de la «vicariedad», sobre la cual se fundamenta todo el misterio de Cristo. Su amor sobreabundante nos salva a todos. Sin embargo, forma parte de la grandeza del amor de Cristo no dejarnos en la condición de destinatarios pasivos, sino incluirnos en su acción salvífica y, en particular, en su pasión. Lo dice el conocido texto de la carta a los Colosenses: «Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (1, 24).

Esta profunda realidad está admirablemente expresada también en un pasaje del Apocalipsis, en el que se describe la Iglesia como la esposa vestida con un sencillo traje de lino blanco, de tela resplandeciente. Y san Juan dice: «El lino son las buenas acciones de los santos» (19, 8). En efecto, en la vida de los santos se teje la tela resplandeciente, que es el vestido de la eternidad.

Todo viene de Cristo, pero como nosotros le pertenecemos, también lo que es nuestro se hace suyo y adquiere una fuerza que sana. Esto es lo que se quiere decir cuando se habla del «tesoro de la Iglesia», que son las obras buenas de los santos. Rezar para obtener la indulgencia significa entrar en esta comunión espiritual y, por tanto, abrirse totalmente a los demás. En efecto, incluso en el ámbito espiritual nadie vive para sí mismo. La saludable preocupación por la salvación de la propia alma se libera del temor y del egoísmo sólo cuando se preocupa también por la salvación del otro. Es la realidad de la comunión de los santos, el misterio de la «realidad vicaria», de la oración como camino de unión con Cristo y con sus santos. Él nos toma consigo para tejer juntos la blanca túnica de la nueva humanidad, la túnica de tela resplandeciente de la Esposa de Cristo.

Esta doctrina sobre las indulgencias enseña, pues, en primer lugar «lo malo y amargo que es haber abandonado a Dios (cf. Jr 2, 19). Los fieles, al ganar las indulgencias, advierten que no pueden expiar con solas sus fuerzas el mal que al pecar se han infligido a sí mismos y a toda la comunidad, y por ello son movidos a una humildad saludable» [18]. Además, la verdad sobre la comunión de los santos, que une a los creyentes con Cristo y entre sí, nos enseña lo mucho que cada uno puede ayudar a los demás —vivos o difuntos— para estar cada vez más íntimamente unidos al Padre celestial.

Apoyándome en estas razones doctrinales e interpretando el maternal sentir de la Iglesia, dispongo que todos los fieles, convenientemente preparados, puedan beneficiarse con abundancia, durante todo el Jubileo, del don de la indulgencia, según las indicaciones que acompañan esta Bula (ver decreto adjunto).

11. Estos signos ya forman parte de la tradición de la celebración jubilar. El Pueblo de Dios ha de abrir también su mente para reconocer otros posibles signos de la misericordia de Dios que actúa en el Jubileo. En la Carta apostólica Tertio millennio adveniente he indicado algunos que pueden servir para vivir con mayor intensidad la gracia extraordinaria del Jubileo [19]. Los recuerdo ahora brevemente.

Ante todo, el signo de la purificación de la memoria, que pide a todos un acto de valentía y humildad para reconocer las faltas cometidas por quienes han llevado y llevan el nombre de cristianos.

El Año Santo es por su naturaleza un momento de llamada a la conversión. Esta es la primera palabra de la predicación de Jesús que, significativamente, está relacionada con la disponibilidad a creer: «Convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 15). Este imperativo presentado por Cristo es consecuencia de ser conscientes de que «el tiempo se ha cumplido» (Mc 1, 15). El cumplimiento del tiempo de Dios se entiende como llamada a la conversión. Ésta es, por lo demás, fruto de la gracia. Es el Espíritu el que empuja a cada uno a «entrar en sí mismo» y a sentir la necesidad de volver a la casa del Padre (cf. Lc 15, 17-20). Así pues, el examen de conciencia es uno de los momentos más determinantes de la existencia personal. En efecto, en él todo hombre se pone ante la verdad de su propia vida, descubriendo así la distancia que separa sus acciones del ideal que se ha propuesto.

La historia de la Iglesia es una historia de santidad. El Nuevo Testamento afirma con fuerza esta característica de los bautizados: son «santos» en la medida en que, separados del mundo que está sujeto al Maligno, se consagran al culto del único y verdadero Dios. Esta santidad se manifiesta tanto en la vida de los muchos Santos y Beatos reconocidos por la Iglesia, como en la de una inmensa multitud de hombres y mujeres no conocidos, cuyo número es imposible calcular (cf. Ap 7, 9). Su vida atestigua la verdad del Evangelio y ofrece al mundo el signo visible de la posibilidad de la perfección. Sin embargo, se ha de reconocer que en la historia hay también no pocos acontecimientos que son un antitestimonio en relación con el cristianismo. Por el vínculo que une a unos y otros en el Cuerpo místico, y aún sin tener responsabilidad personal ni eludir el juicio de Dios, el único que conoce los corazones, somos portadores del peso de los errores y de las culpas de quienes nos han precedido. Además, también nosotros, hijos de la Iglesia, hemos pecado, impidiendo así que el rostro de la Esposa de Cristo resplandezca en toda su belleza. Nuestro pecado ha obstaculizado la acción del Espíritu Santo en el corazón de tantas personas. Nuestra poca fe ha hecho caer en la indiferencia y alejado a muchos de un encuentro auténtico con Cristo.

Como Sucesor de Pedro, pido que en este año de misericordia la Iglesia, persuadida de la santidad que recibe de su Señor, se postre ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos. Todos han pecado y nadie puede considerarse justo ante Dios (cf. 1 Re 8, 46). Que se repita sin temor: «Hemos pecado» (Jr 3, 25), pero manteniendo firme la certeza de que «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rm 5, 20).

El abrazo que el Padre dispensa a quien, habiéndose arrepentido, va a su encuentro, será la justa recompensa por el humilde reconocimiento de las culpas propias y ajenas, que se funda en el profundo vínculo que une entre sí a todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo. Los cristianos están llamados a hacerse cargo, ante Dios y ante los hombres que han ofendido con su comportamiento, de las faltas cometidas por ellos. Que lo hagan sin pedir nada a cambio, profundamente convencidos de que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rm 5, 5). No dejará de haber personas ecuánimes capaces de reconocer que en la historia del pasado y del presente se han producido y se producen frecuentemente casos de marginación, injusticia y persecución en relación con los hijos de la Iglesia.

Que en este año jubilar nadie quiera excluirse del abrazo del Padre. Que nadie se comporte como el hermano mayor de la parábola evangélica que se niega a entrar en casa para hacer fiesta (cf. Lc 25, 25-30). Que la alegría del perdón sea más grande y profunda que cualquier resentimiento. Obrando así, la Esposa aparecerá ante los ojos del mundo con el esplendor de la belleza y santidad que provienen de la gracia del Señor. Desde hace dos mil años, la Iglesia es la cuna en la que María coloca a Jesús y lo entrega a la adoración y contemplación de todos los pueblos. Que por la humildad de la Esposa brille todavía más la gloria y la fuerza de la Eucaristía, que ella celebra y conserva en su seno. En el signo del Pan y del Vino consagrados, Jesucristo resucitado y glorificado, luz de las gentes (cf. Lc 2, 32), manifiesta la continuidad de su Encarnación. Permanece vivo y verdadero en medio de nosotros para alimentar a los creyentes con su Cuerpo y con su Sangre.

Que la mirada, pues, esté puesta en el futuro. El Padre misericordioso no tiene en cuenta los pecados de los que nos hemos arrepentido verdaderamente (cf. Is 38, 17). Él realiza ahora algo nuevo y, en el amor que perdona, anticipa los cielos nuevos y la tierra nueva. Que se robustezca, pues, la fe, se acreciente la esperanza y se haga cada vez más activa la caridad, para un renovado compromiso de testimonio cristiano en el mundo del próximo milenio.

12. Un signo de la misericordia de Dios, hoy especialmente necesario, es el de la caridad, que nos abre los ojos a las necesidades de quienes viven en la pobreza y la marginación. Es una situación que hoy afecta a grandes áreas de la sociedad y cubre con su sombra de muerte a pueblos enteros. El género humano se halla ante formas de esclavitud nuevas y más sutiles que las conocidas en el pasado y la libertad continúa siendo para demasiadas personas una palabra vacía de contenido. Muchas naciones, especialmente las más pobres, se encuentran oprimidas por una deuda que ha adquirido tales proporciones que hace prácticamente imposible su pago. Resulta claro, por lo demás, que no se puede alcanzar un progreso real sin la colaboración efectiva entre los pueblos de toda lengua, raza, nación y religión. Se han de eliminar los atropellos que llevan al predominio de unos sobre otros: son un pecado y una injusticia. Quien se dedica solamente a acumular tesoros en la tierra (cf. Mt 6, 19), «no se enriquece en orden a Dios» (Lc 12, 21).

Así mismo, se ha de crear una nueva cultura de solidaridad y cooperación internacionales, en la que todos —especialmente los Países ricos y el sector privado— asuman su responsabilidad en un modelo de economía al servicio de cada persona. No se ha de retardar el tiempo en el que el pobre Lázaro pueda sentarse junto al rico para compartir el mismo banquete, sin verse obligado a alimentarse de lo que cae de la mesa (cf. Lc 16, 19-31). La extrema pobreza es fuente de violencias, rencores y escándalos. Poner remedio a la misma es una obra de justicia y, por tanto, de paz.

El Jubileo es una nueva llamada a la conversión del corazón mediante un cambio de vida. Recuerda a todos que no se debe dar un valor absoluto ni a los bienes de la tierra, porque no son Dios, ni al dominio o la pretensión de dominio por parte del hombre, porque la tierra pertenece a Dios y sólo a Él: «La tierra es mía, ya que vosotros sois para mí como forasteros y huéspedes» (Lv 25, 23). ¡Que este año de gracia toque el corazón de cuantos tienen en sus manos los destinos de los pueblos!

13. Un signo perenne, pero hoy particularmente significativo, de la verdad del amor cristiano es la memoria de los mártires. Que no se olvide su testimonio. Ellos son los que han anunciado el Evangelio dando su vida por amor. El mártir, sobre todo en nuestros días, es signo de ese amor más grande que compendia cualquier otro valor. Su existencia refleja la suprema palabra pronunciada por Jesús en la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). El creyente que haya tomado seriamente en consideración la vocación cristiana, en la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya por la Revelación, no puede excluir esta perspectiva en su propio horizonte existencial. Los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo se caracterizan por el constante testimonio de los mártires.

Además, este siglo que llega a su ocaso ha tenido un gran número de mártires, sobre todo a causa del nazismo, del comunismo y de las luchas raciales o tribales. Personas de todas las clases sociales han sufrido por su fe, pagando con la sangre su adhesión a Cristo y a la Iglesia, o soportando con valentía largos años de prisión y de privaciones de todo tipo por no ceder a una ideología transformada en un régimen dictatorial despiadado. Desde el punto de vista psicológico, el martirio es la demostración más elocuente de la verdad de la fe, que sabe dar un rostro humano incluso a la muerte más violenta y que manifiesta su belleza incluso en medio de las persecuciones más atroces.

Inundados por la gracia del próximo año jubilar, podremos elevar con más fuerza el himno de acción de gracias al Padre y cantar: Te martyrum candidatus laudat exercitus. Ciertamente, éste es el ejército de los que «han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero» (Ap 7, 14). Por eso la Iglesia, en todas las partes de la tierra, debe permanecer firme en su testimonio y defender celosamente su memoria. Que el Pueblo de Dios, fortalecido en su fe por el ejemplo de estos auténticos paladines de todas las edades, lenguas y naciones, cruce con confianza el umbral del tercer milenio. Que la admiración por su martirio esté acompañada, en el corazón de los fieles, por el deseo de seguir su ejemplo, con la gracia de Dios, si así lo exigieran las circunstancias.

14. La alegría jubilar no sería completa si la mirada no se dirigiese a aquélla que, obedeciendo totalmente al Padre, engendró para nosotros en la carne al Hijo de Dios. En Belén a María «se le cumplieron los días del alumbramiento» (Lc 2, 6), y llena del Espíritu Santo dio a luz al Primogénito de la nueva creación. Llamada a ser la Madre de Dios, María vivió plenamente su maternidad desde el día de la concepción virginal, culminándola en el Calvario a los pies de la Cruz. Allí, por un don admirable de Cristo, se convirtió también en Madre de la Iglesia, indicando a todos el camino que conduce al Hijo.

Mujer del silencio y de la escucha, dócil en las manos del Padre, la Virgen María es invocada por todas las generaciones como «dichosa», porque supo reconocer las maravillas que el Espíritu Santo realizó en ella. Nunca se cansarán los pueblos de invocar a la Madre de la misericordia, bajo cuya protección encontrarán siempre refugio. Que ella, que con su hijo Jesús y su esposo José peregrinó hacia el templo santo de Dios, proteja el camino de todos los peregrinos en este año jubilar. Que interceda con especial intensidad en favor del pueblo cristiano durante los próximos meses, para que obtenga la abundancia de gracia y misericordia, a la vez que se alegra por los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de su Salvador.

Que la Iglesia alabe a Dios Padre en el Espíritu Santo por el don de la salvación en Cristo Señor, ahora y por siempre.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de noviembre, I domingo de Adviento, del año del Señor de 1998, vigésimo primero de mi Pontificado.

JOANNES PAULUS II


DISPOSICIONES PARA OBTENER

LA INDULGENCIA JUBILAR

Con el presente decreto, que da cumplimiento a la voluntad del Santo Padre expresada en la Bula para la convocación del Gran Jubileo del año 2000, la Penitenciaría Apostólica, en virtud de las facultades concedidas por el mismo Sumo Pontífice, determina la disciplina que se ha de observar para la obtención de la indulgencia jubilar.

Todos los fieles debidamente preparados pueden beneficiarse copiosamente del don de la indulgencia durante todo el Jubileo, según las disposiciones especificadas a continuación.

Teniendo presente que las indulgencias ya concedidas, sea de manera general sea por un rescripto especial, permanecen en vigor durante el Gran Jubileo, se recuerda que la indulgencia jubilar puede ser aplicada como sufragio por las almas de los difuntos. Con esta práctica se hace un acto de caridad sobrenatural, por el vínculo mediante el cual, en el Cuerpo místico de Cristo, los fieles todavía peregrinos en este mundo están unidos a los que ya han terminado su existencia terrena. Durante el año jubilar queda también en vigor la norma según la cual la indulgencia plenaria puede obtenerse solamente una vez al día [20].

Culmen del Jubileo es el encuentro con Dios Padre por medio de Cristo Salvador, presente en su Iglesia, especialmente en sus Sacramentos. Por esto, todo el camino jubilar, preparado por la peregrinación, tiene como punto de partida y de llegada la celebración del sacramento de la Penitencia y de la Eucaristía, misterio pascual de Cristo, nuestra paz y nuestra reconciliación: éste es el encuentro transformador que abre al don de la indulgencia para uno mismo y para los demás.

Después de haber celebrado dignamente la confesión sacramental, que de manera ordinaria, según el can. 960 del CIC y el can. 720, § 1 del CCEO, debe ser en su forma individual e íntegra, el fiel, una vez cumplidos los requisitos exigidos, puede recibir o aplicar, durante un prudente período de tiempo, el don de la indulgencia plenaria, incluso cotidianamente, sin tener que repetir la confesión. Conviene, no obstante, que los fieles reciban frecuentemente la gracia del sacramento de la Penitencia, para ahondar en la conversión y en la pureza de corazón [21]. La participación en la Eucaristía —necesaria para cada indulgencia— es conveniente que tenga lugar el mismo día en que se realizan las obras prescritas[22].

Estos dos momentos culminantes han de estar acompañados, ante todo, por el testimonio de comunión con la Iglesia, manifestada con la oración por las intenciones del Romano Pontífice, así como por las obras de caridad y de penitencia, según las indicaciones dadas más abajo. Estas obras quieren expresar la verdadera conversión del corazón a la que conduce la comunión con Cristo en los Sacramentos. En efecto, Cristo es la indulgencia y la «propiciación por nuestros pecados » (1 Jn 2, 2). El, infundiendo en el corazón de los fieles el Espíritu Santo, que es « el perdón de todos los pecados» [23], impulsa a cada uno a un filial y confiado encuentro con el Padre de la misericordia. De este encuentro surgen los compromisos de conversión y de renovación, de comunión eclesial y de caridad para con los hermanos.

Para el próximo Jubileo se confirma también la norma según la cual los confesores pueden conmutar, en favor de quienes estén legítimamente impedidos, tanto la obra prescrita como las condiciones requeridas [24]. Los religiosos y religiosas de clausura, los enfermos y todos aquellos que no puedan salir de su vivienda, podrán realizar, en vez de la visita a una determinada iglesia, una visita a la capilla de la propia casa; si ni siquiera esto les fuera posible, podrán obtener la indulgencia uniéndose espiritualmente a cuantos cumplen en el modo ordinario la obra prescrita, ofreciendo a Dios sus oraciones, sufrimientos y molestias.

Respecto a los requisitos necesarios, los fieles podrán obtener la indulgencia jubilar:

1) En Roma, haciendo una peregrinación a una de las Basílicas patriarcales, a saber: la Basílica de San Pedro en el Vaticano, la Archibasílica del Santísimo Salvador de Letrán, la Basílica de Santa María la Mayor o la de San Pablo Extramuros en la vía Ostiense, y participando allí con devoción en la Santa Misa o en otra celebración litúrgica como Laudes o Vísperas, o en un ejercicio de piedad (por ejemplo, el Vía Crucis, el Rosario mariano, el rezo del himno Akáthistos en honor de la Madre de Dios); también visitando, en grupo o individualmente, una de las cuatro Basílicas patriarcales y permaneciendo allí un cierto tiempo en adoración eucarística o en meditación espiritual, concluyendo con el «Padre nuestro», con la profesión de fe en cualquiera de sus formas legítimas y con la invocación a la Santísima Virgen María. En esta ocasión especial del Gran Jubileo, se añaden a las cuatro Basílicas patriarcales los siguientes lugares y con las mismas condiciones: la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén, la Basílica de San Lorenzo junto al cementerio Verano, el Santuario de la Virgen del Divino Amor y las Catacumbas cristianas [25].

2) En Tierra Santa, observando las mismas condiciones y visitando la Basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén, la Basílica de la Natividad en Belén o la Basílica de la Anunciación en Nazaret.

3) En las demás circunscripciones eclesiásticas, haciendo una peregrinación a la iglesia Catedral o a otras iglesias o lugares designados por el Ordinario y asistiendo allí con devoción a una celebración litúrgica o a otro tipo de ejercicio, como los indicados anteriormente para la ciudad de Roma; también visitando, en grupo o individualmente, la iglesia Catedral o un Santuario designado por el Ordinario, permaneciendo allí un cierto tiempo en meditación espiritual, concluyendo con el «Padre nuestro», con la profesión de fe en cualquiera de sus formas legítimas y con la invocación a la Santísima Virgen María.

4) En cada lugar, yendo a visitar por un tiempo conveniente a los hermanos necesitados o con dificultades (enfermos, encarcelados, ancianos solos, minusválidos, etc.), como haciendo una peregrinación hacia Cristo presente en ellos (cf. Mt 25, 34-36) y cumpliendo los requisitos espirituales acostumbrados, sacramentales y de oración. Los fieles querrán ciertamente repetir estas visitas durante el Año Santo, pudiendo obtener en cada una ellas la indulgencia plenaria, obviamente una sola vez al día.

La indulgencia plenaria jubilar podrá obtenerse también mediante iniciativas que favorezcan de modo concreto y generoso el espíritu penitencial, que es como el alma del Jubileo. A saber: absteniéndose al menos durante un día de cosas superfluas (por ejemplo, el tabaco, las bebida alcohólicas, ayunando o practicando la abstinencia según las normas generales de la Iglesia y las de los Episcopados) y dando una suma proporcionada de dinero a los pobres; sosteniendo con una significativa aportación obras de carácter religioso o social (especialmente en favor de la infancia abandonada, de la juventud con dificultades, de los ancianos necesitados, de los extranjeros en los diversos Países donde buscan mejores condiciones de vida); dedicando una parte conveniente del propio tiempo libre a actividades de interés para la comunidad u otras formas parecidas de sacrificio personal.

Roma, en la Penitenciaría Apostólica, 29 de noviembre de 1998, I domingo de Adviento.

William Wakefield Card. Baum
Penitenciario Mayor

Luigi de Magistris
Regente


[1] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.

[2] Cf. n. 1: AAS 71 (1979), 258.

[3] Cf. Juan Pablo II, Cart. ap. Redemptionis anno (20 de abril de 1984): AAS 76 (1984), 627.

[4] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 40.

[5] Cf. Juan Pablo II, Cart. ap. Tertio millennio adveniente, (10 de noviembre de 1994), 36: AAS 87 (1995), 28.

[6] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 41.

[7] Cf. nn. 39-54: AAS 87 (1995), 31-37.

[8] Cf. Conc. Ecum. Vat. II Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.4.

[9] Poemas dogmáticos, XXXI, Hymnus alias: PG 37, 510-511.

([10] Cf. Adversus Haereses, III, 17, PG 7, 930.

[11] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.

[12] Bula Antiquorum habet (22 de febrero de 1300): Bullarium Romanum III/2, p. 94.

[13] Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 33: AAS 87 (1995), 25.

[14] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et Paenitentia (2 de diciembre de 1984), 28-34: AAS 77 (1985), 250-273.

[15] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1446.

[16] Bula Aperite portas Redemptori (6 de enero de 1983), 8: AAS 75 (1983), 98.

[17] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1472.

[18] Pablo VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina (1 de enero de 1967), 9: AAS 59 (1967), 18.

[19] Cf. nn. 33.37.51: AAS (1995), 25-26; 29-30; 36.

[20] Cf. Enchiridion indulgentiarum, LEV 1986, norm. 21, § 1.

[21] Cf. ibid., norm. 23, §§ 1-2.

[22] Cf. ibid., norm. 23, § 3.

[23] «Quia ipse remissio omnium peccatorum»: Missale Romanum, Super oblata, Sabbato post Dominicam VII Paschae.

[24] Cf. Ench. indulg., norm. 27.

[25] Cf. Ench. indulg., conces. 14.



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