martes, 13 de febrero de 2001

EX QUO NONO (26 DE DICIEMBRE DE 1910)



Contexto:

Tomando como punto de partida y como marco para esta carta, un artículo escrito por un tal Príncipe Max, el santo Papa niega esencialmente, aunque de forma totalmente resumida y declarativa, todos los argumentos presentados en ese artículo anterior en apoyo de la propuesta de que los ortodoxos de la "Gran O" fueron la parte agraviada en el Gran Cisma, que los Papas estaban equivocados en una lista de puntos, doctrinales y eclesiológicos. Es decir, el Papa San Pío X no admite ningún espacio para el compromiso, que el lado católico de la "Gran C" podría tener la culpa o podría estar ligeramente equivocado, en algún punto. Para el Papa Pío X el asunto era sencillo. Los hermanos separados de las Iglesias ortodoxas y los ortodoxos no calcedonianos/orientales están equivocados en cada punto en disputa, así como en su conocimiento y comprensión de la historia, y por lo tanto, la unidad de la Iglesia requería (y requiere) que ambas familias de Iglesias cedan a Roma en cada cuestión pendiente.



CARTA APOSTÓLICA

EX QUO NONO

DEL SANTO PADRE

PÍO X

A los Arzobispos, Delegados Apostólicos de Bizancio en Grecia, Egipto, Mesopotamia, Persia, Siria y la India Oriental, en el que se rechaza cierto artículo sobre la cuestión del restablecimiento de la Unidad Católica de las Iglesias.


Venerables hermanos, salud y bendición apostólica.

Sería difícil decir cuánto han hecho los hombres santos desde los últimos años del siglo IX, cuando las naciones de Oriente empezaron a ser arrebatadas de la unidad de la Iglesia Católica, para que nuestros hermanos separados fueran restaurados a su seno. Más allá de todos los demás, los Sumos Pontífices, Nuestros Predecesores, en cumplimiento de su deber de proteger la fe y la unidad eclesiástica, no dejaron nada sin hacer, por medio de exhortaciones paternas, embajadas públicas y concilios solemnes, para eliminar esta gravísima disidencia que trajo amargo dolor a Occidente, pero a Oriente graves pérdidas. Los testigos de esto, para mencionar sólo algunos entre muchos, son Gregorio IX, Inocencio IV, Clemente IV, Gregorio X, Eugenio IV, Gregorio XIII y Benedicto XIV [1].

Pero nadie ignora el gran celo con que más recientemente Nuestro Predecesor de feliz memoria, León XIII, invitó a las naciones de Oriente a asociarse de nuevo a la Iglesia romana. "En cuanto a Nosotros", dijo, "para decir la verdad debemos confesar que el recuerdo mismo de la antigua gloria y de los incomparables méritos de los que puede presumir el Oriente son para Nosotros inexpresablemente dulces. Allí, en efecto, se encontraban la cuna de la redención humana y las primicias del cristianismo. Desde allí, como las corrientes de algún río real, se difundieron sobre el Occidente las riquezas de las inestimables bendiciones que se derivan para Nosotros del Evangelio de Jesucristo ... Mientras reflexionamos sobre estas cosas, Venerables Hermanos, en Nuestra mente, nada deseamos y anhelamos tanto como efectuar la restauración en todo el Oriente de la virtud y la grandeza del pasado. Y tanto más cuanto que los signos que, en el desarrollo de los acontecimientos humanos, aparecen allí de vez en cuando, dan motivos para esperar que los orientales, movidos por la gracia divina, vuelvan a reconciliarse con la Iglesia de Roma, de cuyo seno han estado separados durante tantos años" [2].

Tampoco Nosotros, como bien sabéis, Venerables Hermanos, estamos menos deseosos de que amanezca pronto el día por el que tan ardientemente han rezado tantos hombres santos, en el que el muro que durante tanto tiempo ha dividido a dos pueblos sea destruido hasta sus cimientos, y que éstos, envueltos en un solo abrazo de fe y caridad, florezca por fin la paz tan deseada, y haya un solo redil y un solo pastor [3].

Mientras estos eran Nuestros pensamientos, nos llegó un motivo de dolor por cierto artículo publicado en la nueva Revista Roma Oriente, titulado "Reflexiones sobre la cuestión de la Unión de las Iglesias". Porque, en efecto, este artículo está lleno de tantos errores, no sólo teológicos sino históricos, que difícilmente se podría hacer una recopilación mayor en tan pocas páginas.


Los errores del artículo

Y, ciertamente, de manera no menos imprudente que falsa, se hace un acercamiento en el artículo a la posición de que el dogma de la procesión del Espíritu Santo desde el Hijo de ninguna manera fluye de las palabras del Evangelio o es proporcionado por la creencia de los antiguos Padres. Con igual imprudencia se expresa la duda de si los dogmas sagrados del Purgatorio y la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María fueron sostenidos por los hombres santos de los primeros siglos. De nuevo, cuando el artículo llega a tratar de la Constitución de la Iglesia, tenemos, primero, una renovación del error condenado hace mucho tiempo por Nuestro Predecesor Inocencio X [4], por el cual San Pablo es considerado como un hermano totalmente igual a San Pedro.

En segundo lugar, y no menos erróneamente, se sugiere que en los primeros siglos la Iglesia Católica no estaba gobernada por una sola cabeza, es decir, una monarquía, y que la primacía de la Iglesia romana no se apoyaba en ningún argumento válido. El artículo tampoco deja intacta la doctrina católica de la Santísima Eucaristía, ya que se afirma con vehemencia que es admisible la opinión que sostienen los griegos de que las palabras de la consagración no producen su efecto si no se ha ofrecido antes la oración llamada "Epiclesis", aunque se sabe que la Iglesia no tiene poder alguno para tocar la sustancia de los Sacramentos. Igualmente inadmisible es la opinión de que la Confirmación dada por cualquier sacerdote puede ser considerada como válida [5].

Incluso a partir de este resumen de los errores contenidos en este artículo, comprenderéis fácilmente, Venerables Hermanos, la gravísima ofensa que se ha hecho a todos los que lo lean, y lo mucho que Nos hemos asombrado de que la enseñanza católica se pervierta tan gratuitamente con palabras abiertas, y de que muchos puntos históricos sobre las causas del Cisma de Oriente se distorsionen con demasiada precipitación de la verdad. En primer lugar, se acusa falsamente a los santos Papas Nicolás I y León IX de que gran parte de la responsabilidad del problema se debió al orgullo y la ambición del uno, y a las duras reprimendas del otro: como si la energía apostólica del primero en la defensa de los derechos más sagrados pudiera atribuirse al orgullo, o la persistencia del segundo en coaccionar a los malvados pudiera llamarse crueldad. Los principios de la historia también son pisoteados cuando esas santas expediciones llamadas Cruzadas son traducidas como empresas piratas, o, más grave aún, cuando los Pontífices romanos son culpados como si el celo con el que trataron de llamar a las naciones orientales a la unión con la Iglesia romana debiera ser atribuido a un deseo de poder, y no a una preocupación apostólica por la alimentación del rebaño de Cristo. También fue grande nuestro asombro por la afirmación en el mismo artículo de que los griegos en Florencia fueron forzados por los latinos a suscribir la unidad, y que el mismo pueblo fue inducido por falsos argumentos a recibir el dogma de la Procesión del Espíritu Santo del Hijo así como del Padre.

El artículo llega incluso a cuestionar, desafiando los hechos de la historia, si los Concilios Generales que se celebraron después de la secesión de los griegos, desde el Octavo hasta el del Vaticano, deben considerarse realmente oecuménicos, por lo que se propone una regla de una especie de unidad híbrida, según la cual en lo sucesivo cualquiera de las dos Iglesias sólo debe reconocer como legítimo lo que era su patrimonio común antes de la ruptura, guardando completo silencio sobre todo lo demás como adiciones superfluas y espurias.


Exhortación a los esfuerzos por la unidad

Hemos pensado que estas cosas deben ser señaladas a vosotros, Venerables Hermanos, no sólo para que sepáis que las proposiciones y teorías son rechazadas por Nosotros como falsas, temerarias y ajenas a la fe católica, sino también para que, en la medida en que esté en vuestro poder, os esforcéis en ahuyentar tan funesta pestilencia del pueblo confiado a vuestro cuidado, exhortando a todos a mantenerse firmes en la enseñanza aceptada y a no escuchar nunca ninguna otra, aunque la predique un ángel del cielo [6]. Al mismo tiempo, os rogamos encarecidamente que les hagáis comprender que no tenemos deseo más ardiente que el de que todos los hombres de buena voluntad ejerzan sin descanso todas sus fuerzas para que se obtenga más rápidamente la ansiada unidad, de modo que aquellas ovejas a las que la división mantiene separadas se unan en una sola profesión de fe católica bajo un solo pastor supremo. Y esto se conseguirá más fácilmente si se multiplican las oraciones fervientes al Espíritu Santo Paráclito, que "no es el Dios de la disensión, sino de la paz" [7]. Así se cumplirá la oración de Cristo que ofreció con gemidos antes de sufrir los peores tormentos, "para que todos sean uno como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti; para que ellos también sean uno en Nosotros" [8].

Por último, estén todos seguros de que el trabajo con este objeto será en vano si antes, y sobre todo, no sostienen la verdadera y entera fe católica tal como ha sido transmitida y consagrada en la Sagrada Escritura, la tradición de los Padres, el consentimiento de la Iglesia, los Concilios Generales y los decretos de los Sumos Pontífices. Vayan, pues, todos los que se esfuerzan por defender la causa de la unidad; vayan con el yelmo de la fe, asidos al ancla de la esperanza, e inflamados con el fuego de la caridad, a trabajar sin cesar en esta celestial empresa; y Dios, autor y amante de la paz, en cuyo poder están los tiempos y los momentos [9], apresurará el día en que las naciones de Oriente vuelvan regocijadas a la unidad católica, y unidas a la Sede Apostólica, después de desechar sus errores, entren en el puerto de la salvación eterna.


Sumisión del Príncipe Max

Esta carta, Venerables Hermanos, la haréis publicar después de haberla traducido diligentemente a la lengua vernácula del país que se os ha confiado. Y mientras, nos alegramos de informaros de que el amado autor de este artículo, que fue escrito por él de forma desconsiderada pero con buena fe, ha dado en Nuestra presencia su adhesión sincera y de corazón a las doctrinas expuestas en esta carta, y ha declarado su disposición a enseñar, rechazar y condenar hasta el final de su vida todo lo que enseña, rechaza y condena la Santa Sede Apostólica. 

Nosotros, con mucho amor en el Señor, impartimos la Bendición Apostólica como una garantía de los dones celestiales, y como un testimonio de Nuestra benevolencia.

Dado en San Pedro, Roma, el 26 de diciembre del año 1910, y octavo de Nuestro Pontificado.

Pío X


Notas:

[1] Const. "Nuper ad Nos", 16 de marzo de 1743, prescribe una nueva profesión de fe para los orientales.
[2] Alocución "Si fuit in re" del 13 de diciembre de 1880, a sus Eminencias los Cardenales en el Vaticano. "Acta", vol. 11. pág. 179, cf. también ep. Ap., "Praeclara Gratulationis", del 20 de junio de 1894, "Acta", vol. XIV. pags. 195.
[3] Juan X: 16
[4] Deer. Congr. Gen. S. E. y U. Inquis. 24 de enero de 1647.
[5] Cfr. Benedicto XIV, Const. "Etsi Pastoralis" para los ítalo-griegos, 26 de mayo de 1742.
[6] Gálatas I:8
[7] 1 Corintios XIV:33
[8] Juan XVII:21
[9] Hechos I:7


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