ENCICLICA
AMANTISSIMI REDEMPTORIS
DE SU SANTIDAD
PAPA PIO IX
A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y otros Ordinarios locales que tienen amistad y comunión con la Sede Apostólica.
El Papa Pío IX. Venerables hermanos, salud y bendición apostólica.
Tan grandes fueron la bondad y la benevolencia de Nuestro Amantísimo Redentor Jesucristo, el Hijo Unigénito de Dios, hacia la humanidad que, como bien sabéis, Venerables Hermanos, habiendo asumido la naturaleza humana, no sólo aceptó someterse a los más severos tormentos y sufrir la más cruel de las muertes en la cruz por nuestra salvación sino que quiso mantener su presencia eterna entre nosotros en el santísimo sacramento de su cuerpo y sangre para ser para nosotros, con infinito amor, guía y alimento, y garantizarnos, a su regreso al cielo a la derecha de Dios Padre, su presencia divina y un apoyo seguro de la vida espiritual.
No contento con habernos amado con una caridad tan sublime, propia de Dios, prodigando dones sobre dones, quiso extender aún más las riquezas de su amor hacia nosotros para que comprendiéramos plenamente que, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Pues al proclamarse Sacerdote eterno según el orden de Melquisedec, instituyó en la Iglesia católica un Sacerdocio perpetuo, y ese mismo Sacrificio lo ofreció él mismo una vez por todas, derramando en el altar de la cruz su preciosísima Sangre para redimir y librar a todo el género humano del yugo del pecado y de la esclavitud del demonio, paciendo las cosas del cielo y de la tierra, ordenó que se mantuviera en funcionamiento hasta el fin de los tiempos, y ordenó que se hiciera diariamente, diferenciándose sólo en el modo de la ofrenda, por medio del ministerio de los Sacerdotes, para que los saludables y superabundantes frutos de su pasión siguieran derramándose sobre los hombres.
En este sacrificio incruento de la Misa, que se cumple a través del admirable ministerio de los Sacerdotes, se ofrece así esa misma víctima que nos ha reconciliado con Dios Padre y que, conteniendo en sí mismo el legítimo poder de apaciguar, implorar y satisfacer, "vuelve a proponer misteriosamente la muerte del Unigénito, que una vez resucitado no muere más, y la muerte no tendrá más poder sobre Él; Por eso Él vive en sí mismo inmortal e incorruptible, pero se inmola de nuevo por nosotros en esta misteriosa ofrenda sagrada" [S. Gregor. M., Diálogo, lib. 4, cap. 58]. Es un sacrificio tan puro que ninguna indignidad o maldad de los oferentes puede disminuirlo en absoluto.
El Señor mismo, a través del divinamente inspirado Malaquías, predijo que este sacrificio sería grande entre las naciones y que se ofrecería puro en todas las partes del mundo, desde la salida hasta la puesta del sol (Ml 1:11). Es un sacrificio tan lleno de frutos que abarca la vida presente y futura.
Dios, reconciliado por este sacrificio, al conceder su gracia y el don del perdón, anula incluso las faltas más graves y, aunque gravemente ofendido por nuestros pecados, pasa de la ira a la misericordia y de la severidad del justo castigo a la clemencia. Por medio de este don se cancela la ofensa y la satisfacción de las penas temporales; por medio de él se puede llevar alivio a las almas de los muertos en Cristo que no están totalmente purificadas, y también se pueden alcanzar los bienes temporales siempre que no entren en conflicto con los espirituales. También a través de ella se exaltan debidamente el honor y el culto que se rinde a los santos y, en primer lugar, a la santísima Madre de Dios, la Virgen María.
Según la tradición recibida de los Apóstoles, ofrezcamos el divino sacrificio de la Misa "por la paz de todas las Iglesias, por la justa concordia del mundo; por los gobernantes, por los soldados, por los aliados, por los enfermos, por los afligidos, por todos los desamparados, por los muertos que aún están en el purgatorio, sostenidos por la firme esperanza de que la oración elevada en su favor será de gran beneficio mientras esté presente la santa y terrible Víctima" [San Cirilo, Catequesis. 23 Mystag. 5, De sacra Liturg.].
Como no hay nada más grande, nada más saludable, nada más santo, nada más divino que el sacrificio incruento de la Misa, por el que, a través de las manos de los Sacerdotes, se ofrece y se inmola a Dios el mismo cuerpo, la misma sangre, el mismo Dios y Señor Nuestro Señor Jesucristo, para la salvación de todos, la Santa Madre Iglesia, dotada del tesoro inagotable de su divino Esposo, nunca se descuidó de rodearlo con cuidado y atención, para que tan gran Misterio fuera realizado por sacerdotes con corazones de gran pureza y mundanidad, y fuera celebrado con un aparato externo de ceremonias y ritos tales que hicieran del culto una expresión de la grandeza y magnificencia del Misterio, para que los fieles fueran estimulados a contemplar las realidades divinas encerradas en tan admirable y venerable Sacrificio.
Con igual cuidado y solicitud, la misma piadosísima Madre no cesaba de amonestar, exhortar y convencer a sus fieles hijos para que asistieran con la mayor frecuencia posible a este divino Sacrificio, con las debidas predisposiciones de piedad, amor y devoción, recordándoles su preciso deber de asistir a él en cada fiesta de obligación, con la mente y los ojos devotamente puestos en aquel misterio del que fácilmente podrían extraer la misericordia divina y la abundancia de todos los bienes.
Y puesto que todo Sacerdote, elegido de entre los hombres, está destinado por los hombres a hacer todo lo que pertenece a Dios, a ofrecer dones y sacrificios por los pecados, en virtud de vuestro profundo conocimiento, Venerables Hermanos, sabéis bien que los pastores de almas están obligados a ofrecer el sacrosanto Sacrificio de la Misa por las almas que se les han confiado. Se trata de una obligación que, según las enseñanzas del Concilio Tridentino, procede de la propia ley divina. El Concilio recurre a palabras muy autorizadas y elocuentes para afirmar "que todos los encargados de la cura de almas están obligados, por disposición divina, a reconocer a sus ovejas y a ofrecer el sacrificio por ellas" [Concilio Tridentino, sess. 23, cap. 1, De Reformat].
Todos conocéis la Encíclica de Benedicto XIV, nuestro predecesor de feliz memoria, del 19 de agosto de 1744 [Carta Encíclica Cum semper oblatas] hablando larga y profundamente sobre esta obligación, y procediendo a precisar y confirmar el pensamiento de los Padres Tridentinos, para eliminar controversias, dudas y disquisiciones, estableció de manera clara e inequívoca que los párrocos y todos los encargados de la cura de almas deben ofrecer el Sacrificio de la Misa por las personas que les han sido confiadas todos los domingos y fiestas de precepto, incluso en aquellos que por su disposición, en muchas diócesis, habían sido eliminados de la lista de fiestas de precepto para permitir a esas personas dedicarse a trabajos serviles, sin perjuicio de la obligación de oír misa.
Nuestro corazón no se llena ciertamente de mediocre satisfacción, Venerables Hermanos, al leer los informes que nos han enviado a Nosotros y a esta Sede Apostólica en cumplimiento de una tarea específica de vuestro oficio pastoral, sobre la situación de vuestras diócesis. Son noticias que nos llenan de alegría. Pues aprendemos que todos los que tienen la cura de almas cumplen con su deber los domingos y demás días de precepto, y no omiten celebrar la misa por las personas que les han sido encomendadas. Pero también sabemos que en muchos lugares se ha convertido en costumbre entre los párrocos no cumplir con este deber en aquellos días de fiesta que en un tiempo, sobre la base de la Constitución de Urbano VIII, Nuestro Predecesor de feliz memoria [Urbano VIII, Constit. Universa per orbem, ibid., Septembr. 1642], debían ser considerados como días de obligación. Se comprueba que esta Sede Apostólica, acogiendo las motivadas peticiones de muchos sagrados Pastores y valorando las razones expuestas, no sólo disminuyó el número de días festivos de precepto para esos lugares con el fin de permitir a esas poblaciones dedicarse a los trabajos serviles, sino que también las eximió de la obligación de oír misa. Pero tan pronto como estas benévolas concesiones de la Santa Sede se hicieron públicas, inmediatamente los párrocos de muchas localidades, creyendo que habían sido relevados de la obligación de celebrar la misa para el pueblo, la abandonaron por completo. Como consecuencia, los párrocos de esas regiones adoptaron la costumbre de omitir la aplicación del Santísimo Sacrificio de la Misa para el pueblo en esos días, y fueron muchos los que se levantaron para defender tal costumbre.
Por ello, movidos por una profunda solicitud por el bien espiritual de todo el rebaño del Señor que nos ha sido confiado por voluntad divina, y profundamente apenados porque con tal omisión se está privando a los fieles de esas regiones de los mayores frutos espirituales, hemos decidido intervenir en un asunto de tan gran importancia, sabiendo muy bien que esta Sede Apostólica ha enseñado siempre que los párrocos están obligados a celebrar la misa para el pueblo incluso en los días festivos que ya no son santos.
Aunque los Romanos Pontífices Predecesores Nuestros, movidos por las insistentes peticiones de los Sagrados Pastores, por las múltiples y diversas necesidades de las comunidades de fieles y por las graves dificultades de los tiempos y de las situaciones locales, han decidido reducir el número de días de fiesta y, al mismo tiempo han concedido benévolamente a los fieles que se dediquen libremente a los trabajos serviles, sin la obligación de oír misa, sin embargo, Nuestros mismos Predecesores, al conceder tales indulgencias, pretendieron mantener intactas las disposiciones que prohibían, en los días mencionados, toda innovación en la ejecución habitual de los oficios divinos y de los ritos litúrgicos: todo debía llevarse a cabo de la misma manera que cuando todavía estaba en vigor la citada Constitución de Urbano VIII, por la que se decidían los días de precepto.
De todo esto, los párrocos podían deducir fácilmente que en esos días no podían quedar exentos de la obligación de aplicar la misa para el pueblo, porque éste es el componente esencial de los ritos, sobre todo teniendo en cuenta que los Rescriptos Pontificios deben ser aceptados e interpretados con absoluta fidelidad a su significado.
Hay que añadir que la Santa Sede, interrogada repetidamente sobre casos concretos relativos a este deber de los párrocos, nunca dejó de responder a través de sus Congregaciones, ya sea del Concilio, de Propaganda Fide, de los Sagrados Ritos, o incluso de la Sagrada Penitenciaría, y de precisar que los párrocos estaban sujetos a la obligación de aplicar la misa para los fieles incluso en aquellos días que habían sido retirados de los días de precepto.
Por lo tanto, habiendo sopesado con el mayor cuidado todas las circunstancias, y habiendo escuchado la opinión de muchos de Nuestros Venerables Hermanos Cardenales de la Santa Iglesia Romana de Nuestra Congregación encargados de defender e interpretar los Decretos Tridentinos, hemos decidido, Venerables Hermanos, escribiros esta Carta Encíclica para establecer una norma segura y definitiva que sea observada con escrupulosa diligencia por todos los párrocos. A tal fin, declaramos, establecemos y decretamos que los párrocos y los sacerdotes de la cura de almas deben celebrar y aplicar el sacrosanto sacrificio de la Misa por el pueblo que les ha sido confiado, no sólo en todos los domingos y demás días que aún se cuentan como días de precepto sino también en aquellas que por el indulto de esta Sede Apostólica han sido eliminadas de la lista de fiestas de precepto o transferidas, de la misma manera a la que estaban obligados todos los curadores de almas cuando la citada Constitución de Urbano VIII conservaba su plena vigencia, y las fiestas de precepto aún no habían sido reducidas y transferidas.
Con respecto a las fiestas transferidas, sólo se permite una excepción, a saber, cuando la solemnidad y el oficio respectivo se transfieren a un domingo. En este caso, los párrocos deben aplicar una sola misa para el pueblo, ya que se puede suponer que la misa, parte esencial del oficio divino, ha sido transferida junto con el mismo oficio.
Ahora, impulsados por el sentimiento de amor paternal en Nuestra alma, deseando devolver la tranquilidad a aquellos párrocos que, debido a la costumbre del pasado, descuidaron la celebración de la Misa para el pueblo en los días mencionados, concedemos la amplia absolución, en virtud de Nuestro Poder Apostólico, por todas las omisiones pasadas. Además, puesto que hay también sacerdotes encargados de la cura de almas que han obtenido de esta Sede Apostólica un indulto específico de reducción, como se llama, concedemos que lo disfruten dentro de los límites definidos por el mismo indulto y mientras ejerzan el oficio de párroco en las parroquias gobernadas y administradas en la actualidad.
Mientras decretamos y concedemos, nos sostiene la firme esperanza, Venerables Hermanos, de que los párrocos, inflamados por un compromiso y un amor a las almas aún mayores, sentirán el orgullo de cumplir, con suprema diligencia y plena devoción, esta obligación de aplicar la Misa por el pueblo, teniendo en cuenta seriamente la sobreabundante cosecha de favores y dones celestiales que, por la aplicación de este incruento y divino Sacrificio, se derrama sobre el pueblo cristiano confiado a su cuidado.
Siendo plenamente conscientes, sin embargo, de que pueden surgir casos concretos en los que, debido a las dificultades particulares del momento, los párrocos deban ser eximidos de esta obligación, queremos informaros de que para obtener los relativos indultos es necesario dirigirse exclusivamente a Nuestra Congregación del Concilio, salvo los casos reservados a Nuestra Congregación de Propaganda Fide, habiendo delegado las facultades oportunas en ambas Congregaciones.
No dudamos, Venerables Hermanos, que en virtud de vuestra admirable solicitud episcopal y sin interponer ninguna demora, daréis a conocer escrupulosamente a todos y cada uno de los párrocos de vuestras diócesis lo que en esta Nuestra Carta, por Nuestra suprema potestad, confirmamos, decretamos de nuevo, queremos, mandamos y disponemos sobre la obligación de aplicar el sagrado Sacrificio de la Misa por el pueblo que se les ha confiado. También estamos muy seguros de que activareis plenamente vuestra vigilancia, para que aquellos que están en la cura de almas también cumplan diligentemente esta parte de su deber y observen escrupulosamente lo que hemos decretado en esta Nuestra Carta.
Es Nuestro deseo que una copia de esta Carta se conserve a perpetuidad en los archivos episcopales de todas vuestras Curias.
Como bien sabéis, Venerables Hermanos, que en el sagrado Sacrificio de la Misa se encierra una gran oportunidad para enseñar al pueblo cristiano, no dejéis nunca de dirigir exhortaciones apremiantes, en primer lugar a los párrocos, a los que se dedican a la predicación de la palabra divina y a los que tienen encomendada la tarea de instruir al pueblo cristiano para que, de manera cuidadosa y precisa exponer e ilustrar a los fieles la importancia, la majestuosidad, la grandeza, el fin y el fruto de tan grande y admirable Sacrificio, y al mismo tiempo exhortar y encender a los fieles a asistir a él lo más frecuentemente posible con la fe, la devoción y la piedad dignas de este Sacrificio, a fin de procurarse la misericordia divina y toda gracia que necesitan.
No dejéis de trabajar con viva solicitud para que los sacerdotes de vuestras diócesis sobresalgan en la integridad de las costumbres, en la seriedad, en la rectitud y en la santidad, como corresponde a quienes han recibido el poder de consagrar la Hostia divina y de realizar tan santo y tremendo Sacrificio. Dirigíos también, con apremiantes amonestaciones y exhortaciones, a todos los que están dando sus primeros pasos en el divino Sacerdocio, para que, meditando seriamente en el ministerio que han recibido en el Señor, lo cumplan, y, teniendo siempre presente la dignidad y el poder celestial con que están investidos, se adornen con el esplendor de todas las virtudes y el valor de la sagrada doctrina; vuelvan su mente con convicción al culto, a las cosas divinas y a la salvación de las almas; mostrándose como una hostia viva y santa entregada al Señor, y testigos vivos de la Pasión de Jesús, ofrezcan a Dios, como corresponde, con manos puras y corazón mundano, la Víctima de expiación para su propia salvación y la del mundo entero.
Por último, nada nos complace más, Venerables Hermanos, que aprovechar esta ocasión para aseguraros una vez más y confirmaros con todo el afecto con el que os abrazamos a todos en el Señor y, al mismo tiempo, os animamos para que todos afrontéis vuestra gravísima tarea pastoral con mayor ardor, sin vacilaciones ni lapsos de celo, y proveáis con la más viva pasión a la salvación y seguridad de vuestras amadas ovejas.
Estad seguros de que estamos plenamente dispuestos a realizar, con viva alegría, todo lo que resulte útil para procurar el mayor bien para vosotros y para vuestras Diócesis. Mientras tanto, como auspicio de todos los favores celestiales y testimonio de Nuestra más viva benevolencia, recibid la Bendición Apostólica que os impartimos con el más profundo afecto a vosotros, Venerables Hermanos, a todos los Clérigos y a los Fieles confiados al cuidado de cada uno de vosotros.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 3 de mayo de 1858, duodécimo año de Nuestro Pontificado.
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