jueves, 10 de marzo de 2011
LA NUEVA RELIGIÓN
Ideología y religión – Occidente y sus dos religiones – La fe en el progreso – Avatares de la nueva fe – La nueva y la vieja fe – El cisma (derecha e izquierda, intelectuales y comerciantes) – Siglo XX – Los hermanos separados – Los nuevos poderes – La situación actual – Epílogo angustiado.
Por el Dr. Aníbal D´Angelo Rodríguez
Ideología y religión: Dos sentidos de “ideología”
La palabra “ideología” tiene en su contra un dudoso origen y una embrollada historia.
En definitiva, quiere decir tantas cosas que termina por no decir bien ninguna. En muchos ambientes intelectuales (los que hoy predominan), se usa con el sentido que le dio MARX: un conjunto de ideas que expresan una esfera de dominación. O sea, intereses de clase revestidos de ideas para disimular su auténtica consistencia. En esta versión, la ideología es todo sistema de pensamiento que enmascara su realidad mediante un mecanismo de engaño.
En definitiva, una pantalla del poder de clase.
En los círculos de pensamiento tradicional, la ideología es algo distinto. Se trata simplemente de un sustitutivo de la religión, un conjunto sistemático de ideas que pretende cumplir el papel que estas (las religiones) tienen en la sociedad (1).
Por lo pronto, hay que hacer notar que, acotado así el significado de la palabra, hay una sola ideología: la que surgió en el siglo XVIII en Occidente y que suele identificarse con estos sinónimos que utilizaremos indistintamente en esta exposición: iluminismo, ilustración o progresismo.
La palabra “modernismo”, que también algunas veces se usa, está más bien referida a derivaciones –en el terreno literario y teológico– del fenómeno central.
COMTE
La peripecia de AUGUSTO COMTE es ilustrativa de los vínculos entre la ideología y la religión en el comienzo mismo de la aparición de aquella. Como es sabido, COMTE fue el primer sistematizador de lo que va a llamarse “saber sociológico”, es decir, una forma de búsqueda ya no de la verdad, sino de la forma en que funcionan las cosas.
No es que en el pensamiento antiguo y medieval faltaran reflexiones de ese tipo, pero ahora pretenderían ser el modo único de conocer.
Se recordará que COMTE reconocía tres estadios sucesivos de conocimiento: el mágico, el metafísico y el positivo o científico. De modo que el razonamiento filosófico –la búsqueda de la verdad– pasaba a ser una etapa superada.
Saber era ahora, como en las ciencias duras, comprender cómo funcionan las cosas y, por ello, poder manipularlas. Como en la famosa frase baconiana, el saber implicaba poder.
Conviene recordar que esta posición era la que había adoptado ya DESCARTES un siglo y medio antes que COMTE(2): “Tan pronto adquirí algunas nociones generales relativas a la física (…) observé hasta dónde pueden conducir y cuánto difieren de los principios de que se ha hecho uso hasta ahora (…) me hicieron ver que es posible llegar a conocimientos que sean muy útiles para la vida y que en lugar de esa filosofía especulativa que se enseña en las escuelas es posible encontrar una práctica mediante la cual (…) [podríamos] convertirnos en una especie de dueños y poseedores de la naturaleza”. Meridianamente claro y absolutamente coincidente con COMTE: el rechazo, como algo perimido, de la metafísica, la presentación de la ciencia (la física) como el nuevo modo de conocimiento y, sobre todo, la validación de ese nuevo conocimiento por su utilidad.
Según COMTE las sociedades necesitan una religión para su existencia normal, y él se propuso crear una, de la que se consideró pontífice.
Sin embargo, lo más interesante de la posición de COMTE para nuestro razonamiento, es la conclusión a la que llegó en la última etapa de su pensamiento. Advirtió que, consideradas como un conjunto estable de elementos, las sociedades necesitan una religión. Obsérvese bien: no se trataba de que fuera conveniente u oportuno tener una religión.
Era necesario para su misma existencia normal.
Religión: etimología y significado
Como es sabido, hay dos etimologías posibles de la palabra religión. Según la primera, la menos probable, el vocablo viene de “re-ligo”, volver a conectarse y apunta a la conexión del hombre con Dios. Pero la etimología más probable es la que se vincula con la palabra latina “religio” que significaba “escrúpulo, delicadeza” y de la que salió también “negligencia” (nec-ligio) que es lo contrario, es decir, la falta de escrúpulo y delicadeza. De allí, por ejemplo, la expresión “pagar religiosamente una deuda”, que es tanto como decir pagarla con cuidado, considerando la obligación con seriedad.
Según esta etimología, lo religioso no se refiere a la relación con Dios, sino a una actitud humana que atiende más bien a la seriedad y la profundidad con que se encara un asunto. En clave sociológica, pues, lo religioso alude al meollo más íntimo de una sociedad, a su forma de entenderse a sí misma, a su actitud frente a los otros, frente a la naturaleza y a las cosas.
Así lo entendió COMTE, quien, no contento con analizar la cuestión intelectualmente, se propuso crear una nueva religión. Su razonamiento era impecable dentro de los supuestos en los que se movía. Tenemos una sociedad, la Occidental, con una religión perimida por fundarse en una visión metafísica del mundo. Lo lógico es, entonces, reemplazarla con otra religión fundada en la nueva visión científica.
De ese modo nació la Religión de la Humanidad que sin ningún pudor inventó AUGUSTO COMTE y en la que modestamente se reservó el lugar del Pontífice. Y, aunque parezca mentira, el nuevo credo tuvo una larga historia, dejó sus huellas en algunas zonas de lo que entonces se llamaba Indochina (y hoy conocemos como Vietnam) y terminó escribiendo su lema en la bandera brasileña por obra de algunos constituyentes positivistas. Pero el interés que la cosa tiene para nosotros no son estas anécdotas de supervivencia sino el que la fallida religión de COMTE fue el primer intento de conformar una nueva religión dentro de los parámetros de la modernidad.
Occidente y sus dos religiones
¿Qué pasó con las creencias de Occidente durante la modernidad? Se trata de un proceso que ha sido definido muchas veces en términos comtianos (el reemplazo de una teología, la cristiana, por el conocimiento científico) o como la irrupción de una herejía: la “última” (3). Pero pocas veces se ha descrito como la emergencia lisa y llana de una nueva religión.
La pregunta es, entonces, ¿es la ciencia que irrumpe en Occidente con la modernidad una nueva religión que viene a reemplazar a la cristiana? La respuesta exige el mayor de los cuidados y el rechazo de las fórmulas fáciles.
Filiación de la ciencia. Comencemos por recordar que “eso” que hoy llamamos ciencia no es hijo directo de la modernidad sino de Occidente. Nadie puede dudar de que hubo conocimientos de tipo científico en muchas civilizaciones.
Pero, por alguna causa, esos conocimientos llegaban a un punto determinado y abortaban. Sólo en Occidente se instaló una “red” de conocimientos que abarcara todos los aspectos de lo real y que se mantuviera durante siglos apoyada en un enorme concierto de instituciones: universidades, laboratorios, academias, publicaciones, etcétera.
Una posible solución a este enigma (¿por qué en Occidente?) la da el benedictino STANLEY KAKI (4). Este señala que la concepción del mundo cristiano, con un Dios creador que ponía su racionalidad en la naturaleza, es la que explica la suerte de la ciencia en Occidente y el bloqueo de las civilizaciones antiguas por su panteísmo que no distingue entre Dios y la naturaleza. Si a ello se agrega la adopción por Occidente del raciocinio griego y el activismo germánico, siempre ávido de más y más, se tendrá una clave posible para esta pregunta. Lo cierto es que NEWTON en sus Principia (1687) dice expresamente que buscaba en la naturaleza las leyes que Dios había puesto en ella.
No hay conflicto entre fe y ciencia, sino que la segunda nace de la primera. Si la “prueba” del conflicto fue un caso único como el de GALILEO, no es creíble presentarlo como una constante en la civilización cristiana.
Es decir que, en esta primerísima aproximación, no sólo no parece haber conflicto entre la fe y la ciencia sino que, por el contrario, la segunda nace de la primera. Sin embargo, no puede ocultarse que ese conflicto va a insinuarse desde el primer momento. No nos referimos al manido asunto de Galileo. Tal como lo maneja la divulgación histórica anticristiana, lo único que destaca es que se trató de un conflicto único, a pesar de lo cual se repite incansablemente como “prueba” de una incompatibilidad difícil de creer si en tantos siglos desembocó en un solo caso puntual y si se omiten los innumerables ejemplos de científicos católicos desde Pasteur a Mendel.
No, la cuestión estaba en otro lado. La ciencia, que irrumpió en Occidente desde mucho tiempo antes que Galileo, comenzaba a armar un esquema de la realidad que, en rigor, no corregía en nada sustancial los dogmas cristianos, pero proporcionaba un nuevo punto de vista sobre la realidad.
Cuando, a principios del siglo XIX, Laplace conteste la pregunta de Napoleón sobre Dios con su famoso “Sire, nous n’avons pas besoin de cette hypothese” (“Señor, no necesitamos esa hipótesis”), está levantando el banderín de una nueva actitud que no está basada en la ciencia sino en algo por completo distinto: en el cientificismo, el cual consiste en la afirmación, imposible de probar, de que no hay otro modo de conocimiento válido más que la ciencia (5).
El momento clave de lo que sucede en Occidente es el siglo XVIII. En los anteriores, la ciencia ha comenzado a construir su formidable andamiaje de conocimientos, ha comenzado también a dotar al hombre común de explicaciones para todos los fenómenos que lo afectan. ¿Qué hacer frente a una tormenta eléctrica: invocar a Santa Bárbara o enarbolar un pararrayos? A propósito he puesto esta tonta alternativa porque muestra, con su ingenua apariencia, lo que está pasando.
En rigor, no hay incompatibilidad de fondo entre los nuevos conocimientos y las viejas tradiciones. Unos y otros se albergan en sectores distintos de la realidad. La ciencia, por cierto, no puede probar nada decisivo que corrija la visión cristiana del mundo. Caerán, por cierto, supersticiones agregadas espuriamente a la fe –las brujas por ejemplo–. Pero la Iglesia tiene que alegrarse de poder limpiar esa ganga. No hay, no debería haber, conflicto de fondo.
Es que, en efecto, el problema no es la ciencia sino la nueva religión que está naciendo, la que va a incorporar a la ciencia en su visión cientificista.
La fe en el progreso
Lo que va a pasar en el siglo XVIII no es la aparición de la idea del progreso. Lo decisivo es que una parte importante de las clases intelectuales europeas van a adquirir una fe en el progreso. Nunca se insistirá bastante en este aspecto de la cuestión: creer en que un progreso, de cualquier clase o consistencia, es posible, nada tiene de objetable.
Lo que cambia la cuestión y la convierte en el comienzo de una religión es la certeza de que el progreso se realizará.
Hay cien textos que lo aseguran (6). Por ejemplo, el de CONDORCET, que en 1795 escribe (Boceto de una imagen histórica del progreso del espíritu humano): “La perfectibilidad del hombre es verdaderamente indefinida (…) (El) progreso no podrá ser nunca detenido ni nada podrá hacerlo volver atrás”.
Se ha dado un salto gigantesco. La experiencia europea de los tres siglos transcurridos desde el XVI hasta el XVIII, la experiencia de un real progreso de las ciencias; se ha convertido en una fe poderosa que parece contar con “pruebas” (las que surgen de laboratorios y aulas) indiscutibles.
Sin embargo, esas “pruebas” no prueban más que un progreso ha tenido lugar, no que el progreso tiene que producirse. Se ha dado un salto que implica dejar de moverse en el mundo de las ideas científicas y penetrar en el de la religión. No hay modo alguno de tener certeza racional sobre el futuro. El futuro es, por su misma naturaleza, una incógnita, y mucho más si se renuncia a Dios. Porque el único lugar en el que puede residir la certeza sobre el futuro es en la mente de un Dios omnisapiente, el cual puede hacer conocer por medio de sus Profetas fragmentos de ese futuro que El conoce. Pero si no hay Dios –o si éste es la pálida versión del deísmo–, entonces no hay profetas.
Y si no hay profetas, entonces el futuro es una página en blanco que sólo el transcurso del tiempo revelará.
Sin embargo, estos nuevos profetas, los iluministas, quieren arrojar a las tinieblas exteriores la idea de Dios vigente en Occidente pero reservarse una de sus potestades: la de conocer el futuro. No es, en verdad, la única. La segunda adquisición de los progresistas es tan importante como la primera. No pueden ignorar la debilidad y pequeñez del hombre. No pueden (no quieren) imaginar a Dios. Entonces inventará un dios sustituto, a mitad de camino entre el hombre y el Dios verdadero: “la humanidad”.
Aquí vendrá también la realidad del tiempo en su ayuda: a fines del siglo XVIII, el mundo entero es conocido y se han trazado mapas ya muy exactos de la Tierra. La noción de una “humanidad” por encima de los particularismos locales es perfectamente accesible a los europeos educados. La cosa está allí, es cuestión de dotarla de una historia y un futuro. Creer en el progreso equivale también a creer en la humanidad como el sujeto de la historia humana.
En ambos casos, hay un inconveniente que sólo se supera con la fe. El progreso es un acontecimiento futuro y la humanidad no existe sino como una entelequia. Se conoce la historia de la China y la de Gran Bretaña. La de la humanidad está por escribirse. Cuando a fines del siglo XVII Andreas Cellarius inventó las edades de una historia de la humanidad (antigua, media, moderna), no hizo sino proyectar sobre el conjunto de los hombres fechas que pertenecían a Occidente.
Así estaban las cosas. Lo que los “filósofos” iluministas iban tejiendo era una noción del progreso que realizaría la Humanidad. Pero ¿en qué consistía el progreso? Como es sabido, el documento que sintetiza los afanes del siglo XVIII es la famosa Enciclopedia de las Ciencias y de las artes. Si se recuerda que “artes” expresaba por entonces aproximadamente lo que hoy entendemos por “técnicas”, se comprenderá el contenido del progreso. Se trata exactamente de lo que había avizorado DESCARTES a principios del XVII: un nuevo estilo de conocimiento y la posibilidad de extraer de él conclusiones útiles que lleven a la humanidad a actuar como “dueña y poseedora” de la Naturaleza.
Ya está armado el Credo básico de la nueva fe: la humanidad llegará a conocerlo todo y, por ende, a dominarlo todo. Podría objetarse que hayamos reemplazado “la naturaleza” por “todo”. Pero, en la visión de la nueva fe, lo sobrenatural no existe. Conocer la naturaleza y dominarla es conocer y dominar todo.
Avatares de la nueva fe
En otro lugar he tratado de explicar que una religión es también un sujeto histórico y que conocer su desarrollo en el tiempo es imprescindible para comprenderla.
Así, las decisiones que se tomaron en los primeros siglos del cristianismo fueron fundamentales para definir la fe cristiana: la ruptura con el judaísmo, la adopción del pensamiento greco-romano y la lucha contra las herejías (7).
Del mismo modo, la nueva religión progresista tendrá un desarrollo temporal que le irá agregando elementos importantes y matices diferenciales. Por lo pronto, la revolución francesa le añadirá los conceptos básicos de su proyecto sociopolítico.
El proyecto político como moral iluminista
Antes de analizarlo, conviene meditar en esta particularidad única de la fe iluminista: la inclusión entre sus dogmas de un proyecto sociopolítico. Normalmente, una religión debería contener tres partes: un dogma que explique el mundo, una moral que deduzca del dogma las reglas del comportamiento de los hombres y una liturgia que contemple las formas de culto (volveremos más adelante sobre estos aspectos).
En verdad, la religión católica es la única que cumple cabalmente con esta estructura. En las demás, uno u otro aspecto suelen estar poco desarrollados o no guardar relación lógica ente sí. Pero lo que ciertamente falta en todas las religiones es un pronunciamiento dogmático sobre cuestiones políticas.
¿Por qué el iluminismo lo incluye? Recuérdese lo que hemos explicado sobre sus supuestos básicos: una humanidad que camina hacia el progreso indefinido. Esa peripecia central de la nueva fe exigía ilustrar un camino que la hiciera posible. Si la humanidad camina hacia el progreso, ¿cómo debe hacer para lograrlo? Es decir, el proyecto político social cumplía el papel, en la religión progresista, de un embrión de moral. Dogma: vamos a tal sitio. Moral: este es el camino.
“Libertad, igualdad, fraternidad”, todo un programa religioso. La famosa trilogía de la Revolución Francesa, cuyo origen exacto es incierto (algunos la atribuyen a la masonería) es mucho más que un “slogan” acertado. Es todo un programa. Sobre todo, cuando se asigna a las palabras el valor absoluto que tienen en toda religión. La libertad y la igualdad convertidas en un absoluto son los fundamentos de todo el mundo moderno. En cuanto a la fraternidad, su significado es el de la consagración del más completo individualismo. A primera vista, se refiere a la filiación divina, que es la única forma de considerar hermanos a todos los hombres. Curioso momento, sin embargo, de acordarse de esa filiación cuando se niega al Dios cristiano, el único identificado como Padre.
No, lo que los revolucionarios quieren decir con “fraternidad” es algo completamente distinto. Era la única forma de introducir en la trilogía (la trinidad, habría que decir más bien) a la humanidad. Y la presencia de ésta allí significa que no hay sino hombres y humanidad, y que todas las sociedades intermedias son formas puramente históricas que el progreso aventará. Se entiende así que cuando los “reaccionarios” icen sus propias trilogías frente a la revolucionaria introduzcan en ella a la familia y la Patria.
Ya tenemos desplegado ante nosotros el esqueleto de la nueva fe: 1. la humanidad como sujeto; 2. el progreso como meta; 3. la ciencia como método; 4. la libertad y la igualdad como condiciones.
La nueva y la vieja fe
Los eclesiásticos acertaban contra Galileo al decir que no probó. Si los modernos fueran un poco menos fanáticos, deberían reconocer lo que la historia enseña de manera categórica. En la Iglesia Católica no hubo ningún rechazo frontal contra la razón ni contra la ciencia. Si uno se acerca al episodio de Galileo, lo que llama la atención es el interés y la seriedad con que se tomaban las cuestiones científicas en los ambientes eclesiásticos y la cantidad de sacerdotes eruditos. Recuérdese que, en el caso concreto en discusión, los eclesiásticos acertaban y se equivocaba Galileo cuando afirmaba haber probado la hipótesis de Copérnico. Recién Foucault, un siglo más tarde, lograría esa prueba. Pero lo interesante es que no hay nada de lo que el vulgo alimentado por la leyenda moderna imagina: un tribunal de necios e ignorantes canónigos juzgando a un sabio. No debe olvidarse que las instituciones de enseñanza estaban entonces, en Europa, en manos de la Iglesia.
Y en ellas había penetrado profundamente el nuevo modo de conocimiento y las nuevas conclusiones de la ciencia.
Ya hemos explicado que no hay ni puede haber conflicto entre la religión y la fe, aunque ambas miradas confluyan sobre muchos objetos comunes. Se trata de dos puntos de vista, de dos miradas y de dos lenguajes distintos, entre los que no tiene por qué haber conflicto.
La libertad como absoluto
Otra cosa es, claro, cuando la ciencia comienza declarando que es la única que puede decir algo de interés sobre la realidad. O cuando se convierte a la libertad en un absoluto. Aquí el conflicto es inexorable y, en efecto, no tardó en estallar. No se había secado la tinta de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano(8) cuando el Sumo Pontífice publicó la Carta Apostólica Quod Aliquantum, el primero de los muy numerosos documentos en los que la Santa Sede condenó “la libertad desenfrenada” pero, curiosamente, no en nombre de la ley natural o la ley de Dios, sino en cuanto opuesta “a la razón, que es el don más precioso que la naturaleza haya dado al hombre y el único que lo distingue de los animales”.
Pero hay otra mirada que, aunque errónea, no han dejado de echar ciertos hombres de Iglesia. Al fin, ¿tiene algo de malo pensar en la humanidad como sujeto de la historia? ¿No murió al fin, Cristo, por todos los hombres? ¿Hay algo de malo en el progreso técnico y científico? ¿Es la libertad algo condenable? ¿No es de raigambre cristiana la igualdad de todos los hombres, entendida como su derecho a ser tratados como tales, es decir, como hombres?
Todas, claro, preguntas con trampa, que eluden el protagonismo sacrílego que se da a la humanidad en el sistema de pensamiento iluminista, el carácter abarcador que se da al progreso y que escapa de los límites de lo técnico científico, el sentido de absolutos sin límites que se da a la libertad y a la igualdad.
Cuestiones de interpretación y de debate dirán los muchos hombres de iglesia, sacerdotes y laicos, que no encontraron –y siguen sin encontrar– obstáculos para adherir a las propuestas de la fe la nueva fe sin dejar la vieja. Me refiero, por ejemplo, a Le Sillón y el Modernismo en el siglo XIX y el Progresismo del XX, que buscaron caminos para compatibilizar ambas religiones. Empresa que, por cierto, no ha terminado. El caso es, ay, que argumentos (aunque sean especiosos) no faltan. ¿Será, parafraseando a CHESTERTON, que la religión progresista está llena de verdades cristianas (…) pero vueltas locas? Basta poner el acento en las verdades cristianas y hacerse el distraído en cuanto a la locura. Basta eso para lograr hoy la benevolencia y el aplauso del mundo.
El cisma (derecha e izquierda, intelectuales y comerciantes)
Corresponde ahora hablar de la división que va a producirse en el seno de la religión progresista. Durante el siglo XVIII había habido un solo coro, aunque compuesto por muchas voces individuales. Entre ellas existían, por cierto, diferencias –a veces muy profundas–. Pero, en definitiva, sobre ellas se imponía la visión que hemos descrito: la humanidad progresa hacia el conocimiento y el dominio total de la naturaleza. Nadie dudaba de eso, aunque comenzaran a asomar las disidencias en cuanto se descendía al terreno de las realizaciones temporales.
Fue, en efecto, en ocasión de la Revolución Francesa (el primer intento de llevar a la práctica los principios divulgados por los filósofos del siglo XVIII) que se produjo lo que podríamos llamar un primer cisma (separación) entre los seguidores de las nuevas ideas.
Hay muchas formas de abordar esta cuestión. Una de ellas es tomar los dos grupos que integraban la burguesía: los intelectuales y los comerciantes, y observar que en la división que va a producirse queda de un lado el ethos (conjunto de valoraciones) de los comerciantes (la derecha) y del otro lado (la izquierda) el ethos de los intelectuales.
Entiéndase bien: no es que de un lado quedaran los comerciantes y del otro los intelectuales. Es que de cada lado de la división van a quedar los puntos de vista generales de los unos y de los otros. Ethos, percepciones, puntos de vista… Esto nos proporciona un primer instrumento para entender lo que va a suceder. Luego, la historia irá completando la cuestión, que es mucho más rica y compleja que cualquier simplificación.
Alguien ha dicho que libertad e igualdad son hermanas enemigas. Y, en efecto, por allí comenzará la ruptura. Una, la derecha, aducirá que la libertad (y todo lo que la libertad significa para quienes así piensan) traerá como consecuencia la igualdad. Otra (la izquierda) sostendrá que la igualdad es la condición de la libertad y que, mientas no exista, toda libertad es ficticia.
Doctrinas y temperamentos. Hay, pues, una posición objetiva de derecha e izquierda. Pero también existen temperamentos subjetivos de una y otra clase. La derecha tiende a la moderación y a conservar todo lo que es rescatable del pasado.
La izquierda tiende más a la revolución (el cambio rápido) y a la profundización de la ruptura con el pasado.
Aproximaciones al tema, que no es de fácil definición y que se ha discutido desde hace dos siglos. Además, derecha e izquierda han ido modificándose, padeciendo los cambios que la realidad les ha impuesto.
Este es el momento de recordar que la nueva fe tuvo siempre en claro que, como es lógico, su principal enemigo es la Iglesia católica. La derecha deseaba (y desea) “quitarle su dogmatismo” e incorporarla al proyecto revolucionario. La izquierda deseó siempre aniquilarla, aunque haya habido diversidad de modos para lograrlo, desde arrebatarle sus funciones sociales (el registro de nacimientos, defunciones y casamientos, por ejemplo) hasta aniquilar físicamente a sus miembros (como se intentó en más de una ocasión).
Por lo pronto, frente a la Revolución Francesa, la única que se alzó fue la Iglesia, que resistió la Constitución Civil del Clero con la que se intentaba domarla y que padeció una dura represión, cuyo punto máximo fue la insurrección de la región católica de La Vendée y el genocidio que allí cometieron los revolucionarios (el primero de la Historia).
La Revolución se hace mito
La Revolución pasó pero fue convertida en un mito. En la marcha hacia el progreso, la humanidad había encontrado el “acontecimiento redentor” que partía la historia en dos, del mismo modo que la encarnación del Verbo divide los tiempos para los cristianos (9).
La cuestión social
Vinieron entonces el siglo XIX y la aparición de la cuestión social. Una multitud de pobres urbanos empleados en las fábricas en pésimas condiciones. Y el escándalo que ese hecho, hijo de la revolución industrial, causaba en una sociedad cristiana.
MARX
La derecha continuará predicando la libertad, convencida de que, a la larga, esa libertad terminará por resolver la cuestión social. Bastará dejar que el progreso haga su obra. No lo creyó así la izquierda, que pasará a ser ahora “socialista”, es decir que pondrá la cuestión social en el centro de sus preocupaciones. Tras los fallidos ensayos de los llamados socialismos utópicos, surge en el seno de la nueva religión un sistema de pensamiento –el de CARLOS MARX– llamado a tener una muy larga y duradera influencia.
Comencemos por recordar que MARX adjetiva a su socialismo con la palabra “científico”. Es un punto de partida indispensable para comprender hasta qué punto el marxismo forma parte esencial de la nueva fe. No pretende corregir las afirmaciones básicas de esta sobre la humanidad que progresa gracias a la ciencia. Intenta simplemente precisar esas intuiciones con una visión que permita entender mejor cómo se realiza el progreso y cuál es su meta.
La lucha de clases, el ascenso dialéctico de la humanidad hacia la sociedad sin clases, son todas ideas que traducen a un lenguaje supuestamente científico todo lo que el progresismo ha anunciado.
Pero el momento estelar de la nueva fe vendrá con los últimos años del siglo XIX. La segunda revolución industrial parece la confirmación categórica de las promesas del progreso. Automóviles, aviones, grandes obra de una infraestructura que se agiganta día a día. Y todo ello gracias a la ciencia, que ha establecido ahora un vínculo indisoluble con la tecnología. A diferencia de la primera revolución industrial, la segunda extrae sus maravillas directamente de los laboratorios científicos. En 1889, París celebrará los cien años de la Revolución con una gran exposición de los adelantos que el siglo ha creado, todo ello presidido por un símbolo perfecto de los tiempos: la Torre Eiffel, un monstruo de hierro que se convierte en la obra humana más alta de Europa dejando abajo a las torres de las Iglesias góticas. La nueva fe humilla a la vieja.
Los estados de derecho
Al mismo tiempo, los Estados de Derecho, edificados con los supuestos políticos de la nueva religión, proliferan en Europa. La columna vertebral del nuevo Estado democrático es la libertad del individuo.
Protegerla es la finalidad de ese Estado, el cual se viste ahora de laicismo, con este supuesto: el Estado es neutral, no cobija en su seno ninguna creencia... Todos los credos pueden convivir pacíficamente bajo la tutela de una autoridad que no se pronuncia sobre la veracidad de ninguno de esos credos y que lo único que no tolera es la pretensión de poseer la verdad e intentar imponerla.
Es la etapa del relativismo, que durará un siglo, hasta fines del XX pero que en el camino irá perdiendo, como veremos, algunas de sus plumas.
Spencer y el evolucionismo
Una última cuestión referida a la segunda mitad del XIX. Junto al marxismo, aparece por entonces otra teoría “científica” llamada a tener también una enorme importancia en la nueva religión. Me refiero al evolucionismo, que pretende contestar una de las preguntas esenciales que se ha hecho siempre el hombre: la pregunta sobre su consistencia ¿qué es ser hombre?
Darwin
Respuesta que propone CHARLES DARWIN: es el producto de fuerzas puramente naturales que lo han hecho surgir de un proceso de evolución desde formas materiales inferiores. Y eso es todo. Esta es la hipótesis de máxima que puede desprenderse del darwinismo, aunque él quiera, al menos al principio, reducir su trabajo a un estudio técnico biológico sobre el modo en que se produce lo que él llama la “selección natural”. Una conclusión filosófica sobre el hombre deducida de las hipótesis de DARWIN y revestida de formas científicas parece deberse más bien a un sociólogo de gran fama en su tiempo pero hoy casi totalmente olvidado: HERBERT SPENCER (10).
Pese al justo olvido en que se halla sepultado, SPENCER es un copioso contribuyente al reservorio de ideas simplistas pero eficaces que componen la médula del iluminismo. Era un firme creyente en el progreso, del que decía que “no era un accidente sino una necesidad. Parte de la naturaleza” (11).
Siglo XX
Hay que comenzar diciendo que la extensa y cuidadosa construcción que la nueva fe levantó en los siglos XVIII y XIX entró en violenta crisis durante el XX. Las dos familias de la modernidad, derecha e izquierda, liberalismo y socialismo, sufrieron toda clase de vicisitudes y terminaron el siglo en una situación paradójica que, en su momento, analizaremos.
Se recordará que el marxismo proporcionó un vistoso andamiaje a la fe progresista. Para sus partidarios, lo más importante de ese andamiaje era la certeza de que la revolución (el gran cambio que completaría la obra de la Revolución Francesa) estaba contenida necesariamente en el futuro, sería la obra de los hombres que la hicieran. Pero esos hombres actuarían llevados por fuerzas históricas que estaban trazadas de antemano. En sustancia, habría un proceso de pauperización del proletariado europeo (la clase surgida de la Revolución Industrial) y, paralelamente, unos pocos serían cada vez más ricos. Esa polarización de las clases sociales es la que haría inevitable la revolución. Pero al terminar el siglo esa “profecía científica” de MARX no parecía cumplirse, pues en la Europa industrializada surgía una clase media cada vez más extensa, y la clase obrera mejoraba su suerte y recibía los beneficios de legislaciones sociales que provenían de sitios inesperados como la Alemania de Bismarck.
Leninismo
Surgió entonces un nuevo cisma, el del leninismo, que explica el fracaso de las anticipaciones de MARX por el imperialismo, que permitía a las naciones europeas detener la pauperización de sus proletariados con los recursos proporcionados por la explotación de las colonias.
Pero lo más importante del leninismo no era esta explicación sino la táctica política que deducía de ella. Ya no se trataba de un proletariado cuya arma principal era la huelga, sino de masas con predominio campesino, a las que se recomendaba la guerra revolucionaria como medio de lucha.
Fue éste el momento de máxima separación de las dos caras de la nueva fe. De un lado quedaban liberales y social-demócratas que, en su mayoría, conservaban la mitología marxista pero renunciaban a una revolución violenta.
Éstos adoptaban los métodos de los estados de derecho surgidos en la segunda mitad del siglo anterior, es decir, las elecciones y la alternancia pacífica de los partidos. Entre 1917 y 1935 (menos de veinte años) transcurre el primer momento de esta secesión. El leninismo mueve sus fichas en la batalla y logra conquistar el poder en un extenso pero atrasado Estado europeo.
Sus métodos
Pronto comienzan a saberse en Occidente los métodos brutales empleados por el Estado soviético. Métodos, en efecto, de una ferocidad como no ha habido otro ejemplo en toda la historia. Cuando llegue el momento de hacer el balance de lo sucedido (12), se llegará a la conclusión de que el leninismo ha costado, en menos de un siglo, unos cien millones de muertos, la masacre más extensa conocida. Pero lo interesante es la actitud de los social-demócratas, supuestos enemigos y críticos de los leninistas. Un estudio parcial del problema, pero muy ilustrativo (13), muestra cómo la social-democracia europea prefería no saber lo que estaba pasando en Rusia. Los leninistas eran criticados, pero la crítica se mantenía en sordina porque más que las diferencias de procedimiento pesaba la pertenencia a la misma religión. Por eso fue tan rápida la respuesta a la convocatoria a formar “frentes populares” que los comunistas hicieron en 1935.
Los fascismos
Por entonces había surgido en Europa un enemigo singular: los fascismos. Cuando uno de esos nuevos movimientos ocupó el poder en Italia, la cosa no preocupó mucho a los comunistas porque Italia era una potencia de segundo orden. La cosa cambió cuando otro movimiento fascista llegó a gobernar Alemania, una de las primeras potencias europeas. Allí, la Internacional, dominada por los comunistas, convocó a todos los hombres “progresistas” (así dicen literalmente los llamados a formar frentes populares) a frenar al enemigo fascista.
No es nuestro propósito hacer una historia completa del siglo XX ni de los fascismos. Baste señalar que éstos se presentaron como frontalmente opuestos al liberalismo y al marxismo, y fueron por eso –naturalmente– vistos por ellos como enemigos totales. No había forma de encontrar coincidencias con los que rechazaban la religión progresista en todas sus formas.
Un episodio clave: Hess
Cuando por razones de política exterior la Alemania fascista y la Rusia comunista firmaron un acuerdo en 1939, la social-democracia dio un paso atrás en su relación con los comunistas. No por mucho tiempo. En ese mismo año de 1939 comenzó una guerra entre los países fascistas y las dos grandes democracias europeas: Gran Bretaña y Francia. Viene aquí un episodio que es, en mi opinión, el más importante de todos los que aquí veremos, en tanto demuestra acabadamente nuestra tesis sobre la religión progresista. Vencida y ocupada Francia, en 1941 quedan enfrentados (en una batalla por mar y aire) Gran Bretaña y Alemania. Viene primero el episodio de Rudolf Hess. Sorpresivamente, el segundo de Hitler, su heredero designado, vuela clandestinamente a territorio inglés. Se desconocen detalles que los sucesivos gobiernos ingleses se han negado a publicar. Pero parece evidente que el planteo de Hess era proponer una paz con Inglaterra para dejar a Alemania cumplir sus planes de invadir y destruir la Rusia comunista. El argumento del dirigente alemán era: entre ustedes y nosotros hay menos diferencias que entre todos nosotros y Rusia, que se propone –y lo ha dicho cien veces– subvertir a todos los países del mundo. Pudo haber añadido que Alemania era un país autoritario pero no totalitario, que los muertos bajo el régimen fascista o nacional-socialista eran entonces un puñado mientras que los comunistas habían asesinado ya a millones de personas.
Y aun pudo agregar que, en definitiva, en Alemania subsistía (y prosperaba) la empresa privada, cosa que no sucedía en Rusia. Es más, un marxista hubiera apostado a que Gran Bretaña se uniría a la Alemania fascista, puesto que el fascismo era, para ellos, en sustancia igual a la democracia inglesa. Ambos, fascismo y democracia eran –para un pensador marxista– máscaras del capitalismo.
Pues no sucedió así. Hess no fue oído y cuando un mes después Alemania atacó a Rusia, Gran Bretaña –gobernada por un Primer Ministro de la derecha liberal– se unió sin vacilar a Rusia.
Muchos años después, una lúcida pensadora norteamericana, JEANNE KIRPATRICK escribía (14): “Si la política de la autocracia tradicional y semitradicional representa la antítesis de la nuestra –tanto en el plano simbólico como en el operativo–, la retórica de los revolucionarios progresistas suena mucho mejor a nuestros oídos: sus símbolos nos resultan mucho más aceptables. Muchos americanos prefieren las autocracias socialistas a las tradicionales porque las primeras han abrazado la causa de la modernidad (...) mucho énfasis sobre la razón, las ciencias y el progreso, falta de énfasis sobre lo sagrado y organizaciones burocráticas racionales. Hablan nuestro idioma”. Otra forma de expresar lo que venimos diciendo.
Los hermanos separados
La guerra fría. Poco después de la guerra que con auténtica ferocidad hicieron ambas familias de la modernidad contra el fascismo, se produjo un nuevo cortocircuito entre ellas. Es la llamada “guerra fría” que se desarrolló entre 1948 y 1975. Se trató de un enfrentamiento entre las dos grandes potencias que surgieron de la Segunda Guerra Mundial pero un enfrentamiento que nunca llegó a ser una guerra abierta entre ellas. De allí el ambiguo nombre con el que se la conoce. Es lástima que el espacio no permita un análisis detallado de conflicto, porque es una prueba más del carácter tan especial de la religión progresista y sus dos componentes o matices.
Esta guerra tuvo cinco grandes episodios: 1) el bloqueo de Berlín respondido con un puente aéreo (1948); 2) la guerra de Corea (1950); 3) la invasión de Bahía de Cochinos en Cuba (1961); 4) la crisis de los misiles (1962) y 5) la guerra de Vietnam (1945-1975). Es fácil demostrar que tres de ellos terminaron en un empate sin grandes ventajas para nadie y dos, Bahía de Cochinos y Vietnam, en derrotas norteamericanas y de sus aliados.
¿Cómo puede entenderse que la más grande potencia militar de toda la historia haya obtenido tan magros resultados? ¿Cómo puede explicarse que esta guerra se haya hecho con tan poco entusiasmo, sin poner los medios para ganarla, medios que se habían usado sin problemas en la Segunda Guerra? ¿Por qué se quebró, en la guerra de Vietnam, el frente interno que había estado tan ejemplarmente unido en la Segunda Guerra? Todos esos enigmas merecen una larga explicación pero, en sustancia, se contestan con nuestra tesis de la religión progresista que, en una versión solo aparentemente distinta, presenta J. KIRPATRICK.
No debe confundirse la guerra fría con la guerra revolucionaria, por más que haya vínculos entre ellas. En la guerra fría, la Unión Soviética como Estado estuvo atrás de otros Estados (Corea del Norte, Cuba, Vietnam) prestándoles un apoyo directo o indirecto. La guerra revolucionaria, en cambio, fue siempre la iniciativa de grupos subversivos que no siempre eran dóciles a las instrucciones de Moscú y que tuvieron muchas veces relaciones conflictivas con sus amigos soviéticos.
La prueba de que ambas guerras –la fría y la revolucionaria– son cosas distintas la proporcionó el derrumbe de la Unión Soviética en 1991. Este tremendo fracaso, que produjo el colapso de los partidos comunistas del mundo entero, liquidó, naturalmente, la guerra fría (la que había sido respaldada por el Estado soviético, que dejó de existir).
Pero no así la guerra revolucionaria, que continúa en Colombia y en un par de puntos de Asia.
Los nuevos poderes
Mientras sucedía todo esto que hemos explicado, en el mundo se estaban produciendo algunos acontecimientos que darían su forma a una nueva etapa de la fe progresista.
El primero de ellos sucedió a fines de la década de los veinte: por primera vez, la cantidad de gente empleada en el sector terciario de la economía (los servicios) superó a la empleada en el primario (extractivo) y el secundario (transformador). El terciario es un cajón de sastre pero comprende todo lo que sea trabajo intelectual.
GRAMSCI
Este dato debe unirse a otro: a través del siglo han crecido exponencialmente dos grandes mecanismos de comunicación social, el sistema educativo y el de los medios masivos de difusión. Hay dos cosas obvias. La primera es que el dato sobre el terciario denuncia, entre otras cosas, el aumento muy pronunciado de los trabajos que (con el más amplio sentido posible) implican el uso del lenguaje, trabajos que no es exagerado llamar intelectuales. La segunda es que estos dos sistemas aludidos son fuente de enorme influencia, es decir, de poder. Se puede discutir –y de hecho, se ha hecho con mucha frecuencia– el grado de influencia de los medios de difusión. Se puede discutir cuánto y cómo influyen. Pero no puede dudarse de que influyen
Estas realidades son las que estuvieron presentes en la aparición de una tercera versión del marxismo (después de la del propio MARX y la de LENIN). Me refiero a la de ANTONIO GRAMSCI, un dirigente y pensador italiano que en la década del treinta, estando preso en una cárcel fascista, escribió una obra miscelánea muy notable. No es éste el lugar de un análisis a fondo de su obra, bastando a nuestro propósito señalar tres aspectos: 1) GRAMSCI reinterpreta a MARX sosteniendo que la batalla esencial es entre trascendencia e inmanencia, no entre proletarios y burgueses. 2) El camino que ha de seguirse no es el que lleva primero a la conquista del Estado. De nada sirve conquistarlo, si previamente no se ha conquistado la sociedad civil. 3) La batalla por la sociedad civil no es una lucha política sino intelectual, que implica hasta la modificación raigal del “sentido común”. 4) Esa batalla, por obvia consecuencia, deben darla los intelectuales.
Yo no creo que lo que hoy vivimos sea resultado de la aplicación de los puntos de vista y consejos de GRAMSCI, cuya obra fue conocida muy tardíamente. GRAMSCI captó lo que ya estaba sucediendo en Occidente y supo entender las debilidades del modelo soviético, que incluía un brutal terrorismo de Estado para mantener sojuzgada a una sociedad civil que no aceptaba el comunismo. Supo ver el papel que los hechos asignaban a los intelectuales y advirtió que el intelectual moderno (“orgánico”, le llamó) era sobre todo un inmanentista y sólo secundariamente marxista. Es decir, no puede hacerse un paralelo entre GRAMSCI y LENIN. Éste inventó una táctica –la guerra revolucionaria– que fue aplicada en muchas partes del mundo y que cosechó éxitos en la conquista del poder (pero no en la edificación de Estados viables). GRAMSCI, en cambio, sólo anticipó los contenidos de la lucha en el siglo XXI (inmanentismo contra trascendencia o la nueva fe contra la vieja) y la forma de la nueva guerra (más intelectual que política).
La situación actual
Hemos proporcionado hasta aquí los elementos históricos que permiten interpretar la situación actual a la luz de una redefinición de algunos elementos. El primero es el concepto de religión. Sostenemos que, con enfoque sociológico, es oportuno describirla como el conjunto de principios, valoraciones y comprensiones que subyacen en toda sociedad. Así identificada, se entiende la afirmación de COMTE de que una sociedad no puede prescindir de la religión y que merece el nombre de religión todo aquello que sirva para fijar principios, para valorar y para comprender.
Es inimaginable, así, un grupo humano que pueda edificar una sociedad y su estado sin esos puntos de partida.
Creo que ya lo vio ARISTÓTELES, que en el primer Capítulo de su Política, recuerda que “es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el tener, él solo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etc. Y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad”.
Si eso es así, la lucha contra la fe fundadora de Occidente que se desarrolló en la modernidad no podía darse sino en el terreno de lo religioso. Destruir el cristianismo implicaba necesariamente postular una fe nueva, ya que no se destruye sino lo que se sustituye.
Resurrección progresista
Asistimos en nuestros días a una curiosa resurrección: de pronto, reaparece una identificación que había sido arrumbada desde principios del siglo XX y reemplazada por otros rótulos: izquierdista, socialista, comunista, etc. Me refiero a la palabra “progresista” que luce hoy en todos los diarios y publicaciones. Cuando escribo esto, se está dando en nuestro Parlamento una batalla en torno a lo ridículamente llamado “matrimonio homosexual”, algo así como una “cabalgata en bicicleta”. Ningún partido lo propuso a sus electores y, sin embargo, la sagrada causa de ese llamado “matrimonio” ha colectado adhesiones de un grupo transversal de políticos que se identificaron como “progresistas” y hasta lograron ser mayoría en la Cámara de Diputados.
¿Pero existe el progresismo? Por un lado, ésta y otras apariciones en público parecen contestar afirmativamente. Habrá que preguntarse entonces, más bien, cuán progresista es el progresismo y recordar lo que hemos explicado: progresismo no es creer que el progreso es posible sino que es necesario, que va a suceder. Y esa certeza ha muerto.
Ya lo decía OCTAVIO PAZ (15): “La Segunda Guerra terminó en 1945 y desde entonces vivimos en una extraña pausa (…) las armas nucleares han hecho añicos todas las doctrinas del progreso (…) La gran víctima filosófica de la bomba ha sido la idea que se habían hecho los hombres del futuro”.
A esto deben agregarse los terrores de la polución que, exagerados o no por los “verdes”, han terminado de mostrar… ¿qué la ciencia es mala? No, claro. Que la ilusión de que la ciencia permitiría dominar la naturaleza y hacer a los hombres felices no es hoy tan evidente como les parecía a los hombres del siglo XVIII.
Crisis y triunfo progresista
Para colmo, todas las propuestas que el siglo XIX elaborara partiendo de las premisas desarrolladas en el XVIII están hoy en grave crisis. Lo está el marxismo, el freudismo y la propia teoría de la evolución (16). Lo están las ciencias humanas que iban a tener la consistencia de las ciencias duras y terminaron en el caos de las escuelas litigantes entre sí.
De este modo, el progresismo ha ganado enormes espacios de poder gracias al manejo que sus “intelectuales orgánicos” (como diría GRAMSCI) hacen de los sistemas de comunicación social. Ellos se manejan como una estructura de poder y quienes no profesan la fe progresista son empujados a los espacios helados de la conspiración del silencio.
Ellos han montado –están montando– una fortaleza impenetrable en la que sólo cabe lo que se llama “lo políticamente correcto”, que es lo aprobado por la internacional progresista. Pero lo más grave es que el conjunto de afirmaciones que constituyen ese pensamiento padecen la crisis del pensamiento moderno (17). Uno de los últimos frutos de ese pensamiento es la “teoría de los géneros” que pretende reemplazar a los sexos por cinco o seis “géneros” escogidos arbitrariamente entre las preferencias sexuales de algunas personas. Se trata de una invención que muestra, a las claras, la crisis insanable del pensamiento moderno.
Situación paradójica: amplio dominio de un pensamiento en crisis
Por su parte, la elevación de la libertad y la igualdad a absolutos ha creado dos pecados nefandos y sólo dos: la represión y la discriminación. Lo grave es que se están utilizando cada vez más como arma de presión para castigar a quienes se atreven a desafiar lo políticamente correcto.
Hace muy pocos días se ha sancionado a una clínica en España por haber intentado “curar” a un homosexual. El tiempo del relativismo y de opiniones todas iguales que competían entre sí en plena libertad ha terminado. Estamos entrando en una etapa de grave riesgo, en la cual la religión en crisis se defenderá como han hecho muchas religiones, aplicando castigos administrados por el Estado.
La nueva religión agota su “moral” en las dos prohibiciones mencionadas: reprimir, discriminar. Su dogma está hecho de retazos sobrevivientes de las teorías agusanadas: el hombre como un animal más (evolucionismo), el materialismo marxista, el pansexualismo freudiano. Al respecto, es curioso observar que después del siglo en que la libertad económica encontró su sustento (el XVIII) y del siglo en que se afirmó la libertad de palabra (el XIX), vino un siglo (el XX) en el que las libertades que se conquistan residen todas en lo sexual.
Por último, la religión moderna necesitaba también una liturgia, unos ritos de participación que existen en todas las religiones, porque es la forma en que los hombres se motivan gracias a las emociones que transmiten los ritos.
El papel de tales ritos lo cumple en la modernidad fundamentalmente la música en las mil formas de transmisión que hoy existen. Sobre todo, en los conciertos, los boliches y todos los modos de juntar gente joven y agitarla en torno a ritos orgiásticos y a canciones que celebran la libertad sin límites. Por ello, esos ritos suelen añadir la droga, el máximo exponente de la libertad moderna, en el que la libertad aparente (las ilusiones que la droga ofrece) se paga con el precio de la pérdida total de la libertad real (debida a la adicción).
Epílogo angustiado
Este leve repaso, esta rápida ojeada a nuestra situación actual, no puede sino producir angustia. Debería sentirla cualquier persona al ver lo cerca que estamos de una tiranía que conserve las formas del Estado de Derecho pero que sea, al mismo tiempo, brutalmente opresora. El camino a esa situación está abierto por la decadencia de la religión moderna y su caída en aberraciones como la teoría de los géneros. Uno tiene la sensación de que, virtualmente, cualquier cosa puede mañana convertirse en ley. Los matrimonios homosexuales, el adoctrinamiento de la juventud con la máscara de la educación sexual, son síntomas muy graves que no pueden omitirse.
Pero la situación es más grave aun para los que mantenemos nuestra fe en la religión cristiana. Nos basta ver que desde el comienzo de la modernidad hemos sido las víctimas favoritas y que, si bien hoy parecen improbables matanzas como las de la Francia revolucionaria o la Comuna de París o la España republicana (sin que puedan excluirse), muy probablemente enfrentaremos terribles dificultades para educar a nuestros hijos en la fe. Y lo que es más espeluznante es que no hay ninguna garantía de que entre los enemigos que nos opriman no haya muchas personas que hoy se presentan como partícipes (y hasta como clérigos) de nuestra fe.
NOTAS
(1) Conste que aquí no pretendemos hacer un análisis total de la cuestión de las ideologías, sino una modesta aproximación que deje en descubierto dos o tres cuestiones que intentaremos desarrollar.
(2) El discurso del método, 1637, Sexta parte.
(3) BELLOC, HILAIRE, Las grandes herejías, 1938.
(4) KAKI, STANLEY, Ciencia, fe, cultura, Madrid, Ediciones Palabra, 1990.
(5) “Imposible de probar” decimos porque la objeción a ese punto de vista está contenida en la pregunta “Y si sólo la ciencia conoce ¿qué ciencia dice eso?”. Esta simple cuestión no puede, claro, contestarse, y no logran hacerlo ni los más destacados expositores del cientificismo como nuestro compatriota MARIO BUNGE.
(6) Pueden verse en las indagaciones disponibles sobre el tema: La idea del progreso, por BURY, JOHN, Madrid, Alianza Editorial, 1971 e Historia de la idea del progreso, por NISBET, ROBERT, Barcelona, Gedisa, 1981.
(7) Véase mi Aproximación a la posmodernidad, Buenos Aires, EDUCA, 1998.
(8) Curiosa duplicación del sujeto que nunca he entendido: los ciudadanos ¿no son hombres?
(9) Quien ha hecho notar esta coincidencia ha sido JULES MONNEROT en Sociología de la Revolución, Buenos Aires, Eudeba, 1981. Debe recordarse que las antiguas religiones se apoyaban en un tiempo cíclico y que la cristiana fue la primera que presentó un panorama de tiempo lineal: creación, redención, segunda venida.
(10) Es la tesis de ETIENNE GILSON, expuesta en su libro De Aristóteles a Darwin (y vuelta), Pamplona, EUNSA, 1980.
(11) Citado en un curioso libro de un profesor de Illinois: Cambios sociales, recursos y tecnología, de EUGENE SCHWARTZ, México, Pax, 1973, que, bajo un título engañoso, contiene un análisis de la idea del progreso parecida a la que aquí estamos exponiendo. Baste observar que el capítulo central de ese análisis se titula “La fe que destronó a la fe”.
(12) STEPHAN COURTOIS y otros, El libro negro del comunismo, publicado
en Francia (Laffont, 1998),
(13) JELEN, CHRISTIÁN, La ceguera voluntaria, Buenos Aires, Sudamericana/
Planeta, 1985.
(14) En la Revista Commentary, mayo de 1976. Artículo Dictaduras y doble patrón.
(15) El ogro filantrópico, Barcelona, Seix Barral, 1979.
(16) Que ha pasado de ser una hipótesis científica a un elemento de lucha religiosa, como se prueba por el hecho de que en colegios y universidades se enseña suprimiendo los graves problemas sin resolver que la teoría afronta hoy. Entre ellos, el registro fósil y la cuestión del azar.
(17) Tan evidente que ha surgido de su mismo seno una tendencia que se llama “posmodernismo”, que parte de la vaga intuición de que el discurso moderno está agotado.
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