viernes, 20 de marzo de 2015

CARTA DEL PAPA A LA COMISIÓN INTERNACIONAL CONTRA LA PENA DE MUERTE (20 DE MARZO DE 2015)


Publicamos la carta que el papa Francisco entregó al Presidente de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte, Federico Mayor, en el transcurso de la audiencia de esta mañana con la comisión en el Vaticano.


* * *

Su Excelencia Señor

Federico Mayor

Presidente de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte


Señor presidente:

Con esta carta deseo hacer llegar mi saludo a todos los miembros de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte, al conjunto de países que la apoyan y a los que colaboran con el organismo que usted preside. Deseo, además, expresar mi agradecimiento personal, y también el de los hombres de buena voluntad, por su compromiso con un mundo libre de la pena de muerte y por su contribución al establecimiento de una moratoria universal de las ejecuciones en todo el mundo, con miras a a la abolición de la pena capital.

He compartido algunas ideas sobre este tema en mi carta a la Asociación Internacional de Derecho Penal y a la Asociación Latinoamericana de Derecho Penal y Criminología, del 30 de mayo de 2014. Tuve la oportunidad de reflexionar más sobre ellas en mi alocución ante los cinco grandes asociaciones mundiales dedicadas al estudio del derecho penal, la criminología, la victimología y las cuestiones penitenciarias del 23 de octubre de 2014. En esta oportunidad, deseo compartir con ustedes algunas reflexiones con las que la Iglesia puede contribuir a los esfuerzos humanistas de la Comisión.

El Magisterio de la Iglesia, a partir de la Sagrada Escritura y de la experiencia secular del Pueblo de Dios, defiende la vida desde la concepción hasta la muerte natural, y sostiene la dignidad humana plena en cuanto imagen de Dios (cf. Génesis 1, 26). La vida humana es sagrada porque desde su comienzo, desde el primer instante de la concepción, es fruto de la acción creadora de Dios (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2258), y desde ese momento, el hombre, la única criatura que Dios ama por sí misma, es objeto de un amor personal por parte de Dios (cf. Gaudium et spes, 24).

Los Estados pueden matar por acción cuando aplican la pena de muerte, cuando llevan a sus pueblos a la guerra o cuando llevan a cabo ejecuciones extrajudiciales o sumarias. También pueden matar por omisión, cuando no garantizan a sus pueblos el acceso a los medios esenciales para la vida. “Así como el mandamiento 'no matarás' pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir 'no a una economía de exclusión y desigualdad'” (Evangelii gaudium, 53).

La vida, especialmente la vida humana, pertenece sólo a Dios. Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y el mismo Dios se hace su garante. Como enseña san Ambrosio, Dios no quiso castigar a Caín por el asesinato, pues quiere el arrepentimiento del pecador, no su muerte (cf. Evangelium vitae, 9).

En algunas ocasiones es necesario repeler proporcionalmente una agresión en curso para evitar que un agresor cause daño, y la necesidad de neutralizarlo puede conllevar su eliminación: es el caso de la legítima defensa (Cf. Evangelium vitae, 55). Sin embargo, los supuestos de legítima defensa personal no son aplicables al medio social, sin riesgo de distorsión. Porque cuando se aplica la pena de muerte, no se mata a las personas por agresiones presentes, sino por daños causados ​​en el pasado. Además, se aplica a las personas cuya capacidad de hacer daño no está presente porque ya ha sido neutralizada, y que se encuentran privadas de su libertad.

Hoy la pena de muerte es inadmisible, por grave que sea el delito del condenado. Es una ofensa contra la inviolabilidad de la vida y la dignidad de la persona humana que contradice el proyecto de Dios sobre el hombre y la sociedad y su justicia misericordiosa, e impide cumplir el justo fin de las penas. No hace justicia a las víctimas, sino que fomenta la venganza.

Para un Estado de Derecho, la pena de muerte representa un fracaso, porque obliga a matar en nombre de la justicia. Dostoievski escribió: “Matar a quien mató es un castigo incomparablemente mayor que el crimen mismo. Matar en virtud de una sentencia es mucho peor que el asesinato cometido por un criminal”. Nunca se llegará a la justicia matando a un ser humano.

La pena de muerte pierde toda legitimidad ante la defectuosa selectividad del sistema penal y ante la posibilidad de error judicial. La justicia humana es imperfecta, y no reconocer su falibilidad puede convertirla en fuente de injusticias. Con la aplicación de la pena capital se niega al condenado la posibilidad de reparación o enmienda del daño causado; la posibilidad de la Confesión, por la que el hombre expresa su conversión interior; y contrición, puerta de arrepentimiento y de expiación, para acudir al encuentro del amor misericordioso y sanador de Dios.

Además, la pena capital es un recurso frecuente utilizado por algunos regímenes totalitarios y grupos fanáticos, para el exterminio de disidentes políticos, de minorías y de cualquier individuo etiquetado como “peligroso” o que pueda ser percibido como una amenaza para el poder o para llevar a cabo los fines de uno. Como en los primeros siglos, hoy también la Iglesia sufre la aplicación de este castigo a sus nuevos mártires.

La pena de muerte es contraria al sentido de la humanitas y a la misericordia divina, que debe ser modelo de justicia de los hombres. Implica un trato cruel, inhumano y degradante como lo es también la angustia previa al momento de la ejecución y la terrible espera entre el dictado de la sentencia y la aplicación de la pena, suele durar muchos años, y en la sala de espera de la muerte, no pocas veces conduce a la enfermedad y la locura.

En algunos lugares se debate sobre la forma de matar, como si hubiera una forma de “hacerlo bien”. A lo largo de la historia se han defendido diferentes mecanismos de muerte para reducir el sufrimiento y la agonía de los condenados. Sin embargo, no existe una forma humana de matar a otra persona.

En la actualidad no sólo existen medios para reprimir eficazmente el delito, sin privar definitivamente a quien lo ha cometido de la posibilidad de redimirse (Cf. Evangelium vitae, 27), sino que se ha desarrollado una mayor sensibilidad moral en relación con el valor de la vida humana, provocando una creciente aversión a la pena de muerte y el apoyo de la opinión pública a las diversas disposiciones que tienden a su abolición o a la postergación de su aplicación (Cf. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 405).

Por otra parte, las penas de reclusión perpetua, así como aquellas que por su duración entrañan la posibilidad para el castigado de proyectar un futuro en libertad, pueden ser consideradas penas de muerte velada, pues con ellas no se priva al culpable de libertad pero hay un intento de privarlo de la esperanza. Sin embargo, aunque el sistema penal puede quitarle tiempo a los culpables, nunca les puede quitar la esperanza.

Como expresé en mi alocución del pasado 23 de octubre, “la pena de muerte implica la negación del amor a los enemigos, predicada en el Evangelio. Todos los cristianos y todos los hombres de buena voluntad están obligados no sólo a luchar por la abolición de la pena de muerte, legal o ilegal, y en todas sus formas, sino también por la mejora de las condiciones carcelarias, en el respeto de la dignidad humana de las personas privadas de su libertad”.

Queridos amigos, los animo a continuar con el trabajo que realizan, ya que el mundo necesita testigos de la misericordia y la ternura de Dios.

Me despido encomendándoos al Señor Jesús, que en los días de su vida terrena no quiso que sus perseguidores fueran heridos en su defensa -“Vuelve tu espada a su lugar” (Mateo 26,52)-, él fue arrestado y condenado a muerte injustamente, y se identificó con todos los presos, culpables o no: “Estuve en la cárcel y tú viniste a mí” (Mateo 25:36). Él, que ante la mujer adúltera no cuestionó su culpabilidad, sino que invitó a sus acusadores a examinar su propia conciencia antes de apedrearla (cf. Juan 8, 1-11), os conceda el don de la sabiduría, para que las acciones que emprender en favor de la abolición de este cruel castigo, son justos y fructíferos.

Ruego que ores por mí.

Cordialmente,

Vaticano, 20 de marzo de 2015

FRANCISCO


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