Bajo el título “Confesiones de un confesor”, Vatican Insider presenta un extracto del capítulo “Los curas también pecan” del libro que recoge las experiencias del padre Luis Dri.
A continuación, el extracto publicado por Vatican Insider:
«Tal vez ha llegado el momento de decir algo sobre mí mismo y sobre mi pasado, aunque no porque mi vida tenga nada extraordinario o digno de destacar, todo lo contrario. Es la vida de un pobre fraile. Pero puede ser útil para entender cómo llegué hasta aquí y cómo me llamó el Señor a su servicio. Nací el 17 de abril de 1927, el mismo año y el mismo mes que Benedicto XVI, y soy un día más joven que él…». Así comienza el relato de su vida el padre Luis Dri, el capuchino argentino que se hizo famoso porque el Papa Francisco se refirió muchas veces a él en diferentes oportunidades. La última fue el jueves Santo, cuando regaló el libro que recoge sus experiencias a los sacerdotes de Roma. No tener miedo de perdonar será publicado próximamente en lengua española por la Editorial San Pablo de Buenos Aires. En homenaje al 90º cumpleaños del sacerdote capuchino, que coincide con el de Benedicto XVI, publicamos algunos fragmentos del capítulo “Los curas también pecan”.
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Después que se publicó el libro-entrevista al Papa El nombre de Dios es misericordia, algunas personas vinieron a preguntarme si yo había confesado a Bergoglio cuando era arzobispo de Buenos Aires. Lo que puedo decir que es que el cardenal Bergoglio envió algunas personas a confesarse conmigo. En varias oportunidades el cardenal Bergoglio aconsejó a sacerdotes, que tenían un problema que consideraba delicado o por otras razones que solo él sabía, que vinieran a hablar conmigo. A veces me llamó para decirme: «Te mando gente y tú la recibes, pero no te aviso antes». Ni siquiera era necesario que me advirtiera quién me estaba enviando, porque las personas que venían de su parte se identificaban desde el primer momento: «Me dijo que fuera a hablar con usted. Yo no lo conocía pero él quiso que viniera…».
A veces hay de por medio problemas de mujeres. Hay soledades que acentúan las fragilidades, donde se llena el vacío del corazón con otra cosa, que puede ser la relación con una mujer. Generalmente son jóvenes que ayudan en la parroquia o que trabajan como secretarias o que participan en las diversas actividades de una parroquia. Otra fuente de tentación es la dirección espiritual que realiza el sacerdote y que favorece una cercanía que puede llevar a afectos sentimentales sobre los que se pierde el control. Para decirlo de una manera simpática, son como el Credo: empiezan con Dios Padre Omnipotente y terminan con… ¡la resurrección de la carne!
Cuando me llegan esos casos, les hablo de la belleza de la vocación y de su utilidad para la vida de muchas personas, que consiste en mostrar un uso más satisfactorio de los bienes de la vida, materiales y afectivos. También les pido a esos sacerdotes que respeten al que confía en ellos, trato de hacerles comprender que con su pecado arrastran a otra persona. El apóstol Santiago considera que la lucha espiritual para vencer las tentaciones tiene un gran mérito: «El que salva un alma, salva su propia alma». Siempre aconsejo al que tiene estas caídas – frecuentemente sacerdotes jóvenes – o que está corriendo seriamente el riesgo de sufrirlas, que recen delante del Santísimo.
Pero no sé si se puede decir que las generaciones más jóvenes muestran una mayor fragilidad afectiva respecto de las «más estacionadas». Mi experiencia no me permite afirmar categóricamente que sea así. Yo también pienso – como diría san Leopoldo Mandic’ – que «el diablo no respeta las canas». El diablo no pierde tiempo: cuando uno se mueve hacia Jesús, cuando empieza a dar señales de comprenderlo y de querer acercarse a él, en ese mismo momento el diablo se esmera más con las tentaciones. O se vuelve más astuto. Tenemos que ser conscientes de eso, porque ser superficiales en este nivel lleva a muchas consecuencias serias. Quiero agregar que de todas las tentaciones hay una que probablemente es más perjudicial, para uno mismo y para los demás, que las mujeres. La reconozco cuando alguien me dice que nada lo entusiasma, que nada despierta su interés. Es el hastío de la vida, la apatía y la acidia por todo lo que es religioso, no sentir gusto por nada, el desaliento, el no saber qué se está haciendo ni por qué.
Esa es una de las situaciones más difíciles. Si bien hay muchos sacerdotes realmente fervientes, hay otros que tienen este tipo de crisis. Hay que ayudarlos, empujarlos hacia adelante, motivarlos, alentarlos… Algunos, para decir la verdad, no se sienten acompañados por sus superiores; sobre todo los sacerdotes diocesanos, los que no viven en una comunidad religiosa, muchas vece se sienten abandonados a ellos mismos. ¿Cómo se hace para sacar de ese pozo oscuro de apatía a alguien que dice: «¡No hay nada que me atraiga!», «¡No hay nada que me entusiasme!»? ¿Cómo levantar al que dice «No hay nada que me haga feliz», «Sigo adelante y nada más»? ¿Cómo volver a poner en marcha al que ya no le atrae nada, ni la celebración de la misa, ni la predicación, ni la misión?
Me permito repetir a menudo, sobre todo a los sacerdotes más jóvenes, que le pidan a Dios la claridad y la fuerza para vivir su vocación con seriedad, para no resignarse nunca a ser funcionarios de la obra de Dios, empleados de la Santa Misa, recitadores ausentes de la Liturgia de las Horas. No es cuestión de hacer, de cumplir los deberes que derivan del oficio. Es cuestión de expresar lo que hay en el corazón, de llevar a la práctica las convicciones que brillan en la vida de la vocación sacerdotal. Pedirle a Dios, rogarle. Cuánto consuelo nos viene de los Salmos, qué riqueza poder unirnos a Jesús que le gritaba al Padre su soledad y su desaliento humano: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
Considero que una de las tentaciones más graves que puede tener un sacerdote es precisamente esa: aceptar que es un simple ejecutor, un funcionario del ministerio que eligió servir. Eso es horrible. A mí me parece que es una forma muy triste de ceder y me da mucha pena encontrar hermanos que viven de esa manera. Tenemos que ser alegres, tomar consciencia de que todos los días introducimos a Jesús en la realidad que nos rodea. Nuestra meta debe brillar, y cuando no brilla en la consciencia, se apaga el sentido de la vida y vamos a la deriva. La fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela, que se le entrega como significado de todo, dándole al mismo tiempo una luz sobreabundante que ilumina los pasos del que busca el sentido último de las cosas.
Cuando no alimenta permanentemente su vida espiritual, uno empieza a ser un simple ejecutor. Una vida espiritual sostenida, reforzada, cultivada, que se llena de Dios delante del altar y que después se transmite a los demás, es una vida fecunda, que irradia el bien a su alrededor. Uno puede preparar con cuidado los discursos, las homilías, pero si no tiene a Dios dentro de sí, por más hermosas que sean sus palabras no serán lo que necesita nuestro pueblo. El pueblo quiere que le comuniquen la presencia de Dios misericordioso, el amor de Dios, el perdón de Dios, la cercanía del Padre que nos abraza y nos ama. El pueblo tiene una gran inteligencia en este sentido, percibe, puede palparlo cuando tiene delante una persona de fe (...). Me parece que otra tentación que nos afecta a los ministros es buscar un puesto, un cargo, un rol, tratar de acomodarse, de escalar posiciones en el poder, porque estamos insatisfechos de lo que tenemos. En el fondo, es la misma historia de siempre, no hay nada original, pero en el confesonario estas debilidades se manifiestan con todos los matices que asumen en la vida de un sacerdote. A tal punto que el Papa ha dicho que «el espíritu mundano es una tentación que divide y destruye a la Iglesia». Cuidado con los trepadores. El más grande de los hijos de Dios es el que más sirve, el que es más capaz de ser caritativo con los demás, el que no se jacta y no busca poder, dinero o fama (...). Después de haber hecho todo lo que debemos y podemos, tenemos que decir con Lucas: «Somos siervos inútiles, hemos hecho solo lo que debíamos hacer».
(...) Hay sacerdotes que siguieron viniendo después de aquella primera vez, que siguieron compartiendo conmigo durante años circunstancias problemáticas, dificultades que tenían en el ejercicio de su sacerdocio o situaciones espirituales graves, o incluso recaídas en la misma tentación. Con algunos de ellos se ha creado una gran fraternidad, la relación continuó en el tiempo y fue creciendo en calidad e intensidad. Yo doy gracias por eso, porque son personas admirables por su generosidad, por su servicio, por su compromiso, por la entrega de sí mismo al ministerio que deben realizar. Son buenos hermanos que a veces viven momentos de dificultad espiritual o pastoral en su ministerio.
En algunos casos vuelven a agradecerme. Porque la situación complicada se resolvió, porque un nudo que encadenaba sus vidas se desató, porque una carga pesada se alivió, porque algunas relaciones complicadas ya no los condicionan negativamente como antes. Su camino de dedicación espiritual es más puro, su trabajo pastoral es más intenso. Puedo verlo, me doy cuenta de que lo que dicen es verdad y reconozco en lo que ha ocurrido la gloria de Dios. Yo repito siempre que la Virgen de Pompeya es madre, y lo que no hace una Madre, no lo hace nadie. Por eso recurro siempre a la figura de Madre que nos da Jesús presente, que nos está entregando ahora, en el momento en que más la necesitamos.
Rezo todos los días por los sacerdotes que vienen a confesarse conmigo. A veces me acuerdo sus nombres, otras veces, no. El confesor no es solo el que perdona los pecados en nombre de Dios sino que es también el que sigue acompañando desde lejos con la oración a la persona que Dios puso en su camino y que tal vez no vuelve a ver nunca más. Así como rezo por los enfermos, rezo por los que han caído en el camino de la vocación religiosa y que en algunos casos quedaron heridos de cierta gravedad. Incluso cuando me doy cuenta de que no he podido hacer nada, que la situación que pesaba sobre su vida no se ha aliviado, rezo por ellos, siempre.
Pongo delante del Señor su problema sin resolver para que haga surgir una nueva oportunidad que pueda ayudarlos.
Edición italiana: Padre Luis Dri, con Andrea Tornielli e Alver Metalli, “NON AVER PAURA DI PERDONARE», Rai-Eri, ottobre 2016
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