Para conmemorar esta fiesta del fundador de su comunidad, San Ignacio de Loyola, hoy temprano el primer papa jesuita se unió a unos 200 de sus hermanos para una Misa de celebración en la Iglesia Gesu de Roma, luego de lo cual Francisco rezó ante las tumbas de Ignacio, su co-fundador San Francisco Javier y el padre Pedro Arrupe, el legendario General (1965-83) cuya visión de fe y justicia creó la comprensión moderna de la Compañía.
Aquí, en sus habituales "tres palabras", la traducción al inglés de Radio Vaticano de la predica histórica del Papa:
En esta Eucaristía en la que celebramos a nuestro padre Ignacio de Loyola, a la luz de las lecturas que hemos escuchado, quisiera proponer tres pensamientos sencillos guiados por tres expresiones: poner en el centro a Cristo y a la Iglesia; dejarnos conquistar por Él para servir; sentir la vergüenza de nuestras limitaciones y de nuestros pecados, para ser humildes ante Él y ante los hermanos.
1. El emblema de nosotros los jesuitas es un monograma, las siglas de “Jesús, Salvador de la Humanidad” (IHS). Cada uno de ustedes puede decirme: ¡lo sabemos muy bien! Pero este escudo nos recuerda continuamente una realidad que nunca debemos olvidar: la centralidad de Cristo para cada uno de nosotros y para toda la Compañía, la Compañía que San Ignacio quiso llamar “de Jesús” para indicar el punto de referencia. Además, ya al comienzo de los Ejercicios Espirituales, pone delante de nosotros a nuestro Señor Jesucristo, nuestro Creador y Salvador (Ejercicios Espirituales, 6). Y esto nos lleva a todos los jesuitas, y a toda la Compañía, a ser “descentrados”, a tener “cada vez más a Cristo” delante de nosotros, el “Deus semper maior”, el “intimior intimo meo”, que nos lleva continuamente fuera de nosotros mismos, que nos lleva a una cierta kénosis, un “ir más allá de nuestros propios amores, deseos, e intereses” (Ej. Especial, 189). ¿No es obvio, la pregunta para nosotros? ¿Por todos nosotros? “¿Es Cristo el centro de mi vida? ¿Realmente pongo a Cristo en el centro de mi vida?” Porque siempre existe la tentación de querer ponernos en el centro. Y cuando un jesuita se pone a sí mismo y no a Cristo en el centro, se extravía. En la primera lectura, Moisés llama con fuerza al pueblo a amar al Señor, a caminar en sus caminos, “porque Él es vuestra vida” (cf. Dt 30, 16-20). ¡Cristo es nuestra vida! La centralidad de Cristo corresponde también a la centralidad de la Iglesia: son dos llamas que no se pueden separar: no puedo seguir a Cristo sino en y con la Iglesia. Y aun en este caso los jesuitas y toda la Compañía, no estamos en el centro, estamos, por así decirlo, “desplazados”, estamos al servicio de Cristo y de la Iglesia, la Esposa de Cristo nuestro Señor, que es nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica (cf. Sp. Ex. 353). Ser hombres encaminados y cimentados en la Iglesia: eso es lo que Jesús desea de nosotros. No puede haber caminos paralelos o aislados para nosotros. Sí, caminos de búsqueda, caminos creativos, sí, esto es importante: ir a las periferias, tantas periferias. Esto requiere creatividad, pero siempre en comunidad, en la Iglesia, con esta pertenencia que nos da el coraje de seguir adelante. Servir a Cristo es amar a esta Iglesia concreta, y servirla con generosidad y con espíritu de obediencia.
2. ¿Cuál es la forma de vivir esta doble centralidad? Miremos la experiencia de san Pablo, que fue también la experiencia de san Ignacio. El Apóstol, en la Segunda Lectura que hemos escuchado, escribe: Prosigo hacia la perfección de Cristo, “porque he sido vencido por Jesucristo” (Flp 3, 12). Para Pablo vino en el camino de Damasco, para Ignacio en su casa de Loyola, pero el punto fundamental es el mismo: dejarse conquistar por Cristo. Busco a Jesús, sirvo a Jesús, porque Él me buscó primero, porque fui conquistado por Él: y este es el corazón de nuestra experiencia. Pero Él es primero, siempre. En español hay una palabra que es muy gráfica, que explica bien esto: Él “primerea” primero delante de nosotros, “El nos primerea”. Él siempre es el primero. Cuando llegamos, Él ya ha llegado y nos está esperando. Y aquí quiero recordar la meditación sobre el Reino de la Segunda Semana. Cristo nuestro Señor, el Rey eterno, nos llama a cada uno de nosotros, diciéndonos: “El que quiera venir conmigo, que trabaje conmigo, porque siguiéndome en el sufrimiento, me seguirá también en la gloria” (Esp. Ex. 95): Ser conquistados por Cristo para ofrecer a este Rey toda nuestra persona y todo nuestro trabajo (cf. Esp. Ex. 96); decir al Señor que haría cualquier cosa por su mayor servicio y alabanza, imitarle en soportar hasta el agravio, el desprecio, la pobreza (Esp. Ex. 98). Pero pienso en nuestro hermano en Siria en este momento. Dejarse conquistar por Cristo significa estar siempre orientados hacia lo que está delante de mí, hacia la meta de Cristo (cf. Flp 3,14), y preguntarse con verdad y sinceridad: “¿Qué he hecho yo por Cristo? ¿Qué estoy haciendo por Cristo? ¿Qué debo hacer por Cristo?” (cf. Ej. Especial 53).
3. Y llego al punto final. En el Evangelio, Jesús nos dice: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí, la salvará... Si alguien se avergüenza de mí...” (Lc 9,23). Y así. La vergüenza del jesuita. La invitación que nos hace Jesús es a que nunca nos avergoncemos de Él, sino a seguirlo siempre con total entrega, confiando en Él y encomendándonos a Él. Pero mirando a Jesús, como nos enseña san Ignacio en la Primera Semana, mirando sobre todo a Cristo crucificado, tenemos ese sentimiento tan humano y noble que es la vergüenza de no llegar a lo más alto; miramos la sabiduría de Cristo y nuestra ignorancia; en Su omnipotencia y nuestra debilidad; por su justicia y nuestra iniquidad; ante su bondad y nuestra maldad (cf. Sp. Ex. 59). Pide la gracia de la vergüenza; la vergüenza que proviene del constante diálogo de misericordia con Él; la vergüenza que nos hace sonrojarnos ante Jesucristo; la vergüenza que nos pone en sintonía con el corazón de Cristo que por mí se hace pecado; la vergüenza que armoniza nuestro corazón en el llanto y nos acompaña en el seguimiento diario de “mi Señor”. Y esto nos lleva siempre, como personas y como Compañía, a la humildad, a vivir esta gran virtud. Humildad que nos haga comprender, cada día, que no nos corresponde a nosotros construir el Reino de Dios, sino que es siempre la gracia de Dios obrando en nosotros; humildad que nos empuja a poner todo nuestro ser no al servicio de nosotros mismos y de nuestras propias ideas, sino al servicio de Cristo y de la Iglesia, como vasijas de barro, frágiles, inadecuadas, insuficientes, pero que llevan dentro un inmenso tesoro que debemos llevamos y que comunicamos (2 Cor. 4:7). Siempre es agradable para mí pensar en la puesta del sol del jesuita, cuando un jesuita termina su vida, cuando se pone el sol. Y siempre me vienen dos iconos del ocaso del jesuita: uno clásico, el de San Francisco Javier, mirando a China. El arte ha pintado tantas veces este atardecer, este 'fin' de Javier. Incluso en la literatura, en esa hermosa paz de Pemàn. Al final, no teniendo nada, pero a los ojos del Señor; me hace bien pensar en esto. El otro atardecer, el otro icono que me viene a modo de ejemplo, es el del padre Arrupe en la última entrevista en el campo de refugiados, cuando nos dijo –algo que él mismo dijo– “Digo esto como si fuera mi canto del cisne: rezar”. La oración, la unión con Jesús. Y, después de haber dicho esto, tomó el avión, y llegó a Roma con el golpe que fue el comienzo de un ocaso tan largo y ejemplar. Dos puestas de sol, dos iconos que todos haríamos bien en mirar, y volver a estos dos. Y para pedir la gracia de que nuestro atardecer sea como el de ellos.
Queridos hermanos, volvamos de nuevo a Nuestra Señora, a la que llevó a Cristo en su seno y acompañó los primeros pasos de la Iglesia. Que ella nos ayude a poner siempre a Cristo y a su Iglesia en el centro de nuestra vida y de nuestro ministerio. Ella, que fue la primera y más perfecta discípula de su Hijo, nos ayude a dejarnos conquistar por Cristo para seguirlo y servirlo en toda situación. Que ella, que respondió al anuncio del Ángel con la más profunda humildad: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38), nos haga sentir la vergüenza de nuestra inadecuación ante el tesoro que nos ha sido confiado, para vivir la virtud de la humildad ante Dios. Que nuestro camino sea acompañado por la intercesión paterna de San Ignacio y de todos los santos jesuitas,“ad majorem Dei gloriam” [“para mayor gloria de Dios”].
Aquí, en sus habituales "tres palabras", la traducción al inglés de Radio Vaticano de la predica histórica del Papa:
En esta Eucaristía en la que celebramos a nuestro padre Ignacio de Loyola, a la luz de las lecturas que hemos escuchado, quisiera proponer tres pensamientos sencillos guiados por tres expresiones: poner en el centro a Cristo y a la Iglesia; dejarnos conquistar por Él para servir; sentir la vergüenza de nuestras limitaciones y de nuestros pecados, para ser humildes ante Él y ante los hermanos.
1. El emblema de nosotros los jesuitas es un monograma, las siglas de “Jesús, Salvador de la Humanidad” (IHS). Cada uno de ustedes puede decirme: ¡lo sabemos muy bien! Pero este escudo nos recuerda continuamente una realidad que nunca debemos olvidar: la centralidad de Cristo para cada uno de nosotros y para toda la Compañía, la Compañía que San Ignacio quiso llamar “de Jesús” para indicar el punto de referencia. Además, ya al comienzo de los Ejercicios Espirituales, pone delante de nosotros a nuestro Señor Jesucristo, nuestro Creador y Salvador (Ejercicios Espirituales, 6). Y esto nos lleva a todos los jesuitas, y a toda la Compañía, a ser “descentrados”, a tener “cada vez más a Cristo” delante de nosotros, el “Deus semper maior”, el “intimior intimo meo”, que nos lleva continuamente fuera de nosotros mismos, que nos lleva a una cierta kénosis, un “ir más allá de nuestros propios amores, deseos, e intereses” (Ej. Especial, 189). ¿No es obvio, la pregunta para nosotros? ¿Por todos nosotros? “¿Es Cristo el centro de mi vida? ¿Realmente pongo a Cristo en el centro de mi vida?” Porque siempre existe la tentación de querer ponernos en el centro. Y cuando un jesuita se pone a sí mismo y no a Cristo en el centro, se extravía. En la primera lectura, Moisés llama con fuerza al pueblo a amar al Señor, a caminar en sus caminos, “porque Él es vuestra vida” (cf. Dt 30, 16-20). ¡Cristo es nuestra vida! La centralidad de Cristo corresponde también a la centralidad de la Iglesia: son dos llamas que no se pueden separar: no puedo seguir a Cristo sino en y con la Iglesia. Y aun en este caso los jesuitas y toda la Compañía, no estamos en el centro, estamos, por así decirlo, “desplazados”, estamos al servicio de Cristo y de la Iglesia, la Esposa de Cristo nuestro Señor, que es nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica (cf. Sp. Ex. 353). Ser hombres encaminados y cimentados en la Iglesia: eso es lo que Jesús desea de nosotros. No puede haber caminos paralelos o aislados para nosotros. Sí, caminos de búsqueda, caminos creativos, sí, esto es importante: ir a las periferias, tantas periferias. Esto requiere creatividad, pero siempre en comunidad, en la Iglesia, con esta pertenencia que nos da el coraje de seguir adelante. Servir a Cristo es amar a esta Iglesia concreta, y servirla con generosidad y con espíritu de obediencia.
2. ¿Cuál es la forma de vivir esta doble centralidad? Miremos la experiencia de san Pablo, que fue también la experiencia de san Ignacio. El Apóstol, en la Segunda Lectura que hemos escuchado, escribe: Prosigo hacia la perfección de Cristo, “porque he sido vencido por Jesucristo” (Flp 3, 12). Para Pablo vino en el camino de Damasco, para Ignacio en su casa de Loyola, pero el punto fundamental es el mismo: dejarse conquistar por Cristo. Busco a Jesús, sirvo a Jesús, porque Él me buscó primero, porque fui conquistado por Él: y este es el corazón de nuestra experiencia. Pero Él es primero, siempre. En español hay una palabra que es muy gráfica, que explica bien esto: Él “primerea” primero delante de nosotros, “El nos primerea”. Él siempre es el primero. Cuando llegamos, Él ya ha llegado y nos está esperando. Y aquí quiero recordar la meditación sobre el Reino de la Segunda Semana. Cristo nuestro Señor, el Rey eterno, nos llama a cada uno de nosotros, diciéndonos: “El que quiera venir conmigo, que trabaje conmigo, porque siguiéndome en el sufrimiento, me seguirá también en la gloria” (Esp. Ex. 95): Ser conquistados por Cristo para ofrecer a este Rey toda nuestra persona y todo nuestro trabajo (cf. Esp. Ex. 96); decir al Señor que haría cualquier cosa por su mayor servicio y alabanza, imitarle en soportar hasta el agravio, el desprecio, la pobreza (Esp. Ex. 98). Pero pienso en nuestro hermano en Siria en este momento. Dejarse conquistar por Cristo significa estar siempre orientados hacia lo que está delante de mí, hacia la meta de Cristo (cf. Flp 3,14), y preguntarse con verdad y sinceridad: “¿Qué he hecho yo por Cristo? ¿Qué estoy haciendo por Cristo? ¿Qué debo hacer por Cristo?” (cf. Ej. Especial 53).
3. Y llego al punto final. En el Evangelio, Jesús nos dice: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí, la salvará... Si alguien se avergüenza de mí...” (Lc 9,23). Y así. La vergüenza del jesuita. La invitación que nos hace Jesús es a que nunca nos avergoncemos de Él, sino a seguirlo siempre con total entrega, confiando en Él y encomendándonos a Él. Pero mirando a Jesús, como nos enseña san Ignacio en la Primera Semana, mirando sobre todo a Cristo crucificado, tenemos ese sentimiento tan humano y noble que es la vergüenza de no llegar a lo más alto; miramos la sabiduría de Cristo y nuestra ignorancia; en Su omnipotencia y nuestra debilidad; por su justicia y nuestra iniquidad; ante su bondad y nuestra maldad (cf. Sp. Ex. 59). Pide la gracia de la vergüenza; la vergüenza que proviene del constante diálogo de misericordia con Él; la vergüenza que nos hace sonrojarnos ante Jesucristo; la vergüenza que nos pone en sintonía con el corazón de Cristo que por mí se hace pecado; la vergüenza que armoniza nuestro corazón en el llanto y nos acompaña en el seguimiento diario de “mi Señor”. Y esto nos lleva siempre, como personas y como Compañía, a la humildad, a vivir esta gran virtud. Humildad que nos haga comprender, cada día, que no nos corresponde a nosotros construir el Reino de Dios, sino que es siempre la gracia de Dios obrando en nosotros; humildad que nos empuja a poner todo nuestro ser no al servicio de nosotros mismos y de nuestras propias ideas, sino al servicio de Cristo y de la Iglesia, como vasijas de barro, frágiles, inadecuadas, insuficientes, pero que llevan dentro un inmenso tesoro que debemos llevamos y que comunicamos (2 Cor. 4:7). Siempre es agradable para mí pensar en la puesta del sol del jesuita, cuando un jesuita termina su vida, cuando se pone el sol. Y siempre me vienen dos iconos del ocaso del jesuita: uno clásico, el de San Francisco Javier, mirando a China. El arte ha pintado tantas veces este atardecer, este 'fin' de Javier. Incluso en la literatura, en esa hermosa paz de Pemàn. Al final, no teniendo nada, pero a los ojos del Señor; me hace bien pensar en esto. El otro atardecer, el otro icono que me viene a modo de ejemplo, es el del padre Arrupe en la última entrevista en el campo de refugiados, cuando nos dijo –algo que él mismo dijo– “Digo esto como si fuera mi canto del cisne: rezar”. La oración, la unión con Jesús. Y, después de haber dicho esto, tomó el avión, y llegó a Roma con el golpe que fue el comienzo de un ocaso tan largo y ejemplar. Dos puestas de sol, dos iconos que todos haríamos bien en mirar, y volver a estos dos. Y para pedir la gracia de que nuestro atardecer sea como el de ellos.
Queridos hermanos, volvamos de nuevo a Nuestra Señora, a la que llevó a Cristo en su seno y acompañó los primeros pasos de la Iglesia. Que ella nos ayude a poner siempre a Cristo y a su Iglesia en el centro de nuestra vida y de nuestro ministerio. Ella, que fue la primera y más perfecta discípula de su Hijo, nos ayude a dejarnos conquistar por Cristo para seguirlo y servirlo en toda situación. Que ella, que respondió al anuncio del Ángel con la más profunda humildad: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38), nos haga sentir la vergüenza de nuestra inadecuación ante el tesoro que nos ha sido confiado, para vivir la virtud de la humildad ante Dios. Que nuestro camino sea acompañado por la intercesión paterna de San Ignacio y de todos los santos jesuitas,“ad majorem Dei gloriam” [“para mayor gloria de Dios”].
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Cuando se le preguntó durante sus comentarios en el vuelo de regreso a casa desde Río cómo sus 55 años en la Compañía de Jesús impactaron su nuevo ministerio como obispo de Roma, Francisco, (que se muestra arriba abrazando al sucesor número 28 de Ignacio, el Padre General Adolfo Nicolás, a partir hoy) dijo en respuesta que “Es una cuestión teológica, porque los jesuitas hacen el cuarto voto de obediencia al Papa [para el servicio de las misiones]. Pero si el papa es un jesuita, tal vez debería hacer su voto de obediencia al general de los jesuitas: "No sé cómo resolver esto -prosiguió el papa-. Me siento jesuita en mi espiritualidad; en la espiritualidad de los Ejercicios, en la espiritualidad que tengo en mi corazón. Pero siento esto especialmente cuando voy a la fiesta de San Ignacio con los jesuitas. No he cambiado de espiritualidad, no. Francisco, franciscano: no. Me siento jesuita y pienso jesuita”.
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Por último, dado el redondeo de los homenajes del papa Bergoglio con una visita a la tumba de Arrupe, especialmente hoy, una cita favorita de Don Pedro viene fácilmente a la mente...
“Nada es más práctico que encontrar a Dios, que enamorarse de una manera bastante absoluta, definitiva. Lo que te enamora, lo que se apodera de tu imaginación, lo afectará todo. Decidirá qué te hará levantarte de la cama por la mañana, qué haces con tus noches, cómo pasas tus fines de semana, qué lees, a quién conoces, qué te rompe el corazón y qué te sorprende con alegría y gratitud. Enamórate, quédate enamorado, y lo decidirá todo”.
...y con eso, buena fiesta para todos los jesuitas, y para todos los que celebran.
Whispersin the Loggia
“Nada es más práctico que encontrar a Dios, que enamorarse de una manera bastante absoluta, definitiva. Lo que te enamora, lo que se apodera de tu imaginación, lo afectará todo. Decidirá qué te hará levantarte de la cama por la mañana, qué haces con tus noches, cómo pasas tus fines de semana, qué lees, a quién conoces, qué te rompe el corazón y qué te sorprende con alegría y gratitud. Enamórate, quédate enamorado, y lo decidirá todo”.
...y con eso, buena fiesta para todos los jesuitas, y para todos los que celebran.
Whispersin the Loggia
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