Por Sandro Magister
El último libro del cardenal Carlo Maria Martini que ha salido a la venta en Italia, como hace algunos meses en Alemania y ahora también en España, inmediatamente ha conquistado el calificativo de “los más vendidos”. Se titula “Coloquios nocturnos en Jerusalén”, y está en forma de entrevista, con el jesuita alemán Georg Sporschill.
Las veces en que Benedicto XVI ha hablado en público del cardenal Martini – famoso biblista y arzobispo de Milán del 1980 al 2002 – siempre lo ha elogiado como “un verdadero maestro de la 'lectio divina', que ayuda a entrar en lo vivo de la Sagrada Escritura”.
Pero en este libro el cardenal no parece igualmente “magnánimo” al juzgar los actos de gobierno y de magisterio de los últimos papas, desde Pablo VI en adelante.
En el libro hay una recurrente acusación a la Iglesia de “involución” y reclama una Iglesia “valiente” y “abierta”, como dicen los títulos de dos capítulos del libro.
Sobre todo hay una descripción de Jesús ligada a un ideal de justicia muy terreno. La distancia entre este Jesús y el “Jesús de Nazaret” del libro de Benedicto XVI es impresionante.
El diario de la conferencia episcopal italiana, “Avvenire”, al dar la noticia del libro de Martini con ocasión de su lanzamiento en la Feria del Libro de Frankfurt, el 17 de octubre, escribió que “muchas de las consideraciones que allí se expresan, comprensiblemente, generarán discusión”.
Pero no ha agregado nada más. “Avvenire” hasta ahora no ha reseñado el libro y nadie espera que lo haga más adelante. Silencio absoluto también en L'Osservatore Romano.
En privado, en las altas esferas de la jerarquía, las críticas al autor del libro son severas y preocupadas. Pero en público la regla es callar. El temor es que al contestar públicamente las tesis de este libro se agregue daño sobre daño.
¿Pero cuál es, más analíticamente, el “riesgo de la fe” que el cardenal Martini evoca?
Pietro De Marco, profesor en la Universidad de Florencia y en la Facultad Teológica de Italia Central, lo saca a la luz y lo somete a crítica en el comentario que sigue.
Para De Marco el mensaje del cardenal “parece reticente en cuanto a la totalidad de la confesión de fe”. Hay en este muchas referencias a las Sagradas Escrituras, pero “los artículos del Credo están escondidos como si fuese superfluo mencionarlos”.
Una evanescencia de los fundamentos de la Doctrina que ha distinguido no sólo el recorrido de un gran líder de la Iglesia como Martini, sino una amplia parte de la Iglesia católica de los últimos decenios.
Observaciones sobre “coloquios nocturnos” de Carlo Maria Martini y Georg Sporschill
Por Pietro De Marco
La forma de este libro, una bien construida entrevista acompasada en capítulos introducidos por textos breves, frecuentemente “preguntas de jóvenes”, constituye un testimonio importante de la mente del cardenal Carlo Maria Martini. Y de cuantos lo siguen dentro y fuera de los confines eclesiales.
Del libro subrayaré lo que no me parece que deba aprobar y especialmente lo que me parece ser la íntima contradicción, una contradicción que marca quizá el entero recorrido público del jesuita, ex arzobispo de Milán. Pero rindo homenaje, también filial, a la personalidad grande que se revela, una vez más, en estas páginas, escritas junto con Georg Sporschill, también él un religioso de la Compañía de Jesús.
Parto de la respuesta del cardenal a la pregunta: “¿cómo debería ser hoy la educación religiosa?” (p.19), que equivale a cómo enseñar a alguien a ser un “buen cristiano”. Poco antes el cardenal había dicho: “un buen cristiano se distingue porque cree en Dios, tiene confianza, conoce a Cristo, aprende a conocerlo siempre mejor y lo escucha”.
En el estilo del libro que parece resolver todo en la dimensión cotidiana, en la verdad de los “mundos vitales”, Martini inicia evocando escenas familiares y “usanzas sencillas”. Entre estas últimas impresiona ver señalada también la Navidad y la Pascua. Volveré sobre este punto. La educación religiosa propuesta por el cardenal es la de “escuchar las preguntas y los descubrimientos de los jóvenes y aceptarlos”, para llegar a su fundamento, la Biblia: “No pensar en modo bíblico nos hace limitados, nos impone anteojeras, no nos permite captar la amplitud de la visión de Dios” (p. 20).
Ciertamente se debe apreciar ese confiado y razonado primado que se le da a la Escritura, en años en los que hay quien propone en el cristianismo una “religión de la razón”, o sea una búsqueda de Dios que elimina la Biblia como coacervo de falsedad. Pero cuando el cardenal explica en qué se expresa la “amplitud de la visión de Dios” revelada por la Escritura, la señala en Jesús que se maravilla de la fe de los paganos y acoge en el cielo al ladrón, o en Dios que protege Caín que ha asesinado a su hermano. “En la Biblia Dios ama a los extranjeros, ayuda a los débiles”, prosigue el cardenal. Y con ello se desliza a hablar demasiado, en el sermón, que prosigue en la respuesta a la pregunta que sigue: “Debemos aprender a vivir la amplitud del ser católico. Y debemos aprender a conocer a los otros. […] Para proteger esta inmensidad no conozco mejor modo que seguir leyendo la Biblia siempre. […] Dios nos conduce fuera, en la inmensidad. Nos enseña a pensar en modo abierto”. Se capta aquí un compendio de pensamiento que amerita un comentario.
Mientras tanto, si la fe/confianza en Dios y el conocimiento/escucha de Cristo son la esencia de la condición cristiana, esta bella fórmula no puede ser usada como suficiente en sí misma. Remitir únicamente a un leer/pensar bíblico y a una “apertura” de corazón permanece del todo indeterminado. La única, mínima determinación en las palabras del cardenal es la que procede de la “apertura a los otros” a la Escritura, para volver a encontrar en esta la misma apertura. Una dinámica circular así, en cuanto importante, es verdaderamente poco respecto a la inmensidad del tesoro escriturístico. ¿Qué hay del conocimiento de las cosas divinas? ¿Del temor y del amor de Dios? ¿De la economía trinitaria? Si la Revelación nos transforma es porque ella implica “infinitamente” más que un “pensar en modo abierto” a la manera de los modernistas; un “modo abierto” que Sporschill liquida como “mentalidad estrecha”.
Este horizonte, que tanto gusta a la intelectualidad laica y católica, explica también la reducción que Martini hace de las grandes festividades del año litúrgico a “simples usanzas”. Reducción quizá involuntaria, pero que sin embargo, es reveladora. ¿Cuándo en el pensado y frecuentemente profundo razonar del cardenal se entrevén la lex orandi y la plenitud del misterio litúrgico? Se le escapa el vínculo entre la inmensidad del “pensar en modo bíblico” y la inmensidad del culto cristiano que de verdad nos abre a una liturgia cósmica, aunque por esto no seamos ni nos volvamos unos “espíritus abiertos” a la manera modernista. No es una cuestión de hace poco ni reciente. En esto los católicos y más todavía los ortodoxos están en la orilla opuesta respecto a las comunidades protestantes, a las cuales no les ha bastado, para hacer frente a la modernidad, frecuentar la Escritura y “pensar en modo bíblico”.
“Vivir la amplitud del ser católico” no se cumple ni en mirar “los pobres, los oprimidos, los enfermos”. Lo que el cardenal llama el “riesgo” de la Iglesia de ponerse como un absoluto no me parece evocado en modo pertinente. Lo absoluto de la encarnación del Logos en el cosmos y en la historia no es un “riesgo” sino que es el fundamento de aquella “amplitud”, es lo que verdaderamente nos hace “abiertos”.
Sin minusvalorar los “mundos vitales” que el cardenal resalta, es en lo absoluto que se radican desde siempre la universalidad y la responsabilidad cristianas. Sólo uno que otro pensador católico insiste todavía, especialmente en Italia, en la ecuación entre “pretensión de verdad” y “cerrazón” intelectual y moral. Me preocupa el pasaje en el que Martini dice: “Los hombres se alejan de los […] diez mandamientos y se construyen una propia religión; este riesgo existe también para nosotros. No hacer a Dios católico. Dios está más allá de los límites y de las definiciones que nosotros establecemos. En la vida tenemos necesidad, es obvio, pero no debemos confundir eso con Dios”. Me preocupa porque es altamente riesgosa la idea de que una religión positiva sea en sí misma un alejamiento de un fundamento indeterminado que la precede y le es superior. También desde el punto de vista de la ciencia de las religiones no subsiste per se un religioso indeterminado, común y primario. Sólo las religiones son religiones.
También encuentro infeliz la fórmula del “Dios católico”, como que casi las teologías sobre Dios de la “Catholica Ecclesia” representen una indebida apropiación y pérdida del divino, en vez de representar la amorosa y celosa solicitud espiritual y jerárquica por todo lo que ha sido revelado en Cristo. Ciertamente Dios está más allá de nuestras definiciones; pero no es “para la vida” o sea, por motivos de practicidad, que nosotros establecemos “definiciones”; en efecto, es mucho más práctico no definir, como prefieren tantos modernistas y postmodernistas. La admirable teología trinitaria de los concilios y las summae teológicas son algo diferente y más que simples contingencias. Son monumentos de alabanza al Dios de Jesucristo erigidos por la razón cristiana. Quizá es difícil para el exegeta moderno - incluso católico y de la generación de Martini - entenderlo.
Todo el recorrido de estos “Coloquios nocturnos” esconde muchos pasajes riesgosos. Quizá la antigua pericia de escalador de Martini los prefiere, los busca. Para quedarnos en el capítulo primero, en la p. 18 el cardenal dice: “Jesús se batió en nombre de Dios para que vivamos según la justicia”. Y en la p. 24:
“Jesús osó intervenir y mostrar que el amor de Dios debe cambiar el mundo y sus conflictos. Por esto arriesgó la vida, sacrificándola finalmente en la cruz.
Pero su abnegación, ya la vemos antes. […] Creo que esto es su amor, que siento en la comunión, en la oración, con los amigos, en mi misión”.
No tengo ningún temor de impopularidad al decir que esta cristología de corte liberacionista será también pastoralmente inútil con algunos jóvenes abiertos al progresismo, pero me parece seriamente lagunosa. Es inútil que yo recuerde a un gran conocedor de los textos del Nuevo Testamento cuánto es críticamente infundado, además de profundamente reductivo en cuanto al significado de la Revelación, afirmar que Jesús “se batió en nombre de Dios” como uno de los tantos rebeldes religiosos, y que murió en la cruz para cambiar el mundo según las contingentes instancias del mundo (¿paz y justicia según quien y para quién?). Admitamos que la lectura que Martini hace de Jesús implica un antagonismo más espiritual y menos “político”; igual no distingo casi nada de la tradición trinitaria y cristológica. Tradición que inerva en cambio profundamente el “Jesús de Nazaret” de Joseph Ratzinger, sobre el que el padre Sporschill ironiza (“el buen Jesús de Ratzinger”) con escasa inteligencia.
Inapropiados sobre el terreno eclesiológico son también diferentes pasajes del capítulo quinto dedicado a la encíclica de Pablo VI Humanae vitae, que naturalmente han causado escándalo. También el sincero disgusto que el cardenal muestra por la que él considera “una desventura en el pontificado del papa Montini” termina con una cola polémica. El papa publicó la encíclica “con un solitario sentido del deber y movido por una profunda convicción personal”, dice Martini, haciendo hincapié fuertemente sobre su aislamiento voluntario. Pero se nos pregunta: ¿De quién se podía fiar Pablo VI, aparte de Roma, en 1968? ¿De episcopados revueltos por las crisis del postconcilio? ¿O de teólogos transformados en intelectualidad rebelde? Parece poco atento dejar escribir de manera provocadora al padre Sporschill: “Suponemos que Benedicto XVI va a pedir perdón y retirar la encíclica Humanae vitae” Se equivoca Martini en cubrir con su autoridad la propensión de corrientes eclesiales a “pedir perdón”, naturalmente no de los propios errores sino de los de la jerarquía: un deporte irresponsable y sin discernimiento.
También la metáfora de los cuarenta años trascurridos después de la Humanae vitae, que se toma como los cuarenta años de Israel en el desierto (p. 93), es ambigua. ¿Quién habría guiado a quién, en esta travesía salpicada de infidelidad? ¿El cardenal Martini piensa, como se piensa en los diseminados nidos de los contestatarios, que es el pueblo de Dios el que guía a la Tierra Prometida a una jerarquía resistente al reclamo del Espíritu? ¿O reconoce que ha ocurrido lo contrario: la profunda confirmación de la condición de insustituible de la Iglesia “madre y maestra”? El valor de Pablo VI, fundado en su conciencia del rol de Pedro, fue enorme y en la larga duración de la solicitud de la Iglesia por el hombre, saludable, como se puede valorar hoy, después de décadas de desorientación y presunción modernista.
En suma, también apreciando en estas páginas tantas observaciones medidas y de gran delicadeza pastoral, encuentro en el cardenal un conocimiento demasiado débil de lo que es un juego en el actual pasaje de la civilización. Prevalece en él la escucha de las opiniones, de las preocupaciones y de las protestas, internas y externas a la Iglesia, y una programática sintonía con ellas, típica del intelectual. Valga la consideración, de verdad excesiva, que reserva a las tesis del filósofo alemán Herbert Schnädelbach en un ensayo del 2000 sobre “las culpas del cristianismo”.
Encuentro reveladora también la respuesta de Martini a las preguntas si nunca tuvo miedo de tomar decisiones equivocadas (p. 64):
“por miedo a las decisiones se puede dejar escapar la vida. Quien ha decidido las cosas de manera demasiado aventada o incauta será ayudado por Dios a corregirse. […]Entreveo en estas fórmulas un método a veces adoptado por hombres de Iglesia y en particular por la Compañía de Jesús: atraer a las personas que piensan, no importa si son creyentes; no desviarse por las pasadas o presentes defecciones de la institución; tener confianza en la guía y en la corrección de Dios en este tipo de empresa. Esta valentía frecuentemente se presenta como eficaz, si bien no sabemos qué cosa saldrá de más profundo y decisivo para la formación en la fe y para la misma Iglesia. Pero hay algo esencial que se escapa: ¿Quién juzga las “personas pensantes”? ¿Y pensantes en qué? ¿Qué quiere exactamente el cardenal, si vamos más allá de las generales y generosas fórmulas educativas y entramos en el corazón de la instrucción cristiana?
No me asustan tanto las defecciones de la Iglesia. Me angustian en cambio, las personas que no piensan. […] Quisiera individuos pensantes. […] Solamente entonces se pondrá la cuestión de si son creyentes o no creyentes. Quien reflexiona será guiado en su camino. Tengo confianza en esto”.
Es evidente que la que expresa el cardenal ha sido también la apuesta por parte de la Iglesia en la larga crisis de hombres y de fe del postconcilio. Es evidente también el optimismo que rige una tal pedagogía de la providencial realización de sí en la libertad. Pero así se ha minusvalorado y al final, favorecido la reducción notable de los hombres de la institución, del clero. No era difícil, en años todavía cercanos a nosotros, escuchar decir a los pastoralistas que la falta de clero es un falso problema y es más bien, una oportunidad para la renovación de la transmisión de la fe y para su purificación, naturalmente en sentido “no clerical”.
El optimismo que acompaña los “coloquios nocturnos” del cardenal Martini no puede ser, pues, propuesto a experimentación futura tan simplemente. Ya ha marcado prácticas pasadas. Y los resultados de este optimismo están bajo el juicio de todos. Se puede sospechar que, tras la fascinación de las fórmulas y el consenso de tantos amigos no creyentes, tal optimismo haya alimentado la íntima contradicción que el cardenal parece traer: por un lado, una visibilidad cristiana dotada de un perfil “abierto”, por el otro, un mensaje reticente en cuanto a la confesión de fe completa. En su modelo pedagógico, entre recurrir a la Biblia y la familiaridad con los artículos del credo, el desequilibrio es notorio: un desequilibrio en el que la Tradición y el Credo viven escondidos como si fuese superfluo mencionarlos.
Una contradicción así marca paradójicamente también las páginas de Carlo Maria Martini sobre los ejercicios espirituales de san Ignacio. Ellos son para el cardenal
“ejercicios prácticos y simples que mantienen vivo el amor. Es un poco como en la vida familiar […]. También el amor a Jesús y la intimidad con Dios viven de una conducta cotidiana. No llego a imaginar mi vida sin el agua bendita, etc.Acojo estas fórmulas delicadas, y en la base de ellas la distinción entre los ejercicios en su forma completa, sólo para pocos, y los numerosos ejercicios fáciles para todos (p. 88).
¿Pero para qué reservar a los simples la primera semana, dedicada (digo por simplicidad) al examen de conciencia, y no permitirles acceder al menos a la segunda? En el texto en italiano del 1555, que traduce la llamada “vulgata”, se lee: “La segunda semana es contemplar el reino de Jesucristo como uno terreno que llama sus soldados a la guerra”. La redacción de Ignacio es más seca: “El llamamiento del rey temporal ayuda a contemplar la vida del rey eternal”, pero no cambia la sustancia. ¿La realeza de Cristo y su llamada son quizá irrelevantes para el “buen cristiano” y para su vida de fe?
Evidentemente para el cardenal Martini no es esencial, más aún, es embarazoso “considerar Christum vocantem omnes suos sub vexillum suum”, salvo quizá en una versión toda espiritual. Pero creo que también parte de la Iglesia ha ofuscado demasiado los propios “vexilla” y se ha autolimitado a lo doméstico, sea familiar o comunitario. Lo han sufrido sus necesarios perfiles universales y públicos. Lo ha sufrido su misma dedicación y llamada a la Verdad; ya que si a una familia pueden bastar la costumbre privada del Pater Noster y la lectura de los Evangelios o de los Salmos, esto no basta para la fe y para la misión. Ni puede bastar, pienso, a la Compañía de Jesús, a sus hombres, a su razón de vida.
Ha sido necesario que fuese la cátedra de Pedro la que haga activa y autorizada memoria de todo esto, en las últimas décadas.
Evidentemente para el cardenal Martini no es esencial, más aún, es embarazoso “considerar Christum vocantem omnes suos sub vexillum suum”, salvo quizá en una versión toda espiritual. Pero creo que también parte de la Iglesia ha ofuscado demasiado los propios “vexilla” y se ha autolimitado a lo doméstico, sea familiar o comunitario. Lo han sufrido sus necesarios perfiles universales y públicos. Lo ha sufrido su misma dedicación y llamada a la Verdad; ya que si a una familia pueden bastar la costumbre privada del Pater Noster y la lectura de los Evangelios o de los Salmos, esto no basta para la fe y para la misión. Ni puede bastar, pienso, a la Compañía de Jesús, a sus hombres, a su razón de vida.
Ha sido necesario que fuese la cátedra de Pedro la que haga activa y autorizada memoria de todo esto, en las últimas décadas.
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