jueves, 30 de noviembre de 2023

OBJECIONES CONTRA LA RELIGIÓN (17)

Yo bien quisiera tener fe; ¡pero no puedo!

Por Monseñor de Segur (1820-1881)


¿Que no puedes? Te equivocas muy mucho; y desde ahora te digo que todo el que de veras quiere tener fe, la tiene. Acabo de indicarte, hijito, que, así como necesitamos ojos y luz para ver las obras de Dios, necesitamos entendimiento y fe para conocerle y amarle. Hazte bien el cargo de esta comparación para que entiendas bien el ejemplo que voy a ponerte.

Figúrate que tú eres un estudiante desaplicado, que no sabes nada, porque nunca coges un libro en la mano, Y en lugar de estudiar te has dado al juego. Tu padre, que es un señor muy bondadoso, que te quiere entrañablemente, está lleno de pesadumbre por tu conducta; y visto ya que, ni por regalos que te ha hecho, ni por consejos que te ha dado, ni por nada en este mundo, ha conseguido de ti cosa ninguna, se resuelve, por fin, con dolor de su corazón, a encerrarte en un cuarto enteramente oscuro. Encerrado tú en tu prisión horas y horas, entras a cuentas contigo mismo, empiezas a ver que tu padre es un señor muy bueno, empiezas a conocer que eres ingrato a sus beneficios, y, por último, pesaroso de tu ingratitud, y deseando salir de aquel encierro y de aquella oscuridad, te resuelves a cambiar de vida, Y en aquel mismo instante quieres empezar a estudiar.

¿Qué será lo primero que hagas? Te levantarás de la cama, donde por aburrimiento y pereza estabas acostado, te dirigirás a la puerta del cuarto, y desde allí, con voz suplicante, dirás: “Padre, padre, ábrame usted y deme usted luz, que quiero desde ahora mismo no desobedecerle más, que me pesa de los disgustos que le he dado, y deseo estudiar para saber algo, para hacerme hombre y asegurarme mi sustento el día de mañana”.

Tu padre, que es tan bueno, te oye, y se regocija con toda su alma; pero no te responde al pronto, porque considera justo que, pues tanto tiempo has sido ingrato con él, ganes su perdón a fuerza de pedir y de esperar. Tú, viendo que tu padre no acude, vuelves a llamarle, y golpeas la puerta y lloras; y él, que no desea otra cosa, se enternece, y llega y te abre, y te da luz y un abrazo.

Desde este punto, para cumplir lo que has prometido a tu padre, para darle gusto y desagraviarle, y, en fin, para hacerte bien a ti propio, procuras resarcir el tiempo perdido; buscas libros, estudias horas enteras, consultas con tus maestros lo que no entiendes; y de este modo, mientras que tu padre, ya gozoso contigo, no vuelve jamás a quitarte la libertad ni la luz, y te compra más libros y te proporciona nuevos maestros, tú adquieres la ciencia, y logras ser las delicias de tu padre, y te forma en una carrera que te hace inmensamente rico.

Pues bueno, hombre sin fe; tú, a quien de nada sirve tanta enseñanza como Dios te ofrece en las obras de su universo y en las predicaciones de su Iglesia; tú que en lugar de atender a aquellas enseñanzas, las desoyes y desdeñas, por entregarte a tus pasiones; tú eres el estudiante desaplicado y dado al juego; tú eres el hijo rebelde al deseo e ingrato al amor de Dios, tu buen Padre, que no quiere otra cosa sino que te apliques a saber y creer la Religión que él te ha dado, para que logres un día ganar la inmensa riqueza de su cielo prometido. La tenebrosa prisión en que estás encerrado es esa ignorancia, ese error acerca de las verdades religiosas; y lo que tu Dios, tu Padre, castiga al tenerte en ese encierro, es el ocio de tu entendimiento, que nunca se levanta para considerar sus obras, y la dureza de corazón con que desatiendes sus consejos, sus preceptos y dones.

Y dime tú ahora; el día en que, avergonzado o aterrado de verte en esas tinieblas, quieras cambiar de conducta, ¿qué será lo primero que debas hacer? Pues sacudir la pereza que te tiene postrado en el lecho de tus vicios, llamar una y otra vez a las puertas de tu prisión, y con lágrimas en los ojos, y golpeándote el seno, decir desde el fondo de tu alma: “Padre, Padre, dame la luz de la Fe que me falta para conocerte y amarte; mira que desde hoy quiero ya siempre cumplir tu voluntad; que me pesa del tiempo que te he olvidado y ofendido, que me espanta la oscuridad en que me encuentro, y quiero salir de ella para aprender la ciencia de tus enseñanzas divinas, y ganar la gloria que tienes prometida a los que te buscan de veras”.

Y Dios que no desea otra cosa, como Padre que es soberanamente bueno, vendrá a ti, romperá la prisión en que estás, te dará luz de fe; y tú, ya entonces con luz y libertad, procurarás estudiar más y más cada día su Doctrina Santa, y correrás desalado en busca de la Iglesia, y consultarás a tus maestros; y pidiendo y estudiando, ganarás mayor luz cada día, y al acabar la carrera de tu vida mortal, te hallarás dueño del tesoro inapreciable de la vida eterna.

Mientras no hagas, hijito mío, lo que el estudiante que te he puesto por ejemplo, no me digas que quisieras tener fe, pero que no puedes.  La fe es un don de Dios; es decir, que con las solas fuerzas de tu entendimiento no puedes adquirirla, y que no la tendrás si Dios no te la da. Ahora bien, lo que no se tiene y se quiere tener, se pide a quien pueda darlo.

¿Has pedido tú a Dios esa fe que no tienes? ¿Se la has pedido un día y otro con fervor, con propósito firme de obrar y vivir conforme a ella el día que Dios te la dé? ¿O la has pedido así como de paso, en un rato de tristeza o de mal humor, y como con miedo de obtener lo mismo que pides? 

Además, antes de creer en la Religión, necesitas saberla y entenderla. ¿Qué has hecho tú para conseguir esto? ¿Qué libros has leído? ¿Qué personas has consultado? ¿Te ha ocurrido siquiera irte a oír una explicación de doctrina cristiana? ¿Has cogido un catecismo en la mano? ¿Has pensado formalmente en buscar un sacerdote ilustrado y caritativo para confiarle el estado de tu alma, para pedirle consejos e instrucciones, para rogarle que satisfaga las dudas y dificultades que te ocurran? ¿Has hecho todas estas cosas sin que el orgullo ni la pereza te lo estorben?

Y, sobre todo, dime: en el caso de que adquieras esa fe que no tienes, ¿estás resuelto a vivir conforme a lo que ella te enseña y manda, a dejar tus vicios y malas costumbres, a sacrificar tus caprichos, a sufrir privaciones, a llevar, en fin, con resignación todos los trabajos con que Dios quiera probarte? Porque ya sabes el adagio: no hay peor sordo que el que no quiere oír, Y si tu corazón vicioso está interesado en no conocer a la verdad, De seguro no la conocerás nunca.

Pero no digas entonces que no puedes, sino que no quieres; serás como un hombre que hubiese tomado aborrecimiento a la luz y no abriera los ojos por no verla.

Cuidado, hijito, que esta seriedad voluntaria es la mayor ofensa que puede hacerse a Dios, y no te servirá ella de descargo cuando llegue el gran ajuste de cuentas ante Aquel que ha dicho: “El que cree en Mí, tendrá la vida eterna; y el que no cree, ya está condenado”. Tú conoces que Jesucristo no podía haber dicho esto, si fuera posible una sola vez siquiera, que se quisiera tener fe y no se pudiera lograrlo. 

Créeme, hijo mío, el que la quiere, la tiene; y el que dice que no puede tenerla, es porque no la quiere. Desea tú tenerla, pídesela a Dios, y yo, en nombre de Jesucristo, te aseguro que la tendrás.

Continúa...


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