Por Bruno M.
La autoridad que Cristo dejó a la jerarquía de la Iglesia es inmensa, estremecedora y sobrehumana, porque es reflejo de su propia autoridad divina: “quien os escucha, a mí me escucha y quien os rechaza, a mí me rechaza”; “a quien les perdonéis los pecados, les quedan perdonados y a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”; “os daré las llaves del reino de los Cielos, lo que atéis en la tierra, quedará atado en el cielo y lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo”; “apacienta mis corderos”; “el Espíritu Santo y nosotros hemos decidido; columna y fundamento de la verdad; la autoridad que me dio el Señor; velan sobre nuestras almas”. Como enseña el Concilio Vaticano I, la potestad de Pedro sobre la Iglesia universal es “plena”, ”ordinaria”, “inmediata” y “sobre todas las demás”.
Al mismo tiempo, la autoridad eclesial del papa y de los obispos, está limitadísima por la Fe, la Escritura, la Tradición, la Ley Moral y el Juicio que espera a los que ejercen esa autoridad. Nadie, ni siquiera el papa, puede enseñar nada contrario a la Fe y, si lo hiciera, como enseña San Pablo, la única respuesta posible de un cristiano es anathema sit, sea anatema. Nadie, ni siquiera el papa, puede mandar o enseñar algo contrario a la Ley Moral y, si lo hiciera, como siempre ha enseñado la Iglesia, es moralmente obligatorio desobedecerle y resistirle. Nadie, ni siquiera el papa, puede enseñar algo contrario a la Tradición o ajeno a ella, porque, como recuerda el Concilio Vaticano I, “el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro, no de manera que ellos pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna nueva doctrina, sino que, por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe”. Nadie, ni siquiera el papa, es impecable o puede esperar librarse del Juicio justo por sus infidelidades o pecados y ese Juicio final y universal será, además, mucho más duro para los pastores que para las ovejas.
Pedro está en el lugar de Cristo y ejerce la autoridad recibida de su Señor, ante la cual los reyes se pondrán en pie, los príncipes de la tierra se inclinarán. Sin embargo, no ha recibido esa autoridad como un juguete, para emplearla a su gusto, sino como un férreo deber, para ejercerla como el mismo Cristo. La imagen que Cristo nos da de Pedro no es la de un tirano absoluto, cuyo capricho es ley, sino, al contrario, la de un cautivo de la Voluntad de Dios: cuando seas viejo, otros te ceñirán y te llevarán a donde no quieres. Cuanto mayor es su autoridad, menos puede usarla para sus intereses u opiniones personales, para granjearse el prestigio mundano o para contentar a sus aduladores, porque más obligado está a ser estrictamente el transmisor de la Tradición (y no de las novedades), el confirmador de la Fe y la Moral (y no de las modas y errores mundanos), el discípulo de la Palabra de Dios (no su dueño) y el siervo de los siervos de Dios (no su tirano). Como el mismo Cristo, solo puede decir: no he venido para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Lo mismo puede aplicarse, mutatis mutandis, a las demás autoridades que hay en la Iglesia.
Todo esto es verdad y lo ha sido siempre, desde que Cristo fundó su Iglesia. El problema de nuestro tiempo, sin embargo, como hemos dicho muchas veces, es un problema de Fe y no es exclusivo de los fieles, sino que afecta también a los clérigos. Incluso se podría decir que afecta especialmente a los clérigos, porque la crisis que sufrimos desde hace medio siglo es principalmente clerical.
Era inevitable que esa crisis de fe se manifestase en un ejercicio del poder eclesial cada vez más autoritario y arbitrario. En efecto, si la gran limitación del poder jerárquico está en la Fe y la Moral, cuando un prelado no tiene fe y desprecia la Moral Católica, ese prelado ejercerá la autoridad tiránicamente, sin frenos de ninguna clase. Si el único ámbito en que puede ejercerse ese poder es la Tradición de la Iglesia, un prelado con afán de novedades y zarandeado por cualquier viento de doctrina se permitirá pontificar de todos los temas bajo el sol, basándose en una hinchada percepción de su propio saber e imponiendo sus disparatadas opiniones como si fueran ley. Si la Escritura transmite la revelación de Dios, ese prelado la “interpretará” para que diga lo contrario de lo que dice, de conformidad con las modas mundanas. Si el Juicio es la palabra última y definitiva de Dios sobre la vida de todos los hombres, un prelado que no cree en el Juicio no tendrá ningún escrúpulo en hacer lo que le dé la gana en cualquier ocasión: ni temo a Dios ni me importan los hombres. La falta de fe lleva inevitablemente a la tiranía en la Iglesia, porque corroe los estrictos límites que el mismo Cristo puso al gran poder que dio a los apóstoles y sus sucesores.
En esos casos, con todo el respeto y el cariño del mundo, los fieles tienen el derecho e incluso la obligación de resistir al ejercicio tiránico de la autoridad. Esa resistencia no es desobediencia, sino, al contrario, obediencia, porque no existe la obediencia al margen de la Fe, la Moral, la Tradición o la Escritura. Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, nos dijo el primer Papa.
Por otro lado y paradójicamente, la Fe, la Moral, la Escritura, la Tradición y el Juicio no son solo los límites de la autoridad eclesial, sino también su fundamento y su razón de ser. Por lo tanto, cuando los malos prelados pretenden mandar al margen de esos fundamentos, aunque a corto plazo su poder parezca total y absoluto, en realidad están destruyendo la base de su propia autoridad y el resultado final solo puede ser que esa autoridad caiga en descrédito entre los hombres. Se secarán como la hierba, como el césped se agostarán.
Aunque todo esto sea muy grave y muchos sufran en su propia carne ese ejercicio arbitrario de la autoridad, no debemos angustiarnos, sino encontrar en ello una razón para volver con más fuerza nuestra mirada a Cristo. Confía en el Señor y él actuará. Hará brillar tu justicia como el amanecer, tu derecho como el mediodía. La última palabra siempre, siempre la tiene nuestro Señor. El que habita en el cielo sonríe, el Señor se burla de ellos.
Espada de Doble Filo
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