Los problemas organizativos que afectan actualmente a la Iglesia proceden de un olvido de la Tradición, lo cual implica asimismo el relativismo doctrinal.
Leo en el diario: “La Iglesia dijo…”, y se reproduce parcialmente un comunicado que lleva la firma del presidente de la Comisión de Pastoral Social de la Conferencia Episcopal. En realidad, la Iglesia no dijo nada; ni siquiera el cuerpo de los obispos puede atribuirse aquel texto. Pero la expresión, muy frecuente en las noticias periodísticas, revela una confusión acerca de la naturaleza de la Iglesia, que es misteriosamente Cuerpo Místico de Cristo y a la vez una institución organizada en la cual los obispos no son simples autoridades como en una organización cualquiera, sino sucesores de los Apóstoles de Jesús.
Están dotados de una autoridad divina, con una misión específica de servicio del cuerpo eclesial, el laicado, los hombres y mujeres bautizados, para quienes son predicadores de la Verdad, consejeros y conductores hacia la vida eterna en los variados y difíciles contextos seculares en los que se desarrolla la existencia de ellos.
VIVIR EN EL MUNDO
Esta ubicación, a la vez temporal y tensada hacia la eternidad, explica el conflicto de vivir en el mundo. Lo natural y lo sobrenatural, sin confusión, se articulan en la vocación del pueblo de Dios, aunque muchos bautizados hayan perdido o carezcan de la conciencia de ser lo que realmente son. Porque el Bautismo implica objetivamente una vocación. La preparación al Bautismo –el catecumenado- se vivía en la antigüedad cristiana como cumplimiento de una elección. Ese sentido de la elección se conserva aún en el caso del Bautismo de un niño, por y para quien padres y padrinos deciden en su nombre la incorporación a la Iglesia. Por supuesto, esta realidad misteriosa sólo puede ser percibida en la fe. La situación del cristiano en el mundo moderno está sujeta a una inevitable ambigüedad. Entiendo la realidad “mundo moderno” como la carencia de una cultura cristiana en la que la fe se encarna en la vida, en lo más concreto y cotidiano de ella.
MISION DEL EPISCOPADO
En esta comprensión teológica de la Iglesia puede comprenderse también la misión del episcopado, incluyendo al primero de los obispos, el Sucesor de Pedro. La Iglesia instituida por Cristo se define como Una, Santa, Católica y Apostólica; estas cuatro notas la distinguen de las iglesias nacidas de la Reforma protestante del siglo XVI, del anglicanismo, contemporáneo de aquellas y de las numerosas denominaciones evangélicas, en buen número surgidas en los Estados Unidos de Norteamérica.
Entre ellas se destaca la iglesia bautista y el metodismo, igualmente de lengua inglesa predominante. Solo la Katholiké puede llamarse con propiedad Apostólica, ya que encuentra el origen de su desarrollo en los Apóstoles de Jesús. En este contexto se sitúa el Episcopado; con toda razón los obispos son llamados sucesores de los Apóstoles. La condición episcopal se transmite mediante la ordenación sacramental. En este punto corresponde recordar que son sinónimos sacramentum y misterium.
El Episcopado es la realidad perteneciente al misterio de la Iglesia, Corpus Misticum. Lógicamente está integrado por hombres, según la lógica de la Encarnación. Con todo respeto por las personas, puede decirse que las denominaciones no católicas que cuentan con dirigentes llamados obispos, se trata de una atribución impropia.
En algún caso, como en el luteranismo, hay mujeres obispos, lo cual es el colmo de abuso contra la unánime Tradición. Las Iglesias Ortodoxas son verdaderas iglesias, y sus obispos son verdaderos obispos, aunque unas y otras carecen de la unidad con la Katholiké. Aquí es preciso referirse al Centro de la Unidad que es el Sucesor de Pedro. El caso del anglicanismo es muy singular; tras el cisma provocado por el Rey Enrique VIII (1491-1547), la Iglesia de Inglaterra sufrió el contagio del luteranismo. John Henry Newman, convertido en 1845 y creado Cardenal por León XIII, ha sido recientemente canonizado.
Los obispos, sucesores de los Apóstoles, son instituidos mediante la sagrada ordenación para ejercer la misión que el Señor encomendó a los Doce: “Vayan por todo el mundo y hagan discípulos a todos los pueblos”. Por lo tanto, al Episcopado corresponde en primer lugar la predicación de la Verdad: escucharlos es escuchar a Cristo. Pero el Episcopado está obligado por la Tradición, la transmisión ininterrumpida de lo que en la Iglesia se ha establecido como Palabra de Dios, según el carisma de infalibilidad ejercido en los concilios desde la reunión apostólica de Jerusalén y que se desarrolla en la historia. Las definiciones de los concilios deben ser creídas por los fieles y sostenidas y difundidas por el Episcopado.
CONCILIOS
La historia de los concilios marca las etapas de la Tradición, a la que el carisma de infalibilidad asegura la plena identidad con la Palabra de Dios expresada en la Sagrada Escritura. Al Episcopado corresponde además la aplicación de la Verdad a las cambiantes circunstancias de los tiempos. La Doctrina Social de la Iglesia, por ejemplo, entendida análogamente a través de los siglos, ha adquirido un desarrollo especial en el mundo moderno; suele citarse como inicio de ese desarrollo la Encíclica Rerum novarum (1891) del Papa León XIII, aunque está precedida por las intervenciones de Gregorio XVI (Encíclica Mirari vos arbitramur, 1832), y de Pío IX (Encíclica Quanta cura y el Syllabus de errores modernos, 1864).
Es especialmente significativo el magisterio del Sumo Pontífice, que se expresa en documentos y catequesis, de diversa obligatoriedad, aunque siempre debe ser considerado con respeto y asumido según corresponda y el mismo Magisterio lo establezca. A la luz de esta Doctrina Social, los obispos –y, sobre todo, hoy día las Conferencias Episcopales- juzgan acerca de los problemas culturales, económicos, políticos y sociales que afectan a los países; este juicio no se impone a los fieles con la obligatoriedad que es propia a cuestiones doctrinales, que son la propia competencia de la misión episcopal.
He mencionado a las Conferencias Episcopales que -desde el pontificado de Pío XII- han cobrado una autoridad excesiva que descoloca la del obispo diocesano. Son organizaciones eclesiásticas y en cuanto tales, no pertenecen desde los orígenes a la Tradición eclesial. Sin embargo, se han constituido en los modelos de la autoridad de la Iglesia. En esto reside la problematicidad de semejante organización que en su desarrollo e imposición universal reemplazan a los sínodos, que eran el modelo del ejercicio de una autoridad que respondía a la figura corporativa de la Iglesia.
La Conferencia Episcopal goza de un poder que, como he dicho y repito, descoloca la autoridad de cada obispo diocesano. La organización de la Conferencia copia las formas de ejercicio democrático –mejor dicho, pseudodemocrático- de los parlamentos seculares.
Es notable el modo de hablar de los medios periodísticos: “La Iglesia dice…” ¿Es, en realidad, la Iglesia? Más correctamente habría que escribir: “Dice –o ha dicho- la Conferencia Episcopal…”. La diferencia no es menor para el grado de aceptación y eventualmente la obediencia de los fieles. La Conferencia Episcopal no puede reemplazar la función de un concilio ecuménico, o bien un concilio regional, para decidir cuestiones doctrinales e imponer sus conclusiones a la obediencia de los fieles. Siendo, así las cosas, sin embargo, un concilio puede considerarse a sí mismo y declararse universal cuando los Padres conciliares cubren una pertenencia internacional.
EL GRAN DESAFIO
En mi opinión, el gran desafío que incumbe a la Iglesia es redescubrir la cualidad originaria del obispo diocesano y las estructuras corporativas consagradas por la Tradición. Habrá que recuperar también las funciones del arzobispo metropolitano. Estos objetivos implican una nueva educación de los fieles. A este respecto sería oportuno notar que para la mayoría de ellos la Conferencia Episcopal es un cuerpo extraño y sus decisiones sólo cobran cuerpo por la actividad de los medios de comunicación; son precisamente estos quienes ya la tienen incorporada como si fuera un parlamento secular.
Los problemas organizativos que afectan actualmente a la Iglesia proceden de un olvido de la Tradición, lo cual implica asimismo el relativismo doctrinal. No se trata simplemente de volver al pasado, sino de reconocer una continuidad que se abre al futuro.
(*) Arzobispo emérito de La Plata.
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