Por el padre Jorge González Guadalix
Recuerdo a Justina con mucho afecto a pesar de los años transcurridos desde su muerte. A la mente me viene una mujer serena, en paz, y con una medio sonrisa permanente, yo creo que fruto de su serenidad interior. Acudía a llevarle la comunión de cuando en cuando y siempre estaba sola.
- Pero bueno, ¿otra vez sola?
- Sola sí, pero no de Dios.
Estos días en los pueblos son de especial soledad. A las seis de la tarde es prácticamente de noche y cuando acabo las misas vespertinas, que celebro precisamente a las seis de la tarde, es como si la vida se hubiera refugiado en el último rincón. Acabas la misa, saludas a las de siempre y vuelta a casa. En alguna ocasión todavía acudes a ver a alguien, pero sabiendo que los serranos son de poca visita.
La soledad se palpa. Apenas gente en las misas de los días laborables, una o dos cuando toca en La Serna, otro tanto en Piñuñecar y quién sabe si en Braojos llegaremos a cuatro o cinco.
Soledad porque los pueblos son pequeños y la respuesta mínima. Soledad porque Madrid te queda a trasmano. Soledad porque incluso eclesialmente parece que las cosas se programan, estudian y proyectan pensando en realidades que ciertamente no son las nuestras. Qué lejos se me quedan los encuentros de catequistas -no tengo niños en catequesis, no digamos jóvenes-, los equipos de liturgia cuando muchos días hasta tengo que proclamar las lecturas. Lejos los equipos de matrimonios, los cursos prematrimoniales, no digamos aquella capilla de adoración perpetua que dejé en la parroquia de la Beata Mogas o el economato que creo sigue funcionando.
En estos días de invierno, cuando la mayor compañía es la noche, el frío y el humo de alguna chimenea, me acuerdo mucho de Justina.
Solos y no de Dios.
Curiosamente me siento muy sacerdote en esta soledad. Me atrevería a decir que más sacerdote que nunca. Es grande celebrar casi solo, porque te ayuda a profundizar el el misterio de la eucaristía por sí mismo. Grande rezar cuántas veces solo en un enorme templo y bien abrigado. Imponente pasear en medio de la nada pero sabiendo que eres el cura, el sacerdote, el que está ahí acompañando aunque sea solo de corazón.
La soledad se puede vivir de muchas maneras. Sé que para muchos compañeros, la simple posibilidad de ser cura en uno estos pueblos, les pone de los nervios y les lleva a la angustia. Para mucha gente se hace imposible vivir lejos de los neones de la gran ciudad o al menos del calor de los núcleos urbanos de cierta consistencia.
La soledad, te dicen, qué horror, sin gente, prácticamente vacías las misas, sin grupos parroquiales, apenas gente en la calle. Comprendo que haya compañeros que se acerquen a la sierra solo algunos días y prefieran seguir viviendo en la gran ciudad. Sin embargo, esta soledad es la que nos forja en la grandeza del sacerdocio, porque nos hace comprender que ser sacerdote es más que hacer, programar, correr, preparar, que ser sacerdote es ser Cristo en medio de nuestros pueblos y como Cristo estar, acompañar, sonreír y dar lo más grande: al mismo Cristo que se entrega en el calvario de la misa del último pueblo y pasea como uno más con el testimonio de su simple presencia.
Nada me distrae. Nada me acorrala entre urgencias de mis cosas por sacar adelante. Solo, aparentemente muy solo, pero no de Dios. Posiblemente más acompañados de Dios que nunca.
De profesión, cura
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