Por Regis Martin
Ahora que los activistas trans nos han dicho que nuestras creencias son una terrible provocación para su modo de vida, quizá haya llegado el momento de que cancelemos el cristianismo. ¿No sería lo correcto para mantener a salvo a nuestros hijos? ¿Cómo vamos a garantizar la buena voluntad de nuestros vecinos lgbtqi+ si no estamos dispuestos a desmantelar las mismas estructuras que les resultan tan opresivas? Desde luego, no queremos seguir llevándoles al extremo de intentar matarnos, ¿verdad?
Ciertamente, los cristianos nos hemos mostrado intolerantes en materia de sexo no binario durante mucho tiempo. Desde el principio, de hecho, hemos trazado líneas draconianas. ¿No hemos alienado ya a suficientes personas? ¿Por qué persistimos en querer castigar a la gente porque eligen amar de forma diferente a nosotros? Si alguien elige no identificarse con el sexo que le dieron antes de nacer, ¿nos corresponde a nosotros quejarnos, y mucho menos condenar? El prejuicio sólo puede conducir a la muerte y a la destrucción.
Por supuesto, no es realmente el cristianismo el duende malvado aquí. Al fin y al cabo, no lo inventamos nosotros. Ni nosotros creamos la ley moral que trata de impedir que la gente persiga sus sueños. Fue Dios. ¿No debería anularse? ¿No debería ser cancelado junto con la constitución del ser a la que se espera que nos amoldemos, formando nuestras vidas de acuerdo con sus normas y restricciones?? ¿Por qué debemos permitir que el monoteísmo se interponga en el camino del yo egocéntrico? Así que, sí, ¡anulémoslo todo!
¿Aplacará eso a la comunidad transexual? ¿Les hará felices? ¿Qué otros gestos curativos deberíamos ofrecer a quienes se ven amenazados por la tiranía de nuestras creencias? Sin duda podemos hacer algo más que mostrar tolerancia ante un comportamiento desviado. Podemos afirmarlo, celebrarlo.
¿No complacerá eso a nuestros políticos, cuyos liderazgos en estas cuestiones nos han mostrado claramente el camino?
No podemos hacer menos.
Todo esto es pura caricatura, por supuesto. Una tontería peligrosa, de hecho. Pero lo que es verdaderamente horrible es el hecho de que tantos en la ultraizquierda lo crean. Y estén perfectamente dispuestos, además, a movilizar a todo el aparato publicitario del gobierno para que todos nosotros también lo creamos. En nombre de personas que parecen haberse convencido a sí mismas de que el cristianismo es el verdadero enemigo aquí, es contra el que están decididos a prevalecer. Y por cualquier medio. Otra cosa es que lo consigan o no. Pero, ¿quién puede dudar de que en este tenso momento de la historia, en medio de las constantes guerras culturales, parecen estar ganando?
Pensemos en la cobertura mediática cuando ocurre un crimen donde la víctima es un miembro de la comunidad transexual. Con qué astucia nuestros medios de comunicación ponen una aureola de santidad en la persona transexual protagonista de un hecho de ese tipo.
Con el más asombroso juego de manos, la trágica historia de una minoría perseguida, se ve obligada a defenderse contra el “odio” y la “violencia” sistémicos.
¿Cómo lo hacen? La respuesta no es difícil de encontrar. Es porque les hemos permitido hacerlo, salirse con la suya. Lo hemos permitido con nuestra sumisión a quienes están decididos a destruirnos, a anular nuestro pasado y nuestro futuro. ¿No es esto en lo que consiste finalmente el mito del “pluralismo”, de ese eslogan repetido sin cesar sobre la “diversidad”, la “inclusión” y la “equidad”? Desde un punto de vista puramente práctico, ¿qué es lo que esto ha llegado a significar?
En mi opinión, hace tiempo que están en juego dos cosas. Por un lado, implica la exclusión total de los valores cristianos, de las virtudes y preocupaciones cristianas, de la vida pública de las naciones. Nuestros líderes del pensamiento han hecho tabla rasa, dejando la proverbial plaza pública vacía de cualquier posible referencia a Dios o a la vida de virtud a la que Él nos ha llamado. Y, por otro lado, ha habido una disposición casi total a seguir con ese sinsentido por parte de un gran número de cristianos. Estamos cada vez más dispuestos a abrazar, por así decirlo, nuestra propia extinción. Es el deseo de muerte de Occidente.
Si nos negamos a hablar de Dios, negándonos a recordarle a la gente su existencia o el hecho de que nos dio una naturaleza -cuyas estructuras no incluyen más categorías que las de hombre y mujer-, parece entonces que nos merecemos el lío en el que estamos metidos. A fin de cuentas, todo se reduce a una falta de valor para decir la verdad sobre Dios y sobre el mundo que Él hizo -y luego rehizo- deleitándose sin fin en llenarlo con imágenes de Sí mismo.
¿Cuánto valor se necesita realmente para decir la verdad? ¿Para repetir esa línea del libro del Génesis, pronunciada apenas veintisiete versículos después de que Dios hiciera el mundo de la nada? “Y creó Dios al hombre a su imagen... varón y hembra los creó”.
Haz la prueba, un buen ejercicio, y a ver qué pasa.
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