Por Monseñor Carlo Maria Viganò
Emeritus. munus, ministerium
La interminable saga de la Dimisión de Benedicto XVI sigue alimentando una narrativa cada vez más audaz y surrealista de los acontecimientos que hemos presenciado en la última década. Teorías incoherentes y no apoyadas en prueba alguna se han apoderado de muchos fieles e incluso de algunos sacerdotes, aumentando la confusión y la desorientación. Pero si esto ha sido posible, también se debe en gran parte a quienes, conociendo la verdad, sin embargo temen hablar de ella por las consecuencias que la verdad, una vez revelada, podría tener. De hecho, hay quienes “creen que es preferible apuntalar un castillo de mentiras y engaños, antes que tener que enfrentarse a las preguntas sobre un pasado de connivencia, silencio y complicidad”.
Intercambio de cartas
Durante una reunión en el hotel Renaissance Mediterraneo de Nápoles con católicos del Cœtus Fidelium local, celebrada el pasado 22 de noviembre [2024], monseñor Nicola Bux mencionó un intercambio de cartas con el “papa emérito Benedicto XVI”, que se remonta al verano de 2014, y que supuestamente constituye el desmentido definitivo de las diversas teorías que circulan sobre la invalidez de la renuncia de Benedicto. El contenido de estas cartas -la primera, escrita por monseñor Bux el 19 de julio de 2014 (tres páginas), y la segunda, de Benedicto XVI, el 21 de agosto de 2014 (dos páginas)- no se dio a conocer hace diez años, como hubiera sido más que deseable. En cambio, sólo hoy apenas se ha mencionado su existencia. Se da la circunstancia de que conozco tanto este intercambio de cartas como su contenido.
¿Por qué monseñor Bux decidió no divulgar rápidamente la respuesta de Benedicto XVI cuando Benedicto aún vivía y podía confirmarla y corroborarla, y en cambio revelar sólo su existencia, sin divulgar su contenido, casi dos años después de su muerte? ¿Por qué ocultar a la Iglesia y al mundo esta declaración autorizada y tan importante?
La revolución permanente
Para responder a estas preguntas legítimas, debemos dejar de lado la ficción que nos ofrecen los medios de comunicación. En primer lugar, debemos comprender que la visión antitética de un Ratzinger “santo subito” [santo inmediato] y un Bergoglio “feo y malo” es conveniente para muchos. Este enfoque simplista, artificial y falso evita abordar el núcleo del problema, es decir, la perfecta coherencia de acción de los “papas conciliares” desde Juan XXIII y Pablo VI hasta el autodenominado Francisco, pasando por Juan Pablo II y Benedicto XVI. Los objetivos son los mismos, aunque se persigan con métodos y lenguaje diferentes. La imagen de un teólogo anciano, elegante y refinado, con casulla romana y zapatos rojos, que concedió la ciudadanía al rito tridentino, contrapuesta a la de un destemplado hereje globalista que no celebra misa y ha anulado Summorum Pontificum, mientras promulga la liturgia maya con mujeres purificadoras, forma parte de esa operación de polarización forzada que también hemos visto adoptar en el ámbito civil, donde se ha llevado a cabo un proyecto subversivo similar favoreciendo a las fuerzas ultraprogresistas por un lado y callando las voces de la disidencia por otro.
En realidad, Ratzinger y Bergoglio -y esto es precisamente lo que los conservadores no quieren reconocer- constituyen dos momentos de un proceso revolucionario que contempla fases alternas sólo aparentemente opuestas, siguiendo la dialéctica hegeliana de tesis, antítesis y síntesis. Un proceso que no comenzó con Ratzinger ni terminará con Bergoglio, sino que se remonta a Roncalli y parece destinado a continuar mientras la Iglesia profunda siga sustituyendo a la Jerarquía católica usurpando su autoridad.
En la visión ratzingeriana, la tesis del Vetus Ordo y la antítesis del Novus Ordo se combinan en la síntesis de Summorum Pontificum, gracias al subterfugio de “un solo rito en dos formas”. Pero esta “coexistencia pacífica” es producto del idealismo alemán; y es falsa porque se basa en la negación de la incompatibilidad entre dos formas de concebir la Iglesia, una correspondiente a dos mil años de catolicismo, la otra impuesta por el Concilio Vaticano II gracias a la obra de herejes hasta entonces condenados por los Romanos Pontífices.
La “redefinición” del Papado
Encontramos el mismo modus operandi en la intención expresada primero por Pablo VI, luego por Juan Pablo II y finalmente por Benedicto XVI de “redefinir” el Papado de manera colegial y ecuménica, ad mentem Concilii, donde la institución divina de la Iglesia y del Papado (tesis) y las exigencias heréticas de los neomodernistas y de las sectas no católicas (antítesis) se conjugan en la síntesis de una redefinición del Papado de forma ecuménica, propuesta por la encíclica Ut Unum Sint promulgada por Juan Pablo II en 1995 y formulada más recientemente en el Documento de Estudio del Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos publicado el pasado 13 de junio [2024]: El Obispo de Roma. Primacía y Sinodalidad en los Diálogos Ecuménicos y en las Respuestas a la Encíclica 'Ut Unum Sint'. No sorprenderá saber -como me confió el cardenal Walter Brandmüller en enero de 2020 en respuesta a una pregunta concreta mía- que el profesor Joseph Ratzinger estaba desarrollando la teoría del Papa emérito y de un Papado colegial [compartido] con su colega Karl Rahner en los años 70, cuando ambos eran “jóvenes teólogos”.
Durante una conversación telefónica que mantuve en 2020, una asistente de mucha confianza de Benedicto XVI me confirmó la intención del Papa Benedicto -que él le reiteró varias veces- de retirarse a la vida privada en su residencia de Baviera, sin mantener ni su nombre apostólico ni sus vestiduras papales. Pero esta eventualidad fue considerada inoportuna para quienes perderían su poder en el Vaticano, especialmente los conservadores que tenían a Benedicto XVI como referente y habían mitificado su figura.
No sabemos a ciencia cierta si la solución teorizada con Rahner por el joven Ratzinger seguía siendo contemplada por el anciano Pontífice, ni si el Papado Emérito fue “resucitado” por quienes querían mantener a Benedicto en el Vaticano, valiéndose también de la presión externa sobre la Santa Sede que se había materializado con la suspensión del Vaticano del sistema SWIFT, que, significativamente, fue restablecida inmediatamente después del anuncio de la Dimisión. De hecho, la Dimisión creó una inmensa confusión en el cuerpo eclesial y entregó la Sede de Pedro a su destructor, algo de lo que, en cualquier caso, formó parte Joseph Ratzinger.
Benedicto recurrió así a la invención del “Papado Emérito”, tratando, en violación de la práctica canónica, de mantener viva la imagen del “fino teólogo” y del defensor Traditionis que su entorno había construido. Por otra parte, el análisis de los acontecimientos que conciernen al epílogo de su Pontificado es extremadamente complejo, tanto por las peculiaridades del intelecto y del carácter de Ratzinger, como por la opacidad de la acción tanto de sus colaboradores como de la Curia y, finalmente, por la absoluta ἅπαξ de su Renuncia, llevada a cabo por Benedicto XVI, una modalidad completamente nueva y nunca vista en la historia del Papado.
Por otro lado, este paréntesis de mozzettas y camauros se suponía eclipsado con el relevo al ya elegido arzobispo de Buenos Aires, propuesto por la mafia de Saint Gallen para ocupar el lugar de Benedicto desde el Cónclave de 2005. El papel de Benedicto XVI como emérito tenía la función de sostener una especie de papado conservador (munus) que velaría por el papado progresista de Bergoglio (ministerium), para mantener unidos el componente ratzingeriano moderadamente conservador y el componente bergogliano violentamente progresista, favoreciendo así la percepción pública de una supuesta continuidad entre el “papa emérito” y el “papa reinante”.
En esencia, se buscó la manera de mantener a Benedicto en el Vaticano, para que su presencia dentro de los Muros Leoninos apareciera como una forma de aprobación de Bergoglio y las aberraciones de su “pontificado”. Por su parte, el argentino veía en este monstrum canónico -porque eso es el “Papado Emérito”- un instrumento para la desestructuración del Papado de forma conciliar, sinodal y ecuménica; lo cual, como sabemos, era un deseo compartido por el propio Benedicto XVI.
El “monstrum” canónico del Papa Emeritus
Hay que decir que la institución del Episcopado emérito es también un monstruo canónico, porque con ella el Obispo diocesano ve “congelada” su jurisdicción por razón de edad (al cumplir los 75 años), en contra de la práctica secular de la Iglesia. La institución de la categoría de “emérito”, al hacer perder a los Obispos la conciencia de ser Sucesores de los Apóstoles, ha tenido también como consecuencia inmediata una total desresponsabilización, relegándolos al papel de meros funcionarios y burócratas. La institucionalización de las Conferencias Episcopales como órganos de gobierno que interfieren y obstaculizan el ejercicio del poder (potestas) de los Obispos individuales ha constituido ciertamente un atentado a la constitución divina de la Iglesia Católica y a su Apostolicidad.
El episcopado “emérito”, introducido justo después del Concilio, en 1966, con el Motu Proprio Ecclesiæ Sanctæ, y luego adoptado por el Código de Derecho Canónico de 1983 (can. 402, § 1), revela una significativa coherencia con el Ingravescentem Ætatem de 1970, que priva a los Cardenales de setenta y cinco años de sus funciones en la Curia y a los Cardenales de ochenta años del derecho a elegir al Papa en Cónclave. Más allá de la formulación jurídica de estas leyes eclesiásticas, su mens [finalidad] sólo puede entenderse en una perspectiva de exclusión deliberada de los Obispos y Cardenales más veteranos de la vida de la Iglesia, dirigida a favorecer el “relevo generacional” -un verdadero reseteo de la Jerarquía católica- con Prelados ideológicamente más próximos a las nuevas peticiones promovidas por el Vaticano II. Esta purga artificial de los miembros más veteranos del Episcopado y del Colegio Cardenalicio -y, por lo tanto, presumiblemente menos proclives a la innovación- ha terminado por distorsionar el equilibrio interno de la Jerarquía, de acuerdo con un enfoque mundano y secular ya ampliamente adoptado en el ámbito civil. Y cuando, bajo el pontificado de Juan Pablo II, las llamadas “viudas Montini” -es decir, los cardenales que habían alcanzado el límite de edad en los años ochenta- pidieron la revocación de la Ingravescentem ætatem para no ser excluidos del Cónclave, se hizo evidente que también los progresistas de los años setenta estaban destinados a su vez a ser víctimas de la norma que habían invocado para los demás: Et incidit in foveam quam fecit (Sal 7,16) [cayeron en el agujero que hicieron].
No se nos escapará que, en una perspectiva de “redefinición” del Papado en clave “sinodal”, donde el Obispo de Roma es considerado primus inter pares [el primero entre iguales], la institución del Episcopado emérito y las normas que limitan el ejercicio del Episcopado y del Cardenalato al cumplimiento de una determinada edad, constituyen la premisa para la institucionalización del Papado emérito.
El falso problema del munus y del ministerium
De la tesis del Papado (soy Papa) en conflicto con la antítesis de la Renuncia (ya no soy Papa) surge un concepto en continua evolución -al igual que el devenir es el absoluto para Hegel-, es decir, la síntesis del Papado emérito (sigo siendo Papa pero no actúo como Papa). Este aspecto filosófico del pensamiento de Joseph Ratzinger, principal y recurrente en él, no debe pasarse por alto: la síntesis es en sí misma provisional, habida cuenta de su mutación en tesis a la que se opondrá una nueva antítesis que dará lugar a otra síntesis, a su vez provisional. Este incesante devenir es la base ideológica, filosófica y doctrinal de la revolución permanente inaugurada por el Concilio Vaticano II en el frente eclesial y por la izquierda global, en el frente político.
Así pues, hemos asistido a una especie de separación artificial del Papado: por un lado, el Papa renunció al Papado y, por otro, la persona Papæ, Joseph Ratzinger, intentó mantener algunos aspectos del mismo que le garantizaran protección y prestigio. Dado que el alejamiento de la Sede Apostólica podía aparecer como una forma de desaprobación de la línea de gobierno de la Iglesia impuesta por la Iglesia profunda bergogliana, tanto el Secretario Personal como el Secretario de Estado presionaron fuertemente a Ratzinger para que se mantuviera “a tiempo parcial” por así decirlo, jugando con la ficticia separación entre munus y ministerium -que por otra parte fue vigorosamente negada en la respuesta del Emérito a mons. Bux.
El Prof. Enrico Maria Radaelli ha subrayado en sus profundos estudios que esta arbitraria bipartición del mandato petrino entre munus y ministerium invalida la Renuncia. Ya que el Primado Petrino no puede descomponerse en munus y ministerium, puesto que se trata de una potestas que Cristo Rey y Sumo Sacerdote confiere a quien ha sido elegido para ser Obispo de Roma y Sucesor de Pedro. La negación de Ratzinger (en la carta citada) afirmando que no quería separar munus y ministerium está en contradicción con la propia admisión de Benedicto de que ha basado el Papado emérito en el modelo del Episcopado emérito, que se basa precisamente en esta división artificial e imposible entre ser y hacer Papa, entre ser y hacer Obispo. El absurdum de esta división es evidente: si fuera posible poseer el munus sin ejercer el ministerium, también sería posible ejercer el ministerium sin poseer el munus, es decir, desempeñar las funciones de Papa sin serlo: lo cual es una aberración tal que invalida radicalmente el consentimiento a la asunción del propio Papado. Y en cierto sentido vimos realizada esta dicotomía surrealista entre munus y ministerium, cuando el Emérito era Papa pero no ejercía el Papado, mientras que Bergoglio actuaba como Papa sin serlo.
La desacralización del Papado
Por otro lado, el proceso de desacralización del Papado iniciado con Pablo VI (piénsese en la deposición escénica de la tiara) continuó sin interrupción incluso bajo el pontificado de Benedicto XVI (quien también retiró la tiara del escudo papal). Esto hay que atribuirlo principalmente a la nueva eclesiología herética del Vaticano II, que hizo suyas las exigencias de la sociedad secularizada y “democrática” acogiendo en el seno de la Iglesia conceptos como la colegialidad y la sinodalidad que le son ontológicamente ajenos, desvirtuando así la naturaleza monárquica de la Iglesia querida por su divino Fundador. Ciertamente deja a uno perplejo e inmensamente entristecido ver con qué celo la Jerarquía Conciliar y Sinodal ha promovido la subversión dentro de la Iglesia Católica. Una secuencia de reformas, normas y prácticas pastorales durante más de sesenta años han demolido sistemáticamente lo que hasta antes del Vaticano II se consideraba intangible e irreformable.
Hay que recordar también que la renuncia de Benedicto XVI no fue seguida de un Cónclave normal, en el que los electores eligieron serenamente al candidato a suceder al Trono de Pedro, sino que fue un verdadero golpe de Estado llevado a cabo ex professo por la Mafia de San Galo -es decir, por el componente subversivo infiltrado en la Iglesia durante las décadas precedentes- mediante la manipulación y violación del proceso electivo regular y el recurso al chantaje y la presión sobre el Colegio Cardenalicio. No olvidemos que un eminente prelado confió a conocidos que lo que había presenciado personalmente en el Cónclave podía poner en peligro la validez de la elección de Jorge Mario Bergoglio. También en este caso, incomprensiblemente, se ha dejado de lado el bien de la Iglesia y la salvación de las almas, en nombre de una farisaica observancia del secreto pontificio, quizá no del todo exenta de chantajes y amenazas.
Existe una contradicción evidente entre el objetivo que Benedicto se fijó (es decir, renunciar al Papado) y los medios que eligió para hacerlo (basados en la invención del Papado Emérito). Esta contradicción, en la que Benedicto renunció subjetivamente pero objetivamente produjo un monstruo canónico, constituye un acto tan subversivo como para anular la Renuncia. A su debido tiempo, esta contradicción tendrá que ser remediada por un pronunciamiento autorizado, pero el hecho ineludible sigue siendo que la forma en que se colocó la Renuncia no elimina las irregularidades posteriores que llevaron a Bergoglio a usurpar el Trono de Pedro con la complicidad de la Iglesia profunda y el Estado profundo. Tampoco es posible pensar que la Renuncia no deba leerse a la luz del plan subversivo que pretendía derrocar a Benedicto XVI y sustituirlo por un emisario de la élite globalista.
El castillo de mentiras en el que cooperan laicos, sacerdotes y prelados, incluso de buena fe, sigue siendo una jaula en la que se han encerrado a sí mismos. En la dramatización mediática, los actores Ratzinger y Bergoglio se nos han presentado como portadores de teologías opuestas, cuando en realidad representan dos etapas sucesivas de un mismo proceso revolucionario. Pero la apariencia, simulacro en el que se basa la comunicación de masas, no puede sustituir a la sustancia de la Verdad a la que la Iglesia católica está indefectiblemente ligada por mandato divino.
Conclusión
A los numerosos fieles escandalizados, a los numerosos sacerdotes y religiosos confundidos e indignados, a los pocos -al menos por ahora- que alzan su voz para denunciar el golpe perpetrado contra la Santa Iglesia por sus propios Ministros, dirijo mi aliento para perseverar en la fidelidad a Nuestro Señor, Sumo y Eterno Sacerdote, Cabeza del Cuerpo Místico. Resistid firmes en la fe, nos amonesta el Príncipe de los Apóstoles (1 Pe 5,9), sabiendo que vuestros hermanos esparcidos por el mundo están pasando por los mismos sufrimientos que vosotros. El sueño en el que el Salvador parece ignorarnos mientras la Barca de Pedro es zarandeada por la tempestad, debe ser para nosotros un acicate para invocar aún más su ayuda, porque sólo cuando nos dirijamos a Él, dejando a un lado respetos humanos, teorías inconsistentes y cálculos políticos, le veremos despertar y ordenar a los vientos y al mar que se calmen. Resistir en la fe exige luchar por permanecer fieles a lo que el Señor ha enseñado y ordenado, precisamente en el momento en que muchos, especialmente en la cúspide de la Jerarquía, lo abandonan, lo niegan y lo traicionan. Resistir en la fe implica no desfallecer en el momento de la prueba, sabiendo sacar de Él la fuerza para superarla victoriosamente. Resistir en la fe significa, en definitiva, saber mirar de frente a la realidad de la passio Ecclesiæ y del mysterium iniquitatis, sin tratar de ocultar el engaño tras el que se esconden los enemigos de Cristo. Este es el sentido de las palabras del Salvador: Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres (Jn 8, 32).
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
30 de noviembre de 2024
S.cti Andreæ Apostoli
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