miércoles, 30 de abril de 2025

EL SAGRADO CORAZON DE JESUS (30)

De la inefable dulzura y mansedumbre del Corazón de Jesús.

Por Monseñor de Segur (1888)


¿Quién no se acuerda de las palabras verdaderamente celestiales que salieron un día de los labios, o más bien, del divino Corazón de Jesús, cuando en un rapto de amor exclamó: “Gracias os doy, Padre mío, Señor del cielo y de la tierra, porque escondisteis vuestros secretos a los sabios y prudentes, y los revelasteis a los pequeños”? ¡Sí, Padre mío! Vos lo habéis querido así… “Venid a mí todos los que padecéis y estáis cargados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.

¡Qué lenguaje! En dos palabras nos revela todo el secreto de la predestinación, de la verdadera santidad, del verdadero consuelo y de la más pura felicidad. ¿De qué modo? Revelándonos las dos principales cualidades del Corazón de Jesús: la dulzura y la humildad.

Para comprender este doble secreto, es preciso ser sencillo de entendimiento, sencillo de corazón. Para alcanzar esa paz divina y bienaventurada, es preciso ir a buscarla a su fuente, al Corazón de Jesús, de donde brotan la dulzura y la humildad.

¿Qué es la dulzura? La dulzura de Jesús, que debe ser nuestra dulzura, es un estado lleno de fuerza y de suavidad, que constituye al alma en un profundo y tranquilo amor a Dios; en una caridad del todo apacible y benévola hacia el prójimo, principalmente en medio de las contradicciones; y, en fin, en una paz purísima y profundísima consigo mismo.

La dulzura es la perfección de la bondad, de la misericordia y de la caridad. Es un aceite delicioso que destila del Corazón entreabierto de Jesús, y que viene a introducirse en todas las potencias de nuestra alma, mezclándose a nuestros pensamientos, nuestros juicios, nuestras palabras, nuestros afectos, nuestras obras diarias, grandes y pequeñas, para derramar en ellas no sé qué paz celestial, qué suavidad de amor, qué fuerza tranquila, gozosa y santificante.

Nada tan fuerte como la mansedumbre de Jesús en nuestro corazón: de todo triunfa, y domina en los corazones. “Bienaventurados los mansos; porque ellos poseerán la tierra”. “La tierra” es decir, lo que no es el cielo, lo que es malo o imperfecto, las voluntades rebeldes, en las que no reina Jesús. ¿Y qué medio hay para hacerle reinar en ellas? ¿Qué medio para hacerle reinar la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo, sicut in cælo et in terra? El mismo Salvador nos lo indica: es la dulzura de su sagrado Corazón.

La dulzura es la fuerza por excelencia. Todo movimiento de cólera es una debilidad. Cuanto más dulce sea uno, cuanto más verdadera y santamente manso de corazón, de espíritu, de tono, de lenguaje, tanto más fuerte será. La mansedumbre es la grande arma de los cristianos en medio de sus tribulaciones y de las contradicciones del mundo, templa nuestras alegrías conservándonos en la atmósfera de la paz y de la santidad, y preservándonos de la disipación; templa y santifica nuestra indignación en presencia del mal y de los malos, guardándonos de toda amargura, de toda pasión, de todo sentimiento humano y desordenado, y en fin endulza nuestras lágrimas, ya de sí tan amargas.

La mansedumbre nos eleva y mantiene en la atmósfera sobrehumana de esa paz de Dios, de la que dice San Pablo “que domina toda emoción, guardando nuestras inteligencias y nuestros corazones en Jesucristo”. Es profunda, es a la vez grave y alegre, poderosa y tranquila, como el azul del cielo.

Esta encantadora y suave dulzura que emanaba del Corazón, de Jesús, como la luz y el calor emanan del sol, impregnaba todos los pensamientos del Salvador, todas sus palabras y acciones. Hasta cuando se indignaba contra los fariseos, conservaba siempre este carácter celestial de paz y de dulzura. Nuestra indignación, aún en los casos que es más legitima, toma frecuentemente un celo duro y amargo. No así la indignación de Jesús, porque partía de su Corazón divino, modelo de mansedumbre.

¡Oh dulzura del Corazón del Niño Jesús, que no responde sino con lágrimas y bendiciones a la ingratitud de Belén y a las persecuciones de Herodes!

¡Oh dulzura del Corazón de Jesús en Nazaret, que en la humillación del trabajo y en las privaciones de la pobreza santifica incesantemente a María y José, es la admiración de los Ángeles, y a todos nos da ejemplo de verdadera santidad!

¡Oh dulzura del Corazón de Jesús, que le hizo soportar durante tres años y medio la tosquedad de sus Apóstoles y Discípulos, que nada todavía comprendían de su doctrina, y a quienes debía mil veces explicárselo y repetírselo todo, y que aún después parecían no comprenderlo mejor que antes! ¡Sublime dulzura que le hizo soportar al traidor y sacrílego Judas! “Amigo, ¿a qué has venido? ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?” ¡Dulzura que no le dejó un momento en su santa Pasión! ¡Seguidle a presencia de Caifás, de Pilatos, de Herodes, de los verdugos, de los blasfemos del Calvario y de los ladrones que le insultan, y de sus labios no oiréis palabra alguna que no respire mansedumbre, paz, bondad! “Padre mío, perdónalos, pues no saben lo que hacen”, tal es el grito de su Corazón; y este grito fue tan dulce y penetrante, que convirtió a uno de los dos malhechores crucificados a sus lados.

¡Santa mansedumbre del Corazón de mi Jesús! ¡ah! en adelante reinad en mí como soberana durante toda mi vida; transformadme, cambiadme. Como aceite en el mecanismo de una pesada cerradura, vuestra dulzura, Jesús mansísimo, suavizará las asperezas de mi carácter; os hará reinar sobre mis primeros impulsos; os hará dueño de mi voluntad y de mis sentimientos; imprimirá su sello y vuestra celestial imagen hasta en mi rostro, en mi fisonomía y en todo mi exterior.

Entonces, y solamente entonces, me reconoceréis, oh Santísima Virgen, por vuestro verdadero hijo, y veréis en mí a vuestro querido Jesús, caritativo, benévolo, manso y humilde de corazón.

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