QUINTA PARTE
DEL LIBRO INTITULADO
"VIDAS DE LOS HERMANOS"
En la cual se habla de las cosas tocantes a la salida de los Hermanos de este mundo
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CAPÍTULO I
DE LOS MUERTOS POR LA FE
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De Fr. Guillermo y compañeros, inquisidores de Tolosa
I. Habiendo sido principalmente instituida la Orden de Predicadores por el Bienaventurado Domingo contra toda suerte de herejías y demás errores, después de varios años que los Religiosos venían peleando en Tolosa contra los herejes y tiranos que los amparaban, en medio de mucha hambre, sed, frío, desnudez y otras tribulaciones, les encomendó, por fin, el Papa Gregorio IX, de bienaventurada memoria, la inquisición contra dichos herejes y sus fautores por toda aquella provincia, encargo que de buen ánimo aceptaron, no obstante los grandes peligros a que indudablemente se exponían. Pues en Tolosa sobre las amenazas del príncipe y de los suyos, se prohibió por edicto público que nadie con los Hermanos tuviera trato, ni les vendiera nada, ni a un limosna les dieran. Pusieron además guardias a las puertas de los conventos para que no entrase en ellos ningún género de comestibles, y por fin, cuando los Hermanos todos estaban ya dispuestos a sufrir el martirio por la fe y obediencia de la Iglesia Romana, deseando con deseo grande que siga ese momento, recibieron del Príncipe orden de salir de la ciudad, como lo hicieron llenos de gozo por verse así perseguidos y hechos dignos de sufrir por Cristo contumelias, saliendo procesionalmente, de dos en dos, y en altavoz devotísimamente cantando el Credo y la Salve.
Por la misma causa de la Fe Católica fue destruido el convento de Narbona y despedazados por los impíos los libros santos. En otros muchos lugares fueron presos los Hermanos y vejados, hasta el extremo de no poder andar los inquisidores sin acompañamiento grande de armados.
Últimamente, el año del Señor 1242, en la noche de la Ascensión del Señor, fueron muertos en el pueblo de Aviñonet, diócesis de Tolosa, los siguientes Hermanos Predicadores nombrados inquisidores por el referido Papa: Fr. Guillermo, Fr. Bernardo de Rochefort, Fr. García de Aura; y de la Orden de Menores Fr. Esteban y Fr. Raimundo Carboniero; y otros que con ellos estaban, a saber: Fr. Raimundo arcediano de Tolosa, y el Prior de Abiñonet, llamado el Monje Clusino, con otros familiares, los cuales todos, por defender la Fe de Cristo y obedecer a la Iglesia Romana, fueron martirizados a manos de los herejes cantando sin cesar el Te Deum laudamus (1).
La noche que fueron muertos, una mujer de la misma diócesis, pero de distinto pueblo, que sentía los dolores del alumbramiento, de repente exclamó:
- Veo en este momento el cielo abierto y que de él suspenden una escala, y que se derrama mucha sangre en nuestra tierra.
Y contemplando la claridad de la escala y el color rubicundo de los que por ella ascendían, dio a luz, olvidada de sus dolores.
Asimismo el ilustrísimo rey de Aragón, don Jaime, que se hallaba acampado en la frontera de los Sarracenos, vio aquella misma noche una luz grande que bajaba del cielo, y dijo a sus soldados:
- Alguna cosa grande obra Dios esta noche.
Igualmente en nuestro convento de Barcelona vieron aquella noche muchos Hermanos que el cielo se abría, y de él descendía una luz que iluminaba todo el horizonte.
Un Franco que habitaba en Carcasona, al oír la muerte de los Hermanos, se encomendó a ellos, y al momento se sintió libre de una grave enfermedad que por espacio de dos años venía padeciendo.
La hija del Mariscal de Mirepoix, se ofreció a dichos mártires, e instantáneamente quedó por completo libre de una enfermedad gravísima.
Un hombre llamado Guillermo de Mirtelo, que era muy molestado por una grave fiebre, visitó el sepulcro de los mártires de Cristo, y al momento se vio sano. Esto sucedió a otros muchos en el mismo sepulcro.
Arnaldo Rufo de Giliers, prosélito de los herejes, oída la muerte de Raimundo, arcediano, el cual le había confundido muchas veces en cuestiones de fe, dijo aquel mismo día delante de muchos:
- Iré a Aviñonet y veré si Raimundo, escritor y locuaz, es verdad que ha muerto.
Fue en efecto, y como hallase al santo arcediano tendido en su sangre, le pegó un puntapié diciendo:
- Anda, rústico charlatán, habla ahora si puedes.
Y al decir esto se sintió herido de una llaga insanable en la pierna.
A un Hermano muy religioso del convento de Burdeos le pareció ver, poco antes de aquel martirio, a tres de su Orden pintados a los pies de un Crucifijo en actitud de ser muertos por hombres armados; de lo cual grandemente admirado, a mí mismo, que allí entonces estaba, me contó la visión.
El Monasterio de Prulla (Prouilhe) original fue destruido durante la Revolución francesa, siendo reconstruido en 1879
En el convento de nuestras Hermanas de Prulla, aconteció enfermar una de ellas de un mal tan grave en la mejilla, que ni tomar alimento, ni aún hablar podía. Velando a su lado algunas monjas la noche de San Vicente Mártir, dijéronla si quería que la trajesen paños de Fr. Guillermo muerto en Aviñonet por la fe de Cristo, para tocar con ellos la parte dolorida. Contestó con señas de la manera que pudo, que quería. Se los llevaron, en efecto, y tomándolos ella con gran devoción y reverencia y aplicándolos a la mejilla, repentinamente habló y dijo:
- Ya estoy curada por los méritos de Fr. Guillermo, mártir de Jesucristo.
El predicho Fr. Raimundo Carboniero, algunos días antes de su pasión, vio en sueños una corona de oro resplandeciente con nueve piedras preciosas, que con luz inmensa bajaba del cielo y caía sobre la casa en que fueron martirizados. Y lleno de asombro dijo:
- ¡Ay, qué desgraciados son los hombres de esta tierra, que viéndonos así coronar por la fe que defendemos no acaban de convertirse!
Después de despierto contó por su orden lo que había visto al Prior de Prulla y a muchos otros; a lo cual Fr. Guillermo contestó:
- Sabed que muy pronto nos matarán por la fe de Cristo.
Un Hermano del convento de Burdeos, puesto en oración, vio, según refirió después, al Señor pendiente en la cruz, de cuyo costado derecho salía copiosa sangre, y a la Bienaventurada Virgen que en un cáliz de oro la recogía y con ella rociaba a tres Hermanos que allí estaban. Viendo esto y deseando vehementemente ser rociado, la visión desapareció. No mucho después oyó que los herejes habían martirizado por la fe de Cristo a los mismos que en visión imaginaria había visto que los rociaban.
El día antes de ser muertos los Hermanos por los impíos, a saber, la vigilia de la Ascensión, se llegó al Prior, que era Fr. Colón, una mujer devota, y le dijo:
- Señor, cuando esta mañana los Hermanos decían las Misas, quedéme un poco abstraída en la iglesia y me pareció ver que el Crucifijo que está en medio de la iglesia, descolgaba el brazo derecho y que destilaba sangre; y mirando yo esto asombrada, me llamó el Crucifijo y me dijo: 'Anda, vete al Prior y dile, que coloque las reliquias en tal sitio'.
A la mañana siguiente, cuando fueron llevados los Hermanos, pareció bien al Obispo, y al Prior y a los Hermanos, darles sepultura en el sitio designado por la mujer, que era en la mencionada iglesia, a la derecha del Crucifijo.
Como por aquel tiempo careciera de Pastor la Iglesia Romana, oída aquella maldad, escribieron al Prior y Hermanos de la Provincia todos los Cardenales de la Santa Romana Iglesia en la forma siguiente:
Bien sabéis, Hijos carísimos, de qué modo vuestra Orden fue por el Santísimo Padre Domingo instituida en las regiones tolosanas; para defensa de la fe, enseñanza de las buenas costumbres, consuelo y edificación de los fieles y para extirpar herejías y demás espinas y abrojos de vicios. Y para que a vuestra santidad nada pudiera perjudicar, habéis renunciado a las posesiones y otros atractivos del mundo, sometiéndoos gustosamente a una pobreza voluntaria; y porque convertisteis más y más vuestros ánimos a la ley y su testimonio, habéis obtenido que el Señor del cielo os diese lenguas eruditas. Más con dolor hemos sabido que algunos, a manera de locos frenéticos, han cometido iniquidad horrenda en los siervos de Dios, inquisidores, y en sus compañeros y ministros, a quienes con servicios no hubieran podido hacer mayores bienes que con la espada cruel les han prestado; pues de esta suerte, como así lo creemos, les han hecho mártires de Jesucristo, concurriendo no solo la causa de la muerte, sino también el tiempo, género y modo con que han padecido, y todas las demás circunstancias.
Del Bienaventurado Pedro Mártir
II. El año del Señor mil doscientos cincuenta y dos, sábado in albis, Fr. Pedro, Prior de los Hermanos Predicadores en Cuma, ciudad de Italia, nombrado por el Señor Papa inquisidor contra la maldad herética, fue de los impíos martirizado por la piedad de la fe y obediencia de la Iglesia Romana, en el territorio de Milán, como en la Letra de canonización latamente se contiene. Fue este varón bienaventurado oriundo de Verona, ciudad de Italia, de una familia casi toda afiliada a la herejía. Cuando solo contaba ocho años de edad, al volver un día de la escuela le encontró un tío suyo y le preguntó qué había leído, contestó él:
- Leí lo siguiente: "Creo en Dios Padre Todopoderoso, Criador del cielo y de la tierra".
Riñóle el tío y le dijo:
- No digáis Criador porque no crió Dios las cosas visibles, sino el diablo.
Más el niño, aunque tierno, contestó que quería leer como había leído y creerlo así como lo tenía escrito. El tío comenzó entonces a quererle probar con textos, según costumbre de los herejes, que estas cosas eran hechura del diablo y amenazarle si así no lo creía y confesaba. El niño, lejos de ser confundido, supo volver contra el tío todos los textos, sin dejarle lugar a réplica; con que manifiestamente daba ya a entender cuál sería algún día en defender la verdad de la fe. Indignado aquel hombre, se dirigió al padre y le dijo que a todo trance prohibiese a Pedrito (2) estudiar, y le refirió todo lo ocurrido y de qué manera le había cerrado la boca volviendo contra él los textos, y dijo:
- Temo que con el tiempo, después de haber estudiado, se pase a esa meretriz llamada Iglesia Romana, y confunda y destruya nuestra fe.
Así predijo, aunque malvado, lo que había de suceder. Pero como Dios era quien esto disponía, el padre no hizo caso, creyendo y esperando que, después de la carrera de las letras, y por medio de sus heresiarcas le atraería y convertiría a cualquier creencia que bien le pareciese. Habiendo entrado después en la Orden de Predicadores, bajo el mismo Bienaventurado Domingo, joven, de agudo ingenio y pureza virginal, se dio todo hasta morir a la predicación e impugnación de los herejes.
A un Hermano que frecuentemente le acompañaba en la predicación y le había pedido que le enseñase alguna manera de orar, le respondió:
- He aquí la oración para mí más tierna y saludable: cuando en la Misa elevo el Cuerpo del Señor o veo que otros sacerdotes lo elevan, ruego al Señor que no me dé morir de otro modo que por la fe de Cristo. Esa es la oración que siempre hago.
Disputando una vez con cierto hereje de agudísimo ingenio y elocuencia singular, después de escuchar sus sutilezas, no quiso prolongar por más tiempo la conferencia, sino que de común acuerdo designó otro día para contestar a los argumentos y proponer por su parte lo que bien le pareciese. En el entretanto mandó aviso a los conventos vecinos pidiendo que los Hermanos adiestrados en las disputas con los herejes se presentasen el día señalado. Todos se escusaron, y llegó por fin el día de avistarse los desafiados. Se presentó el hereje acompañado de multitud de los suyos, retando como Goliat a singular combate, y luego llegó el Santo con solo un compañero. Y como el hereje propusiera de nuevo aguda y sutilmente sus errores y dijese:
- Respondedme ahora si podéis y sabéis.
Pedro pidió él unos momentos para pensar en la respuesta, durante los cuales se retiró del sitio y entró en un oratorio que estaba cerca, donde postrado ante el altar con muchas lágrimas rogó al Señor que saliera por su causa, o infundiendo al otro la luz de la verdadera Fe, o privándole de aquella lengua que contra Dios empleaba.
Levantóse enseguida de la oración, se presentó en medio de todos y rogó al hereje que de nuevo propusiera sus argumentos; más al quererlo hacer se vio tan mudo que ni una sola palabra pudo proferir. Y así marcharon de aquel lugar los herejes cubiertos de vergüenza, dando a Dios alabanza los fieles. Contó esto humildemente el mismo Bienaventurado Pedro a dos discretos Hermanos.
Examinando a un obispo hereje que por aquellos días había sido aprehendido, en presencia de la mayor parte de la ciudad y de muchos Obispos y Religiosos que al acto habían acudido, y alargándose mucho la ceremonia, ya por la predicación, ya por el dicho examen, de modo que el calor del día era ya muy fuerte, dijo al Santo aquel hereje, que con él estaba en un alto tablado preparado por los de Milán, según tenían costumbre de hacer siempre que el siervo de Dios predicaba:
- ¡Oh, Pedro perverso! Si eres santo como este necio pueblo te cree, ¿por qué permites que te abrase y no ruegas al Señor que interponga una nube para que no muera este insensato pueblo con sol tan ardiente?
Contestó el siervo de Dios:
- Si me das la palabra de adjurar tu herejía y convertirte a nuestra fe, rogaré al Señor y hará al momento lo que dices.
Oyendo esto muchos de sus fautores comenzaron a clamar y decir al hereje:
- ¡Promete! Promete! - creyendo que nunca el Bienaventurado Pedro haría lo prometido, mucho más no apareciendo por el aire la menor nubecilla. Por el contrario, los Obispos y muchos otros católicos, temieron sobre la obligación del siervo de Dios, no fuese allí su fe confundida. Contestó, pues, el hereje que se obligaba a lo propuesto, y dijo el Bienaventurado Pedro con gran confianza:
- A fin de que el verdadero Dios aparezca Criador de las cosas visibles e invisibles, y para consuelo de los fieles y confusión de los herejes, ruego al Señor que en este momento mande que se interponga alguna nubecilla entre el sol y el pueblo.
De repente echa la señal de la cruz, aparece una nube que a manera de pabellón protegió por largo tiempo a los circunstantes.
Insistiendo otra vez en ciertas disputas y contestaciones graves con los herejes, sintió por unos momentos como que se resistía a creer algunos artículos. Más tan pronto como comprendió que aquello era su gestión del maligno, recurrió a la oración, y postrado ante el altar de la Bienaventurada María Virgen, comenzó devotísimamente a suplicarla por su Hijo, que según su piedad le apartase aquella tentación. Y durmiéndose un tanto en la oración, oyó una voz que le decía:
- He rogado por ti, Pedro, para que tu fe no desmaye.
A cuya voz levantándose, sintió que aquel escrúpulo por completo había desaparecido; ni en lo sucesivo sintió jamás, como él mismo testificó, movimiento ninguno de ese género.
Pasando con Fr. Gerardo Tridentino por cerca de un pueblo de herejes llamado Gaoche, un año antes de su pasión, dijo al Hermano:
- Este pueblo será destruido por la fe, y Nolario y Desiderio, obispos de los herejes, que aquí están sepultados, serán quemados en la torre del mismo pueblo.
Lo cual asimismo se cumplió exactamente y por su orden, por ministerio de los Hermanos inquisidores contra los herejes; con que se ve de manifiesto que por su medio predecía el Espíritu Santo lo futuro.
Predicando el domingo de Ramos en Milán, donde había reunidas cerca de diez mil personas, dijo públicamente y en alta voz:
- Sé de cierto que los herejes tratan de mi muerte y que por mi muerte se ha depositado dinero. Hagan lo que quieran; pero sepan que más guerra les he de hacer de muerto, que de vivo.
Dentro de un mes fue martirizado por ellos, se verificó su palabra, y cada día más y más se verifica.
En el monasterio de Rípulis, cerca de Florencia, había una Religiosa dada a Dios y digna de fe, la cual estando en oración el día que el Bienaventurado Pedro fue martirizado por la fe de Cristo junto a Milán, vio a la Bienaventurada María sentada en un trono con gloria grande, y al lado de Ella, uno a la derecha y otro a la izquierda, a dos Hermanos de la Orden de Predicadores, según ella dijo; y como quedase muy admirada, vio que ambos eran juntamente llevados al cielo. Y preguntando quiénes eran, oyó una voz que le decía:
- Es Fr. Pedro de Verona, que sube en la presencia del Señor cual humo aromático.
Poco tiempo después oyó que aquel mismo día había sido, en efecto martirizado, de donde encendida en devoción hacia él, muy fervorosamente comenzó a rogarle que la socorriesen en la enfermedad que por largo tiempo venía sufriendo, y al momento recobró plena y perfecta salud.
Juntamente con el Bienaventurado Pedro fue mortalmente herido su compañero Fr. Domingo, quien al poco tiempo murió y se cree que con él haya volado al cielo.
Un joven de la ciudad de Florencia, algún tanto inficionado de la fe herética, entró cierto día con otros jóvenes en la iglesia de los Hermanos Predicadores de aquella ciudad, y como viese una tabla donde estaba la imagen del bienaventurado Pedro en el momento de sufrir el martirio y el sicario que con la espada desenvainada le hería dijo:
- ¡Lástima no haber estado yo allí, algo mejor lo hubiera hecho!
Más pronto como pronunció estas palabras se quedó enteramente mudo, y preguntándole sus compañeros qué le pasaba, y no pudiendo él responder, tentaron llevarle a su casa; pero al hallar en el camino una iglesia dedicada a San Miguel se desprendió de sus manos, entró en ella arrodillado, rogó al Bienaventurado Pedro que le perdonase, y le prometió con el corazón (que de boca no podía), si le devolvía el habla, confesar sus pecados y adjurar toda herejía; y libre al instante, se fue a la iglesia de los Hermanos, y allí confesó sus pecados, y adjurada la herejía, dio al Hermano confesor licencia para que públicamente lo contase, y cuando así lo hacía el Hermano en un sermón, se levantó él ante la muchedumbre de hombres y mujeres confesando lo sucedido.
Habiendo caído enfermo casi de muerte, Fr. Hugo de Viena, en el Concilio de Lyon, de una apostema en el cuello, que a los médicos daba mucho que temer, pidió con gran devoción al Maestro de la Orden, allí presente, que hiciera traer reliquias del Bienaventurado Pedro, porque era mucha su confianza de que por los méritos del Santo recuperaría la salud. Y en efecto, apenas se hizo con ellas la señal de la cruz se sintió convalecer y plenamente se vio curado.
Una mujer de Flandes, que por haber dado a luz tres veces un niño muerto era malquerida de su marido, hasta el extremo de proponer abandonarla, al verse por cuarta vez encinta, puso toda su confianza en el Bienaventurado Pedro y le hizo voto, si aquella vez salía viva la criatura, de trabajar cuanto pudiera porque entrase en la Orden, caso que fuera varón, y en un monasterio de Religiosas, si fuese hembra. Más llegado el parto, dio a luz, como antes, un muerto; y como las asistentes quisieran ocultárselo, ella que lo comprendió por el susurro de las mujeres, y que a la vez le parecía imposible que así fuera por la mucha esperanza que de los méritos del Santo había concebido, pidió que le presentasen el niño y con toda su alma rogó al mismo Bienaventurado Pedro que lo resucitase. ¡Cosa admirable! No bien había terminado su oración, cuando el que estaba muerto revivió, y llevado al bautismo con propósito de imponerle el nombre de Juan, por inadvertencia le llamó Pedro el sacerdote, cuyo nombre le fue confirmado por devoción al Santo Mártir.
Un niño que sufría fuertes convulsiones fue por sus padres llevado al altar del Bienaventurado, y hecho por él un voto, plenísimamente quedó libre.
Otro niño que por espacio de año y medio padecía fiebres, al sentirse un día muy fuertemente acometido, ofreciéronle sus padres al mismo Santo, y al momento que fue hecho el voto levantóse el paciente diciendo que estaba sano, y pidió le dejasen ir al altar del Mártir, como lo hizo.
Otro niño venía sufriendo por un largo tiempo una tan grave enfermedad, que el padre y la madre, desesperanzados de su salud, preferían verle muerto. Un día que llevaban devotamente y en procesión solemne las reliquias del Santo al convento de los Hermanos, pidió el niño que lo llevasen a la procesión, y dijo:
- Espero que el Bienaventurado Pedro me ha de sanar.
Y en efecto, llevado por los padres y pronunciado el voto, en la misma procesión quedó perfectamente libre.
Otro niño que en la garganta tenía una inflamación por demás grande, habiendo bebido agua con que se había lavado el vaso de las reliquias del Santo, enseguida comenzó a arrojar toda la podredumbre, de suerte que en tres días quedó enteramente bueno.
Otra niña de Sens, ciudad de Francia, que cayó en la corriente de un río y allí estuvo el tiempo que se suele tardar en celebrar dos Misas privadas, fue extraída muerta, como lo daban a entender el largo tiempo que en el agua estuvo y la rigidez del cuerpo, y la frialdad, y el color negro. Lleváronla unas mujeres a la iglesia de los Hermanos Predicadores, donde la ofrecieron al Santo Mártir, y la niña recobró vida y salud, como lo pueden jurar muchas que allí estaban presentes.
Padeciendo graves calenturas un Abad de la diócesis de Poitou y creyendo ya que se moría, le visitó un Religioso de la Orden de Predicadores, pariente suyo, y le dijo que si se ofrecía a Dios y al Bienaventurado Pedro, muerto recientemente en Lombardía por la fe de Cristo, aunque no canonizado, quedaría libre de las calenturas. Cumplió al instante el consejo del Religioso, mandó encender una vela de su propia talla, ante un altar de su iglesia, en honor del Bienaventurado Pedro, y desde entonces se vio absolutamente libre de las calenturas y de toda enfermedad.
En Chalons, ciudad de Francia, había una mujer que padecía fuertes convulsiones y tan a menudo, que algunos días le daban los ataques por cinco veces, otros por seis y otros por ocho, de una manera que a todos metía miedo. Y oyendo predicar del Bienaventurado Pedro, y de los muchos milagros que por él hacía el Señor, se llegó a la iglesia de los Hermanos Predicadores, y humildemente postrada ante el altar del Santo dióse toda a la oración, rogando de este modo:
- ¡Oh, Bienaventurado Pedro, Mártir glorioso!, dígnate dirigir por mí tus súplicas al Señor, por cuya fe sufriste muerte acérrima, a fin de que por tus méritos se digne Él librarme de esta enfermedad, según sabe que conviene a mi alma.
No bien había terminado su oración, cuando ya sintió en su cuerpo cierta buena disposición desconocida, presagio de sanidad entera, y con gozo grande dijo a uno de los presentes:
- Creo que por los méritos del Santo Fr. Pedro, Mártir glorioso, estoy perfectamente curada de mi enfermedad.
Y así fue, y en adelante no sintió de aquel mal el menor indicio, como muy devota y humildemente lo refirió al Prior de Chalons, que de mucho tiempo venía confesándola, el cual estaba muy asombrado de curación tan súbita. Otras muchas personas se sabe que en la ciudad dicha quedaron plenamente libres de iguales males por los méritos del Bienaventurado Pedro.
En la ciudad de Arras, inmediato al convento de los Hermanos, había un lugar en que los leñeros depositaban su leña para venderla. Un día que la pira de leña era grande, por valor de mil libras parisienses, se prendió fuego en ella, y comenzó a arder con tal fuerza que los Hermanos creyeron su convento abrasado, porque las llamas, llevadas por el viento llegaban nada menos que a la cruz plantada sobre la torre de la iglesia. En este apuro sacó un Hermano las reliquias del Santo, presentándolas contra el incendio desde una ventana del dormitorio, como escudo de salvación, y al momento comenzó a soplar el viento en dirección contraria, con tanto ímpetu, que quedó el convento ileso, menos la parte donde estaba la cruz, la cual había sufrido ya perjuicio antes de aparecer las reliquias. Esto me lo contó a mí mismo Fr. Bartolomé, bajo el testimonio de muchos Hermanos que lo vieron.
Volviendo unos estudiantes de Maguelonne a Mompeller, sucedió que uno de ellos, a consecuencia de un salto brusco, sufrió en la ingle una rotura con tan fuertes dolores que se arrojó a un lado del camino, los pies para arriba y la cabeza abajo, a fin de volver a su sitio las tripas que se le caían. Sintió con esta postura algún alivio, y pudo, sostenido por los compañeros, continuar un poco su camino. Más apretándole enseguida los dolores, quedó de nuevo tan desmayado que los compañeros resolvieron buscar caballería en que llevarle hasta casa. Acordóse entonces el paciente que en cierta fiesta de San Pedro Mártir había oído de cierta mujer que, poniéndose sobre un cáncer que padecía, tierra teñida en la sangre del Santo Mártir, instantáneamente había sanado, y dijo:
- Señor Dios, yo no tengo de aquella tierra; pero Tú, que por los méritos del bienaventurado Pedro tanta virtud le diste, también puedes dársela a ésta.
Y haciendo la señal de la cruz e invocando al Mártir, se puso tierra sobre la parte que le dolía, e inmediatamente quedó por completo curado, y habiendo ido con los compañeros al altar del Santo para darle gracias, lo contó asimismo a los Religiosos bajo juramento.
Un Hermano converso de Colonia tenía, hacía ya dos años, una hinchazón tan grande en la garganta, que le afeaba sobremanera, además de serle peligrosa. Hallándose, pues, así, prometió al Bienaventurado Pedro Mártir rezarle cada día un Padrenuestro si le libraba de aquella hinchazón y le salvaba del peligro; y pronunciado el voto, acto continuo comenzó a decrecer el tumor hasta desvanecerse completamente; y todos los Hermanos de aquella casa dieron a Dios gracias y al Santo Mártir, pues con los remedios de los médicos, tantas veces aplicados, nada se había conseguido.
Un clérigo de Tréveris que sufría un indecible dolor de cabeza, hasta perder el juicio, se ofreció al Santo Mártir y al instante maravillosamente fue sanado.
Había en el reino de Bohemia una mujer de tal suerte aletargada que de ningún modo podían volverla en sí. Haciendo por ella un voto sus amigas al Bienaventurado Pedro Mártir, en presencia del Prior y otros cuatro Hermanos Predicadores, instantáneamente despertó como de un sueño, y al dicho Prior dijo que había visto a una horrible persona que la estrangulaba; pero que un Santo, en hábito de Predicadores, la había repelido; y quedó la mujer perfectamente sana.
Otra mujer, casada con un noble del mismo reino, la cual padecía enfermedad grave y se había ofrecido al mismo Santo, le vio en visión que se le acercaba y la rociaba con agua bendita, restituyéndola su antigua salud.
En la ciudad de Compostela, donde descansa el venerable cuerpo del apóstol Santiago, vivía un joven por nombre Benito, el cual llegó a tal extremo de enfermedad que cuantos le veían le creían mortal. Tenía las piernas hinchadas a manera de odre, el vientre entumecido, la cara horriblemente abultada como de un monstruo y los ojos inflamados que parecían saltar de la cabeza, cosa que a todos infundía miedo, y apenas podía ya moverse, ni aún apoyado. Hallándose, pues, de esta manera postrado, el año del Señor 1259, en el mes de mayo, antes de vísperas, cogió un báculo y de la manera que pudo se llegó a la puerta de un hombre devoto que acostumbraba a afeitar a nuestros Hermanos, y en presencia de muchos pidió a la mujer de aquel hombre una limosna. Compadecida y asombrada ella le dijo:
- Me parece que más necesitas sepultura que comida. Pero te daré un consejo: vete a casa de los Predicadores, confiésate e invoca devotamente al nuevo Mártir San Pedro; porque estoy cierta de que si lo haces de veras al momento recobrarás tu salud perdida.
Esto decía la devota mujer segura y llena de fe, como que muchas veces había experimentado la virtud del Santo. Se fue el enfermo, después de recibir de la mujer pan y manteca, prometiendo hacer lo aconsejado; pero no lo hizo aquel día. Al siguiente marchó muy temprano a la casa de los Religiosos cuando aún estaba cerrada la puerta; se puso a esperar por la parte de afuera y allí se quedó dormido. Y durmiendo se le apareció en sueños un venerable Predicador que le cubrió con la capa y tomándole de la mano derecha le llevó a la iglesia. Vuelto en sí aquel joven se encontró, no fuera de la puerta, donde se había dormido, si no dentro sobre las gradas, que no distaban poco del lugar primero, y perfectamente sano y lleno su corazón de alegría. ¡Cosa , en efecto admirable! Pues de hinchado e inmóvil que estaba, vuelto sano y ágil, corre a la dicha mujer, y en medio de la calle, delante de aquellos que la víspera le habían visto casi muerto, la dice:
- Mira, ya hice lo que me mandaste; ved todos lo que en mí obró el Santo Mártir.
La mujer, fijándose en la pierna del joven completamente curada, la cual en testimonio de tanto milagro aún estaba lívida, delante de su marido y demás vecinos presentes, cerca de la iglesia de Santiago, exclamó:
- ¡Ved milagros! ¡Ved milagros de nuestro Dios! Ayer inflamado, sin sentido, sin habla, cayéndose, casi muerto, hoy sano y bueno, alaba y bendice al Señor.
Vieron a este joven ya enfermo, ya sano, algunos de los nuestros y unos cincuenta hombres de aquella ciudad.
En la capital de Mallorca había un portugués, llamado Domingo, quién después de un año de cuartanas, cayó en hidropesía, por cuya causa tenía el cuerpo todo inflado, de suerte que no podía sin báculo andar por casa. Creciendo cada vez más la enfermedad e hinchada ya la garganta, acabó por perder el habla y no poder tomar ni comida, mi bebida, dándole el médico por muerto. Más la mujer del enfermo, al verle así, le dijo:
- Encomiéndate al nuevo Mártir San Pedro y prométele ayunar toda la vida la víspera de su fiesta.
Lo cual oyendo el enfermo hízola señas para que llevase al altar del Santo una vela de su tamaño, como así fue. Y al momento abrió el enfermo la boca y arrojó una gran cantidad de podredumbre sanguínea y espesa, quedando a la vez libre de la hinchazón de garganta, de la hidropesía y cuartana, y dando gracias a Dios y a su Mártir el Bienaventurado Pedro.
Había en Metz una matrona que había dado a luz siete hijos, unos muertos y otros que solo habían vivido hasta recibir el bautismo. Y sucedió que llegando allí un Hermano pariente suyo, que volvía de un Capítulo Provincial y consigo traía reliquias del Bienaventurado Mártir destinadas a aquel convento, todos los parientes y amigos se alegraron, menos dicha señora que amargamente lloraba. Y preguntándola el Hermano la causa de tanto llorar, repuesta ella un poco, dijo:
- Yo, pobre de mí, estoy encinta y temo un alumbramiento tan desgraciado como todos los que hasta hoy he tenido y tú sabes.
Contestó el Hermano:
- No tengas miedo; confía en Dios y en San Pedro, nuevo Mártir de nuestra Orden; encomiéndate a él y prométele, si das a luz varón, ponerle el nombre de Pedro, y presentarle todos los años con debidas ofrendas al altar del Santo, y observar su fiesta, y oír su oficio y sermón; y así ten seguro que te sacará en bien y al niño que en el vientre llevas da la vida y salud.
Ella que esto oyó, llena de gozo, creyendo ciegamente en las palabras del Hermano, cambiada la tristeza en alegría, dijo:
- Desde ahora mismo prometo hacer cuanto me mandas.
Llegó, en efecto, el tiempo, y dio a luz con facilidad desacostumbrada un robusto niño, aquí en el bautismo mandó que le llamaran Pedro. Y fue esto tan celebrado y divulgado por aquella ciudad, que desde entonces todas las mujeres, en el momento del parto, comenzaron a invocar al Bienaventurado Pedro, de la Orden de Predicadores, reconociendo muchas haber sentido su auxilio.
Contó Fr. Juan Polaco, que estando él en Bolonia y padeciendo cuartanas, le habían encargado predicar a los estudiantes en la fiesta de San Pedro Mártir, y que temiendo muchísimo la noche antes de la fiesta que le acometiese, según el curso natural, la cuartana, y no pudiera cumplir el encargo, vuelto en sí y confiando en los méritos del santísimo Mártir, se acercó con devoción a su altar y le pidió que por sus méritos le ayudase, cuya gloria había de predicar; y de tal suerte le ayudó, que ni aquella noche ni nunca en adelante le acometió otra calentura.
Notas:
1) Los mártires de que aquí se habla están beatificados por Pío XI.
2) Lo mismo el MS. de Roma que el de Salamanca dicen Petrinum.
Capítulos anteriores:
Primera Parte:
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Segunda Parte:
Capítulo I al XVII
Capítulo XVIII al XLIII
Tercera Parte:
Capítulo I al X
Capítulo XI al XX
Capítulo XXI al XXX
Capítulo XXXI al XL
Capítulo XLI Al XLIV
Primera Parte:
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Segunda Parte:
Capítulo I al XVII
Capítulo XVIII al XLIII
Tercera Parte:
Capítulo I al X
Capítulo XI al XX
Capítulo XXI al XXX
Capítulo XXXI al XL
Capítulo XLI Al XLIV
Cuarta Parte:
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