Por Monseñor de Segur (1820-1881)
Te diré: El Evangelio, como todos los demás libros Sagrados, es para nosotros los católicos lo que la Iglesia nos dice que es; sus palabras y el sentido que a ellas deba darse son los que la Iglesia nos dice y lo que la Iglesia nos explica. Por eso entre nosotros es considerado como falso y despreciable todo libro sagrado, sea del Antiguo, sea del Nuevo Testamento, que no está aprobado por la Iglesia; y por eso también a nosotros nos está prohibido, como un pecado gravísimo, entender las palabras de los Libros Sagrados de un modo distinto o contrario del que la iglesia enseña y explica.
Ahora bien, como los protestantes desprecian la autoridad de la Iglesia, y no se creen obligados a tener por verdadero ni bueno más que lo que a cada cual de ellos les parece, sucede que cada secta entre ellos hace lo que le acomoda con los Libros Sagrados. Cada cual los escribe y los explica como le da la gana; de donde resulta que, generalmente hablando, su Evangelio no dice lo mismo que el nuestro, y que, aún cuando el de algunas sectas tenga las mismas palabras que el nuestro, las entienden allá como se les antoja; de lo cual viene a resultar lo mismo que si las palabras fuesen distintas.
De esta manera, los protestantes no solamente son impíos y sacrílegos al despreciar a la Santa Iglesia encargada por Jesucristo de guardar, explicar, predicar, defender y poner por obra sus divinos mandamientos, sino que también son imprudentes y necios, considerado humanamente el negocio, pues es claro que una reunión de tantos hombres tan sabios como hay en la Iglesia, y cuyo oficio propio es de estudiar y aprender para enseñar, explicar y poner por obra la ley de Dios contenida en los Libros Sagrados, ha de tener necesariamente más prendas de acierto que no la opinión particular y aislada de ningún hombre, por sabio que sea.
Sucede a los protestantes con el Evangelio lo propio que sucede a los judíos con el Antiguo Testamento, pues así como los judíos se pierden por no reconocer el Evangelio de Jesucristo, por atenerse meramente a su opinión particular en la manera de entender las profecías, y por no confesar que Jesús es el Mesías prometido en ellas; del mismo modo los protestantes se pierden por no reconocer a la Iglesia de Jesucristo, por atenerse meramente a su opinión particular en el modo de entender el Evangelio, y por no confesar que la Iglesia Católica, de cuyas manos han recibido ellos los Libros Sagrados, es la única autoridad establecida por el Redentor para guardar, explicar y practicar las enseñanzas del Cristianismo.
¿Qué replicarían los protestantes a los judíos si, al preguntarles por qué no creen que Jesucristo es el Mesías prometido, les respondieran: “No lo creemos, porque a nosotros nos parece que Jesucristo no es el Mesías, del propio modo que vosotros los protestantes no entendéis el Evangelio como lo entiende la Iglesia, porque os parece que no tiene autoridad para explicarlo?” ¿Qué podrían responder los protestantes a este argumento de los judíos? Nada.
Tan cierto es, que sin la palabra y la autoridad de la Iglesia, las Sagradas Escrituras no son más que unos libros como otros cualesquiera, aún menos que otros cualesquiera, porque no siempre son fáciles de entender, y solo la ciencia de la Iglesia, que no es una ciencia humana, sino la Sabiduría misma del Espíritu Santo que perpetuamente enseña y la sostiene, es capaz de mostrar la vida que se encierra en las palabras del Evangelio, las cuales son letra muerta sin la explicación de la Iglesia. Por eso San Pablo dice, hablando de este asunto: “La letra mata, el espíritu de la letra es lo que da vida”. Y esto mismo quería significar San Agustín, cuando decía que él no creería en el evangelio si no lo propusiese la autoridad de la Iglesia. Evangelio non crederem, nisi me cogerte Ecclesiae catholicae auctoritas.
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