lunes, 12 de mayo de 2025

LA HERMENÉUTICA DEL ABSURDO

El intento de reconciliar las “aparentes contradicciones” entre el concilio Vaticano II y el dogma católico no sólo es lógicamente insostenible, sino también erróneo desde el punto de vista de los hechos. 

Por Usquequo Domine


Algunas personas son opositoras tanto del sedevacantismo como del tradicionalismo y firmes defensoras de la llamada “Hermenéutica de la Continuidad”, una postura teológica que busca interpretar el concilio Vaticano II en continuidad con la Tradición Católica.

Este artículo expone los principios que demuestran la incompatibilidad de esta postura con el catolicismo.

El Magisterio no puede ser objeto de interpretación privada

La Iglesia ha recibido de Jesucristo el encargo de interpretar infaliblemente el depósito de la fe e instruir a los fieles con claridad y certeza sobre su contenido y alcance.

Por su propia naturaleza, el Magisterio es una exposición clara y autorizada del sagrado depósito de la fe. Como regla próxima de la fe, no puede -bajo ninguna circunstancia- ser sometido a interpretaciones privadas sin que su autoridad pierda sentido. La razón de ser de esta autoridad viva es ofrecer a los fieles una norma de fe definitiva, directiva y autorizada, que debe ser acogida en su sentido claro y manifiesto como enseñanza de Dios mismo.

Por consiguiente, el principio primario y fundamental de la “hermenéutica de la continuidad” -a saber, que el Magisterio debe entenderse en un sentido particular- es totalmente falso, absurdo y contradictorio. Porque, si su verdadero significado depende de un acto de juicio privado, podría haber tantas “interpretaciones correctas” del Magisterio como “hermeneutas de la continuidad”.

El problema de la ambigüedad en el Vaticano II

La Iglesia no sólo condena las herejías, sino también las proposiciones oscuras o vagamente formuladas. Las censuras teológicas aplicadas a tales formulaciones incluyen: ambigua (ambigua), capciosa (captiosa), mal sonante (male sonans) y ofensiva a los oídos piadosos (piarum aurium offensiva).

La Catholic Encyclopedia afirma: 
“Una proposición es ambigua cuando está redactada de tal manera que presenta dos o más sentidos, uno de los cuales es objetable; capciosa cuando se usan palabras aceptables para expresar pensamientos objetables; mal sonante cuando se usan palabras impropias para expresar verdades por lo demás aceptables; ofensiva cuando la expresión verbal es tal que justamente choca el sentido católico y la delicadeza de la fe”.
¿Cuántas proposiciones del Vaticano II no caen bajo al menos una de estas censuras? Si no fuera así, ¿cómo explicar que la mayoría de los católicos conciliares se adhieran a una interpretación herética del Vaticano II? Afirmar que el Magisterio infalible de la Santa Iglesia -asistido y guiado por el Espíritu Santo- podría promulgar proposiciones tan intrínsecamente ambiguas, engañosas o malintencionadas como para poner a la mayoría de los fieles en peligro inmediato de interpretación errónea sería tanto una afrenta a Dios como contrario a la infalibilidad negativa inherente a los actos de la autoridad eclesiástica. Tal pretensión socavaría la credibilidad y la protección divina prometidas a la Iglesia.

La existencia misma de la “hermenéutica de la continuidad” es problemática

La Iglesia siempre ha considerado que sus enseñanzas actuales están “en armonía con las del pasado”. La misma necesidad de una “hermenéutica de la continuidad” evidencia la discontinuidad introducida por el Vaticano II.

La razón humana puede conocer ciertas verdades sin necesidad de una autoridad

La postura de los defensores de la “hermenéutica de la continuidad” asume implícitamente que, sin una autoridad viva, la razón humana es insuficiente para discernir las verdades religiosas.

Contrariamente, la Iglesia ha anatematizado repetidamente a quienes niegan que ciertas verdades religiosas puedan ser conocidas por la sola razón, particularmente en oposición al agnosticismo modernista.

El enfoque católico del error no consiste principalmente en exhortar a la sumisión y al abandono de la razón, sino más bien en demostrar la credibilidad intrínseca de las doctrinas católicas (y no meramente la credibilidad de la autoridad eclesiástica) y refutar los errores en sus fundamentos lógicos.

Los “hermeneutas” invierten este orden natural: comienzan pronunciando anatemas y llamando a la sumisión a la Iglesia, para después intentar justificarla con hipótesis sobre el “verdadero significado” del Vaticano II o la credibilidad intrínseca de sus enseñanzas.

Su argumento principal establece que el Vaticano II representa la autoridad y, por lo tanto, exige sumisión, en lugar de demostrar que la doctrina conciliar es defendible (una tarea mucho más difícil y con menos probabilidades de impresionar a su audiencia).

No es piadoso interpretar piadosamente acciones manifiestamente erróneas

Los partidarios de la “hermenéutica de la continuidad” hablan a menudo del “deber de interpretación piadosa” respecto a las acciones de los “papas” conciliares, que implica asumir, en la medida de lo posible, un motivo honorable detrás de un acto cuestionable. Lo contrario de este enfoque es el juicio precipitado o la sospecha, que atribuye una intención maliciosa a una acción insignificante u objetivamente buena. Así, consideran su deber interpretar las acciones y palabras indefendibles de los falsos “papas” en un sentido perfectamente católico, como si ellos hubieran sido honorables defensores de la fe que se limitaron a cometer errores garrafales. 

En primer lugar, es una hipocresía defender una “interpretación piadosa” y, al mismo tiempo, insultar a los tradicionalistas tachándolos sin rodeos de heréticos y cismáticos, acusaciones extremadamente graves que implican mala intención.

En segundo lugar, la obligación moral de la “interpretación piadosa” sólo se aplica a las acciones que son objetivamente buenas o cuya ilicitud es fundamentalmente dudosa. El juicio temerario implica atribuir motivos perversos a un acto inocente, moralmente neutro o menor. Por ejemplo, afirmar que dos individuos que viven en adulterio están habitualmente en estado de pecado mortal no es un juicio precipitado; es una conclusión necesaria. Sugerir que un eclesiástico que besa públicamente el Corán podría tener otra intención que la de transmitir la impresión de que la Iglesia católica aprueba el islam -un acto totalmente impío y repugnante que horrorizaría a todos los santos y papas de los siglos pasados- es negar la realidad, pues un gesto así no puede razonablemente significar otra cosa.


La mayoría de los católicos conciliares no aceptan esta postura

La “hermenéutica de la continuidad” podría refutarse simplemente citando a las autoridades conciliares. Presentan sus argumentos como si su postura fuera la oficial de la Iglesia católica. Pero está muy lejos de la verdad.

La mayoría de los fieles y de la jerarquía, incluido Bergoglio y sus predecesores, son mucho más “progresistas” de lo que nuestros “hermeneutas” están dispuestos a admitir.  Reconocen audazmente una contradicción entre el Vaticano II y el Magisterio anterior. Para citar sólo una de esas autoridades, y no una insignificante:
“En relación con los textos sobre la libertad religiosa y las religiones del mundo, Gaudium et Spes es una revisión del Syllabus de Pío IX, una especie de contra-Syllabus, en la medida en que representa un intento de reconciliación oficial de la Iglesia con el mundo tal y como ha llegado a ser desde 1789”. (Joseph Ratzinger, Principles of Catholic Theology).
La contradicción entre el Vaticano II y el Magisterio de la Iglesia no es meramente aparente

Volviendo a la premisa inicial de la “hermenéutica de la continuidad” -a saber, el intento de reconciliar las “aparentes contradicciones” entre el concilio Vaticano II y el dogma católico-, hay que observar que este enfoque no sólo es lógicamente insostenible, sino también erróneo desde el punto de vista de los hechos. Los redactores de los textos conciliares reconocieron esta realidad.

Yves Congar

Yves Congar, por ejemplo, que expresó abiertamente su desdén por el Syllabus Errorum y los pronunciamientos antimodernistas de los Papas preconciliares, reconoció en sus memorias que no podía establecer ningún fundamento para la libertad religiosa en la Revelación divina, a pesar de lo que se afirmaba en los documentos conciliares. Asimismo, el cardenal Ratzinger afirmó que Gaudium et Spes era un “contra-Syllabus”. 

Cualquier historiador o sociólogo competente reconoce que el Vaticano II marcó un cambio radical en la postura de la Iglesia hacia el mundo moderno. Este mundo moderno, definido por principios y doctrinas inspirados en la Ilustración, fue objeto de reiteradas condenas por parte de los Papas del siglo XIX y principios del XX. El Vaticano II, sin embargo, trató -explícita o implícitamente- de dar cabida a muchos de estos mismos principios. No se trata de una cuestión de interpretación, sino de un hecho histórico.

Un método fiable para discernir el verdadero significado de los textos conciliares es examinar cómo la jerarquía los ha aplicado en la práctica. Por ejemplo, la Santa Sede presionó a la España franquista para que permitiera el culto público no católico en nombre del llamado “derecho a la libertad religiosa”. Del mismo modo, el concordato de 1984 entre la Santa Sede y la República Italiana introdujo el principio de neutralidad religiosa en una nación que anteriormente había reconocido el catolicismo como religión del Estado, citando explícitamente el Vaticano II y su doctrina sobre la libertad religiosa como fundamento de esta revisión.

Conclusión: ¿Cuáles son las consecuencias prácticas?

“El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”. Uno puede servir al diablo creyendo sinceramente que está haciendo el bien. Ciertas almas piadosas han caído en este engaño, del mismo modo que Saulo creía, antes de su conversión, que estaba prestando un servicio a Dios persiguiendo a los cristianos. Del mismo modo, tales individuos imaginan ahora que sirven a la Iglesia persiguiendo a los últimos defensores de la fe y de la sagrada Tradición en una época de apostasía generalizada. Su objetivo último es someter a los fieles que quedan al dominio de la jerarquía modernista, haciéndolos así indistinguibles de los liberales indiferentes en los que se espera que se conviertan.

De hecho, uno no puede someterse sinceramente a las autoridades conciliares sin consentir gradualmente actos y enseñanzas escandalosos, grotescos, peligrosos o inmorales, aceptándolos, con el tiempo, como asuntos “de interés secundario”. El contacto prolongado con tal “autoridad” debilita progresivamente el sensus fidei, que, en muchos casos, puede llegar a extinguirse. Cabe preguntarse: ¿qué es lo que los llamados “hermeneutas” no acabarán aceptando, so pretexto de fidelidad a la jerarquía conciliar? ¿No han instado ya a los fieles a aceptar, sin protestar, que un “pontífice canonizado” bese públicamente el Corán?

¿Veremos pronto a estos mismos individuos justificando actos de postración idolátrica ante imágenes demoníacas en nombre del “respeto al bien” que estos ídolos supuestamente simbolizan? 


En cualquier caso, ya han aceptado tales actos, como se ha visto en los jardines del Vaticano, y emplean cualquier contorsión semántica imaginable para hacerlos aceptables mediante una “interpretación piadosa”. Además, por la asociación continuada con el sistema conciliar, uno se vuelve tibio, insensible y moralmente complaciente frente a las aberraciones intelectuales y éticas del mundo moderno, por no mencionar los errores de las falsas religiones y herejías. El único blanco de una condena inquebrantable sigue siendo la temida “herejía sedevacantista”, la única transgresión que no se tolera bajo el régimen actual.
 

No hay comentarios: