domingo, 11 de mayo de 2025

¿SE PUEDEN CONSAGRAR OBISPOS SIN MANDATO PAPAL?

Cuando faltan las Iglesias particulares, es la Iglesia universal la que tiene el derecho y la misión de predicar el Evangelio en todas partes y de salvar las almas. En esta calidad actúan los obispos en circunstancias extraordinarias.

Por B. Michel 


El historiador y sacerdote católico francés, Dom Adrien Gréa (1828-1917) fue fundador y abad general de los Canónigos Regulares de la Inmaculada Concepción. Licenciado en derecho civil, obtuvo el título de archivero-paleógrafo en la Escuela de Chartes. Se doctoró en teología en 1856.

Dom Adrien Gréa

En su obra De l'église et de sa Divine Constitution (versión archivada en español on line aquí: De la Iglesia y su Divina Constitución) (1907), en el capítulo titulado De l’action extraordinaire de l’épiscopat (De la Acción extraordinaria del Episcopado), explica las condiciones en las que los obispos que no podían obtener la autorización del Papa podían conferir legítimamente el episcopado a sacerdotes sin haber obtenido una delegación explícita del Sumo Pontífice.

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“Pero no sólo en el establecimiento de la Iglesia se ha declarado la potestad verdaderamente apostólica y universal de los obispos, potestad siempre subordinada en su sustancia y en su ejercicio al vicario de Jesucristo. Hay un segundo orden de manifestaciones que es más raro y aún más extraordinario.

En medio mismo de los pueblos cristianos, hemos visto a veces, en tiempos de urgente necesidad, a obispos, siempre dependientes en esto como en todo del Sumo Pontífice y actuando en virtud de su comunión, es decir, recibiendo de él todo su poder, usar de este poder para la salvación de los pueblos.

A consecuencia de calamidades más allá de toda previsión de la ley y de violencias que no podían remediarse con los medios comunes, la acción de los pastores locales pudo faltar por completo; nos encontramos así devueltos a las condiciones en que se ejercía el apostolado para el establecimiento de las Iglesias y cuando aún no se habían constituido los ministerios locales. Pues, como ya hemos dicho, es concebible que, en ausencia de pastores individuales, queden solas las potestades universales de la jerarquía, y que la Iglesia universal, mediante las potestades generales de su jerarquía y episcopado, ocupe, por así decirlo, el lugar de las Iglesias individuales, y acuda inmediatamente en ayuda de las almas.

En el siglo IV, San Eusebio de Samosata visitó las Iglesias orientales devastadas por los arrianos y ordenó pastores ortodoxos para ellas, sin tener ninguna jurisdicción especial sobre ellas.

Fueron acciones verdaderamente extraordinarias, como lo fueron las circunstancias que las originaron.

Estas manifestaciones de la potestad universal del episcopado, ejercidas en lugares donde se han establecido jerarquías locales que no han perecido del todo, han sido siempre muy raras.

Las más de las veces, en estos casos extremos, los mismos Sumos Pontífices han podido proveer a las necesidades del pueblo enviando legados o administradores apostólicos; y así como, en la plenitud de su potestad principal y soberana, se han reservado en el tiempo la obra de las misiones, así también se han aplicado a socorrer a las Iglesias languidecientes por esta misma autoridad, que es siempre inmediata.

Por lo tanto, si la historia nos muestra a los obispos cumpliendo de motu propio este oficio de “médico” de las Iglesias en decadencia, también nos habla de las circunstancias imperativas que dictaron su conducta. Para hacerla legítima, las necesidades tenían que ser tales que la existencia misma de la religión estuviera en juego, que el ministerio de los pastores individuales tuviera que ser completamente destruido o quedar impotente, y que no se pudiera esperar ningún recurso posible a la Santa Sede.

En tales casos extremos, el poder apostólico que apareció al principio para establecer el Evangelio reapareció como para establecerlo de nuevo: pues equivale a dar un nuevo nacimiento a las Iglesias para preservarlas de la ruina total y ser su salvador.

Pero, fuera de estas condiciones, y mientras subsista la legítima jerarquía de las Iglesias particulares, habría abuso y usurpación manifiestos en el hecho de que un obispo llevara una hoz a la mies de su hermano, y traspasara los límites de las jurisdicciones locales establecidas por los Padres.

Así, en primer lugar, esta potestad universal del episcopado, aunque usual en su sustancia, es extraordinaria en su ejercicio sobre las Iglesias particulares, y no tiene lugar cuando no se destruye el orden de estas Iglesias. En segundo lugar, para que el ejercicio de esta potestad sea legítimo, es necesario que el recurso al Sumo Pontífice sea imposible, y que no haya duda sobre el valor de la presunción por la que el episcopado, fortalecido por el consentimiento tácito de su cabeza, hecho cierto por la necesidad, se apoya en su autoridad siempre presente y activa en él” (1).
Dom Gréa explica que si los obispos están autorizados a actuar en estas circunstancias extraordinarias, es en virtud de su poder de gobierno y de su condición de miembros de la jerarquía universal de la Iglesia. En virtud de la comunión universal que poseen por su episcopado, son por derecho ministros de la Iglesia universal. Tienen, por lo tanto, la misión general de predicar el Evangelio y de proveer al bien de los fieles, cuando surge la necesidad. Esta condición de miembro de la jerarquía universal -explica Dom Gréa- les viene de esta jurisdicción general y universal, distinta de la jurisdicción que tienen sobre las Iglesias particulares, y que reciben en el momento de su consagración episcopal.
“Pero no sólo cuando están reunidos en concilio pueden los obispos actuar en virtud de su cabeza, que está invisiblemente presente a su acción. Esto vale también para cada uno de los miembros del episcopado, y así vemos a los obispos dispersos actuar en la santa comunión que los une a él. “Jesucristo -dice San Ignacio- nuestra vida inseparable, es la mente del Padre, así como los obispos, establecidos hasta los confines de la tierra, están en la mente de Jesucristo”. Porque el episcopado es uno en todos los miembros del colegio, y entero en cada uno de los obispos; y no se degrada cuando lo consideramos en un obispo particular.

Y esto no debe entenderse sólo en cuanto al poder que los obispos ejercen sobre el rebaño que les atribuye su título; pues, de otro modo, este misterio del episcopado, que aparece solo en el exterior y lleva en sí la virtud de su cabeza, de la que nunca se separa, no miraría con suficiente claridad a la Iglesia universal.

Pero los obispos, en virtud de esa unión profunda y misteriosa que es su mismo orden y la esencia del episcopado, actúan también, cuando les conviene, incluso más allá de estos estrechos límites y como asociados al gobierno y al movimiento de la Iglesia universal. Así actuaron los apóstoles al principio; mucho después de ellos, los varones apostólicos y los primeros obispos fundaron Iglesias o incluso acudieron, en virtud de esta comunión universal del episcopado, en ayuda de los pueblos en sus apremiantes necesidades, como vimos a San Eusebio de Samosate recorriendo Oriente y ordenando pastores en las Iglesias oprimidas durante la persecución arriana
(2).
Dom Gréa precisa que la Iglesia universal precede a las Iglesias particulares. Antes de ser obispo de una Iglesia particular, cada obispo, en unión con los demás obispos, es miembro de esta jerarquía de la Iglesia universal. Cuando faltan las Iglesias particulares, es la Iglesia universal la que tiene el derecho y la misión de predicar el Evangelio en todas partes y de salvar las almas. En esta calidad actúan los obispos en circunstancias extraordinarias:
“Pero esta potestad del episcopado ha tenido también en la historia manifestaciones extraordinarias que conviene reconducir a la misma subordinación y someter a las mismas leyes esenciales de la jerarquía.

Hablamos aquí, en primer lugar, de la autoridad de que se sirvieron los apóstoles, sus discípulos, y los obispos de los primeros tiempos, sus sucesores, para anunciar por todas partes el Evangelio y fundar la Iglesia, y, en segundo lugar, de las acciones extraordinarias por las que, en tiempos posteriores, se vio a los obispos no vacilar en remediar las apremiantes necesidades del pueblo cristiano y en levantar, mediante el uso de un poder cuasi apostólico, Iglesias puestas en extremo peligro por infieles y herejes.
(…)

Ante todo, conviene recordar que la Iglesia universal, que precede en todo a las Iglesias particulares, posee antes que ellas y conserva siempre soberanamente la misión de predicar el Evangelio en todas partes y de salvar las almas.

De aquí se sigue que la jerarquía de la Iglesia universal, que no se ve privada de su autoridad inmediata sobre las almas ni siquiera por el establecimiento de las Iglesias particulares, sigue siendo la única responsable de la salvación de los hombres cuando éstas faltan, y despliega sus poderes para asegurarles este beneficio.

Esta jerarquía es la del Papa y los Obispos. La acción soberana y principal corresponde al Papa. Pero los mismos obispos, en cuanto asociados a él como ministros de la Iglesia universal, están llamados a participar en ella. Aparecen, pues, investidos de un poder que no se limita a sus rebaños particulares y que se ejerce en los lugares donde todavía no hay Iglesias particulares fundadas y obispos titulares establecidos, y en aquellos donde las jerarquías locales, habiéndose establecido, están afectadas en su existencia o golpeadas por la impotencia.

Esta potestad extraordinaria del episcopado está siempre y por su misma esencia absolutamente subordinada a Jesucristo y a su Vicario, ya que los obispos no son nada en la Iglesia universal fuera de esta dependencia que es su orden mismo.

Si llamamos extraordinarias a estas manifestaciones de la potestad universal del episcopado bajo su cabeza, el vicario de Jesucristo, contrariamente a lo que sucede en los concilios donde el ejercicio de esta potestad es ordinario, es porque la necesidad que las origina no es un estado ordinario y regular de cosas. (…)

Pero si el defecto de las Iglesias particulares reclama la acción inmediata de la Iglesia universal y puede dar lugar a esta acción extraordinaria del episcopado, es manifiestamente en dos ocasiones:

En primer lugar, cuando las Iglesias particulares no están todavía fundadas, y esto es propiamente el apostolado;

En segundo lugar, cuando las Iglesias particulares son derrocadas por la persecución, la herejía o algún grave obstáculo que aniquila y suprime completamente la acción de sus pastores; y éste es el caso más raro de la intervención extraordinaria del episcopado que viene en su auxilio(3).
Además, nos parece interesante citar el análisis de Dom Gréa sobre la historia de la delegación expresa. Nos recuerda que la necesidad de obtener una delegación expresa del Papa para consagrar obispos y fundar iglesias particulares sólo apareció gradualmente en la historia. Explica que este poder de fundar iglesias consagrando nuevos obispos perteneció inicialmente a todos los Apóstoles y después a todos los obispos. Se trataba de una misión general que pertenecía ante todo a la Iglesia universal. Actuando, por supuesto, en comunión con el Romano Pontífice y bajo su dependencia, los Apóstoles y los primeros obispos disponían así de cierta latitud para fundar nuevas Iglesias sin tener una delegación explícita del Papa. Sólo gradualmente el Papa se reservó el derecho de fundar iglesias particulares exigiendo a los obispos que obtuvieran esta delegación explícita. Dom Gréa subraya, por lo tanto, que si el vicario de Jesucristo ha limitado ahora de forma general el poder de los obispos en su ejercicio, esto es fruto de la historia. Fundamentalmente, el poder de fundar iglesias sigue siendo propiedad habitual del colegio episcopal:
“En primer lugar, por lo que se refiere a la fundación misma de las Iglesias, los Apóstoles al principio, y después de ellos sus primeros discípulos, actuaron en virtud de esta misión general: ‘Id y haced discípulos a todas las gentes’ (Mt 28,19). Ahora bien, esta misión concierne constantemente al episcopado. En efecto, fue encomendada propiamente al Colegio episcopal, puesto que su eficacia debía durar hasta el fin del mundo, según lo que sigue en el texto sagrado: ‘Y yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo’ (Mt 28, 20). Esta es la doctrina de San Agustín, y nunca ha sido contradicha.

Pero esta misión fue dada antes de que ningún territorio fuera demarcado y antes de que ningún obispo tuviera ningún poder particular sobre un pueblo en particular. Precedió a la fundación de las Iglesias que más tarde se asignarían a cada miembro del colegio; y así los obispos recibieron en la persona de los Apóstoles una misión verdadera y primitivamente general de anunciar el Evangelio a las naciones infieles.

Ahora bien, estas palabras contenían el precepto al mismo tiempo que conferían la potestad; y, como fue en virtud de esta primera misión como los Apóstoles fueron a sembrar el Evangelio en el mundo y a fundar las primeras Iglesias, resulta que en esto actuaron verdaderamente como obispos, y en virtud de las potestades conferidas al episcopado y que, por consiguiente, no pueden restringirse sólo a sus personas, potestades contenidas en esta misma misión y expresadas por ella.

Pero, si no sobrepasaron el rango y los límites del episcopado en virtud de la misión apostólica, lejos de ejercer de este modo una especie de poder soberano, de no responder ante ningún superior de aquí abajo y de no tener que dar cuenta de su obra más que al mismo Dios, estaban, por este mismo hecho y en cuanto obispos, plena y perfectamente constituidos en toda la dependencia de San Pedro, vicario de Jesucristo, dependencia que es la esencia misma del episcopado.

Le debían cuenta de su trabajo; le debían obediencia, y recibían sus indicaciones y su aprobación, “para no corriesen en vano”, dice San Pablo
(Gal 2,2). Y si tenían mayor libertad fuera, era porque San Pedro, su hermano además de jefe, se lo permitía por el bien del mundo.

Ahora bien, estas palabras contenían el precepto al mismo tiempo que conferían la potestad; y, como fue en virtud de esta primera misión como los Apóstoles fueron a sembrar el Evangelio en el mundo y a fundar las primeras Iglesias, resulta que en esto actuaron verdaderamente como obispos, y en virtud de las potestades conferidas al episcopado y que, por consiguiente, no pueden restringirse sólo a sus personas, potestades contenidas en esta misma misión y expresadas por ella.

Pero, si no sobrepasaron el rango y los límites del episcopado en virtud de la misión apostólica, lejos de ejercer de este modo una especie de poder soberano, de no responder ante ningún superior de aquí abajo y de no tener que dar cuenta de su obra más que al mismo Dios, estaban, por este mismo hecho y en cuanto obispos, plena y perfectamente constituidos en toda la dependencia de San Pedro, vicario de Jesucristo, dependencia que es la esencia misma del episcopado.

Le debían cuenta de su trabajo; le debían obediencia, y recibían sus indicaciones y su aprobación, “para no correr en balde”, dice San Pablo
(Gal 2,2). Y si tenían mayor libertad fuera, era porque San Pedro, su hermano además de jefe, se lo permitía por el bien del mundo. 
Y no se objete aquí que todos ellos habían sido escogidos e instituidos como él, por nuestro Señor mismo, como si su dependencia fuera a disminuir por ello; porque eso no cambia nada la sustancia de las cosas. La fuente de su autoridad, que es Jesucristo, habiendo sido en adelante y para siempre indivisiblemente colocada aquí abajo en el vicario que él mismo se ha dado, esta autoridad, que originalmente fluía de Jesucristo, no cesó por este mismo hecho de fluir habitual y continuamente sobre ellos, como sobre los otros obispos que ellos ordenaron, del vicario de Jesucristo; y por esto, este vicario, en su unidad con aquel a quien representa, es llamado 'el origen del apostolado'” (…)
Es cierto, sin embargo, que desde los primeros tiempos, junto a estas empresas de hombres apostólicos fundadas en la potestad común del episcopado, potestad emanada en su esencia de San Pedro y sometida enteramente a su soberanía, aparecieron en la fundación de las Iglesias las delegaciones expresas conferidas por el Soberano Pontífice. 
San Pedro y los primeros papas enviaron verdaderos legados entre las naciones infieles. San Pedro delegó a los primeros obispos de España; San Clemente o el mismo San Pedro dieron una misión expresa a los primeros obispos de las Galias. 
Pero estas delegaciones explícitas, por frecuentes que se suponga, no bastan para explicar de forma natural y sin forzar todos los hechos de la historia. Muchos hombres apostólicos no pudieron recurrir a ella y para ellos fue necesario volver al simple poder episcopal.
Posteriormente, los ejemplos de este tipo se hicieron cada vez más escasos.

Como la fundación de Iglesias particulares, tras la conquista evangélica, aplicó este poder a estos rebaños particulares, restringió así el alcance de esta actividad más general que concierne a los pueblos por conquistar y que debe cesar con el establecimiento de jerarquías locales.

Además, nada hay en esta explicación de los hechos primitivos que pueda perturbar el orden; pues en esto como en todo lo demás, el poder episcopal está, por esencia, enteramente subordinado, en su ejercicio como en su fuente, a la cabeza de la Iglesia, único centro y principio, único regulador soberano e independiente de todo poder legítimo en la Iglesia. En la plenitud de su soberanía, pudo en los primeros tiempos conceder a este poder plena latitud, del mismo modo que más tarde pudo restringirlo y atarlo a voluntad.

Los primeros obispos, al suceder a la potestad apostólica de extender la religión y predicar el Evangelio, quedaron, pues, enteramente sujetos a ella en este ministerio; y, para que ninguna incertidumbre oscureciese esta dependencia, ha sido sacada a plena luz por las restricciones que con el tiempo impusieron los Sumos Pontífices al ejercicio de la predicación episcopal en la obra de las misiones, retirándose a sí mismos y reservándose universalmente la tarea de predicar el Evangelio a los infieles.

Poco a poco, en efecto, los ejemplos de obispos que predicaban a los infieles por la simple autoridad del episcopado y como ministros de la Iglesia universal se hicieron más raros, a medida que se hacía más fácil recibir poderes e indicaciones expresas de la cabeza de la Iglesia. Poco a poco, los predicadores del Evangelio, bajo los títulos de nuncios, legados, vicarios o misioneros apostólicos, pasaron a ser conocidos como enviados del Sumo Pontífice, estatuto que ya había aparecido en tiempos de San Pedro, hasta que finalmente la Santa Sede se reservó en tiempos ordinarios todo el trabajo de las misiones, por el bien mismo del apostolado, y para hacer más eficaz y mejor ordenada la acción de los misioneros.

Por esta reserva, que ha sido durante mucho tiempo el derecho constante y general del apostolado entre los infieles, el Vicario de Jesucristo ha vinculado en adelante, generalmente en su ejercicio la potestad de los obispos para la propagación del Evangelio, aunque esta potestad siga siendo, en su sustancia, propiedad habitual del colegio episcopal; y el efecto de esta reserva no puede ser suspendido sino por voluntad expresa del Sumo Pontífice, o, en la imposibilidad de consultarle, por circunstancias y necesidades extraordinarias que llevarían la presunción cierta de su consentimiento
(4).
Notas:

1) Dom Gréa, De l’Église et de sa divine constitution, éd. Maison de la bonne presse (1907), Livre II, 2ème partie, Chapitre IV, “De l’action extraordinaire de l’épiscopat”, , § II-III, p. 217-220

2) De l’Église et de sa divine constitution, ed. Maison de la bonne presse (1907), Libro I, Capítulo VIII, §V, p. 125.

3) Dom Gréa, De l’Église et de sa divine constitution, ed. Maison de la bonne presse (1907), Livre II, 2ème, partie, Chapitre IV, §I, p. 209

4) De l’Église et de sa divine constitution, ed. Maison de la bonne presse (1907), Livre II, 2ème partie, Chapitre IV “De l’action extraordinaire de l’épiscopat”, §II, p. 211
 

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