domingo, 18 de mayo de 2025

CONCILIO DE VIENA (1311-1312 d. C.)

Seis años después del exilio de Aviñón (1305-1377), el Concilio de Viena duró dos años. Fue convocado en 1311 por Clemente V, el primero de los Papas de Aviñón, en la ciudad de Viena, al sur de Lyon.


Si bien los patriarcas de Antioquía y Alejandría se unieron al papa, la diferencia con el anterior fue notable, ya que asistieron muchos menos obispos y dignatarios. No obstante, el Concilio suprimió a los Caballeros Templarios y a Jacques de Molay, quien sembró las semillas satánicas de la masonería. Habían abusado de sus privilegios tras las Cruzadas.

La política también jugó un papel fundamental en este Concilio, con el rey Felipe IV, gobernante de Francia, reincorporado a la Iglesia tras su legendaria batalla por la excomunión con el Papa Bonifacio VIII, predecesor de Clemente, quien había promulgado su famosa bula ex catedra Unam Sanctam. El Concilio también condenó diversas herejías.

INTRODUCCIÓN

El Concilio general de Viena fue convocado por el Papa Clemente V con la bula Regnans in caelis, que había escrito el 12 de agosto de 1308 en Poitiers (el Romano Pontífice había permanecido en Francia desde el año de su elección, iniciando así el periodo de la historia de la Iglesia conocido como el cautiverio de Aviñón). El Papa fue objeto de fuertes presiones por parte de los Estados europeos, en particular de Francia. Felipe IV de Francia, el rey que tan enconadamente se había opuesto a Bonifacio VIII, tenía tanto poder sobre Clemente V que parece que podía cambiar a su antojo todo el estado de los asuntos eclesiásticos. El Concilio de Viena se considera un ejemplo destacado de esta presión política, aunque el Papa defendió enérgicamente la libertad de la Iglesia en la medida en que las circunstancias lo permitían y él mismo tenía el poder. El Concilio había sido convocado para el 1 de octubre de 1310 en Viena. Esta ciudad no pertenecía al reino de Francia, aunque Felipe IV en 1310 había ocupado por la fuerza la cercana Lyon. No hubo convocatoria general y sólo 231 eclesiásticos fueron invitados; los demás, sin embargo, podían emplear un procurador.

La queja contra los Templarios parece haber sido la primera y mayor preocupación del Concilio. Así, la bula de convocatoria del Concilio se redactó al mismo tiempo que Clemente V convocaba a la Orden Templaria a una investigación canónica. En toda Europa se escucharon casos relativos a la Orden y a templarios individuales. Este trabajo no había concluido en 1310, por lo que el Papa aplazó la apertura del Concilio hasta el 1 de octubre de 1311. Sin embargo, los acontecimientos se habían desarrollado de tal manera que la condena de los templarios y la victoria de Felipe parecían muy probables. La autoridad y la libertad del Concilio se vieron así seriamente limitadas.

El Concilio comenzó en Viena el 16 de octubre de 1311, en presencia de 20 Cardenales, 4 Patriarcas, un centenar de Arzobispos y Obispos, y varios Abades y Priores. Del sermón pronunciado en la primera sesión por Clemente V, se desprendieron tres cuestiones consideradas de la mayor importancia: el caso de los Templarios, los negocios de Tierra Santa y la reforma de la Iglesia. El propio Clemente dio cuenta de las acusaciones que se habían formulado contra la Orden Templaria. El trabajo del Concilio se llevó a cabo fuera de la asamblea plenaria, es decir, a través de un consistorio de Cardenales junto con el Papa, y a través de un comité que fue elegido por los Padres del Concilio de su propio cuerpo y que parece haber actuado en lugar de todo el Concilio, la asamblea plenaria se limitó a confirmar los decretos y bulas, promulgándolos en la segunda y tercera sesiones. Se nombró una Comisión de Cardenales con el fin de sondear las quejas y consejos presentados por los Obispos y otros Padres sobre el tema de la reforma eclesiástica.

Los Padres Conciliares estudiaron detenidamente el caso de los templarios. Es probable que prefirieran que se permitiera a la Orden defenderse de las acusaciones antes que condenarla con demasiada facilidad y sin pruebas seguras. Sin embargo, “todas las cuestiones difíciles que se consideraron en el Concilio parecían quedar dudosas o sin resolver, o bien por tratar”. Así pues, cuando en enero de 1312 el caso seguía sin resolverse, los Padres se dedicaron a los asuntos de Tierra Santa y a los decretos que parecían oportunos para la reforma de la moral eclesiástica. En cuanto a lo primero, los delegados del rey de Aragón pensaron que primero se debía atacar y ocupar la ciudad de Granada para que el enemigo se viera debilitado por una amenaza en cada flanco. Otros padres y embajadores eran partidarios de una expedición sólo hacia el este. Sin embargo, por lo que sabemos, tras el acuerdo de reyes y príncipes de que una Cruzada a Tierra Santa era oportuna y necesaria, y la imposición de un diezmo a todas las provincias eclesiásticas, no se tomó ninguna decisión.

Mientras tanto, en marzo de 1312, Felipe IV celebró una asamblea general de su reino en Lyon, con el objetivo de perturbar y apisonar las mentes de los Padres Conciliares y del propio Papa. Clemente V y los enviados de Felipe IV habían negociado en secreto del 17 al 29 de febrero de 1312, sin consultar a los Padres Conciliares. Mediante este regateo, Felipe obtuvo la condena de los Templarios. Lo más probable es que utilizara la amenaza de que interpondría una acción pública contra Bonifacio VIII. El rey de Francia se dirigió a Viena el 20 de marzo, y al cabo de dos días Clemente V entregó a la Comisión de Cardenales para su aprobación la bula por la que se suprimía la Orden de los Templarios (la bula Vox in excelso). En la segunda sesión del Concilio, que tuvo lugar el 3 de abril de 1312, se aprobó esta bula y el Papa anunció una futura Cruzada. Los bienes de los Templarios, de inmenso valor, fueron confiados a otras personas por las bulas Ad providam del 2 de mayo y Nuper in Concilio del 16 de mayo. El destino de los Templarios fue decidido por la bula Considerantes del 6 de mayo. En las bulas Licet dudum (18 de diciembre de 1312), Dudum in generali concilio (31 de diciembre de 1312) y Licet pridem (13 de enero de 1313), Clemente V trató con más detalle la cuestión de los bienes de los Templarios.

En la tercera sesión del Concilio, celebrada el 6 de mayo de 1312, se promulgaron algunas Constituciones. No conocemos su texto ni su número. En opinión de Mueller, lo que sucedió fue lo siguiente: las Constituciones, a excepción de un cierto número aún por pulir en forma y texto, fueron leídas por los Padres Conciliares; Clemente V ordenó entonces que las Constituciones fueran corregidas y ordenadas según el modelo de las colecciones decretales. Este texto, aunque leído en el Consistorio celebrado en el castillo de Monteux, cerca de Carpentras, el 21 de marzo de 1314, no fue promulgado, ya que Clemente V murió un mes después. Fue el Papa Juan XXII quien, tras corregir de nuevo las Constituciones, las envió finalmente a las universidades. Es difícil decidir qué Constituciones son obra del Concilio. Adoptamos la opinión de Mueller de que 38 constituciones pueden contarse como tales, pero sólo 20 de ellas tienen las palabras “con la aprobación del Sagrado Concilio”. Los textos que publicamos están tomados de la edición de Hefele (véase supra p. 334, n. 17) para la bula Vox in excelso, y de la edición del registro vaticano (= Regestum) para las demás bulas; para el texto de las Constituciones, hemos utilizado la edición de Friedberg del Corpus Iuris Canonici (= Fr).

[En caso de duda sobre la autoría de un documento, éste aparece en letra de color].

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BULA 

VOX IN EXCELSO 

decretando la extinción de los Templarios 

emitida por Clemente V

en el Concilio general de Viena 

el 22 de marzo de 1312

[1]
 Clemente, obispo, siervo de los siervos de Dios, para un registro eterno. Se oyó una voz desde lo alto, de lamento y llanto amargo, porque el tiempo se acerca, de hecho ha llegado, cuando el Señor se quejará a través de su profeta: Esta casa ha despertado mi enojo y mi ira, de modo que la quitaré de mi vista a causa de la maldad de sus hijos, pues me han provocado a ira volviéndome las espaldas, no la cara, y levantando sus ídolos en la casa en que se invoca mi nombre, para profanarla. Han edificado los lugares altos de Baal para consagrar sus hijos a los ídolos y a los demonios. Han pecado profundamente como en los días de Gabaa. Cuando me enteré de tales hechos de horror, ante el temor de tan notorio escándalo -pues, ¿quién oyó hablar jamás de tal infamia? ¿quién vio jamás algo semejante?- me derrumbé al oírlo, me consterné al verlo, mi corazón se amargó y las tinieblas me abrumaron. Escuchad la voz del pueblo desde la ciudad, la voz desde el templo, la voz del Señor que paga a sus enemigos. El profeta se ve obligado a exclamar: Dales, Señor, un vientre estéril y pechos secos. Se ha revelado su inutilidad a causa de su malicia. Échalos de tu casa, y que se sequen sus raíces; que no den fruto, y que no sea más esta casa tropiezo de amargura ni espina para herir.

No es leve la fornicación de esta casa, inmolando a sus hijos, entregándolos y consagrándolos a los demonios y no a Dios, a dioses que no conocían. Por eso esta casa quedará desolada y en desgracia, maldita y deshabitada, sumida en la confusión y arrasada hasta el polvo, humilde, abandonada, inaccesible, despreciada por la ira del Señor, a quien ha despreciado; que no sea habitada sino reducida a un desierto. Que todos se asombren de ella y silben ante todas sus heridas. Porque el Señor no eligió al pueblo a causa del lugar, sino al lugar a causa del pueblo. Por eso el mismo lugar del templo fue hecho partícipe del castigo del pueblo, como el Señor proclamó abiertamente a Salomón cuando le construyó el templo, a Salomón que estaba lleno de sabiduría como un río: Pero si tus hijos se apartan de mí y no me siguen ni me honran, sino que van en pos de dioses extraños y los adoran, entonces los cortaré de delante de mí y los expulsaré de la tierra que les he dado; y el templo que he consagrado a mi nombre lo arrojaré de mi presencia, y se convertirá en proverbio y fábula entre todos los pueblos. Todos los que pasen junto a él se asombrarán, silbarán y dirán: “¿Por qué ha hecho así el Señor con este templo y con esta casa?”. Y dirán: “Porque abandonaron al Señor, su Dios, que los compró y redimió, y siguieron en su lugar a Baal y a otros dioses, adorándolos y sirviéndolos. Por eso el Señor ha traído sobre ellos todo este mal”.

De hecho, hace poco tiempo, en el momento de nuestra elección como Sumo Pontífice, antes de venir a Lyon para nuestra coronación, y después, tanto allí como en otros lugares, recibimos insinuaciones secretas contra el maestro, preceptores y otros hermanos de la Orden de los Caballeros Templarios de Jerusalén y también contra la propia Orden. Estos hombres habían sido destinados en tierras de ultramar para la defensa del patrimonio de nuestro señor Jesucristo, y como guerreros especiales de la fe católica y destacados defensores de Tierra Santa parecían llevar la carga principal de dicha Tierra Santa. Por esta razón, la Santa Iglesia Romana honró a estos hermanos y a la Orden con su especial apoyo, los armó con el signo de la Cruz contra los enemigos de Cristo, les rindió los más altos tributos de su respeto y los fortaleció con diversas exenciones y privilegios; y ellos experimentaron de muchas y diversas maneras su ayuda y la de todos los fieles cristianos con repetidas donaciones de bienes. Por eso fue contra el mismo Señor Jesucristo que cayeron en el pecado de la impía apostasía, en el abominable vicio de la idolatría, en el crimen mortal de los sodomitas y en diversas herejías. Sin embargo, no era de esperar ni parecía creíble que hombres tan devotos, que se destacaban a menudo por derramar su sangre por Cristo y eran vistos repetidamente exponiendo sus personas al peligro de muerte, que incluso con mayor frecuencia daban grandes muestras de su devoción tanto en el culto divino como en el ayuno y otras observancias, fueran tan inconscientes de su salvación como para cometer tales crímenes. La Orden, además, tuvo un comienzo bueno y santo; obtuvo la aprobación de la Sede Apostólica. La Regla, que es santa, razonable y justa, tuvo la merecida sanción de esta Sede. Por todas estas razones no estábamos dispuestos a prestar nuestros oídos a la insinuación y la acusación contra los Templarios; habíamos sido enseñados por el ejemplo de nuestro Señor y las palabras de las escrituras canónicas.

Entonces llegó la intervención de nuestro querido hijo en Cristo, Felipe, el ilustre rey de Francia. Los mismos crímenes le habían sido denunciados. No le movía la codicia. No tenía ninguna intención de reclamar o apropiarse para sí nada de la propiedad de los Templarios; más bien, en su propio reino abandonó tal reclamación y a partir de entonces liberó por completo su dominio sobre sus bienes. Ardía en celo por la fe ortodoxa, siguiendo las huellas bien marcadas de sus antepasados. Obtuvo tanta información como pudo legalmente. Luego, para darnos más luz sobre el tema, nos envió mucha información valiosa a través de sus enviados y cartas. El escándalo contra los Templarios mismos y su Orden en referencia a los crímenes ya mencionados aumentó. Hubo incluso uno de los caballeros, un hombre de sangre noble y de no poca reputación en la Orden, que testificó en secreto bajo juramento en nuestra presencia, que en su recepción el caballero que lo recibió sugirió que negara a Cristo, lo que hizo, en presencia de algunos otros caballeros del Temple, además escupió en la cruz que le tendió este caballero que lo recibió. También dijo que había visto al gran maestre, que aún vive, recibir a cierto caballero en un Capítulo de la Orden celebrado en ultramar. La recepción tuvo lugar de la misma manera, es decir, con la negación de Cristo y el escupitajo en la Cruz, estando presentes cerca de doscientos hermanos de la Orden. El testigo afirmó también que había oído decir que ésta era la manera habitual de recibir a los nuevos miembros: a sugerencia de la persona que recibía la profesión o de su delegado, la persona que profesaba negaba a Jesucristo, y en insulto a Cristo crucificado escupía sobre la Cruz que se le tendía, y los dos cometían otros actos ilícitos contrarios a la moral cristiana, como el propio testigo confesó entonces en nuestra presencia.

Estábamos obligados por nuestro oficio a prestar atención al estruendo de tan graves y repetidas acusaciones. Cuando por fin se produjo un alboroto general con las clamorosas denuncias de dicho rey y de los duques, condes, barones, otros nobles, clérigos y pueblo del reino de Francia, que nos llegaron tanto directamente como a través de agentes y funcionarios, oímos una historia desoladora: que el maestro, los preceptores y otros hermanos de la Orden, así como la propia Orden, habían estado implicados en estos y otros crímenes. Esto parecía probado por muchas confesiones, atestados y deposiciones del maestro, del visitador de Francia, y de muchos preceptores y hermanos de la Orden, en presencia de muchos prelados y del inquisidor de la herejía. Estas deposiciones fueron hechas en el reino de Francia con nuestra autorización, editadas como documentos públicos y mostradas a nosotros y a nuestros hermanos. Además, el rumor y el clamor habían crecido hasta tal insistencia que la hostilidad tanto contra la Orden misma como contra los miembros individuales de ella no podía ignorarse sin grave escándalo ni tolerarse sin peligro inminente para la fe. Puesto que nosotros, aunque indignos, representamos a Cristo en la tierra, consideramos que debíamos, siguiendo sus pasos, realizar una investigación. Llamamos a nuestra presencia a muchos de los preceptores, sacerdotes, caballeros y otros hermanos de la Orden que gozaban de no poca reputación. Prestaron juramento, fueron conjurados urgentemente por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; exigimos, en virtud de la santa obediencia, invocando el juicio divino con la amenaza de una maldición eterna, que dijeran la pura y simple verdad. Les indicamos que ahora se encontraban en un lugar seguro y adecuado donde no tenían nada que temer a pesar de las confesiones que habían hecho ante los demás. Deseábamos que esas confesiones no les perjudicaran. De este modo hicimos el interrogatorio e interrogamos hasta setenta y dos, estando presentes muchos de nuestros hermanos, que siguieron atentamente el procedimiento. Hicimos que las confesiones fueran notariadas y registradas como documentos auténticos en nuestra presencia y en la de nuestros hermanos. Transcurridos algunos días, hicimos leer estas confesiones en el consistorio, en presencia de los caballeros interesados. 
A cada uno se le leyó una versión en su propia lengua; ellos se mantuvieron firmes en sus confesiones, aprobándolas expresa y espontáneamente tal como les habían sido leídas.

Después de esto, con la intención de hacer una investigación personal con el gran maestre, el visitador de Francia y los principales preceptores de la Orden, ordenamos que el gran maestre, el visitador de Francia y los principales preceptores de Outremer, Normandía, Aquitania y Poitou nos fueran presentados mientras estábamos en Poitiers. Algunos de ellos, sin embargo, estaban enfermos en ese momento y no podían montar a caballo ni ser traídos convenientemente a nuestra presencia. Deseábamos saber la verdad de todo el asunto y si sus confesiones y deposiciones, que se decía que habían sido hechas en presencia del inquisidor de la herejía en el reino de Francia y atestiguadas por ciertos notarios públicos y muchos otros hombres buenos, y que fueron presentadas en público y mostradas a nosotros y a nuestros hermanos por el inquisidor, eran verdaderas. Facultamos y ordenamos a nuestros amados hijos Berengar, Cardenal, entonces con el título de Nereo y Aquileo, ahora Obispo de Frascati, y Esteban, Cardenal presbítero con el título de san Ciríaco en las Termas, y Landulfo, Cardenal diácono con el título de san Angelo, en cuya prudencia, experiencia y lealtad confiamos plenamente, para hacer una cuidadosa investigación con el gran maestre, el visitador y los preceptores, sobre la veracidad de las acusaciones contra ellos y contra personas individuales de la Orden y contra la Orden misma. Si había pruebas, debían traérnoslas; las confesiones y deposiciones debían ser escritas por un notario público y presentadas ante nosotros. Los Cardenales debían conceder la absolución de la sentencia de excomunión, según la forma de la Iglesia, al maestro, al visitador y a los preceptores -una sentencia en la que se incurría si las acusaciones eran ciertas- siempre que los acusados solicitaran humilde y devotamente la absolución, como debían hacer.

Los Cardenales fueron a ver personalmente al gran maestre, al visitador y a los preceptores y les explicaron el motivo de su visita. Dado que estos hombres y otros templarios residentes en el reino de Francia habían sido entregados a nosotros porque libremente y sin temor a nadie revelarían la verdad sinceramente a los Cardenales, los Cardenales por nuestra autoridad apostólica les impusieron este deber de decir la verdad. El maestro, el visitador y los preceptores de Normandía, Outremer, Aquitania y Poitou, en presencia de los tres Cardenales, cuatro notarios y muchos otros hombres de buena reputación, juraron sobre los Santos Evangelios que dirían la verdad, clara y completa. Declararon uno por uno, en presencia de los Cardenales, libre y espontáneamente, sin coacción ni miedo. Confesaron, entre otras cosas, que habían negado a Cristo y escupido sobre la Cruz en su recepción en la Orden del Temple. Algunos de ellos añadieron que ellos mismos habían recibido a muchos hermanos utilizando el mismo rito, es decir, con la negación de Cristo y el escupitajo en la Cruz. Hubo incluso algunos que confesaron otros crímenes horribles y actos inmorales, de los que no diremos nada más por el momento. Los caballeros confesaron también que el contenido de sus confesiones y deposiciones hechas hace poco tiempo ante el inquisidor era cierto. Estas confesiones y deposiciones del gran maestre, del visitador y de los preceptores fueron redactadas como documento público por cuatro notarios, estando presentes el maestre y los demás y también ciertos hombres de buena reputación. Pasados algunos días, las confesiones fueron leídas a los acusados por orden y en presencia de los Cardenales; cada caballero recibió un relato en su propia lengua. Persistieron en sus confesiones y las aprobaron, expresa y espontáneamente, tal como les habían sido leídas. Después de estas confesiones y deposiciones, pidieron a los Cardenales la absolución de la excomunión incurrida por los crímenes mencionados; humilde y devotamente, de rodillas, con las manos juntas, hicieron su petición con muchas lágrimas. Como la Iglesia nunca cierra su corazón al pecador que vuelve, los Cardenales concedieron la absolución por nuestra autoridad en la forma acostumbrada de la Iglesia al maestro, al visitador y a los preceptores al abjurar de su herejía. A su regreso a nuestra presencia, los Cardenales nos presentaron las confesiones y deposiciones del maestro, visitador y preceptores en forma de documento público, como se ha dicho. También nos dieron un informe sobre su trato con estos caballeros.

De estas confesiones, deposiciones e informe encontramos que el maestro, el visitador y los preceptores de Outremer, Normandía, Aquitania y Poitou han cometido a menudo graves delitos, aunque algunos han errado con menos frecuencia que otros. Consideramos que tan espantosos crímenes no podían ni debían quedar impunes sin insultar a Dios todopoderoso y a todo católico. Decidimos, siguiendo el consejo de nuestros hermanos, llevar a cabo una investigación sobre los crímenes y transgresiones mencionados. Esto se llevaría a cabo a través de los ordinarios locales y otros hombres sabios y de confianza delegados por nosotros en el caso de los miembros individuales de la Orden; y a través de ciertas personas prudentes de nuestra elección considerada en el caso de la Orden en su conjunto. Después de esto, se hicieron investigaciones tanto por los ordinarios como por nuestros delegados sobre las acusaciones contra miembros individuales, y por los inquisidores nombrados por nosotros sobre aquellas contra la Orden misma, en cada parte del mundo donde los hermanos de la Orden han vivido habitualmente. Una vez hechas y enviadas a nosotros para su examen, estas investigaciones fueron muy cuidadosamente leídas y examinadas, algunas por nosotros y por nuestros hermanos Cardenales de la Santa Iglesia Romana, otras por muchos hombres muy doctos, prudentes, dignos de confianza y temerosos de Dios, celosos y bien instruidos en la fe católica, siendo algunos prelados y otros no. Esto tuvo lugar en Malaucene, en la diócesis de Vaison.

Más tarde llegamos a Viena, donde ya estaban reunidos numerosos Patriarcas, Arzobispos, Obispos selectos, Abades exentos y no exentos, otros Prelados de iglesias y Procuradores de prelados ausentes y de Capítulos, todos ellos presentes para el Concilio que habíamos convocado. En la primera sesión les explicamos nuestras razones para convocar el Concilio. Después de esto, porque era difícil, casi imposible, que los Cardenales y todos los Prelados y Procuradores reunidos para el Concilio se reunieran en nuestra presencia para discutir cómo proceder en el asunto de los Templarios, dimos órdenes de la siguiente manera. Ciertos Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Abades exentos y no exentos, otros Prelados de las iglesias, y Procuradores de todas partes de la cristiandad, de todas las lenguas, naciones y regiones, fueron concordantemente elegidos de entre todos los Prelados y Procuradores en el Concilio. La elección se hizo entre los que se consideraron más hábiles, discretos y aptos para consultar sobre un asunto tan importante y para discutirlo con nosotros y con los Cardenales antes mencionados. Después hicimos leer públicamente, en presencia de los Prelados y Procuradores, los atestados recibidos durante la investigación. Esta lectura se prolongó durante varios días, todo el tiempo que quisieron escuchar, en el lugar asignado para el Concilio, a saber, la Iglesia Catedral. Después, dichas atestaciones y los resúmenes hechos a partir de ellas fueron considerados y examinados, no de manera superficial sino con gran cuidado, por muchos de nuestros Venerables Hermanos, por el Patriarca de Aquilea, por Arzobispos y Obispos del presente Sagrado Concilio que fueron especialmente elegidos y delegados para el propósito, y por aquellos que todo el Concilio había elegido con mucho cuidado y seriedad.

Por lo tanto, convocamos a dichos Cardenales, Patriarcas, Arzobispos y Obispos, a los Abades exentos y no exentos, y a los demás Prelados y Procuradores elegidos por el Concilio para considerar este asunto, y les preguntamos, en el curso de una consulta secreta en nuestra presencia, cómo debíamos proceder, teniendo especialmente en cuenta el hecho de que algunos templarios se presentaban en defensa de su Orden. La mayor parte de los Cardenales y casi todo el Concilio, es decir, aquellos que fueron elegidos por todo el Concilio y representaban a todo el Concilio en esta cuestión, en resumen, la gran mayoría, de hecho cuatro quintas partes entre todas las naciones que participaron, estaban firmemente convencidos, y los mencionados Prelados y Procuradores aconsejaron en consecuencia, que se debía dar a la Orden la oportunidad de defenderse y que no podía ser condenada, sobre la base de la prueba proporcionada hasta el momento, por las herejías que habían sido objeto de la investigación, sin ofender a Dios y la injusticia. Otros, por el contrario, decían que no debía permitirse a los hermanos hacer una defensa de su Orden y que no debíamos dar permiso para tal defensa, pues si se permitía o se daba una defensa habría peligro para la solución del asunto y no poco perjuicio para los intereses de Tierra Santa. Habría disputas, retrasos y aplazamiento de la decisión, se mencionaron muchas razones diferentes. En efecto, aunque el proceso judicial contra la Orden no permite hasta ahora su condena canónica como herética por sentencia definitiva, el buen nombre de la Orden ha sido en gran parte arrebatado por las herejías que se le atribuyen. Además, un número casi indefinido de miembros individuales, entre los que se encuentran el gran maestre, el visitador de Francia y los principales preceptores, han sido condenados por tales herejías, errores y crímenes a través de sus confesiones espontáneas. Estas confesiones hacen a la Orden muy sospechosa, y la infamia y la sospecha la hacen detestable para la Santa Iglesia de Dios, para sus Prelados, para los reyes y otros gobernantes, y para los católicos en general. También se cree con toda probabilidad que a partir de ahora no se encontrará ninguna persona buena que desee entrar en la Orden, por lo que se hará inútil para la Iglesia de Dios y para llevar a cabo la empresa a Tierra Santa, para cuyo servicio habían sido destinados los caballeros. Además, el aplazamiento de una solución o arreglo de este asunto de los Templarios, para lo cual nos habíamos fijado una decisión final o sentencia que se promulgará en el presente Concilio, conduciría con toda probabilidad a la pérdida total, la destrucción y la dilapidación de la propiedad de los Templarios. Esto ha sido durante mucho tiempo dado, legado y concedido por los fieles para la ayuda de la Tierra Santa y para oponerse a los enemigos de la fe cristiana.

Hubo, pues, dos opiniones: unos decían que debía pronunciarse inmediatamente la sentencia, condenando a la Orden por los presuntos delitos, y otros objetaban que, por los procedimientos seguidos hasta ahora, no podía pronunciarse justamente la sentencia condenatoria contra la Orden. Después de una larga y madura deliberación, teniendo en mente sólo a Dios y el bien de Tierra Santa sin desviarnos ni a derecha ni a izquierda, elegimos proceder por vía de provisión y ordenanza, de esta manera se eliminará el escándalo, se evitarán los peligros y se salvarán los bienes para la ayuda de Tierra Santa. Hemos tenido en cuenta la deshonra, la sospecha, los informes vociferantes y otros ataques mencionados anteriormente contra la Orden, también la recepción secreta en la Orden, y la divergencia de muchos de los hermanos del comportamiento general, la forma de vida y la moral de los demás cristianos. Hemos observado aquí especialmente que, cuando se recibe a nuevos miembros, se les hace jurar que no revelarán a nadie el modo de su recepción y que no abandonarán la Orden; esto crea una presunción desfavorable. Observamos además que lo anterior ha dado lugar a un grave escándalo contra la Orden, escándalo imposible de disipar mientras la Orden siga existiendo. Constatamos también el peligro para la fe y para las almas, las muchas y horribles fechorías de tantos hermanos de la Orden, y otras muchas justas razones y causas, que nos mueven a la siguiente decisión.

La mayoría de los Cardenales y de los elegidos por el Concilio, una proporción de más de cuatro quintos, han considerado mejor, más conveniente y ventajoso para el honor de Dios y para la conservación de la fe cristiana, también para la ayuda de Tierra Santa y muchas otras razones válidas, suprimir la Orden mediante ordenanza y disposición de la Sede Apostólica, destinando los bienes al uso al que estaban destinados. También se tomarán disposiciones para los miembros de la Orden que aún vivan. Esta vía se ha considerado preferible a la de salvaguardar el derecho de defensa con el consiguiente aplazamiento del juicio sobre la Orden. Observamos también que en otros casos la Iglesia Romana ha suprimido otras Órdenes importantes por razones de mucha menor gravedad que las mencionadas, sin culpa alguna por parte de los hermanos. Por lo tanto, con un corazón triste, no por sentencia definitiva, sino por disposición apostólica u ordenanza, suprimimos, con la aprobación del Sagrado Concilio, la Orden de los Templarios, y su Regla, hábito y nombre, por un decreto inviolable y perpetuo, y prohibimos totalmente que cualquier persona de ahora en adelante entre en la Orden, o reciba o use su hábito, o presuma comportarse como un Templario. Si alguien actúa de otra manera, incurre en la excomunión automática. Además, reservamos las personas y los bienes para nuestra disposición y la de la Sede Apostólica. Tenemos la intención con la gracia divina, antes del final del presente Sagrado Concilio, de hacer esta disposición para el honor de Dios, la exaltación de la fe cristiana y el bienestar de la Tierra Santa. Prohibimos estrictamente que nadie, de cualquier estado o condición, interfiera de ninguna manera en este asunto de las personas y bienes de los Templarios. Prohibimos cualquier acción con respecto a ellos que perjudique nuestros arreglos y disposiciones, o cualquier innovación o manipulación. Decretamos que a partir de ahora cualquier intento de este tipo es nulo y sin efecto, ya sea a sabiendas o por ignorancia. A través de este Decreto, sin embargo, no queremos derogar cualquier proceso hecho o por hacer con respecto a los Templarios individuales por los Obispos diocesanos y Concilios provinciales, de conformidad con lo que hemos ordenado en otros momentos. Por lo tanto, que no se permita a ningún hombre infringir esta página de nuestra ordenanza, disposición, constitución y prohibición, ni contradecirla con temeraria audacia. Pero si alguno se atreve a intentar esto, sepa que incurrirá en la ira de Dios Todopoderoso y de sus benditos apóstoles Pedro y Pablo. 

Dado en Viena el día 11 de abril del año séptimo de nuestro pontificado.

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BULA 

AD PROVIDAM

por la cual se entrega los bienes y tierras de la Orden Templaria

a la Orden de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén 

emitida por Clemente V

en el Concilio general de Viena 

el 2 de mayo de 1213

Corresponde al vicario de Cristo, ejerciendo su vigilancia desde la atalaya apostólica, juzgar las condiciones cambiantes de los tiempos, examinar las causas de los asuntos que surgen y observar el carácter de las personas implicadas. De este modo puede considerar debidamente cada asunto y actuar oportunamente; puede arrancar los cardos del vicio del campo del Señor para que crezca la virtud; y puede quitar las espinas de las malas prácticas para plantar en vez de destruir. Transfiere ramas dedicadas a Dios a los lugares que quedan vacíos por la erradicación de los cardos dañinos. Al transferir y unir así de forma providente y provechosa, aporta una alegría mayor que el daño que ha causado a las personas desarraigadas; la verdadera justicia se compadece del dolor. Al soportar el daño y sustituirlo provechosamente, aumenta el crecimiento de las virtudes y reconstruye lo destruido con algo mejor.

Hace poco suprimimos definitiva y perpetuamente la Orden de los Templarios de Jerusalén a causa de los hechos abominables, incluso incalificables, de su maestre, de sus hermanos y de otras personas de la Orden en todas las partes del mundo. Estos hombres estaban salpicados de errores y crímenes indecentes, de depravación; estaban manchados. Nos callamos aquí en cuanto a los detalles porque el recuerdo es muy triste y desagradable. Con la aprobación del Sagrado Concilio abolimos la Constitución de la Orden, su hábito y su nombre, no sin amargura de corazón. No lo hicimos por sentencia definitiva, pues esto sería ilícito según las averiguaciones y procesos llevados a cabo, sino por disposición u ordenanza apostólica. Emitimos una prohibición estricta de que en lo sucesivo nadie puede entrar en la Orden o llevar su hábito o presumir de comportarse como un Templario. Cualquiera que hiciera lo contrario incurría en excomunión automática. Ordenamos, por nuestra autoridad apostólica, que todos los bienes de la Orden se dejarán al juicio y disposición de la Sede Apostólica. Prohibimos terminantemente a cualquier persona, de cualquier estado o condición, interferir de cualquier manera con respecto a las personas o bienes de la Orden o actuar en perjuicio de la dirección o disposición de la Sede Apostólica en esta materia, o alterar o incluso manipular; decretamos que todos los intentos de este tipo sean nulos y sin efecto, ya sea a sabiendas o por ignorancia.

Después tuvimos cuidado de que dicha propiedad, que durante un largo período había sido donada, legada, concedida y adquirida por los adoradores de Cristo para la ayuda de la Tierra Santa y para asaltar a los enemigos de la fe cristiana, quedara sin gestión y pereciera como perteneciente a nadie o fuera utilizada de forma distinta a la prevista por la piadosa devoción de los fieles. Existía además el peligro de que la tardanza en nuestros arreglos y disposiciones pudiera conducir a la destrucción o al deterioro. Por ello mantuvimos difíciles, largas y variadas consultas y discusiones con nuestros hermanos los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, con los Patriarcas, Arzobispos, Obispos y Prelados, con algunas personas destacadas y distinguidas, y con los procuradores en consejo de los Capítulos, Conventos, Iglesias y Monasterios, y de los restantes Prelados ausentes, a fin de que, mediante esta minuciosa deliberación, se dispusiera sana y provechosamente de dichos bienes para honra de Dios, incremento de la fe, exaltación de la Iglesia, auxilio de Tierra Santa y salvación y paz de los fieles. Después de consultas especialmente largas, meditadas, deliberadas y completas, por muchas y justas razones, Nosotros y los mencionados Padres y Patriarcas, Arzobispos, Obispos, otros Prelados, y las personas destacadas y distinguidas, entonces presentes en el Concilio, llegamos finalmente a una conclusión. La propiedad debe pasar a ser para siempre de la Orden Hospitalaria San Juan de Jerusalén, de los propios Hospitalarios y de nuestros amados hijos, el maestro y los hermanos Hospitalarios, y de la Orden de estos mismos hombres, que como atletas del Señor se exponen al peligro de muerte por la defensa de la fe, soportando pesadas y peligrosas pérdidas en tierras de ultramar.

Hemos observado con la plenitud de una sincera caridad que esta Orden Hospitalaria es uno de los organismos en los que florece la observancia religiosa. Los hechos nos dicen que el culto divino es ferviente, las obras de piedad y misericordia se practican con gran fervor, los hermanos Hospitalarios desprecian los atractivos del mundo y son devotos servidores del Altísimo. Como intrépidos guerreros de Cristo, se esfuerzan ardientemente por recuperar la Tierra Santa, despreciando todos los peligros humanos. Tenemos presente también que cuanto más abundantes sean los medios que se les suministren, tanto más crecerá la energía del maestro y de los hermanos de la Orden y de los Hospitalarios, aumentará su ardor y se fortalecerá su valentía para repeler los insultos que se ofrecen a nuestro Redentor y aplastar a los enemigos de la fe. Serán capaces de llevar más ligera y fácilmente las cargas exigidas en la ejecución de tal empresa. Por lo tanto, no indignamente, se volverán más vigilantes y se aplicarán con mayor celo.

Para que podamos concederles un mayor apoyo, les otorgamos, con la aprobación del Sagrado Concilio, la propia casa de los Caballeros Templarios y las otras casas, iglesias, capillas, oratorios, ciudades, castillos, pueblos, tierras, granjas, lugares, posesiones, jurisdicciones, ingresos, derechos, todos los demás bienes, ya sean inmuebles, muebles o muebles propios, y de todos los miembros junto con sus derechos y pertenencias, tanto de ultramar como de este lado del mar, en todas y cada una de las partes del mundo, en el momento en que el propio maestre y algunos hermanos de la Orden fueron arrestados como un cuerpo en el reino de Francia, a saber, en octubre de 1308. La donación debe incluir todo lo que los Templarios tenían, retenían o poseían por sí mismos o por medio de otros, o que pertenecían a la mencionada Casa y Orden de los Caballeros Templarios, o al maestro y los hermanos de la Orden, así como los títulos, acciones y derechos que en el momento de su detención pertenecían de alguna manera a la Casa, Orden o personas de la Orden de los Caballeros Templarios, o que pudieran pertenecerles, o contra cualquier persona de cualquier dignidad, estado o condición, con todos los privilegios, indultos, inmunidades y libertades con las que dicho maestro y hermanos de la Casa y Orden de los Caballeros Templarios, y la Casa y Orden en sí, habían sido legítimamente dotados por la Sede Apostólica o por los emperadores católicos, reyes y príncipes, o por otros fieles, o de cualquier otra manera. Todo esto presentamos, concedemos, unimos, incorporamos, aplicamos y anexamos a perpetuidad, por la plenitud de nuestro poder apostólico, a dicha Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén y a los Hospitalarios mismos.

Exceptuamos las propiedades de la mencionada antigua Orden de los Caballeros Templarios en los reinos y tierras de nuestros amados hijos en Cristo, los ilustres reyes de Castilla, Aragón, Portugal y Mallorca, fuera del reino de Francia. Reservamos estas propiedades, desde la mencionada donación, concesión, unión, aplicación, incorporación y anexión, a la disposición y regulación de la Sede Apostólica. Deseamos que la prohibición hecha hace poco tiempo por otros procedimientos nuestros permanezca plenamente en vigor. Nadie de cualquier estado o condición podrá intervenir en modo alguno respecto a estas personas y bienes en perjuicio de la regulación o disposición de la Sede Apostólica. Deseamos que nuestro Decreto relativo a estas personas y propiedades en los reinos y tierras de los reyes mencionados permanezca plenamente en vigor hasta que la Sede Apostólica tome otra disposición.

Los ocupantes y retenedores ilícitos de los bienes, cualquiera que sea su estado, condición, eminencia o dignidad, aunque ésta sea pontificia, imperial o real, a no ser que abandonen los bienes en el plazo de un mes después de haber sido requeridos por el maestro y los hermanos Hospitalarios, o por cualquiera de ellos, o por sus procuradores [...]. Los bienes deben ser restituidos íntegra y libremente a la Orden de Hospitalarios, o al maestro, priores, preceptores o hermanos Hospitalarios, en cualesquiera regiones o provincias, o a cualquiera de ellos individualmente, o a su procurador o procuradores, en nombre de dicha Orden de Hospitalarios, aunque los priores, preceptores y hermanos y sus procuradores o cualquiera de ellos no tengan mandato especial del maestre de los Hospitalarios, siempre que los procuradores ostenten o muestren una comisión especial de los priores y preceptores o de cualquiera de ellos, en las provincias o regiones en las que dichos priores y preceptores hayan sido delegados. Los priores, preceptores y hermanos están obligados a rendir cuentas completas al maestro acerca de todo: conducta, acciones, recibos y negociaciones. Los procuradores deben rendir una cuenta similar a los priores y preceptores, y a cada uno de ellos, por quienes fueron delegados. Todos los que a sabiendas hayan dado consejo, ayuda o favor a los ocupantes y retenedores antes mencionados en relación con dicha ocupación o detención, pública o secretamente, quedan bajo excomunión. Los capítulos, colegios u órganos de gobierno de iglesias y monasterios, y las corporaciones de ciudades, castillos, villas y otros lugares, así como las propias ciudades que hayan incurrido en culpa en este caso, y las ciudades, castillos y lugares en los que los ocupantes y retenedores ostenten el señorío temporal, si tales señores temporales ponen obstáculos a la entrega de los bienes y a su restitución al maestro y a los hermanos Hospitalarios, no desistiendo de tal conducta en el plazo de un mes desde que los bienes son reclamados, quedan automáticamente bajo interdicto. No pueden ser absueltos de esto hasta que ofrezcan plena satisfacción. Además, los ocupantes y retenedores y quienes les hayan prestado consejo, ayuda o favor, ya sean particulares o los capítulos, colegios u órganos de gobierno de iglesias o monasterios, así como las corporaciones de ciudades, castillos, tierras u otros lugares, incurren, además de las penas antes mencionadas, en la privación automática de todo lo que posean como feudos de la Iglesia romana o de otras iglesias. Estos feudos revertirán libremente sin oposición a las iglesias afectadas, y los prelados o gobernantes de esas iglesias podrán disponer de los feudos a voluntad, según juzguen que será en beneficio de las iglesias. Por tanto, que nadie. . . Si alguien...

Dado en Viena el 2 de mayo del séptimo año de nuestro pontificado.

Por lo tanto, os encargamos por nuestras cartas apostólicas, que actuando juntos o en parejas o individualmente, directamente o a través de uno o más otros, induzcáis al maestro o priores o preceptores o hermanos Hospitalarios, o cualquier miembro individual, o su procurador o procuradores, en nombre de los Hospitalarios, a la posesión de la Casa de los Caballeros Templarios y de sus otras casas, iglesias, capillas, oratorios, ciudades, castillos, pueblos, tierras, granjas, lugares, posesiones, jurisdicciones, ingresos y derechos a todos sus otros bienes muebles, inmuebles y móviles, con todos sus miembros, derechos y pertenencias, tanto en el lado cercano como lejano del mar y en todas partes del mundo, que la Orden, el maestro y los hermanos de los Caballeros Templarios tenían, retenían o poseían, directamente o por medio de otros, en el momento de su detención. Los Hospitalarios han de ser inducidos por nuestra autoridad y defendidos después; los ocupantes, retenedores, administradores y conservadores han de ser destituidos. Pediréis cuentas completas a los delegados de la autoridad apostólica y a cualquier otro, incluidos los subdelegados, para el cuidado de los bienes mencionados. La cuenta ha de comprender todos los frutos, rentas, ingresos, derechos y acreencias. Los ocupantes o retenedores, administradores, conservadores y otros, a no ser que dentro del tiempo prescrito abandonen los bienes y rentas, y los restituyan libre e íntegramente a la Orden Hospitalaria, o al maestro, prior, preceptores o hermanos Hospitalarios, en las regiones y provincias en que hayan estado los bienes, incluso a cada uno de ellos individualmente, o a su procurador o procuradores, en nombre de los Hospitalarios, como se ha dicho, así como los que presten ayuda, consejo o favor a los ocupantes, retenedores, administradores o conservadores, sean excomulgados por vosotros, si son individuos; pero si se trata de capítulos, colegios, conventos o corporaciones, así como de las ciudades, castillos, villas y lugares mismos culpables de esto, y de aquellos en los que los ocupantes y retenedores tienen dominio temporal y se muestran obstruccionistas cuando se les pide que abandonen la propiedad y la restituyan al maestro y a los hermanos Hospitalarios, y se niegan a desistir de tal conducta en el plazo de un mes, debéis ponerlos bajo interdicto. También se privará a los infractores de todos los bienes que posean en feudo de la iglesia romana o de cualquier otra iglesia. En todos los lugares donde lo consideréis útil, daréis aviso y haréis que otros anuncien que las personas excomulgadas deben ser estrictamente evitadas hasta que hayan dado una satisfacción adecuada y merecido la absolución. No se haga excepción alguna por indulto de la Sede Apostólica, en el sentido de que no pueden ser sometidos a interdicto, suspendidos o excomulgados por cartas apostólicas que no contengan una declaración expresa, completa y textual. Suprimid también a los demás objetores, si los hubiere, con censura eclesiástica, haciendo caso omiso de las apelaciones. Es también nuestra voluntad y lo decretamos por nuestra autoridad apostólica, que con la presente instrucción a todos y cada uno de vosotros se os da poder y jurisdicción en cada detalle de este asunto. A partir de ahora podéis proceder libremente como si esta misma jurisdicción se perpetuara por citación o por cualquier otro modo lícito. La jurisdicción se considerará perpetuada como si el caso ya no estuviera sin decidir. Cada uno de vosotros podrá continuar la parte que haya quedado inconclusa por alguno de vuestros colegas, a pesar de su oposición y sin trabas, no obstante la Constitución del Papa Bonifacio VIII, nuestro predecesor de feliz memoria, cuantas veces y cuando esto convenga. Dado como arriba.

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BULA CONSIDERANTES

sobre el destino de los Templarios

emitida por Clemente V

en el Concilio general de Viena 

el 6 de mayo de 1312

Clemente, obispo, siervo de los siervos de Dios, para la seguridad en el presente y para el registro futuro. Las investigaciones y diversos procesos encargados no hace mucho tiempo por la Sede Apostólica a través de todas las partes de la cristiandad contra la antigua Orden de los Caballeros Templarios y sus miembros individuales, en relación con la acusación de herejías, los llevaron a un grave descrédito. En particular, hubo la acusación de que los hermanos de la antigua Orden en, y a veces después de, su recepción negaron a Cristo y escupieron en su deshonra en una Cruz que se les tendió, y a veces la pisotearon. El maestro de la Orden, el visitador de Francia, los principales preceptores y muchos hermanos de la Orden confesaron en el juicio estas herejías. Las confesiones arrojaron graves sospechas sobre la Orden. Además, el oprobio generalizado, la fuerte sospecha y las clamorosas acusaciones de los prelados, duques, comunas, barones y condes del reino de Francia también provocaron un grave escándalo que difícilmente podría ser disipado sin la supresión de la Orden. Hubo muchas otras razones justas mencionadas en el proceso legal que influyeron en nosotros. Por lo tanto, con la aprobación del Sagrado Concilio, con el corazón lleno de gran amargura y dolor, suprimimos y abolimos dicha Orden anterior del Temple y su Constitución, hábito y nombre y prohibimos su restauración. Hicimos esto, no por sentencia definitiva, ya que no podíamos hacerlo legalmente de acuerdo con las investigaciones y procesos mencionados anteriormente, sino por disposición y ordenanza apostólica. Reservamos las personas y los bienes de la Orden a la decisión y disposición de la Sede Apostólica. Al hacer esto, sin embargo, no tuvimos la intención de derogar los procesos hechos o por hacer respecto a personas individuales o hermanos de dicha Orden anterior por Obispos diocesanos y Concilios provinciales, como hemos ordenado en otra parte.

Ahora, por tanto, deseamos proveer más adecuadamente a personas individuales o hermanos. Hemos reservado últimamente para nuestra propia disposición al maestro de la antigua Orden, al visitador de Francia y a los principales preceptores de Tierra Santa, Normandía, Aquitania, Poitou y la provincia de Provenza, así como al hermano Oliverio de Penne, Caballero de dicha antigua Orden, a quien en adelante reservamos a la disposición de la Sede Apostólica. Hemos decidido que todos los demás hermanos queden a juicio y disposición de los Concilios provinciales, como de hecho hemos hecho hasta ahora. Deseamos que el juicio sea dado por estos Concilios de acuerdo con los diferentes casos de los individuos. Así, a los que han sido absueltos legalmente, o lo serán en el futuro, se les suministrarán los bienes de la antigua Orden para que puedan vivir como corresponde a su estado. Con respecto a los que han confesado en relación con los errores mencionados, deseamos que los Concilios provinciales templen prudentemente la justicia con la misericordia: la situación de estos hombres y la extensión de sus confesiones deben ser debidamente sopesadas. En cuanto a los impenitentes y reincidentes, si entre ellos se encuentra alguno, Dios no lo quiera, se observará la justicia y la censura canónica. En cuanto a los que, aun siendo interrogados, han negado su participación en los errores mencionados, los Concilios han de observar la justicia y la equidad según los cánones. Con la aprobación del Sagrado Concilio, por la presente citamos a aquellos que aún no han sido interrogados y que no están retenidos por el poder o la autoridad de la Iglesia, sino que tal vez son fugitivos, para que comparezcan en persona ante sus diocesanos en el plazo de un año a partir de hoy. Esto les asignamos como límite preciso y definitivo. Deben someterse a un examen por parte de sus diocesanos, recibiendo un juicio justo de dichos Concilios según sus merecimientos. Sin embargo, debe mostrarse y observarse gran misericordia tanto con estos últimos como con los anteriormente mencionados, excepto con los reincidentes e impenitentes. Todos los hermanos de la Orden anterior, siempre que vuelvan a la obediencia de la Iglesia y mientras persistan en ella, serán mantenidos según las circunstancias de su estado. Todos ellos serán colocados en casas de la antigua Orden o en monasterios de otros religiosos, a expensas, sin embargo, de la misma antigua Orden, según el juicio de los citados Concilios provinciales; pero no se colocará a muchos de ellos juntos al mismo tiempo en una casa o monasterio.

Ordenamos también y mandamos estrictamente a todos aquellos con quienes y por quienes están detenidos los hermanos de la antigua Orden, que los entreguen libremente siempre que sean requeridos para ello por los metropolitanos y los ordinarios de los hermanos. Si dentro del año los citados no se presentan ante los diocesanos, como se ha dicho, incurren automáticamente en sentencia de excomunión; y porque en un caso especialmente concerniente a la fe, la contumacia añade fuerte presunción a la sospecha, los contumaces que obstinadamente permanezcan excomulgados durante un año sean condenados en adelante como herejes. Esta citación nuestra se hace a propósito y deseamos que los hermanos queden obligados por ella como si hubieran recibido personalmente una citación especial, pues como vagabundos no se les puede encontrar de ninguna manera o al menos no fácilmente. Para evitar, pues, todo subterfugio, publicamos nuestro edicto en el presente Sagrado Concilio. Y para que esta citación llegue con mayor seguridad al conocimiento de los propios hermanos y al de todos, haremos colgar o sujetar a las puertas de la iglesia principal de Viena papeles o pergaminos que contengan la citación y estén sellados con nuestra bula. De este modo se asegurará una fuerte y amplia difusión de esta citación, de modo que los Hermanos a quienes concierne no puedan alegar excusa alguna de que la citación no les ha llegado o de que la ignoraban, ya que es improbable que lo que se hace tan abiertamente público a todos pueda permanecer desconocido u oculto para ellos. Además, para observar mayor precaución, ordenamos a los diocesanos locales que hagan público este edicto de nuestra citación, tan pronto como sea convenientemente posible, en sus catedrales y en las iglesias de los lugares más conspicuos de sus diócesis.

Dado en Viena, el 6 de mayo de 1312, año séptimo.

A todos los administradores y guardianes de los bienes de la antigua Casa y Orden de los Caballeros Templarios, delegados por la autoridad apostólica y cualquier otra autoridad. Recientemente celebramos, como el Señor lo dispuso, un Concilio general en Viena. Allí consideramos larga y cuidadosamente la disposición de la antigua Casa y Orden de los Caballeros Templarios. Pensamos que era más aceptable para el Altísimo, más honorable para aquellos que adoran la verdadera fe, y más útil para la ayuda de la Tierra Santa, conceder estas propiedades a la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, en lugar de darla o incluso adjuntarla a una nueva Orden por crear. Hubo, sin embargo, quienes afirmaron que sería mejor conferir la propiedad a una Orden de nueva creación que adjuntarla a la Orden Hospitalaria, por lo que no pudimos obtener el resultado que esperábamos. Al fin, sin embargo, por el favor de Dios, el 2 de mayo del presente mes, con la aprobación del Sagrado Concilio, juzgamos que la propiedad debía concederse y adjuntarse e incluso unirse a dicho Hospital u orden. Hicimos excepción, por ciertas razones, de la propiedad de los Templarios en los reinos y tierras de nuestros amados hijos en Cristo, los ilustres reyes... de Castilla,... de Aragón,... de Portugal, y... de Mallorca', fuera del reino de Francia. Reservamos esta propiedad para nuestra disposición y la de la sede apostólica, hasta que se haga algún otro arreglo entre nosotros y la sede apostólica para su uso en ayuda de Tierra Santa.

Por tanto, os ordenamos estrictamente a todos vosotros, por orden apostólica, que restituyáis íntegramente, en nombre de dicho Hospital y orden, esta propiedad con las rentas obtenidas de ella, una vez pagados todos los gastos, al maestro y a los hermanos del Hospital, o que restituyáis elementos individuales a los priores o preceptores individuales de dicho Hospital de las provincias o ciudades o diócesis o lugares en los que se encuentra la propiedad, o al procurador o procuradores de una o más de ellas, según los términos de vuestra comisión, en el plazo de un mes desde que se os requiera. Por ello, el maestro, los hermanos, los priores y preceptores, o su procurador o procuradores, os elogiarán debidamente, y reconoceremos con razón vuestra pronta y devota obediencia.

Dado en Livron, diócesis de Valence, el 16 de mayo del año séptimo.


Nuestro redentor, el unigénito Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, amó tanto a la hija de Sión, la Tierra Santa, que la eligió como su herencia y su propio patrimonio. Por eso, revestido de nuestra carne, la honró con su presencia y la consagró con el derramamiento de su preciosa sangre. Pero lloramos y lamentamos amargamente que tan noble herencia de nuestro Redentor haya sido entregada a extraños y abatida por el frenesí del perseguidor babilónico, pisoteada por los pies de los profanadores. Ha sido deshonrada por las viles garras de los inmundos sarracenos, enemigos infieles del nombre cristiano. Ha sido ocupada y retenida miserablemente, el pueblo cristiano ha sido salvajemente masacrado. Para insulto del Creador, para ultraje y dolor de toda la cristiandad, el nombre de Cristo es horriblemente blasfemado por la conducta inmunda y detestable del enemigo. Por ello, esta triste región llora bajo los latigazos y se lamenta repetidamente ante el vicario de Cristo por esta intolerable persecución. Herida por su desgracia, suplica a los príncipes cristianos y al pueblo católico. Desvela sus heridas a aquellos de quienes espera la obra del sanador. Exige la liberación de aquellos por cuya salvación el autor de la salvación llevó dentro de sus fronteras el sufrimiento de la cruz. Todo esto y mucho más, que la mente no puede concebir plenamente ni la lengua contar, subió a nuestro corazón y despertó nuestra mente tan pronto como fuimos llamados por el favor divino, aunque indignos, a la cumbre de la dignidad apostólica. Contemplamos con ternura el lamentable estado de la Tierra Santa y nos dedicamos a idear remedios para que, con la ayuda del cielo, aquella Tierra, liberada de las manos criminales del enemigo, pudiera ver, después de la oscuridad de tantas tribulaciones, los tiempos luminosos de la ansiada paz...

Para que ésta y otras santas obras aceptables a Dios, fuesen adelantadas por su omnipotente poder, convocamos un Concilio general en la ciudad de Viena. Entonces, junto con nuestros hermanos los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, los Patriarcas, Arzobispos, Obispos y otros Prelados y nuestros amados hijos en Cristo, los ilustres reyes, Felipe de los Francos y Luis de Navarra, que estaban presentes en el Concilio, así como algunos otros hombres eminentes y los procuradores de los restantes Prelados ausentes y de capítulos, conventos, iglesias y monasterios, reunidos en el Concilio, mantuvimos una larga, completa y cuidadosa discusión sobre cómo llevar ayuda a Tierra Santa. Por fin resolvimos, con la aprobación del Concilio, socorrer a Tierra Santa mediante una Cruzada general. Con la intención de usar celosamente nuestro poder apostólico para este fin, y habiendo sopesado debidamente todo lo que hemos dicho, juzgamos, con la aprobación del Sagrado Concilio, que un diezmo debería ser impuesto por nuestra autoridad apostólica sobre todos los ingresos y rentas eclesiásticas en todo el mundo. Sólo debían quedar exentas las personas y lugares pertenecientes a los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén y a las demás Órdenes militares. El diezmo debía recaudarse y pagarse durante seis años a contar desde el 1 de enero pasado, en cuotas fijas, según nos pareciera mejor, y destinarse a ayudar a Tierra Santa y a oponerse a los infieles y a los enemigos de la fe católica.

Pero, en realidad, hemos reflexionado últimamente que nuestras cartas relativas a la imposición, recaudación y pago del diezmo no os habían llegado el 1 de enero, ni podrían hacerlo fácilmente en poco tiempo, a causa de la gran distancia de aquellas partes de la curia romana. Deseando, pues, consultar vuestra facilidad y conveniencia, hemos decretado que el sexenio comience en vuestra región el próximo 1 de octubre. Por lo tanto, os pedimos, amonestamos y exhortamos encarecidamente, ordenándoos también estrictamente por orden apostólica en virtud de obediencia, que paguéis sin dificultad el diezmo durante seis años a partir del 1 de octubre. El diezmo se pagará de la manera acostumbrada, es decir, la primera mitad del primer año el 1 de octubre siguiente, la segunda mitad el 1 de abril inmediatamente posterior, y de la misma manera los cinco años restantes. Cada uno de vosotros deberá pagarlo íntegramente con sus rentas e ingresos eclesiásticos. Si no pagáis el diezmo en los plazos indicados, cada uno de vosotros incurre automáticamente en penas análogas a las pronunciadas por falta de pago por vuestra parte o por parte de las personas idóneas y de confianza delegadas por vosotros para recaudar el diezmo en vuestras ciudades y diócesis.

Además, debéis recaudar el diezmo de nuestros amados hijos, los Abades, Priores, Decanos, Arcedianos, Prebostes, Arciprestes y demás Prelados de las iglesias, de los Capítulos, Colegios y Conventos de los Cistercienses, Cluniacenses, Premonstratenses, de San Benito y San Agustín, de los Cartujos, Granmontinos y otras Órdenes, y otras personas eclesiásticas seculares y regulares no exentas, en vuestras ciudades y diócesis, es decir, cada uno de vosotros en cada ciudad y diócesis. Los Priores, Preceptores, Maestros y otras personas y los lugares de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén y de las demás Órdenes militares han de ser las únicas excepciones establecidas. El diezmo ha de ser recaudado por vosotros o por otras personas idóneas y de confianza delegadas por vosotros para este servicio en cada una de vuestras ciudades y diócesis. Es nuestro deseo y mandato que deleguéis en tales personas. Os encomendamos y ordenamos por este documento que lo reclaméis y recaudéis íntegramente por nuestra autoridad, en cada una de las ciudades y diócesis en las que seáis delegados, de nuestros amados hijos los Abades, Priores, Deanes, Prebostes, Arcedianos, Arciprestes y otros Prelados de iglesias, y los Capítulos, Colegios y Conventos exentos de las Órdenes antes mencionadas, en vuestras ciudades y diócesis.

El diezmo se reclamará y recaudará íntegramente de las rentas e ingresos eclesiásticos, por nuestra autoridad, en la forma acostumbrada según los años y períodos antes mencionados. Los delegados lo recaudarán tanto de los exentos como de los no exentos; cada uno de ellos lo entregará y asignará para cada período a la persona de entre vosotros en quien haya delegado, sin demora o tan pronto como le sea posible. Les obligaréis mediante censura eclesiástica, sin recurso alguno, a daros cuenta del dinero reclamado y recaudado de los citados no exentos, así como a entregar y asignar el diezmo reclamado y recaudado tanto de los exentos como de los no exentos. Se redactarán instrumentos públicos y se tomarán las debidas precauciones en relación con la entrega y asignación del diezmo. De esta manera, cuando sea necesario, se podrá establecer cuánto, de quién, cuándo y por qué período los delegados recibieron el dinero y cuánto, cuándo y por qué período lo entregaron y asignaron a cada uno de vosotros.

El dinero que ha sido debidamente reclamado y recaudado por vosotros y vuestros delegados de las personas exentas y no exentas y que os ha sido entregado, incluyendo el que ha sido reclamado y recaudado por vuestros delegados de las mencionadas personas exentas, como se ha mencionado anteriormente, y también el dinero que pagaréis de vuestras propias rentas e ingresos, debe ser guardado por cada uno de vosotros, junto con vuestro cabildo catedralicio, debajo de la iglesia o incluso en otro lugar, como mejor os parezca, en un lugar más adecuado y seguro. Aquí, a expensas vuestras y del cabildo, lo custodiaréis cuidadosa y fielmente, para que cada uno de vosotros lo entregue a nuestros delegados como y cuando nos parezca bien, para los negocios de Tierra Santa y el servicio de la fe.

A fin de que podáis recaudar más fácil y eficazmente este diezmo, os concedemos por el presente poder pleno y sin restricción a cada uno de vosotros para constreñir por censura eclesiástica directamente o por medio de vuestros delegados, haciendo caso omiso de cualquier apelación, a los Abades, Priores, Deanes, Prebostes y demás personas no exentas antes mencionadas, en vuestras ciudades y diócesis. Concedemos la misma facultad a vuestros delegados, en cada ciudad o diócesis para la que hayan sido delegados, con respecto a los Abades, Priores, Deanes, Prebostes y demás personas exentas antes mencionadas. Este poder también puede ser usado para constreñir a cualquier opositor y rebelde. Además, os concedemos plena e ilimitada potestad para absolver en vuestras ciudades y diócesis, previa satisfacción, a las citadas personas no exentas, y a vuestros delegados respecto a las citadas personas exentas que, por no haber pagado el diezmo a su debido tiempo, estén vinculadas por sentencias de excomunión, suspensión o interdicto; también para dispensar de la irregularidad contraída por celebrar el culto divino o participar en él mientras estén vinculados por una o más de las sentencias mencionadas. Para que vosotros y vuestros delegados tengáis una recompensa por los trabajos emprendidos, os ordenamos las cosas arriba mencionadas en remisión de vuestros pecados.

El diezmo debe pagarse incluso si la Sede Apostólica os ha concedido un indulto a vosotros, a algunos de vosotros, a los Abades, Priores y demás personas exentas o no exentas antes mencionadas, o a cualquier otra persona, que no estén obligados a pagar, o que no puedan ser puestos bajo interdicto, suspensión o excomunión por cartas apostólicas que no mencionen completa y expresamente este indulto y su tenor, palabra por palabra, ni los nombres de sus Órdenes, localidades y personas. Lo mismo se aplica a cualquier privilegio, indulgencia, exención y cartas apostólicas que hayan sido concedidas, general o especialmente, en cualquier forma, por dicha Sede Apostólica a cualquier dignidad, orden, lugar o persona, y de las cuales, y su tenor completo, deba mencionarse en nuestras cartas, palabra por palabra, de manera especial, completa y expresa. Considerad, además, que en estos deberes estáis comprometidos con los asuntos de Dios y que actuáis ante la vista de Aquel que todo lo ve. Por lo tanto, estaréis obligados a rendirle cuentas a Él y a Nosotros; nos proponemos actuar con la máxima diligencia en este asunto. Recibiréis la debida recompensa tanto de Él como de Nosotros. Por lo tanto, debéis actuar con prudencia y cuidado, no solo para evitar el peligro de castigo y confusión, sino también para obtener la gloria de la alabanza y una merecida recompensa.

Es nuestro deseo también que cada uno de vosotros obligue a las personas por vosotros delegadas para la recaudación del diezmo a jurar diligencia y cuidado en su trabajo y a usar esta fórmula: "Juro... por Vos, señor..., quien soy delegado por la autoridad de la Sede Apostólica y por la misma Sede para reclamar, recaudar y recibir el diezmo de todos los ingresos eclesiásticos de todas las personas eclesiásticas exentas y no exentas en su ciudad y diócesis, que reclamaré, recaudaré, recibiré y custodiaré fielmente este diezmo que ha sido impuesto por la Sede Apostólica para las empresas de Tierra Santa y de la fe católica. Solo se exceptúan los Priores, Preceptores, Maestros y otras personas y lugares de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén y de las demás Órdenes militares. No cederé en esto a ninguna persona, de cualquier dignidad, estado o condición, ya sea por súplica, temor, gratitud, favor o cualquier otra causa. Restauraré y os entregaré el diezmo completo según vuestras órdenes. Rendiré cuentas completas y detalladas de todo, a Vos, sobre lo que he reclamado, cobrado y recibido de las personas no exentas, y al delegado o delegados de la Santa Sede, sobre las personas exentas. Si dejáis vuestro cargo en este asunto, haré lo mismo según las Órdenes de vuestro sucesor. Que Dios me ayude y a estos Santos Evangelios".

Dado en Aviñón el 1 de diciembre del año octavo.

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BULA

LICET DUDUM

emitida por Clemente V

en el Concilio general de Viena 

el 18 de diciembre de 1312

Para que conste en acta. Hace poco, en el Concilio general de Viena, transferimos, con la aprobación del Sagrado Concilio, los bienes, derechos, privilegios, indultos, inmunidades y libertades de la antigua Orden de los Templarios a la Orden de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén. En aras de una mayor paz y concordia entre los Prelados de las iglesias y demás Clérigos, por una parte, y los hermanos de la Orden de los Hospitalarios, por otra, así como por otras razones justificables, suspendimos, en la última sesión del Concilio, todos los privilegios concedidos a los Hospitalarios por la Sede Apostólica, y con ellos, como consecuencia necesaria, los privilegios de los antiguos Templarios, que debían considerarse pertenecientes a dichos Hospitalarios y transferirse a ellos. Excepcionamos el privilegio de exención, si lo hubiera. Deseamos que estos privilegios se suspendieran a nuestro arbitrio. Sin embargo, hay quienes afirman, con fundamento insuficiente, que la suspensión de estos privilegios de los Hospitalarios no se extiende a los privilegios de la antigua Orden de los Templarios. Aunque no existe la más mínima razón para tal afirmación, deseamos disipar cualquier duda de que nuestra intención, con la mencionada suspensión de los privilegios de la Orden de los Hospitalarios, era suspender los privilegios de los antiguos Templarios, que, por su transferencia, se han convertido en los de los propios Hospitalarios. Declaramos, por consiguiente, por nuestra autoridad y decreto apostólicos, que estos, al igual que los demás privilegios de los Hospitalarios, quedan y permanecen suspendidos.

De hecho, antes de la suspensión, algunos de nuestros hermanos Cardenales de la Santa Iglesia Romana dijeron, en general, a muchos de los Prelados reunidos en el Concilio general que se suspenderían los privilegios de los Hospitalarios hasta que se resolviera por completo toda la incertidumbre entre dichos Prelados y demás Clérigos, en cuanto a la concordia, los litigios y las disputas. Observamos, sin embargo, que si era necesario esperar a que se resolvieran todos estos litigios y disputas, un pequeño caso podría generar un grave perjuicio contra los Hospitalarios, y la suspensión continua de sus privilegios podría acarrear grandes pérdidas. Reflexionamos que esto podría dar pie a muchas tergiversaciones. Por lo tanto, en la última sesión del Concilio, deseando evitar peligros tan graves, consideramos oportuno manifestar oralmente, clara y abiertamente, incluso por tercera vez, para que todos pudieran comprender claramente, que deseábamos que dicha suspensión de los privilegios de la Orden de los Hospitalarios continuara hasta que quisiéramos lo contrario. Con la ayuda del Señor, nos proponemos considerar lo que conviene a ambas partes y proveer para los Prelados y demás Clérigos, por un lado, y para los Hospitalarios, por otro, para que ninguno tenga motivos de queja, pero ambos reciban la debida satisfacción. Que nadie, por lo tanto...

Dado en Aviñón el 18 de diciembre del año octavo.

Para que quede constancia eterna. Hace poco, por la providencia del Señor, celebramos un Concilio general en Viena, en el que suprimimos la antigua Orden de los Caballeros Templarios de Jerusalén. Concedimos, adherimos y unimos las posesiones templarias, con la aprobación del Sagrado Concilio, a la Orden de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, para la ayuda de Tierra Santa; con la excepción, por ciertas razones, de sus propiedades situadas en los reinos y tierras de nuestros amados hijos en Cristo, los ilustres reyes ... de Castilla ..., de Aragón ..., ... de Portugal y ... de Mallorca, fuera del reino de Francia, que reservamos para nuestra disposición y la de la Sede Apostólica hasta que tomáramos otras medidas. Luego, en el mismo Concilio, adoptamos algunas disposiciones acertadas para promover la causa de Tierra Santa y otras para evitar disputas, escándalos y discordias, y establecer una paz y concordia continuas entre los Prelados de las iglesias y otros Clérigos, por un lado, y los hermanos Hospitalarios, por otro. También adoptamos disposiciones sobre otros puntos relacionados con la reforma de la Orden de los Hospitalarios.

En realidad, los asuntos nos han agobiado. Es como un océano que se vierte sobre la Sede Apostólica. Las aguas de la preocupación nos acosan constantemente. No se nos ha permitido hasta ahora, y aún no se nos permite, ejecutar los arreglos que deseamos. Para que el fruto de tan acertadas propuestas no se pierda por el olvido ni por la presión de los asuntos, sino que pueda ser recogido, por voluntad del Señor, en el momento oportuno, hemos insertado en el presente documento los títulos de estos Decretos proyectados. Su tenor es el siguiente: Deseamos que la transferencia de las propiedades de la antigua Orden de los Templarios a la Orden de los Hospitalarios sea, por nuestra disposición, beneficiosa para Tierra Santa. También deseamos que se eviten las disputas, los escándalos y la discordia entre los Prelados y demás Clérigos, por un lado, y los hermanos de la Orden, por otro; que se establezca una concordia duradera entre ellos; y que la Orden y sus miembros se reformen, si esto parece conveniente. Por lo tanto, hemos establecido tres disposiciones especiales respecto a la Orden de los Hospitalarios.

La primera se refiere a Tierra Santa. Realizaremos una investigación minuciosa y exhaustiva de las posesiones pasadas y presentes de la Orden de los Hospitalarios y su valor anual exacto. Deseamos conocer plenamente el valor anual de cada Casa, antigua y nueva, de la Orden y cuánto representa cada año en términos de ayuda a Tierra Santa. Una vez realizada esta valoración, y considerando los gastos locales necesarios, obligaremos a la Orden a mantener continuamente en Tierra Santa un cierto número de hermanos y caballeros. Estos hermanos y caballeros deberán trabajar con eficacia y esforzarse por conquistar y conservar Tierra Santa, hasta donde Dios lo permita. Dispondremos y haremos que muy pocos hermanos de la Orden permanezcan en este lado del mar. Estos serán únicamente los necesarios para gobernar las Casas de la Orden y los ancianos, enfermos o incapaces de luchar. Los jóvenes y fuertes, aptos para el combate, deberán ir y permanecer en el extranjero para que Tierra Santa pueda satisfacer sus necesidades. La Orden perseguirá así el propósito para el que fue instituida, como es justo y apropiado. De esta manera, no se reservará grandes riquezas ni muchas personas de prestigio. Más bien, la Orden perderá toda razón para el orgullo y la prosecución de empresas ociosas, ya que los hermanos y caballeros que se demoran en este lado del mar serán mucho menos que antes. Las propiedades que queden también estarán pesadamente gravadas, más de lo habitual, como resultado de las disposiciones mencionadas.

No podemos imponer a nuestros sucesores la continuación de la política antes mencionada. Sin embargo, para que esta medida sea posible y más fácil para ellos, registraremos con exactitud en la curia romana el valor anual de cada Casa, así como el servicio que podrá prestar anualmente a Tierra Santa y el número fijo de hermanos y caballeros que deberán permanecer en el extranjero. Nos encargaremos de que el material registrado se conserve permanentemente en los registros papales, según nuestra Bula. Además, para que no falte la cautela en este asunto, enviaremos el material registrado, según nuestra Bula, a todos los reyes cristianos para que lo conserven permanentemente, de modo que, si llegara a ocurrir —aunque no sea posible— que los Hospitalarios no observaran esta ordenanza, los propios reyes, informados de la manera antes mencionada, puedan saber con mayor rapidez y precisión dónde ha cesado la observancia de esta ordenanza. En consecuencia, también se verán impulsados ​​a velar por su observancia.

En segundo lugar, para establecer la tranquilidad y la paz, como se mencionó anteriormente, entre las iglesias con sus Prelados y la Orden de los Hospitalarios, nos aseguraremos de que se nos muestren plenamente todos los privilegios de la Orden. Y aunque no tenemos intención alguna de retirarle la exención, si la tienen, ni de concederla si no la tienen, suprimiremos por completo cualquier privilegio, si lo hubiera, que sea odioso o dé lugar a disputas, discordias o escándalos. Si encontramos áreas de incertidumbre que no sea aconsejable eliminar, las aclararemos. Además, delegaremos en cada provincia a dos de sus Prelados y a uno de nuestros Clérigos, o a otro Clérigo, para que promuevan una mayor concordia, otorgándoles plenos poderes, para que, de forma sencilla y fácil, y sin el estruendo de un tribunal, puedan conocer y resolver o hacer la paz entre las partes en todas las disputas y casos que hayan surgido o puedan surgir por cualquier motivo entre la mencionada Orden y las iglesias y cualquier eclesiástico en relación con iglesias, diezmos, primicias, procuraciones y cualquier propiedad o derecho. Esto incluye cuestiones relativas a la propiedad y los derechos de la antigua Orden de los Templarios. Las partes podrán ser citadas o no, según su deseo; se podrán presentar cargos o no, según su conveniencia. Antes o después de la decisión de los delegados no habrá apelación. Cualquier decisión que tomen se considerará, en su totalidad, hecha o decidida por nosotros.

También les concederemos la facultad de regular las procuraciones que la Orden debe a los Obispos en diferentes lugares, de modo que, cuando les parezca conveniente, se conviertan en un pago anual como dinero que la Orden debe pagar a los Obispos. Los Obispos, al recibir dichos pagos, están obligados a visitar, a sus expensas, en un momento conveniente para ellos, los lugares donde se realizan. Si esta regulación no les parece útil, los Obispos recibirán en la visita las procuraciones que les deben las iglesias de la Orden, si estas pueden pagarlas. Si una iglesia no puede pagar la procuración completa, los delegados mencionados harán un cálculo de la cantidad pagadera al Obispo como procuración para esa iglesia. También ordenaremos que todas las iglesias que tengan anexa la cura de almas y pertenecieran a la Orden de los Hospitalarios por cualquier derecho de los Templarios, o incluso por cualquier otro derecho que pertenezca a los Hospitalarios, estén sujetas en todos los asuntos espirituales a sus diocesanos, sin perjuicio de cualquier privilegio de exención. En efecto, para que todo lo decretado arriba se cumpla más pronto y sin evasión por parte de la Orden, y que nuestra buena voluntad aparezca a todos, suspendemos enteramente desde ahora todos los privilegios concedidos desde hace tiempo por la Sede Apostólica a la Orden, excepto el privilegio de exención, si lo posee, y queremos que queden suspendidos a nuestra voluntad.

En tercer lugar, en cuanto a la Orden de los Hospitalarios, emitiremos decretos sobre su regulación y reforma. Examinaremos cuidadosamente las Reglas, estatutos, forma de gobierno y progreso de la Orden y de sus miembros. Aprobaremos y confirmaremos lo que sea bueno. Aclararemos los puntos dudosos que consideremos que requieran revisión en la Orden y en su personal, tanto en la dirección como en los miembros. Restableceremos las normas de verdad, justicia y observancia regular, con el equilibrio de la razón y la equidad, para beneficio y bienestar de la Orden y para la ayuda de la Tierra Santa. De esta manera, la Orden se preservará de la decadencia y se mantendrá en un estado saludable y próspero.

Los prelados de Francia, tras explicarles las intenciones mencionadas, solicitaron que se retirara el privilegio de exención, si la Orden de los Hospitalarios lo poseía, o al menos se suspendiera dicha exención, tal como hemos decretado la suspensión de los demás privilegios de la Orden. Estos Prelados también declararon que, mientras los hermanos iletrados y sencillos de la Orden permanezcan bajo el cuidado de sus sacerdotes sencillos, y los propios Prelados desconozcan las obras y la conciencia de los hermanos, pueden correr grave peligro de perder sus almas por tener el privilegio de exención, si es que lo poseen. Nuestra respuesta es que, debido a la escasez de tiempo, no podemos formular aquí un decreto completo y definitivo. Tan pronto como sea conveniente hacerlo, con la ayuda del Señor, decretaremos y proveeremos al respecto. También, como estos Prelados nos pidieron con insistencia, es nuestra voluntad y decreto que así como cada rey católico recibirá por escrito la valoración de las rentas de la Orden y los demás informes pertinentes, así también cada provincia debe tener y tendrá el mismo documento.

Asimismo, de acuerdo con la petición de estos Prelados, decretamos y determinamos que las composiciones pendientes o realizadas en los últimos diez años, extraídas de iglesias y eclesiásticos por temor a la Orden de los Hospitalarios y a la Orden de los antiguos Templarios, no perjudican en modo alguno a dichas iglesias y eclesiásticos. Si dos Prelados y un no Prelado delegado por nosotros no llegan a un acuerdo, lo que decidan uno de los Prelados y el no Prelado, o lo que decreten mediante composición o acuerdo, tendrá pleno efecto y validez. Asimismo, deseamos ser lo más benévolos posible con dichos Prelados. Por lo tanto, permitiremos a los dos Prelados delegados por nosotros recaudar fondos para las procuraciones de sus diócesis durante su ausencia, y haremos que el no Prelado sea provisto con fondos provenientes de los bienes de la antigua orden de los Templarios. Decretaremos también, de acuerdo con la petición de los Prelados de Francia, que los Hospitalarios que reciban públicamente a personas excomulgadas, bajo interdicto o usureros notorios para su entierro eclesiástico, o por solemnizar sus matrimonios, hacerlos solemnizar o permitir que se solemnicen en sus iglesias contra la ley, o por administrar los sacramentos a feligreses foráneos o permitirlo en sus iglesias, incurrirán en excomunión automática. Y prohibimos estrictamente a los Hospitalarios molestar indebidamente a nadie mediante el uso de cartas apostólicas. Decretaremos también, de acuerdo con la petición de los mismos Prelados, contra la construcción de nuevas iglesias o capillas, la construcción de campanarios y la construcción de cementerios; estableceremos leyes adecuadas sobre estos temas para que los Hospitalarios las observen.

Dado en Aviñón el día 31 de diciembre del año octavo de nuestro pontificado



Para que quede constancia eterna. Hace algún tiempo, en el Concilio general celebrado en Viena bajo la inspiración del Señor, suprimimos la antigua Orden de los Templarios por ciertas buenas razones, como se explica en la carta de supresión. Después de largas y cuidadosas deliberaciones con nuestros hermanos y todo el Concilio, otorgamos a la Orden de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, a los Hospitalarios mismos y a nuestros amados hijos, el maestro y los hermanos de los Hospitalarios, en nombre de los Hospitalarios y de la Orden de estos hombres, que como atletas del Señor se exponen indefectiblemente al peligro de muerte en defensa de la fe y han sufrido y todavía sufren grandes pérdidas en ultramar, la Casa de los Caballeros Templarios y sus otras Casas, iglesias, capillas, oratorios, ciudades, castillos, pueblos, tierras, granjas y todos sus otros bienes muebles, inmuebles y móviles, junto con todos los miembros y derechos y todo lo que les pertenece, más allá y en este lado del mar y en todas las partes del mundo, que la antigua Orden y su maestro y hermanos tenían y comprendían en el momento en que el propio maestro y algunos de los hermanos fueron arrestados en el reino de Francia, es decir, en octubre de 1308.

La propiedad incluye lo que los Templarios poseían por sí mismos o a través de otros, y todo lo que les perteneciera de cualquier manera, con todos sus derechos, privilegios, indultos, inmunidades, libertades, honores y cargas. Donamos y unimos todo esto para siempre a los Hospitalarios y lo incorporamos al mismo, con la aprobación del Sagrado Concilio y con la plenitud de nuestro poder apostólico, para la ayuda de Tierra Santa. Sin embargo, los derechos que pertenecían a reyes, príncipes, prelados, barones, nobles y cualesquiera otros católicos, antes del arresto del maestro de la antigua Orden de los Templarios y de algunos otros hermanos, debían permanecer. Excluimos de dicha donación, unión e incorporación los bienes de la antigua Orden de los Templarios en los reinos y tierras de nuestros amados hijos en Cristo, los ilustres reyes... de Castilla, ... de Aragón, ... de Portugal y ... de Mallorca, situados fuera del reino de Francia, que reservamos con justa razón para la disposición de la Sede Apostólica.

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BULA

LICET PRIDEM 

Sobre los bienes de la Orden de los Templarios

emitida por Clemente V

en el Concilio general de Viena 

emitida el

13 de enero de 1313

En la carta de donación, unión e incorporación, debido a la negligencia, descuido o compromiso del escribano o secretario, s
in embargo, se omitió mencionar la no violación de los derechos de reyes, príncipes, prelados y demás personas involucradas. Por lo tanto, para que en el futuro no surja ninguna duda sobre estos cargos y derechos debido a dicha omisión, ni se genere ningún perjuicio contra dichos reyes, príncipes, prelados, barones, nobles y demás personas, Nosotros, que deseamos que todos conserven sus derechos intactos, y con el deseo de proporcionar una solución adecuada en este asunto para dichos reyes, príncipes, prelados, barones, nobles y cualquier otro católico, declaramos que hemos realizado la donación, unión e incorporación mencionadas a la Orden de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, y a los propios Hospitalarios, a su maestro y hermanos, en nombre de dicha Orden, en la forma antes expresada. Determinamos y decretamos, con pleno conocimiento, que, sin perjuicio de los bienes de la antigua Orden de los Templarios donados a la Orden de los Hospitalarios, junto con todos sus privilegios, indultos, inmunidades, libertades, derechos, honores y cargas, para la ayuda de Tierra Santa, los derechos que pertenecían a reyes, príncipes, prelados, barones, nobles y demás católicos, al momento del mencionado arresto del maestro y algunos hermanos de la Orden de los Templarios, permanecen intactos, sin menoscabo y exactamente como serían en todo, como si hubieran sido mencionados de forma clara y expresa en la referida carta de donación, unión e incorporación. Que nadie, por tanto…

Dado en Aviñón el 13 de enero del año octavo.{6}

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DECRETOS

El alma racional o intelectual es la forma del cuerpo humano por sí misma y esencialmente

[1] Adhiriéndonos firmemente al fundamento de la fe católica, aparte del cual, como atestigua el Apóstol, nadie puede poner, profesamos abiertamente con la Santa Madre Iglesia que el Hijo Unigénito de Dios, subsistiendo eternamente junto con el Padre en todo aquello en que Dios Padre existe, asumió en el tiempo, en el seno de una virgen, las partes de nuestra naturaleza unidas ente sí, de las cuales él mismo, verdadero Dios, se hizo verdadero hombre: a saber, el cuerpo humano pasible y el alma intelectual o racional, verdaderamente de sí misma y esencialmente informadora del cuerpo. Y que en esta naturaleza asumida el Verbo de Dios quiso, para la salvación de todos, no sólo ser clavado en la cruz y morir en ella, sino también, habiendo exhalado ya su espíritu, permitió que su costado fuese traspasado por una lanza, para que del agua y de la sangre rebosantes se formase la única, inmaculada, santa y virginal 
madre Iglesia, esposa de Cristo, como del costado del primer hombre en su sueño fue formada Eva como su esposa, de este modo, a la figura determinada del primer y antiguo Adán, que según el Apóstol, es el sujeto del que había de venir la verdad, correspondiese en nuestro último Adán, es decir en Cristo. Esta, decimos, es la verdad, fortalecida por el testimonio de aquella enorme águila que el profeta Ezequiel vio volar sobre los demás animales del Evangelio, es decir, el bienaventurado Apóstol y Evangelista Juan, quien, al relatar el acontecimiento y el orden de este Sacramento, dijo en su Evangelio: “Pero cuando llegaron a Jesús y vieron que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua. El que lo vio ha dado testimonio; su testimonio es verdadero, y sabe que dice la verdad, para que vosotros también creáis”.

Por lo tanto, dirigiendo nuestra atención apostólica, a la que solo corresponde definir estas cosas, a tan espléndido testimonio y a la opinión común de los Santos Padres y Doctores, declaramos con la aprobación del Sagrado Concilio que el Apóstol y Evangelista Juan observó el orden correcto de los acontecimientos al decir que, cuando Cristo ya estaba muerto, uno de los soldados le abrió el costado con una lanza. Además, con la aprobación del citado Concilio, rechazamos como errónea y contraria a la verdad de la fe católica toda doctrina o proposición que afirme precipitadamente que la sustancia del alma racional o intelectual no es, en sí misma y esencialmente, la forma del cuerpo humano, o que ponga en duda este asunto. Para que todos conozcan la verdad de la fe en su pureza y se excluya todo error, definimos que cualquiera que se atreva a afirmar, defender o sostener obstinadamente que el alma racional o intelectual no es en sí misma y esencialmente, la forma del cuerpo humano de por sí y esencialmente, debe ser considerado un hereje.

Todos deben profesar fielmente que existe un solo Bautismo que regenera a todos los bautizados en Cristo, así como hay un solo Dios y una sola fe. Creemos que cuando el Bautismo se administra con agua en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es un medio perfecto de salvación tanto para adultos como para niños. Sin embargo, porque, en cuanto al efecto del Bautismo en los niños, encontramos que algunos teólogos han mantenido opiniones contrarias, algunos diciendo que por el Bautismo es ciertamente remitida la culpa en los infantes pero no se confiere la gracia, otros, por el contrario, afirmando que tanto la culpa es remitida como las virtudes y la gracia santificante son infundidas con respecto al hábito aunque por el momento no con respecto al uso, Nosotros, considerando la eficacia general de la muerte de Cristo, que por el Bautismo se aplica de igual modo a todos los bautizados, escogemos, con la aprobación del Sagrado Concilio, la segunda opinión, que dice que la gracia santificante y las virtudes se confieren en el Bautismo tanto a los infantes como a los adultos, como más probable y más en armonía con las palabras de los Santos y de los Doctores modernos de Teología.

[2] Los Abades y demás Religiosos que ostenten un cargo eclesiástico importante no podrán, cuando se trate de prioratos u otros lugares sujetos a ellos, interponer demanda contra nadie con la autorización de cartas de la Sede Apostólica o de sus legados, salvo en los lugares y ante las personas permitidas a los Priores y demás responsables de los prioratos y otros lugares. Tampoco se permite nada similar en el caso de lugares destinados al mantenimiento de la mesa de estos Abades y otros Religiosos, salvo cuando estos lugares cuenten con funcionarios especiales a su cargo. Si alguien se atreve a molestar a alguien contraviniendo lo anterior, será condenado por el juez del caso al pago de las costas y de los daños. Cualquier proceso contrario a este Decreto será nulo.

[3] Aunque el funcionario principal de un Obispo, o un Religioso que obtiene el oficio de Prior conventual (aunque ese oficio no sea habitualmente electivo), puede ser delegado por la Sede Apostólica o su legado, sin embargo no queremos que esto se observe en los casos de un funcionario foráneo o de un Religioso que es el prior claustral de su monasterio.

[4] Dado que los Prelados de Ordenes Religiosas ocasionalmente descuidan la provisión de prioratos, iglesias, oficios u otros beneficios vacantes pertenecientes a su disposición dentro del plazo prescrito por el Concilio de Letrán, los Obispos diocesanos locales suplirán esta negligencia con su propia autoridad en el caso de los no exentos, y con autoridad apostólica en el caso de los exentos. Los que habitualmente han sido gobernados por el clero secular se conferirán a los clérigos seculares, y los que habitualmente se han confiado o conferido solo a Religiosos se conferirán a los Religiosos de los monasterios cuyos Prelados fueron negligentes. Los Obispos diocesanos, con la misma autoridad, no permitirán en modo alguno que dichos Prelados destinen dichos prioratos, iglesias, oficios o beneficios al sostenimiento de sus mesas, ni que impongan nuevos pagos ni que aumenten los antiguos; cualquier nuevo pago impuesto o cualquier aumento anterior será reembolsado. Por dichos prioratos, iglesias, oficios y beneficios se entienden aquellos que no son para el sostenimiento de sus Prelados y suelen tener sus propios Priores, administradores o rectores, aunque estos Priores y administradores puedan ser llamados libremente, si es necesario, al claustro.

En esta materia hemos decidido mantener la Constitución de nuestro predecesor el Papa Bonifacio VIII, que prohíbe que la propiedad de los beneficios vacantes sea apropiada por los Prelados o por cualquier otra persona, así como aquella otra Constitución del mismo Bonifacio que prohíbe a cualquier Religioso tener varios prioratos o iglesias con cura de almas, aunque la cura la ejerza otro que él mismo y no haya peligro de almas para los prioratos.

[5] Para que quienes estén obligados a ejercer el oficio divino en catedrales o colegiatas seculares, o lo estén en el futuro, se sientan más fácilmente motivados a recibir las Órdenes Sagradas, decretamos que nadie, de ahora en adelante, tenga voz en el Capítulo en dichas iglesias, aunque se la concedan libremente los demás, a menos que haya recibido al menos el Subdiaconado. Además, quienes ostenten pacíficamente dignidades, rectorías, oficios o prebendas a las que se anexan ciertas Órdenes, o las ostenten en el futuro, no tendrán voz en el Capítulo a menos que, no teniendo impedimento justo, reciban las Órdenes correspondientes en el plazo de un año. Recibirán solo la mitad del pago que se paga a quienes asistan en ciertas horas, no obstante las costumbres y estatutos que dispongan lo contrario. Además, las sanciones decretadas por ley contra quienes se nieguen a ser promovidos a las Órdenes permanecerán vigentes.

[6] Deseamos evitar, en los casos mencionados a continuación, la costosa prolongación de los litigios que, como nos enseña la experiencia, a veces se deriva de la observancia excesiva del orden judicial. Por lo tanto, decretamos que en casos relativos a elecciones, postulaciones o disposiciones, a dignidades, casas parroquiales, oficios, canonjías, prebendas o cualquier otro beneficio eclesiástico, a diezmos, incluso cuando los obligados a pagarlos hayan sido amonestados y puedan ser corregidos mediante censura eclesiástica, y a casos de matrimonio o usura y cualquier otro asunto relacionado con ellos, un proceso simple y fácil será válido, sin el ruido ni la retórica de un tribunal de justicia. Deseamos que este decreto se aplique no solo a los asuntos futuros, sino también al presente, e incluso a los casos en apelación.

[7] Aunque los cánones sagrados prohíben generalmente que un Obispo ejerza jurisdicción en una diócesis distinta a la suya, hacemos una excepción para los Obispos que han sido expulsados ​​de sus sedes por la insolencia de los impíos y no se atreven, por temor a sus perseguidores, a residir en sus ciudades y diócesis, ni en ninguna parte de ellas, ni a ejercer su jurisdicción allí directamente ni a través de otros. Para que el daño causado a sus iglesias por sus expulsiones no quede impune, hemos considerado necesario permitir que en otras diócesis, desde ciudades u otros lugares prominentes cercanos a sus iglesias, donde puedan residir con seguridad y ejercer libremente su jurisdicción, puedan proceder libremente contra sus expulsores, consejeros y partidarios, según lo disponga la justicia. (Las ciudades y lugares deben ser tales que no sean perturbados por estos expulsores y sus consejeros y partidarios. Se les debe citar personalmente o al obispado, si esto puede hacerse con seguridad; si no, se les debe citar públicamente en la iglesia catedral del lugar o de su domicilio). Sin embargo, si los Obispos no se han atrevido a citar a sus expulsores, consejeros o partidarios de esta manera, o si estos han frustrado maliciosamente su citación, es lícito que los Obispos citen a los expulsores, consejeros y partidarios, o que los citen, los domingos y festivos cuando el pueblo se reúne para el culto divino, de modo que se pueda presumir con toda probabilidad que el acusado tuvo conocimiento de la citación. Esto se llevará a cabo públicamente en las iglesias de las ciudades u otros lugares prominentes, y entonces los Obispos procederán contra sus perseguidores, si se niegan a comparecer ante los obispos dentro de un tiempo adecuado fijado, tal como si la citación se hubiera hecho legalmente en otro lugar. Concedemos también a dichos Obispos, para que no perjudique la justicia, la autoridad para ejercer plena jurisdicción sobre sus súbditos desde las otras diócesis donde deban permanecer, siempre que no puedan o no se atrevan a hacerlo, ni directamente ni a través de otra persona, en sus propias diócesis. Sin embargo, los súbditos, excluyendo a los expulsores o a sus consejeros y partidarios, no deberían tener que viajar más de dos días desde el límite de su diócesis. Es también nuestra voluntad que los Obispos soliciten primero permiso a los diocesanos de sus lugares de exilio; si no pueden obtenerlo, podrán proceder como hemos dicho. Por supuesto, si los dichos Obispos han afirmado que no se atrevieron a citar a los expulsores o a sus consejeros y partidarios, personalmente o en la casa del Obispo, o públicamente en su iglesia catedral, como se ha dicho, o que maliciosamente impidieron la citación, o que los Obispos no pueden o no se atreven a ejercer jurisdicción en sus diócesis ni directamente ni a través de otra persona contra estos perseguidores, entonces deseamos que estas afirmaciones sean confiables, ordenando estrictamente a los Obispos, bajo la amenaza del juicio divino, no afirmen ni inventen nada falso o engañoso. Los Obispos vecinos, a solicitud de los Obispos exiliados, deben notificar o hacer que se notifique en sus diócesis los veredictos y los procesos legales que los Obispos exiliados hayan considerado necesarios. No se perjudicará, por el paso del tiempo ni por ninguna otra razón, a los ordinarios locales ni a ninguna otra persona que tenga jurisdicción en estos lugares donde los Obispos expulsados ​​también ejercen jurisdicción.

[8] Ordenamos estrictamente a los ordinarios locales que amonesten por su nombre tres veces a los clérigos que se dediquen pública y personalmente al oficio de carnicero o dirijan tabernas, que dejen de hacerlo dentro de un plazo razonable que fijará el ordinario y que nunca reanuden tales oficios. Si después de la amonestación no lo abandonan o lo reanudan en cualquier momento, mientras persistan en las formas de vida mencionadas, los casados ​​perderán automáticamente todos los privilegios clericales, y los solteros perderán automáticamente sus privilegios clericales relacionados con las cosas, y si estos últimos se desenvuelven en todos los sentidos como laicos, también perderán automáticamente sus privilegios personales como clérigos. En cuanto a otros clérigos que se dedican públicamente al comercio secular o a cualquier ocupación incompatible con el estado clerical, o que portan armas, los ordinarios deben ser diligentes en la observancia de los cánones, para que estos clérigos se abstengan de tal mala conducta y no sean culpables de negligencia reprensible.

[9] Dado que quien abandona el hábito propio de su Orden y se viste con otras ropas y las usa en público sin justa razón, se hace indigno de los privilegios de dicha Orden, ordenamos por la presente Constitución que todo clérigo que vista ropas rayadas o jaspeadas en público sin justa razón, si está beneficiado, queda automáticamente suspendido de recibir los ingresos de sus beneficios por un período de seis meses. Sin embargo, si no tiene un beneficio, pero está en Órdenes Sagradas inferiores al Sacerdocio, queda automáticamente inhabilitado para obtener un beneficio eclesiástico durante el mismo período. La misma pena se aplica a otros clérigos que, teniendo la tonsura, vistan dichas ropas en público. Quien ostenta una dignidad, una casa parroquial u otro beneficio que incluya la cura de almas, así como cualquier otro Sacerdote o Religioso, cuya vestimenta exterior debe revelar su integridad interior, y que sin causa razonable lleven tal vestimenta en público o aparezca con una banda de lana o un gorro de lino, queda automáticamente suspendido durante un año de la percepción de los beneficios, si goza de ellos. Dichos Sacerdotes y Religiosos también quedan inhabilitados durante el mismo período para obtener beneficios eclesiásticos. Estos y cualquier otro clérigo que vista una túnica o tabardo forrado hasta el borde y tan corto que la parte inferior de la prenda sea claramente visible, si son Clérigos seculares o Religiosos con cargos administrativos, están obligados a entregar la túnica a los pobres en el plazo de un mes. Los demás Religiosos que no ocupen cargos administrativos están obligados, en el mismo plazo, a entregar la túnica a sus superiores para que la utilicen con fines piadosos. De no hacerlo, se incurrirá en las penas mencionadas, de suspensión para los clérigos beneficiados y de inhabilitación para los demás, durante el período indicado. A esta pena se añade que los Clérigos, especialmente aquellos con beneficios, no podrán usar en público botas a cuadros, rojas o verdes.

[10] El siguiente Decreto, publicado hace poco por nuestro predecesor, el Papa Bonifacio VIII, fue revocado por nuestro predecesor, el Papa Benedicto XI. Dado que, como se ha demostrado, la revocación no trajo consigo la paz que su autor esperaba, sino que, más bien, fomentó la discordia que pretendía disipar, lo anulamos por completo y renovamos, con la insistencia y la aprobación del Sagrado Concilio, dicho Decreto publicado por Bonifacio, que dice lo siguiente.

“Bonifacio, Obispo, siervo de los siervos de Dios, para memoria eterna.

Habiendo sido colocados por la divina clemencia en la cátedra de la preeminencia pastoral, a pesar de estar agobiados por los muchos y arduos asuntos que fluyen como un torrente desde todas direcciones a la curia romana, convocados por muchas preocupaciones y distraídos por muchas propuestas, sin embargo, Nos proponemos ardientemente y Nos dedicamos con solicitud siempre activa a que, para gloria del nombre divino, la exaltación de la fe católica y el beneficio de las almas fieles, una vez desarraigadas las espinas del desacuerdo y eliminadas las complejidades de las disputas, la tranquilidad de la paz prospere con el ardor de la caridad, y la unidad de corazón y mente crezca y persista entre los Obispos encargados del cuidado y gobierno del rebaño del Señor y otras personas en el estado clerical. Sabemos, y la experiencia nos enseña, que solo en tiempos de paz se venera debidamente al autor de la paz, y no ignoramos que las disensiones y los escándalos preparan el camino para actos perversos, avivan el rencor y el odio, y dan audacia para vivir mal. Desde hace mucho tiempo, entre Prelados y Rectores, o Sacerdotes y Clérigos, de las parroquias de las diferentes provincias del mundo, por un lado, y los Frailes Predicadores y Menores, por otro, ha existido una grave y peligrosa discordia, generada por ese enemigo de la paz, el sembrador de cizaña, en cuanto a la predicación a los fieles, la confesión, la imposición de penitencias y el entierro de los muertos que optan por ser enterrados en las iglesias o tierras de los Frailes.

Como un padre afectuoso que con razón sufre con sus hijos, consideramos y reflexionamos cuidadosamente sobre el gran peligro y la pérdida que conlleva tal discordia, y cuán detestable es a la vista de la divina majestad. Por lo tanto, con toda la energía de nuestro cuidado paternal, nos proponemos erradicarla y eliminarla por completo, para que con el favor del Señor no resurja en el futuro. Deseamos vivamente que este asunto, tan cercano a nuestro corazón, se complete de forma beneficiosa y rápida mediante la sagacidad apostólica. Tras una cuidadosa deliberación con nuestros hermanos, decretamos y ordenamos, con el consejo de nuestros hermanos y por nuestra autoridad apostólica, para honra de Dios y exaltación de la fe católica, para la paz de las partes mencionadas y la salvación de las almas de los fieles, que los Frailes de dichas Órdenes puedan predicar y explicar libremente la palabra de Dios al clero y al pueblo en sus iglesias y otros lugares, así como en lugares públicos, excepto solo cuando los Prelados locales deseen predicar o tengan a alguien para dar un sermón especial en su presencia; a esa hora no predicarán, salvo que los Prelados decidan otra cosa y concedan permiso especial. En los Institutos de estudios generales, donde se acostumbra dar un sermón especial al clero en ciertos días, en los funerales y en las festividades especiales de los Frailes, tienen libertad de predicar, a menos que, durante la hora en que se acostumbra predicar al clero en los lugares mencionados, el Obispo o un Prelado superior convoque al clero en general a su presencia, o por alguna razón urgente lo reúna. Sin embargo, en las iglesias parroquiales, dichos Frailes no pueden predicar ni explicar la palabra de Dios, a menos que sean invitados o llamados a ello por los párrocos de las parroquias, y con su buena voluntad y asentimiento, o habiendo solicitado y obtenido permiso, a menos que el Obispo o un Prelado superior, por medio de ellos, encargue a un Fraile la predicación.

Por la misma autoridad, decretamos y ordenamos que en cada ciudad y diócesis donde los Frailes tengan Casas, o en las ciudades y diócesis vecinas donde no las tengan, los Maestros y Priores provinciales de los Predicadores o sus vicarios, y los ministros generales y provinciales, y los guardianes de los Menores, se reúnan en presencia de los Prelados de esos lugares, ya sea personalmente o por medio de Frailes que consideren delegados idóneos, y humildemente soliciten que los Frailes elegidos para tal fin oigan libremente las confesiones de aquellos súbditos de los Prelados que deseen confesarse con ellos, impongan penitencias saludables que consideren correctas a los ojos de Dios y les concedan la absolución, con el permiso, el favor y la buena voluntad de los Prelados. Los Maestros, Priores, Provinciales y Ministros de las Órdenes elijan entonces con diligencia suficientes personas idóneas, de vida aprobada, discretas, modestas y hábiles para tan saludable ministerio y oficio. Estas las presentarán o harán que se presenten a la Prelados para que, con su permiso, favor y buena voluntad, puedan confesar a quienes deseen confesarse con ellos en sus ciudades y diócesis, imponer penitencias saludables y conceder la absolución, como se ha dicho anteriormente. No deben confesar fuera de las ciudades y diócesis para las que fueron nombrados. Queremos que sean nombrados para ciudades y diócesis, no para provincias. El número de personas que se elijan para este ministerio debe ser proporcional al número de clérigos y de feligreses que demanda.

Si los Prelados conceden el permiso solicitado para oír confesiones, dichos Maestros, Ministros y demás lo recibirán con agradecimiento, y las personas elegidas deberán cumplir con los deberes que se les encomienden. Si los Prelados no aceptan a uno de los Frailes que se les presentan, otro podrá y deberá presentarse en su lugar. Pero si los Prelados emiten una negativa general a los Frailes elegidos, concedemos generosamente, en virtud de nuestra plena potestad apostólica, que puedan oír libre y legítimamente las confesiones de quienes deseen confesarse con ellos e imponer penitencias saludables, y luego impartir la absolución. Con este permiso, sin embargo, no pretendemos en modo alguno otorgar a dichos Frailes un poder mayor que el que la ley concede al clero parroquial, a menos que los Prelados de las iglesias consideren que se les debe otorgar dicho poder.

A este Decreto y Reglamento nuestro añadimos que los Frailes de dichas Órdenes podrán proporcionar sepultura gratuita en todas partes de sus iglesias y cementerios, es decir, podrán recibir para sepultura a todos los que hayan elegido estos lugares. Sin embargo, para que las iglesias parroquiales y su clero, cuyo oficio es administrar los Sacramentos y a quienes corresponde por ley predicar la palabra de Dios y oír las confesiones de los fieles, no se vean privados de los debidos y necesarios beneficios, ya que el trabajador merece su salario, decretamos y ordenamos por la misma autoridad apostólica que los Frailes están obligados a entregar al clero parroquial una cuarta parte de todos los ingresos de los funerales y de todo lo que les quede, expresamente o no, para cualquier fin definido, incluso de aquellos legados de los cuales no se reclame una cuarta parte o canónica por costumbre o por ley, y también una cuarta parte de los legados hechos al fallecimiento o al momento del fallecimiento del donante, ya sea directamente o por medio de un tercero. Fijamos y también limitamos esta cantidad a la cuarta parte por nuestra Autoridad apostólica. Los Frailes deben velar por que los legados no se dejen a otros de quienes no se deba esta cuarta parte, en beneficio o interés de los propios Frailes, ni se entreguen como donaciones a estos otros; y que no dispongan que lo que se daría a los Frailes en caso de muerte o enfermedad se les entregue a ellos mismos mientras los donantes gocen de buena salud. Pretendemos evitar este tipo de cosas vinculando la conciencia de los Frailes, de modo que si, Dios no lo quiera, los Frailes han cometido algún engaño o fraude, en contra de su obligación para con dichos Sacerdotes, Rectores y Párrocos, se les exigirá una estricta rendición de cuentas en el juicio final. Sin embargo, los Rectores de parroquias, Párrocos y Prelados no pueden exigir más de esta porción, ni los Frailes están obligados a pagar más, ni nadie puede obligarlos a hacerlo.

Para que todo avance de forma pacífica y pacífica con el favor del Señor, revocamos, anulamos e invalidamos por completo todos los privilegios, favores e indultos concedidos oralmente o por escrito, en cualquier forma o expresión verbal, por Nosotros o por nuestros predecesores como Romanos Pontífices a cualquiera de dichas Órdenes, así como las costumbres, acuerdos y contratos, en la medida en que sean contrarios a las disposiciones anteriores o a alguna de ellas. Declaramos nulos y sin valor todos estos privilegios. Además, por el presente decreto, pedimos y exhortamos encarecidamente, de hecho, ordenamos estrictamente, a todos los Prelados de las iglesias, de cualquier preeminencia, estatus o dignidad, y a los Párrocos, Pastores y Rectores, por reverencia a Dios y a la Sede Apostólica, que muestren amistad con estas Órdenes y sus miembros, no siendo difíciles, severos, duros ni austeros con los Frailes, sino más bien amables, favorables y bondadosos, mostrándoles un espíritu de santa generosidad. Deben aceptar a los Frailes como personas idóneas, compañeros de trabajo en la predicación y explicación de la palabra de Dios, y en todo lo mencionado anteriormente, admitiéndolos con pronta amabilidad y afecto a participar en sus labores, para aumentar su recompensa de felicidad eterna y la fructífera cosecha de almas. Que no ignoren que, si actúan de otra manera, la bondad de la Sede Apostólica, que honra a estas Órdenes y a sus miembros con gran favor y los guarda en su corazón, se enojará con razón contra ellos, y no podrá tolerar de buena gana tal comportamiento sin aplicar un remedio adecuado. Además, no faltará la indignación del Rey celestial, el justo recompensador, a quien los Frailes sirven con todo fervor”.

[11] Hay Religiosos que se atreven a usurpar, mediante fraude astuto o bajo título falso, diezmos sobre tierras recién cultivadas u otros diezmos adeudados a iglesias, sobre los cuales no tienen derecho legal, o que no permiten o incluso prohíben que se paguen a las iglesias diezmos sobre animales pertenecientes a sus familiares, pastores u otros animales que se mezclan con sus rebaños, o sobre animales que compran en diversos lugares y luego entregan a vendedores u otros, defraudando así a las iglesias, o sobre tierras cuyo cultivo han confiado a otros. Si dichos Religiosos, tras la reclamación de sus respectivos destinatarios, no desisten de las prácticas mencionadas en el plazo de un mes, o si no compensan debidamente a las iglesias defraudadas en el plazo de dos meses, quedan suspendidos de sus cargos, puestos administrativos y beneficios hasta que desistan y compensen, como se ha indicado anteriormente. Si estos Religiosos no tienen cargos administrativos ni beneficios, incurren, en lugar de suspensión, en la pena de excomunión, de la cual no pueden recibir la absolución antes de cumplir con los deberes, a pesar de los privilegios que les correspondan. Sin embargo, no deseamos que este Decreto se aplique cuando los animales estén en posesión de oblatos de los Religiosos, siempre que estos oblatos se hayan entregado a sí mismos y a sus bienes a los Religiosos.

[12] Si se concede un diezmo sobre los beneficios de alguien por un tiempo determinado, este puede y debe recaudarse de acuerdo con la valoración habitual del diezmo en las regiones donde se otorga la concesión y con la moneda corriente. No deseamos que los cálices de las iglesias, los libros ni otros enseres destinados al culto divino sean tomados como garantía o embargo por los recaudadores, recaudadores o exigidores del diezmo, ni que dichos objetos sean embargados ni confiscados de ninguna manera.

[13] Para que quienes profesan la pobreza en cualquier Orden perseveren con mayor facilidad en la vocación a la que han sido llamados, y para que quienes se han pasado a una Orden no mendicante se dediquen a vivir allí con mayor tranquilidad cuanto más se frene la ambición que genera discordia y división, decretamos, con la aprobación del Sagrado Concilio, que cualquier mendicante que, incluso con autoridad apostólica, se pase a Órdenes no mendicantes en el futuro o lo haya hecho hasta ahora, aunque ocupe el oficio de Prior, obediencia u otros cargos, o tenga cuidado o gobierno de almas en la Orden no mendicante, no tendrá voz ni lugar en el Capítulo, aunque se lo concedan libremente los demás. No podrá continuar desempeñando el oficio de Prior, obediencia u otros cargos anteriores, ni siquiera como vicario, ministro o representante, ni podrá tener cuidado o gobierno de almas, ni directamente ni en nombre de otros. Toda acción contraria a este Decreto será nula de pleno derecho, sin perjuicio de ningún privilegio. No queremos, sin embargo, que esta Constitución se extienda a aquellas Órdenes mendicantes que la Sede Apostólica ha permitido que continúen con la condición de que no admitan más personas a la profesión, y a las que ha concedido un permiso general para pasar a otras Órdenes aprobadas.

[14] Para que nada indecoroso ni corrupto llegue a ese campo del Señor, es decir, la Sagrada Orden de los Monjes Negros, ni nada se convierta en una cosecha ruinosa, sino que las flores del honor y la integridad produzcan allí mucho fruto, decretamos lo siguiente.

Prohibimos a los Monjes cualquier exceso o irregularidad en cuanto a ropa, comida, bebida, ropa de cama y caballos. Decretamos que la prenda superior, junto con el hábito, sea negra, marrón o blanca, según la costumbre de la región donde vivan. La calidad de la tela no debe exceder la moderación monástica, ni deben buscar lo caro y fino, sino lo práctico. La prenda en sí debe ser redonda y sin aberturas, ni demasiado larga ni demasiado corta; debe tener mangas anchas que lleguen hasta las manos, sin costuras ni botones. Los Monjes deben contentarse con un almuce de tela negra o piel en lugar de capucha, junto con la capucha del hábito que visten, o por disposición del Abad pueden usar capuchas sencillas abiertas sobre los hombros. No deben usar seda en lugar de piel. Pueden usar zapatos de verano grandes o botas altas como calzado. Nadie se atreverá a llevar cinturón adornado, cuchillo o espuelas, ni a montar a caballo con la silla profusamente ornamentada con clavos o suntuosa de cualquier otra manera, o con bridas de hierro decorativas.

En comunidades con doce Monjes o más, el Abad, Prior u otro superior puede usar dentro de los muros del monasterio una túnica del mismo tejido que se usa habitualmente para las túnicas y capuchones del monasterio; los demás Monjes de monasterios donde se usan túnicas también deben usarlas. Sin embargo, en otros monasterios, y en casas y prioratos con una comunidad más pequeña, deben usar capuchones cerrados y de aspecto decoroso. Cuando los Abades, Priores u otros superiores, y otros Monjes salgan del monasterio, deben usar una túnica, una capuchón o una capa cerrada; si usan la capa, deben llevar debajo una capuchón o, si lo prefieren, un escapulario. Cuando se vistan con albas o vestimentas sagradas para ministrar en los oficios divinos, o cuando estén trabajando, pueden usar el escapulario. Para que no surja ninguna incertidumbre por los diferentes significados que en las distintas regiones del mundo tienen las palabras capucha y hábito, declaramos que por capucha entendemos un hábito largo y amplio sin mangas, y por hábito entendemos un hábito con mangas largas y amplias.

Al menos una vez al mes, tanto dentro como fuera del monasterio, todos los Monjes deben confesarse, y el primer domingo de cada mes deben comulgar en el monasterio, salvo por alguna razón que deban comunicar al Abad, Prior o Confesor del monasterio; deben acatar su decisión. Cuando se lea la Regla en Capítulo, el que preside, o alguien designado por él, la explicará en lengua vernácula, en beneficio de los Monjes más jóvenes. Los novicios contarán con un instructor competente en los oficios divinos y en la observancia regular.

Todos se abstendrán siempre de cazar y de la caza de aves. No estarán presentes en cacerías, ni presumirán de tener perros de caza o aves de rapiña en su poder o en el de otros, ni permitirán que sus familiares que vivan con ellos los tengan, a menos que el monasterio tenga bosques, cotos de caza o madrigueras, o tenga derecho a cazar en propiedades ajenas donde pueda haber conejos u otros animales salvajes. En ese caso, se les permitirá tener dichos perros y aves, siempre que no los tengan en el monasterio, en las casas donde viven o dentro del claustro, y los propios Monjes no participarán de la cacería.

Si alguien viola imprudentemente las normas anteriores, estará sujeto a la disciplina regular. Si presume usar zapatos altos desatados o una capucha no abierta como se mencionó, también será suspendido de conferir beneficios por un año, si es un Abad o un Prior que no tiene un Abad por encima de él; si es cualquier otra persona, será suspendido por un año de cargo administrativo, si lo tiene. Si no tiene cargo administrativo, será automáticamente inhabilitado por un año para ejercer dicho cargo o un beneficio eclesiástico. Si alguien está presente deliberadamente en cacerías o caza de aves, o se ocupa de otras maneras con perros y aves, incurre en suspensión e inhabilitación automáticas, según la distinción de personas antes mencionada, durante dos años. Si el Abad o el Prior ha sido suspendido de conferir beneficios, esto recae, con el consejo y asentimiento de la comunidad o de su mayor parte, en el Prior claustral.

Algunos Monjes, según sabemos, se liberan del dulce yugo de la observancia regular y abandonan sus monasterios, fingiendo que no pueden permanecer allí con seguridad, o con algún otro pretexto, para vagar por las Cortes de los príncipes. A menos que los Superiores de estos Monjes les concedan la pensión o el subsidio que solicitan, los Monjes conspiran contra los Superiores, los traicionan o los oprimen de cualquier otra manera, provocan su captura y encarcelamiento, hacen que sus propios monasterios sean incendiados y, en ocasiones, incluso se atreven a confiscar la totalidad o gran parte de los bienes del monasterio. Queremos contrarrestar esta audacia sin principios. Prohibimos, por este edicto perpetuo, que los Monjes y Canónigos Regulares que no sean administradores se atrevan, sin permiso especial de sus Superiores, a acudir a las Cortes de los príncipes. Si, para perjudicar a sus superiores o monasterios, se atreven a acudir a dichos tribunales, determinamos que incurren en excomunión automática. No obstante, ordenamos estrictamente a sus Superiores que les impidan con toda diligencia visitar dichos tribunales y deambular por ellos; deben corregir severamente a quienes no obedezcan. Decretamos que los Monjes que tengan armas dentro de su monasterio, sin permiso de su Abad, incurran en la misma pena.

Siguiendo los pasos de nuestros predecesores, prohibimos mediante edicto perpetuo que los Monjes se atrevan a vivir solos en las casas y prioratos que tienen a su cargo. Si las rentas de dichos prioratos y casas no alcanzan para el sustento de dos, a menos que los Abades las consideren suficientes, los ordinarios locales, con el consejo y consentimiento de los Abades, unirán estas casas y prioratos con lugares vecinos pertenecientes a los monasterios, con oficinas de los monasterios, o entre sí, según convenga. Los Monjes de los lugares que se unirán a otros serán llamados primero a su monasterio, y se tomarán las debidas provisiones, con las rentas de dichos lugares, para el clero que servirá allí. Además, los prioratos conventuales no pueden ser conferidos ni confiados a menores de veinticinco años, ni los prioratos no conventuales con cura de almas, incluso si dicha cura es ejercida por Sacerdotes Seculares, a menores de veinte años. Quienes ostentan prioratos de cualquier tipo deben ordenarse Sacerdotes en el plazo de un año desde su colación o comisión y toma de posesión, o antes de los veinticinco años si se les confía o se les asigna a prioratos no conventuales siendo menores de esa edad. Si no lo han hecho, y no tienen excusa razonable, quedan privados de dichos prioratos, incluso sin previa amonestación, y no se les podrán volver a conferir los prioratos en esa ocasión. A nadie se le puede dar ni confiar un priorato ni un puesto administrativo a menos que haya profesado previamente en una Orden Monástica. Quienes sean nombrados para prioratos o puestos administrativos fuera del monasterio no podrán permanecer en él y estarán obligados a residir donde desempeñan su cargo, no obstante cualquier costumbre contraria, a menos que se les dispense temporalmente de dicha residencia por alguna causa razonable, como los estudios. Para promover el culto divino, decretamos que todo Monje, por orden de su Abad, debe ser elevado a todas las Órdenes Sagradas, a menos que exista una excusa legítima. Además, para que los monjes no se vean privados de la oportunidad de progresar en el conocimiento, debe haber en cada monasterio que tenga medios suficientes un Maestro idóneo para instruirlos cuidadosamente en las ramas primarias del conocimiento.

Todo lo anterior, y aquellas cosas que nuestro predecesor el Papa Inocencio III, de feliz memoria, decretó para una mayor observancia religiosa en el estado monástico, respecto al vestido, la pobreza, el silencio, el comer carne, el Capítulo trienal y cualquier otra cosa, aprobamos, renovamos y expresamente deseamos y decretamos que se observen estrictamente.

[15] Considerando que donde se desprecia la disciplina, la religión naufraga, hemos creído especialmente necesario prever que tal desprecio no produzca nada discordante en quienes se han consagrado a Cristo por voto, mancillando el buen nombre de la vida religiosa y ofendiendo la Divina Majestad. Por lo tanto, con la aprobación de este Sagrado Concilio, hemos juzgado prudente decretar que cada convento de monjas sea visitado anualmente por su ordinario de la siguiente manera: los conventos exentos sujetos únicamente a la Sede Apostólica, por la autoridad de dicha sede; los conventos no exentos, por la autoridad del ordinario; y los demás conventos exentos, por la autoridad a la que están sujetos. Los visitadores deben tener mucho cuidado de que las monjas —algunas de las cuales, para nuestro pesar, hemos oído que son transgresoras— no usen seda, pieles diversas ni sandalias; no lleven el cabello largo en forma de cuernos, ni usen gorros a rayas ni multicolores; no asistan a bailes ni banquetes de seglares; no caminen por las calles ni por los pueblos, ni de día ni de noche; y no lleven una vida lujosa en otras formas. Apartarán cuidadosamente a las monjas de los excesos y las seducciones de este mundo y las persuadirán a dedicarse en sus conventos al cultivo de las virtudes debidas al Señor. Ordenamos a los visitadores que obliguen a las monjas a observar todo esto con las medidas adecuadas, sin perjuicio de exenciones y privilegios de cualquier tipo, sin perjuicio, sin embargo, de estas exenciones en otros aspectos. También decretamos que toda persona elegida para el cargo de Abadesa en aquellos conventos donde es costumbre que las Abadesas sean bendecidas, debe recibir dicha bendición dentro de un año desde el momento de su confirmación en el cargo. Si no lo hace, salvo causa razonable, ha perdido completamente su derecho, y se dispondrá canónicamente que el monasterio cuente con una Abadesa, a cargo de quienes corresponda. También ordenamos, por nuestra autoridad apostólica, que las mujeres comúnmente llamadas canonesas seculares, que llevan una vida similar a la de los canónigos seculares, sin renunciar a la propiedad privada ni a la profesión, sean visitadas por los ordinarios locales, quienes visitarán a las no exentas por su propia autoridad y a las exentas por la autoridad de la Sede Apostólica. Con esto, sin embargo, no pretendemos aprobar el estatus, la Regla ni el Orden de las canonesas seculares. Ordenamos a los visitadores que, al realizar su visita, se contenten con dos notarios, dos personas de su propia iglesia y otros cuatro hombres de indudable honor y madurez. Quienes se atrevan a obstaculizar a los visitadores en su tarea o en cualquier parte de ella, a menos que se arrepientan al ser amonestados, incurren en excomunión automática, sin perjuicio de los privilegios, estatutos y costumbres que dispongan lo contrario.

[16] Las mujeres comúnmente conocidas como beguinas, puesto que no prometen obediencia a nadie, ni renuncian a sus posesiones, ni profesan ninguna Regla aprobada, no son religiosas en absoluto, aunque visten el hábito propio de las beguinas y se apegan a ciertas religiosas por las que sienten una atracción especial. Hemos oído de fuentes fidedignas que hay algunas beguinas que parecen estar dominadas por una particular locura. Discuten y predican sobre la Santísima Trinidad y la esencia divina, y expresan opiniones contrarias a la fe católica respecto a los artículos de fe y los Sacramentos de la Iglesia. Estas beguinas, así, entrampan a mucha gente sencilla, induciéndola a diversos errores. Generan numerosos otros peligros para las almas bajo el manto de la santidad. Hemos recibido con frecuencia informes desfavorables sobre sus enseñanzas y, con razón, las miramos con sospecha. Con la aprobación del Sagrado Concilio, prohibimos perpetuamente su modo de vida y lo eliminamos por completo de la Iglesia de Dios. Exigimos expresamente a estas y otras mujeres, bajo pena de excomunión automática, que no sigan este modo de vida bajo ninguna forma, incluso si lo adoptaron hace mucho tiempo o lo retoman. Prohibimos estrictamente, bajo la misma pena, a las religiosas mencionadas, quienes supuestamente favorecieron a estas mujeres y las persuadieron a adoptar el estilo de vida del Beguinaje, que den consejo, ayuda o favor alguno a mujeres que ya siguen este estilo de vida o lo retoman; ningún privilegio podrá contravenir lo anterior. Por supuesto, con lo anterior no pretendemos prohibir a ninguna mujer fiel, prometa o no castidad, vivir rectamente en sus hospicios, deseando vivir una vida de penitencia y servir al Señor de los ejércitos con espíritu de humildad. Pueden hacerlo según el Señor les inspire.

[17] Ocurre de vez en cuando que los responsables de hospicios, leproserías, asilos u hospitales descuidan el cuidado de dichos lugares y no logran ajustar el control ante quienes han usurpado sus bienes, posesiones y derechos. De hecho, permiten que se desvíen y se pierdan por completo, y que los edificios se derrumben. No les importa que estos lugares hayan sido fundados y dotados por los fieles para que los pobres y leprosos pudieran encontrar un hogar y mantenerse con sus rentas. Cometen la barbaridad al rechazar esta caridad, destinando criminalmente los ingresos a su propio uso, aunque lo que ha sido dado por los fieles para un fin determinado debe, salvo autoridad de la sede apostólica, aplicarse a ese fin y no a otro. Detestando tal negligencia y abuso, decretamos, con la aprobación del Sagrado Concilio, que quienes tengan la responsabilidad por derecho o por estatuto establecido al fundar estos lugares, o por lícita costumbre, o por privilegio de la Sede Apostólica, se esfuercen por reformarlos en todo lo mencionado anteriormente. Deben restituir lo confiscado, perdido y enajenado. Deben obligar a los responsables a recibir a los pobres y mantenerlos de acuerdo con los recursos e ingresos de los lugares. Si son negligentes en esto, ordenamos a los ordinarios locales, incluso si las instituciones gozan del privilegio de exención, a cumplir con todo lo anterior, ya sea directamente o por medio de otros, y a obligar a los rectores no exentos por su propia autoridad y a los rectores exentos y con otros privilegios por la autoridad de la Sede Apostólica. Quienes se opongan, sea cual sea su estado o condición, y quienes les brinden consejo, ayuda o favor, serán reprimidos mediante censura eclesiástica y otros recursos legales. Con esto, sin embargo, no perjudicamos la validez de las exenciones o privilegios en relación con otras cuestiones.

Para que lo anterior se cumpla con mayor facilidad, ninguno de estos lugares se otorgará como beneficio a Clérigos Seculares, aunque se haya observado como costumbre (lo cual condenamos categóricamente), a menos que se haya determinado lo contrario en la fundación o que el puesto se cubra por elección. Que estas instituciones sean gobernadas por hombres prudentes, idóneos y de buena reputación, con el conocimiento, la buena voluntad y la capacidad para dirigirlas, cuidar sus bienes y defender sus derechos con ventaja, distribuir fielmente sus ingresos para el uso de personas necesitadas y que no sean propensos a desviar los bienes a otros usos. Imponemos estas responsabilidades a la conciencia de quienes están encargados de estos lugares, invocando el testimonio del juicio divino. Quienes estén encargados del gobierno o la administración de dichos lugares también prestarán juramento, a la manera de los tutores, y harán inventarios de los bienes pertenecientes al lugar, y rendirán cuentas anualmente de su administración a los ordinarios u otras personas a quienes estén sujetos estos lugares, o a sus representantes. Si alguien intenta actuar de otra manera, decretamos que el nombramiento, la disposición o el acuerdo son nulos y sin valor.

Sin embargo, no deseamos que lo anterior se aplique a los hospicios de Ordenes Militares o Religiosas. Para estos hospicios, ordenamos a sus responsables, en virtud de santa obediencia, que atiendan a los pobres de acuerdo con las instituciones y antiguas observancias de sus Órdenes, y que se muestren debidamente hospitalarios. Estarán obligados a hacerlo mediante estrictas medidas disciplinarias de sus Superiores, sin perjuicio de cualquier estatuto o costumbre. Además, nuestra intención es que, si existen hospicios que desde tiempos antiguos han tenido uno o más altares y un cementerio, con Sacerdotes que celebran servicios divinos y administran los Sacramentos a los pobres, o si los Párrocos han estado acostumbrados a hacerlo, se conserven estas antiguas costumbres.

[18] Deseamos que se observe la Constitución que prohíbe que nadie, ni siquiera con la presentación de Religioso exento, sea admitido en alguna iglesia, a pesar de la costumbre contraria, a menos que se le haya asignado en presencia del Obispo diocesano una parte de las rentas de esa iglesia, con la cual pueda cumplir sus obligaciones para con el Obispo y tener un medio adecuado de subsistencia. Por lo tanto, con la aprobación del Sagrado Concilio, nos ocupamos de explicar la Constitución y de añadir algunas consideraciones. Así, prohibimos terminantemente, adjurando el juicio divino, que los Obispos diocesanos admitan a nadie presentado por cualquier persona eclesiástica que tenga derecho de presentación a alguna iglesia, a no ser que dentro de cierto plazo conveniente, fijado de antemano por el Obispo para el presentador, se asigne al presentado, en presencia del Obispo, una parte conveniente de los ingresos. Si el que presenta no asigna esto dentro del plazo, decretamos, para que esta negligencia no perjudique al presente, que el Obispo lo admita, a menos que exista otro obstáculo canónico, y la facultad de asignar recaiga en el Obispo como sanción contra el que presenta. Sin embargo, exhortamos a los Obispos diocesanos, conjurando el juicio divino, y lo ponemos en sus conciencias, a que actúen con justicia al asignar esta parte, y que no se dejen influir deliberadamente por odio o favoritismo, ni de ninguna otra manera, para asignar más o menos de lo debido. Por supuesto, en las iglesias de prioratos o de otros lugares, tanto regulares como seculares, en los que los Religiosos u otras personas, a quienes pertenecen las rentas, hayan estado acostumbrados a asumir las cargas mencionadas, no se observarán las instrucciones anteriores. Sin embargo, dichos Religiosos y demás están obligados a asumir todas las cargas que recaerían sobre los Sacerdotes o vicarios permanentes si se les hubiera asignado la parte, a tratarlos correctamente y a proporcionarles un sustento adecuado y apropiado. Deseamos que los Obispos diocesanos obliguen a los Religiosos y demás, mediante censura eclesiástica, a la plena observancia de todo esto, incluyendo la asignación de una porción justa por parte del Obispo si los Religiosos y demás no lo hacen ellos mismos, sin perjuicio de cualquier exención, privilegio, costumbre o estatuto que deseamos que no sea de utilidad para los Religiosos y demás en relación con lo anterior.

[19] Dado que es razonable que quienes disfrutan de ventajas no rechacen las cargas asociadas a ellas, decretamos, mediante la siguiente Constitución inviolable, que todo Religioso que haya adquirido, de cualquier manera, monasterios o iglesias, deberá cuidar de pagar las procuraciones de los legados de la Sede Apostólica y las obligaciones con los Obispos y otros que estuvieran vigentes antes de su toma de posesión, a menos que estén excusados ​​por privilegio de la Sede Apostólica, exención u otra causa legítima. Sin embargo, no deseamos que dichos privilegios o exenciones se extiendan a los monasterios o iglesias que adquiera en el futuro.

[20] Hemos oído con tristeza que los Prelados que visitan los monasterios de la Orden Cisterciense, aunque recibidos con caridad y servidos con cortesía con todo lo necesario, no se conforman con la comida prescrita por la Regla Monástica. Contrariamente a los privilegios de dicha Orden, exigen carne y, si no se la sirven, la obtienen por la fuerza. Aunque reciben limosnas adecuadas en estos monasterios, los Prelados se procuran más para sí mismos contra la voluntad de los Religiosos, a veces incluso en lugares donde ni la costumbre ni la ley dan derecho a las procuraciones. Exigen y extorsionan dinero para herrar sus caballos, incluso cuando esto es innecesario, y sus cocineros exigen y extorsionan dinero en razón de su cargo; ni observan los acuerdos alcanzados entre los Prelados y los Monjes respecto a las procuraciones.

Al recibir las procuraciones, son tan opresivos que en una sola hora consumen lo que la comunidad necesitaría para mucho tiempo. Mientras reciben las procuraciones, llevan consigo sus perros de caza, halcones y gavilanes. A menos que se atiendan sus demandas, las puertas de los monasterios o iglesias suelen romperse violentamente y los ornamentos de la iglesia son arrebatados. Sin ningún privilegio de la Sede Apostólica, reciben varias procuraciones en un solo día, a veces pagadas en dinero, incluso sin hacer una visita; y con ocasión de estas procuraciones, a menudo exigen a los Monjes lo que estos no están obligados a pagarles, imponiendo a los Monjes una carga intolerable. También hay algunos Prelados que imponen a los exentos y a otros Religiosos la mayor parte de las procuraciones debidas a los nuncios de la Sede Apostólica y otras cargas extraordinarias, para liberarse a sí mismos y a los Sacerdotes Seculares, sin consultar con los Religiosos sobre la división de la carga. De muchas otras maneras dichos Prelados oprimen a los monasterios exentos y a las iglesias que están sujetas a estos monasterios tanto en el derecho civil como en el canónico, al recibir sus procuraciones y al imponerles cargas desacostumbradas.

Por lo tanto, deseamos proporcionar un remedio adecuado para esta situación. Decretamos, con la aprobación del Sagrado Concilio, que si los Obispos acuden a dichos monasterios no para visitarlos sino para recibir hospitalidad, deben recibir generosamente el refrigerio que se les ofrece en caridad. Pero si los Obispos acuden a estos monasterios y reciben las procuraciones que les corresponden por costumbre, privilegio o cualquier otra ley, podrán, si lo desean, ser servidos con carne en los días permitidos, en las casas de los monasterios si están disponibles, pero fuera del recinto monástico, sin perjuicio de cualquier privilegio en contrario; si las casas no están disponibles, podrán ser servidos dentro del recinto monástico, pero no dentro de la puerta religiosa, como se la llama. Tampoco consideramos inapropiado que los fragmentos que se recogen de las mesas de los Obispos y los miembros de sus familias sean recogidos y entregados por los limosneros de los Obispos a los pobres de la zona. Los Prelados deben abstenerse cuidadosamente de todas las demás opresiones mencionadas anteriormente, si quieren evitar la indignación de Dios y de la Sede Apostólica.

[21] Por la presente Constitución, ordenamos a los ordinarios locales, cuando tengan conocimiento del asunto, que publiquen o hagan publicar por sus súbditos las sentencias de excomunión e interdicto dictadas por ley contra quienes, por iniciativa propia o por orden de otros, exijan o extorsionen peajes o impuestos, con peligro para sus propias almas y en detrimento de quienes oprimen, a iglesias o personas eclesiásticas por bienes propios que no lleven, hagan llevar ni envíen para fines comerciales. Continuarán publicando dichas sentencias hasta que se restituyan las exacciones y se dé la debida satisfacción.

[22] Nos preocupa profundamente que, debido a la negligencia de algunos Rectores, sus súbditos no teman castigo y, por lo tanto, se les aliente a comportarse mal. Muchos Ministros de las iglesias han dejado de lado la modestia clerical. Deberían ofrecer a Dios un sacrificio de alabanza, fruto de sus labios, con pureza de conciencia y devoción. En cambio, presumen de recitar o cantar las horas canónicas apresuradamente, omitiendo partes, intercalando conversaciones que suelen ser vanas, profanas e impropias. Llegan tarde al coro o, a menudo, abandonan la iglesia sin motivo justificado antes de terminar el oficio, a veces llevando aves o haciendo que las lleven, y trayendo consigo perros de caza. Como si, independientemente de sus obligaciones clericales, presumen de celebrar o asistir al oficio, aun estando tonsurados e investidos, con una absoluta falta de devoción. Hay algunos, tanto Clérigos como laicos, especialmente en la vigilia de ciertas festividades, cuando deberían estar en la iglesia perseverando en la oración, que no temen celebrar bailes licenciosos en los cementerios y, ocasionalmente, cantar baladas y cometer muchos excesos. De esto a veces se derivan la profanación de iglesias y cementerios, conductas vergonzosas y diversos delitos; y el oficio litúrgico se ve gravemente perturbado, para ofensa de la divina majestad y escándalo de los vecinos. En muchas iglesias, incluso los vasos, ornamentos y otros artículos necesarios para el culto divino son, considerando los recursos de las iglesias, indignos.

No deseamos que estas transgresiones aumenten ni se conviertan en un mal ejemplo para los demás. Por lo tanto, con la aprobación del Sagrado Concilio, prohibimos estas prácticas. Decretamos que quienes tienen el deber —es decir, los ordinarios locales para los no exentos y los superiores para los exentos y otros privilegiados— deben ejercer una vigilancia constante para eliminar toda negligencia y descuido, reformar los aspectos antes mencionados y corregir cada uno de ellos. Asimismo, el oficio diurno y nocturno debe cantarse con devoción a las horas debidas en las catedrales, iglesias regulares y colegiatas, y en las demás iglesias debe celebrarse de forma adecuada y debida, si los ordinarios y superiores desean evitar la indignación de Dios y de la Sede Apostólica. Deben reprimir, si tienen jurisdicción, a quienes se oponen a la corrección mediante la censura eclesiástica y otros remedios adecuados. En este y otros asuntos que conciernen al culto de Dios y a la reforma de las costumbres, así como a la honorable reputación de las iglesias y de los cementerios, deben velar, en la medida en que les obligue el deber, por que los cánones sagrados se observen inviolablemente, y cuidarán de conocer bien estos cánones.

[23] Consideramos perfectamente justo y apropiado que los Clérigos, tanto religiosos como no religiosos, pertenecientes a la familia de un Cardenal de la Santa Iglesia Romana o de cualquier Obispo en comunión con la Sede Apostólica, se unan a ellos en el oficio divino. Por lo tanto, concedemos, con la aprobación del Sagrado Concilio, que estos Clérigos puedan recitar lícitamente el mismo oficio que el Cardenal o el Obispo, sin estar obligados a recitar ningún otro.

[24] Entre las preocupaciones que nos agobian, hay una en la que reflexionamos constantemente: cómo guiar a los descarriados hacia el camino de la verdad y ganarlos para Dios con la ayuda de su gracia. Esto es lo que buscamos con fervor y anhelo, a esto dirigimos nuestra mente con gran celo, a esto estamos alerta con un entusiasmo siempre atento. No dudamos que, para alcanzar nuestro deseo, la palabra de Dios debe ser adecuadamente explicada y predicada con gran provecho. No ignoramos que la palabra de Dios se aprende en vano y regresa vacía al orador si se dirige a los oídos de quienes ignoran su idioma. Por lo tanto, seguimos el ejemplo de aquel a quien, aunque indignos, representamos en la tierra. Él deseó que sus Apóstoles, al recorrer el mundo entero para evangelizar, conocieran todas las lenguas. Deseamos fervientemente que la Santa Iglesia esté bien provista de eruditos católicos familiarizados con los idiomas más utilizados por los incrédulos. Estos eruditos deben saber cómo entrenar a los incrédulos en el estilo de vida cristiano y hacerlos miembros del cuerpo cristiano mediante la instrucción en la fe y la recepción del Sagrado Bautismo.

Para que la destreza en estos idiomas se alcance mediante una instrucción adecuada, hemos estipulado, con la aprobación del Sagrado Concilio, que se establezcan escuelas para los siguientes idiomas dondequiera que resida la curia romana, y también en París, Oxford, Bolonia y Salamanca. Es decir, decretamos que en cada uno de estos lugares debe haber eruditos católicos con conocimiento adecuado de hebreo, árabe y caldeo. Debe haber dos expertos para cada idioma en cada lugar. Dirigirán las escuelas, realizarán traducciones fieles de libros de estos idiomas al latín y enseñarán a otros esos idiomas con toda seriedad, transmitiendo un uso hábil del idioma, para que después de dicha instrucción estos otros puedan, con la inspiración de Dios, producir la cosecha esperada, propagando la fe salvadora entre los pueblos paganos. Los sueldos y gastos de estos profesores de la curia romana serán cubiertos por la Sede Apostólica, los de París por el rey de Francia, y los de Oxford, Bolonia y Salamanca por los prelados, monasterios, capítulos, conventos, colegios exentos y no exentos, y rectores de iglesias de Inglaterra, Escocia, Irlanda y Gales, de Italia y de España, respectivamente. La carga de la contribución se impondrá a cada uno según las necesidades de las facultades, sin perjuicio de cualquier privilegio o exención contrarios, que, sin embargo, no deseamos que se vean afectados en otros aspectos.

[25] Es un insulto al santo nombre y una vergüenza para la fe cristiana que en ciertas partes del mundo sujetas a príncipes cristianos donde viven sarracenos, a veces aislados, a veces mezclados con cristianos, los sacerdotes sarracenos, comúnmente llamados Zabazala, en sus templos o mezquitas, donde los sarracenos se reúnen para adorar al infiel Mahoma, invoquen y ensalcen su nombre en voz alta cada día a ciertas horas desde un lugar elevado, a oídos tanto de cristianos como de sarracenos, y allí hagan declaraciones públicas en su honor. Existe, además, un lugar donde una vez fue enterrado cierto sarraceno a quien otros sarracenos veneran como santo. Un gran número de sarracenos acude allí abiertamente, tanto de lugares lejanos como cercanos. Esto desacredita nuestra fe y causa gran escándalo a los fieles. Estas prácticas no pueden tolerarse más sin desagradar a la Divina Majestad. Por lo tanto, con la aprobación del Sagrado Concilio, prohibimos estrictamente tales prácticas de ahora en adelante en tierras cristianas. Exigimos a todos los príncipes católicos que ostentan soberanía sobre dichos sarracenos y en cuyo territorio ocurren estas prácticas, y les imponemos la imperiosa obligación, bajo el juicio divino, de que, como verdaderos católicos y celosos de la fe cristiana, consideren la desgracia acumulada tanto sobre ellos como sobre otros cristianos. Deben erradicar esta ofensa por completo de sus territorios y velar por que sus súbditos la eliminen, para que así puedan alcanzar la recompensa de la felicidad eterna. Deben prohibir expresamente la invocación pública del nombre sacrílego de Mahoma. También prohibirán a cualquier persona en sus dominios intentar en el futuro dicha peregrinación o consentirla de cualquier manera. Quienes se atrevan a actuar de otra manera serán castigados por los príncipes por su irreverencia, de tal manera que otros se vean disuadidos de tal audacia.

[26] La Sede Apostólica ha recibido numerosas quejas de que algunos Inquisidores, nombrados por ella para reprimir la herejía, han excedido los límites de la facultad que les ha sido conferida. En ocasiones, extienden tanto su autoridad que, lo que la Sede Apostólica ha dispuesto sabiamente para el crecimiento de la fe, oprime a los inocentes bajo pretexto de piedad y perjudica a los fieles. La labor de la Inquisición será tanto más fructífera cuanto más solemne, diligente y cautelosa se lleven a cabo sus investigaciones. Por lo tanto, decretamos, para gloria de Dios y para el crecimiento de la fe, que esta labor sea realizada tanto por los Obispos diocesanos como por los Inquisidores nombrados por la Sede Apostólica. Se dejará de lado todo afecto, odio y temor mundanos, así como cualquier afán de provecho temporal. Decretamos que los Obispos y los Inquisidores podrán actuar independientemente. Podrán citar, arrestar o retener, incluso apresar a los arrestados de pies y manos si lo consideran necesario. Por ello, los hacemos responsables. También podrán indagar sobre aquellos cuya investigación parezca correcta ante Dios y justa. Sin embargo, el Obispo, sin el Inquisidor, o el Inquisidor sin el Obispo diocesano o su oficial o el delegado del Capítulo cuando la sede esté vacante, no podrá imponer una prisión severa o de corta duración, que parezca más un castigo que una custodia, ni someter a nadie a tortura ni dictar sentencia contra nadie, si pueden comunicarse entre sí dentro de los ocho días siguientes a su solicitud; cualquier contravención de esto carecerá de validez legal. Si, no obstante, el Obispo, o el delegado del Capítulo cuando la sede esté vacante, no puede o no quiere reunirse personalmente con el Inquisidor, o si este no puede o no quiere reunirse personalmente con ninguno de los otros dos, el asunto podrá confiarse a sus representantes o resolverse por consejo y consentimiento mediante cartas.

En cuanto a la custodia de las prisiones para herejes, comúnmente llamadas muros en ciertas regiones, nos hemos percatado de que últimamente se han cometido muchos engaños y deseamos evitarlos. Decretamos que cualquier prisión o muro que deseemos que en el futuro sea para uso conjunto del Obispo y el Onquisidor, tendrá dos guardias principales, discretos, diligentes y confiables: uno será nombrado y provisto por el Obispo y el otro por el Inquisidor. Cada uno de estos guardias podrá tener un asistente leal y confiable. Para cada habitación de la prisión habrá dos llaves diferentes, una en poder de cada guardia. Este podrá confiar o subdelegar su llave a su asistente para el cuidado de los presos. Además, los guardias, antes de asumir su cargo, prestarán juramento sobre los Santos Evangelios que toquen, en presencia del Obispo o del Cabildo mientras la sede esté vacante, y del Inquisidor o sus sustitutos, de que actuarán con diligencia y cuidado en su deber de custodiar a quienes estén o vayan a estar bajo su custodia por el delito de herejía; que un guardia no dirá nada en secreto a un preso fuera del alcance del otro; que administrarán fielmente y sin deducción alguna las provisiones que los presos reciban de la administración y las que les ofrezcan familiares, amigos u otras personas de confianza, salvo orden en contrario del Obispo, el Inquisidor o sus delegados, y que en este asunto no habrá fraude. Los asistentes de los guardias prestarán el mismo juramento en presencia de las mismas personas antes de ejercer su cargo. Y dado que a menudo los Obispos tienen sus propias prisiones, que no comparten con los Inquisidores, deseamos y ordenamos estrictamente que los guardias nombrados por el Obispo o por el Cabildo durante la vacante de la sede, y sus asistentes, presten juramento similar ante los Inquisidores o sus sustitutos. Los notarios de la Inquisición también jurarán, en presencia del Obispo y del Inquisidor o sus sustitutos, ejercer fielmente el oficio de notario. Lo mismo se aplicará a otras personas necesarias para el desempeño de este deber.

Si bien es una grave ofensa no trabajar por la exterminación de la herejía cuando esta monstruosa infección lo requiere, también es una grave ofensa y merecedora de severo castigo imputar maliciosamente tal maldad a un inocente. Por lo tanto, ordenamos a los Obispos, Inquisidores y sus sustitutos, en virtud de santa obediencia y bajo amenaza de condenación eterna, que procedan con discreción y prontitud contra los sospechosos de herejía, sin imputar maliciosa o engañosamente tan vergonzoso crimen a una persona inocente, ni acusarla de obstaculizarles en el ejercicio de su cargo. Si, por odio, favor, afecto, dinero o ventaja temporal, no proceden contra alguien cuando deben, contra la justicia y su conciencia, el Obispo o Superior será suspendido de su cargo por tres años y los demás incurrirán en excomunión automática, además de otras penas impuestas según la gravedad de la ofensa. Las mismas penas se aplican si, por las mismas razones, pretenden perturbar a alguien con la imputación de hereje o de haber obstaculizado su cumplimiento. Obtendrán la absolución de esta excomunión solo del Romano Pontífice, excepto en la hora de la muerte y después de pagar la satisfacción. Ningún privilegio será válido en este asunto. Deseamos, por supuesto, con la aprobación del Sagrado Concilio, que cualquier otra decisión de nuestros predecesores relativa al oficio de la Inquisición que no entre en conflicto con lo anterior se mantenga en plena vigencia.

[27] No deseamos que el esplendor de la fe se vea oscurecido, como si fuera una sombra oscura, por los actos indiscretos y perversos de ningún Inquisidor de herejía. Por lo tanto, decretamos, con la aprobación de este Sagrado Concilio, que nadie menor de cuarenta años pueda ser confiado con el cargo de Inquisidor. Exigimos estrictamente a todos los comisarios de Inquisidores, Obispos o, en sedes vacantes, de Capítulos, que no, bajo el pretexto del cargo de Inquisición, extorsionen dinero por medios ilícitos a nadie, ni intenten a sabiendas destinar los bienes de las iglesias, a causa de las ofensas de los Clérigos, ni siquiera al tesoro de una iglesia. Si los comisarios desobedecen, los condenamos automáticamente a excomunión. No podrán ser absueltos, excepto en el momento de su muerte, hasta que hayan pagado plenamente a aquellos a quienes extorsionaron el dinero. Todos los privilegios, pactos y remisiones son inútiles. Los notarios y funcionarios de la Inquisición, así como los hermanos y colaboradores de los Inquisidores y comisarios, que tengan conocimiento secreto de que estos han cometido tales extorsiones, si desean evitar la indignación de Dios y de la Sede Apostólica, así como ofender a ambos, se esforzarán por corregir severamente a los culpables en secreto. Si tienen conocimiento suficiente para poder presentar pruebas, si es necesario, deben informar con seriedad del asunto a los superiores pertinentes de los Inquisidores y comisarios, quienes están obligados a destituir a los culpables y a castigarlos o corregirlos debidamente de otras maneras. Los Superiores de los Inquisidores que no lo hagan deben ser informados de este Decreto por los ordinarios locales, a quienes ordenamos estrictamente, en virtud de santa obediencia, que den a conocer estos asuntos a la Sede Apostólica. Además, prohibimos estrictamente a los propios Inquisidores abusar en cualquier forma de la concesión de portar armas o tener más funcionarios que los necesarios para el cumplimiento de los deberes de su cargo.

[28] Anhelamos profundamente que la fe católica prospere en nuestro tiempo y que la perversidad de la herejía sea erradicada del suelo cristiano. Por lo tanto, hemos oído con gran disgusto que una abominable secta de hombres malvados, comúnmente llamados begardos, y de mujeres infieles, comúnmente llamadas beguinas, ha surgido en el reino de Alemania. Esta secta, plantada por el sembrador de malas acciones, sostiene y afirma en su doctrina sacrílega y perversa los siguientes errores:
1. Primero, que una persona en esta vida presente puede alcanzar un grado de perfección que la vuelve completamente impecable e incapaz de seguir progresando en la gracia. Porque, como dicen, si alguien pudiera progresar constantemente, podría llegar a ser más perfecto que Cristo.

2. En segundo lugar, que no es necesario ayunar ni orar después de alcanzar este grado de perfección, porque entonces el apetito sensitivo ha quedado tan perfectamente sometido al espíritu y a la razón, que se puede conceder libremente al cuerpo todo lo que le plazca.

3. En tercer lugar, que los que han alcanzado dicho grado de perfección y espíritu de libertad, no están sujetos a la obediencia humana ni obligados a ningún mandamiento de la Iglesia, porque, como dicen, donde está el espíritu del Señor, allí hay libertad.

4. En cuarto lugar, que el hombre puede alcanzar en esta vida la bienaventuranza final en cualquier grado de perfección que obtendrá en la vida de los bienaventurados.

5. En quinto lugar, que toda naturaleza intelectual en sí misma es naturalmente bienaventurada, y que el alma no necesita la luz de la gloria para elevarse a ver a Dios y gozar de él bienaventuradamente.

6. En sexto lugar, que la práctica de las virtudes pertenece al estado de imperfección y el alma perfecta está libre de virtudes.

7. Séptimo, que besar a una mujer es pecado mortal, pues la naturaleza no inclina a ello, pero el acto de la relación sexual no es pecado, especialmente en tiempo de tentación, puesto que es una inclinación de la naturaleza.

8. Octavo, que a la elevación del cuerpo de Jesucristo no deben levantarse ni mostrarle reverencia; sería una imperfección que descendieran de la pureza y altura de su contemplación hasta pensar en el ministerio o sacramento de la Eucaristía, o en la pasión de Cristo como hombre.
Con la falsa apariencia de santidad, dicen y hacen otras cosas que ofenden a la Divina Majestad y constituyen un grave peligro para las almas. Dado que el deber del oficio que nos ha sido encomendado nos obliga a extirpar de la Iglesia Católica esta detestable secta y los execrables errores antes mencionados, para que no se propaguen más y corrompan los corazones de los fieles, condenamos y rechazamos rotundamente, con la aprobación del Sagrado Concilio, la secta misma y los errores antes descritos, y prohibimos estrictamente a cualquiera, de ahora en adelante, sostener, aprobar o defender dichos errores. Decretamos que quienes actúen de otro modo serán castigados con censura canónica. Los Diocesanos y los Inquisidores de herejía de las regiones donde viven estos begardos y beguinas deben ejercer su oficio con especial cuidado respecto a ellos, indagando sobre su vida y comportamiento, así como sobre sus creencias en relación con los artículos de fe y los Sacramentos de la Iglesia. Deben imponer el castigo debido a aquellos a quienes encuentren culpables, a menos que haya abjuración voluntaria de los errores antes mencionados y arrepentimiento con satisfacción adecuada.

[29] Se nos ha sugerido seriamente que las comunidades en ciertos lugares, para disgusto divino y perjuicio del prójimo, en violación tanto de la ley divina como de la humana, aprueban la usura. Mediante sus estatutos, a veces confirmados por juramento, no solo permiten que la usura pueda ser exigida y pagada, sino que obligan deliberadamente a los deudores a pagarla. Mediante estos estatutos imponen pesadas cargas a quienes reclaman la devolución de pagos usurarios, empleando también diversos pretextos y fraudes ingeniosos para impedirlo. Por lo tanto, deseando deshacernos de estas prácticas perniciosas, decretamos con la aprobación del Sagrado Concilio que todos los magistrados, capitanes, gobernantes, cónsules, jueces, consejeros o cualquier otro funcionario de estas comunidades que en el futuro se atrevan a hacer, escribir o dictar tales estatutos, o decidan a sabiendas que se pague la usura o, si se paga, que no se restituya completa y libremente cuando se reclame, incurran en la pena de excomunión. También incurrirán en la misma sentencia a menos que dentro de tres meses eliminen de los libros de sus comunidades, si tienen el poder, estatutos de este tipo hasta entonces publicados, o si presumen observar de alguna manera estos estatutos o costumbres. Además, dado que los prestamistas en su mayoría celebran contratos usurarios con tanta frecuencia en secreto y con engaño que solo pueden ser condenados con dificultad, decretamos que se les obligue por censura eclesiástica a abrir sus libros de cuentas, cuando haya cuestión de usura. Si, de hecho, alguien ha caído en el error de presumir de afirmar pertinazmente que la práctica de la usura no es pecaminosa, decretamos que debe ser castigado como hereje; y ordenamos estrictamente a los ordinarios locales e Inquisidores de herejía que procedan contra aquellos que consideren sospechosos de tal error como lo harían contra los sospechosos de herejía.

[30] Nos llegan quejas, fuertes, frecuentes e incesantes, de ciertos Religiosos que denuncian que muchos Prelados —Obispos, sus Superiores y otros— perturban injustamente de diversas maneras la paz de los Religiosos. Algunos de ellos detienen y encarcelan a Religiosos exentos cuando la ley no lo permite. Otros, bajo amenaza de severas sanciones, impiden a quienes deben diezmos o rentas pagar a los Religiosos exentos e impiden que la gente escuche sus Misas. Suspenden, interdictan y excomulgan sin causa razonable a los molineros de los Religiosos, sus cocineros, sirvientes, vasallos y miembros de su familia, y a cualquiera que tenga alguna relación con ellos, confiscando ocasionalmente también ilegalmente sus bienes. De ninguna manera se someten a las apelaciones que dichos Religiosos exentos a veces presentan con razón, debido a las opresiones anteriores u otras. De vez en cuando, detienen a los apelantes con motivo de estas apelaciones, o los hacen detener y encarcelar.

Hay Prelados, además, que sin causa legítima no permiten a los Capellanes celebrar ni administrar los Sacramentos a los feligreses en iglesias que pertenecen plena y legalmente a los Religiosos exentos. Incluso hay Prelados que, con indiscreta prisa, suspenden, excomulgan, secuestran y encarcelan injustamente a Abades, Monjes y Hermanos laicos exentos, así como a Clérigos legalmente sujetos a ellos, y ponen bajo interdicto sus iglesias y casas si no obedecen incluso en asuntos en los que no hay obligación. Además, los Prelados se exceden en su exigencia de ayuda caritativa de los propios Religiosos exentos y de sus sujetos. Contrariamente a la ley, imponen exigencias injustas e inusuales. Imponen nuevos impuestos y cargas injustas a las iglesias parroquiales en las que los Religiosos exentos tienen derecho de patronato. No permiten que las acciones legales y las decisiones tomadas justamente a favor de los Religiosos exentos, por delegados de la Sede Apostólica o por conservadores, se hagan públicas ni sean ejecutadas por sus súbditos. Prohíben a los notarios públicos redactar instrumentos, a los jueces administrar justicia y a los abogados dar consejo o ayuda en los procesos o negocios jurídicos de los Religiosos exentos.

Algunos Prelados también se niegan a admitir en las Órdenes o beneficios a quienes son presentados por Religiosos exentos con derecho de presentación, a menos que estos profesen obediencia en el saludo de la carta de presentación. Además, estos Prelados, cuando las iglesias para las que los monasterios tienen derecho de patronato quedan vacantes, rechazan a las personas idóneas que se les presentan y nombran a personas incompetentes e indignas. Algunos Prelados asignan iglesias que tienen la cura de almas y pertenecen al sustento de los Abades, y cuyos ingresos a veces entregan como renta a Clérigos Seculares, a su propio Clero al fallecer estos, aun cuando las iglesias, por esta razón, no estén realmente vacantes. Algunos Prelados se apropian injustamente de los derechos de los Monjes en las iglesias pertenecientes a los monasterios, y regulan la disposición de los ingresos de tal manera que no queda suficiente para el sustento de los Rectores.

Algunos Prelados, armados y con estandartes enarbolados, destruyen los molinos y otras propiedades de Religiosos exentos, sin respetar la justicia, incluso cuando estos han estado en posesión de ellas desde tiempos inmemoriales. Los Prelados también suelen enviar a sus parientes y sobrinos a los monasterios de sus ciudades y diócesis, a veces con sus animales y pastores, exigiendo que se les provea de lo necesario. Con frecuencia, los Prelados también obligan a los Abades y Priores de los monasterios a conceder las posesiones de sus monasterios o prioratos a sus parientes y sobrinos, ya sea a perpetuidad o por un tiempo determinado; deseamos que estas concesiones o pensiones no tengan trascendencia legal. También obligan a los Abades y Priores a presentarles ofertas para las iglesias vacantes en las que los Monjes tienen derecho de patronato, y ocasionalmente a recibir en su Orden a sus amigos, parientes y sobrinos. Con frecuencia también permiten y consienten tácitamente la confiscación, en los dominios temporales de los Prelados, de bienes muebles e inmuebles de los monasterios en casos no permitidos por la ley, por parte de soldados, vasallos y funcionarios seculares de los Prelados. También ultrajan de diversas maneras tanto a Clérigos como a laicos de los monasterios.

Además, los Prelados ocasionalmente privan injustamente de sus beneficios a Abades, Priores y otros, de modo que si pueden tomar las rentas de los beneficios durante el primer año, bajo el pretexto de un privilegio que afirman tener, podrían recibir las rentas del primer año de los beneficios vacantes durante un tiempo determinado. No contentos con esto, se apoderan ilegalmente de caballos, ganado, tesoros y otras propiedades de monasterios y beneficios vacantes que deberían reservarse para la posteridad. Algunos Prelados venden temporalmente a caballeros y otras personas poderosas las rentas de sus dignidades para oprimir aún más a los Religiosos exentos vecinos por medio de estas personas. Algunos incluso destruyen monasterios sin justa causa. Otros a menudo se apoderan de casas, hospitales y otras propiedades de los monasterios, tanto muebles como inmuebles, y retienen lo confiscado. Muchas veces también, sin justa causa, impiden a los Religiosos exentos reparar sus casas. Ciertos Prelados promulgan estatutos que menoscaban los privilegios de los Religiosos exentos. Y, en general, muchísimos Prelados infligen injustamente graves perjuicios y perjuicios a los Religiosos, especialmente a aquellos exentos y con privilegios: en sus personas, bienes y derechos, tanto espirituales como temporales.

Sin embargo, dado que existe una sola Iglesia universal para regulares y seculares, superiores y súbditos, exentos y no exentos, fuera de la cual no hay salvación, para todos los cuales hay un solo Señor, una sola Fe y un solo Bautismo, es justo que todos los que pertenecen al mismo cuerpo tengan una sola voluntad y estén unidos como hermanos por el vínculo de la caridad. Es justo, por lo tanto, que tanto los Prelados como los demás, exentos y no exentos, se conformen con sus derechos y se abstengan de causarse daño o perjuicio mutuamente. Por consiguiente, ordenamos estrictamente, por el presente Decreto, a todos los Prelados de las iglesias que desistan por completo de la opresión descrita anteriormente y velen por que sus súbditos hagan lo mismo. Deben tratar a los Religiosos, ya sean exentos, con privilegios o no exentos, mendicantes y no mendicantes, con caridad y deben animarlos. Deben respetar sus derechos y privilegios como inviolables. Y puesto que lo que está especialmente prohibido se teme más que lo que está prohibido meramente en general, prohibimos rigurosamente que los Prelados se atrevan a impedir de cualquier modo que los Abades, Priores y demás Religiosos acudan a sus Capítulos generales o provinciales.

[31] Los Religiosos que se atrevan a administrar el Sacramento de la Extremaunción o la Eucaristía a Clérigos o laicos, o a solemnizar Matrimonios sin permiso especial del Párroco, o a absolver a excomulgados por el derecho canónico, salvo en los casos expresados ​​por la ley o concedidos por privilegio de la Sede Apostólica, o a excomulgados por sentencias promulgadas por estatutos provinciales o sinodales, o (en sus propias palabras) a absolver a alguien de castigo y culpa, incurren en excomunión automática. Solo serán absueltos por la Sede Apostólica. Los ordinarios locales anunciarán públicamente su excomulgación, una vez constatada, hasta que se les notifique su absolución. Los Religiosos no podrán apelar válidamente a este respecto a ninguna exención o privilegio. También prohibimos estrictamente a los Religiosos, en virtud de santa obediencia y bajo amenaza de eterna maldición, menospreciar a los Prelados en sus sermones o alejar a los laicos de sus iglesias, publicar falsas indulgencias, impedir que los testadores, presentes en la redacción de sus testamentos, hagan las debidas restituciones o legados a sus iglesias madres, o provocar que legados monetarios, o dinero adeudado o quizás injustamente tomado, lleguen o sean legados a ellos mismos o a otros individuos de su Orden, o a sus Casas, en detrimento de otras personas. Tampoco deben absolver a nadie en casos reservados a la Sede Apostólica o a los Ordinarios del lugar. No deben molestar irrazonablemente a las personas eclesiásticas que prosigan la justicia contra ellos, especialmente ante jueces delegados por Nos, ni deben llevarlos a juicio en más de un lugar, especialmente si estos lugares están distantes.

Quienes presuman actuar en contra de este Decreto estarán sujetos durante dos meses a las penas que suelen imponer su Regla o Estatutos a quienes cometan delitos o faltas graves. No se concederá dispensa sin necesidad manifiesta. Además, sus Superiores, a menos que, tras estos excesos, paguen plenamente en el plazo de un mes a las iglesias o personas eclesiásticas perjudicadas u ofendidas, tras ser requeridos, incurrirán en suspensión automática hasta que hayan cumplido con la debida obligación, sin perjuicio de los estatutos o privilegios de cualquier tenor. Por supuesto, los Religiosos a quienes la Sede Apostólica haya concedido permiso para administrar los Sacramentos a miembros de su familia o a los pobres de sus hospicios, no se verán afectados por este decreto.

[32] Con la aprobación del Sagrado Concilio, concedemos por la presente Constitución a un Arzobispo que pase, o tal vez se desvíe, a localidades exentas de su diócesis, que la cruz sea llevada abiertamente ante él, que bendiga al pueblo, que oiga allí los divinos oficios privada o públicamente, también que los celebre en pontificales y que los celebre en su presencia sin pontificales, a pesar de cualquier privilegio contrario. Del mismo modo concedemos a un Obispo que en localidades exentas de su diócesis pueda bendecir al pueblo, oír allí los oficios divinos y celebrarlos, así como hacerlos celebrar en su presencia. Sin embargo, so pretexto de esta concesión, el Arzobispo o el Obispo no pueden ejercer ninguna otra jurisdicción en las localidades exentas o privilegiadas. No debe molestar a las personas exentas o privilegiadas, no debe haber motivo de queja y nada perjudicial para la exención o los privilegios de los Religiosos. El Arzobispo u Obispo no adquiere por este Decreto ningún otro derecho.

[33] Si alguien, por instigación del diablo, ha cometido el sacrilegio de golpear injusta e imprudentemente a un Obispo, o de apresarlo o desterrarlo, o ha ordenado que se hicieran estas cosas, o las ha aprobado cuando las hacían otros, o ha sido cómplice, o ha aconsejado o mostrado favor, o ha defendido a sabiendas al culpable, y no ha incurrido en excomunión por cánones ya publicados, queda excomulgado por esta nuestra Constitución, no obstante cualquier costumbre en contrario. De hecho, con la aprobación del Sagrado Concilio, consideramos tal costumbre una corrupción, y el culpable solo puede ser absuelto por el Sumo Pontífice, excepto en el momento de su muerte. Además, perderá todos los feudos, arrendamientos, oficios y beneficios, tanto espirituales como temporales, que posea de la iglesia que preside el Obispo ofendido. Todo esto revertirá libremente a dicha iglesia. Los descendientes del infractor, en línea masculina hasta la segunda generación, quedarán inhabilitados, sin posibilidad de dispensa, para ejercer beneficios eclesiásticos en la ciudad y diócesis del Obispo. Asimismo, los bienes del infractor, si se encuentran dentro de una misma diócesis, estarán bajo interdicto hasta que haya pagado la debida indemnización. El lugar donde se encuentre detenido el Obispo capturado también estará bajo interdicto mientras permanezca detenido. Si los bienes del infractor abarcan dos o más diócesis, la diócesis de su domicilio principal y la diócesis donde se cometió el delito, si el terreno es suyo, y otras dos diócesis que pertenezcan a su territorio y estén más cercanas al lugar del delito, estarán bajo el mismo interdicto.

Dado que su confusión aumentará cuanto más se conozca su delito, su excomunión se anunciará públicamente, con repique de campanas y velas encendidas, hasta que haya pagado la debida reparación, en todos los lugares donde se cometió el delito, así como en las iglesias de las ciudades y diócesis vecinas, todos los domingos y días festivos. Y cuando vaya a recibir la absolución, deberá estar bien preparado para sufrir el castigo impuesto y, con la ayuda de Dios, para cumplir la penitencia que se le imponga. Además, la ciudad que haya cometido alguno de los delitos descritos anteriormente contra su Obispo quedará bajo el mencionado interdicto hasta que haya pagado la reparación. Las autoridades, consejeros, alguaciles, magistrados, abogados, cónsules, gobernadores y funcionarios de cualquier tipo que sean culpables en este asunto, también estarán sujetos a la excomunión, de la cual solo podrán ser absueltos de la manera antes indicada. Todas estas instrucciones deben observarse con mayor rigor en el trato con aquellos que matan a los Obispos, ya que deben ser castigados más severamente que los ofensores ya mencionados y merecen mayor indignación.

Que nadie se sorprenda de que no impongamos un castigo más severo a quienes perpetran los crímenes mencionados. ¡Ay! Es vergonzoso relatarlo, pero estos crímenes ocurren con frecuencia, y para los muchos hombres violentos es necesario un ejemplo. El castigo del ofensor debe ser proporcional a la dignidad de la persona agraviada. Los Obispos son llamados santísimos, embajadores de Cristo, padres espirituales, nuestros hermanos y compañeros Obispos, pilares reconocidos de la Iglesia. El castigo, pues, debe ser severo, proporcional a la culpa de quien viola la dignidad de una persona tan eminente. Sin embargo, deseamos mitigar la severidad del castigo por el momento, estando preparados para imponer otras penas si vemos que la insolencia de los ofensores lo exige. Si, por supuesto, alguien involucrado en los casos mencionados ha sido absuelto de la excomunión al momento de morir, incurrirá automáticamente en la misma pena si, tras su recuperación, no se presenta, tan pronto como sea conveniente, ante el Romano Pontífice para recibir humildemente sus órdenes, como aconseja la justicia. Aunque esto ha sido previsto con suficiente detalle en otras partes de la ley, pensamos que sería bueno hacer esta adición, para que nadie por ignorancia de la ley se ocupe de buscar excusas.

[34] Nos han llegado muchas quejas serias de que quienes ostentan el poder temporal no dudan en capturar frecuentemente a eclesiásticos y detenerlos con sacrílega audacia hasta que renuncien a sus beneficios, ni en impedir que acudan a la Sede Apostólica quienes son convocados por alguien o por ley, apresándolos generalmente al partir. En vista de la gran ofensa a nuestro honor y al de la Sede Apostólica, así como a la paz y el bienestar de los eclesiásticos, por no hablar del condenable escándalo, con la aprobación del Sagrado Concilio, decretamos que, además de la pena que el canon impone a tales actos, quienes los cometan, si son Prelados, sean suspendidos durante tres años de recibir las rentas de sus iglesias. Si son del bajo clero, serán automáticamente privados de sus beneficios. Quienes se hayan apropiando de los beneficios del poder secular —lo cual, según hemos oído, ocurre a veces— como pretexto para no obedecer una citación a la Sede Apostólica, incurrirán en la misma pena. Las renuncias de beneficios obtenidas de esta manera, aunque sean aceptadas y ratificadas por los Prelados de los que renuncian, no tienen validez alguna. Ordenamos a los Ordinarios locales que, después de saber que algunos de sus súbditos han incurrido en estas penas, no tarden en publicarlas y, en lo que les concierne, las ejecuten.

[35] Deseando restringir a quienes las recompensas de la virtud no inducen a observar la ley, mediante la adición de nuevas penas y por temor a las que se añadan, decretamos que los transgresores de la Constitución que prohíbe a los Religiosos mendicantes adquirir casas o lugares de cualquier tipo, o intercambiar los ya adquiridos o transferirlos a otros bajo cualquier título de enajenación, quedan automáticamente sujetos a la excomunión.

En la misma pena de excomunión incurren aquellos Religiosos que, en sus sermones o de cualquier otra manera, impidan a sus oyentes el debido pago de los diezmos a las iglesias. Y puesto que no basta con abstenerse del mal si no se hace el bien, ordenamos a todos los Religiosos, invocando el juicio divino y bajo amenaza de maldición eterna, que siempre que prediquen al pueblo el primero, cuarto y último domingo de Cuaresma, y ​​en las festividades de la Ascensión del Señor, Pentecostés, la Natividad del bienaventurado Juan Bautista, la Asunción y la Natividad de la Santísima Virgen María, Madre de Dios, se preocupen de exhortar expresamente a sus oyentes, si así lo requieren los Rectores o Vicarios de las iglesias o quienes los sustituyan, y también de informar a las conciencias de sus penitentes en confesión que tienen la obligación de pagar los diezmos. Si los Religiosos eluden a sabiendas este deber en sus sermones en los días antes mencionados, recibirán una severa reprimenda de sus Superiores. También ordenamos estrictamente a los Superiores, en virtud de santa obediencia, que promulguen leyes que les permitan castigar severamente a los transgresores, de modo que su castigo sirva de ejemplo para los demás. La Constitución de nuestro predecesor, de feliz memoria, el Papa Gregorio IX, que trata este asunto, permanecerá en plena vigencia. Quienes, a sabiendas, hayan descuidado informar las conciencias de los penitentes sobre el pago de estos diezmos, quedarán automáticamente suspendidos de predicar hasta que informen las conciencias de sus penitentes, si pueden hacerlo convenientemente. Incurrirán en excomunión automática si se atreven a predicar sin expiar su negligencia, como se ha indicado anteriormente. Sin embargo, no deseamos que esto se aplique a los Religiosos de monasterios ni a los rectores de iglesias que reciben diezmos.

Los violadores temerarios de la Constitución que prohíbe a los Clérigos Religiosos y Seculares inducir a alguien a hacer voto, jurar, prometer o de otra manera prometer que elegirá un lugar de sepultura junto a sus iglesias o, habiendo hecho esta elección, que no la alterará, incurren automáticamente en la misma sentencia de excomunión (la pena en dicha Constitución debe permanecer en vigor); no deben ser absueltos excepto por la Sede Apostólica, excepto en el momento de la muerte, no obstante los privilegios o estatutos de cualquier tenor.

[36] Algunos Prelados nos han presentado graves quejas de que ciertos nobles y señores temporales, cuando su territorio se encuentra bajo interdicto eclesiástico, celebran Misas y otros oficios divinos pública y solemnemente no solo en las capillas de sus casas, sino también en colegiatas y otras iglesias de lugares prominentes. Invitan y, lo que es peor, a veces obligan a unos y a otros a celebrar los oficios. No contentos con estos excesos, convocan a la gente, incluso a los que están bajo interdicto, mediante el repique de campanas y el pregonero público, para escuchar estas Misas. Algunos señores y nobles no temen ordenar a la gente, en su mayoría súbditos, aunque estén públicamente bajo excomunión e interdicto, que no abandonen las iglesias mientras se celebra la Misa, aun cuando los celebrantes les insten a que se vayan. Por lo tanto, sucede con frecuencia que la Misa se deja inconclusa, para ofensa de Dios y escándalo del Clero y del pueblo. Para que, pues, no se imiten excesos tan graves dejando impunes a los transgresores, excomulgamos, con la aprobación del Sagrado Concilio, a todos aquellos que se atrevan a obligar a alguien de cualquier manera, en lugares bajo entredicho, a celebrar los oficios divinos, o a convocar a la gente de la forma antes mencionada para oírlos, especialmente a los excomulgados o entredichos. La misma pena se impone a quienes prohíban a las personas públicamente excomulgadas o entredichas abandonar la iglesia durante la Misa cuando el celebrante les avise, así como a los excomulgados públicamente y entredichos que se atrevan a permanecer en la iglesia cuando el celebrante les llame y les avise de que deben abandonarla. Las excomuniones solo pueden ser remitidas por la Sede Apostólica.

[37] Los Frailes Menores reciben en sus iglesias para oír los oficios divinos en tiempo de entredicho a Hermanos y Hermanas de la Tercera Orden, instituida por el Beato Francisco; se les llama continentes o de penitencia. Dado que esta práctica genera escándalo en la mente de otros excluidos, degradando así la censura eclesiástica y debilitando la fuerza de un entredicho, prohibimos estrictamente a los Frailes Menores admitir de ahora en adelante en sus iglesias para los oficios divinos en tiempo de entredicho a cualquiera de las personas mencionadas, incluso si ellas o los Frailes tienen algún tipo de privilegio al respecto; de ninguna manera favorecemos tales privilegios. Si los Frailes infringen este Decreto, quedan bajo excomunión automática, de la cual solo pueden ser absueltos por el Romano Pontífice o, si han dado satisfacción, por los Obispos locales, a quienes deseamos que actúen en este asunto con nuestra autoridad.

[38] Salí del paraíso y dije: “Regaré mi jardín”. Así habla el cultivador celestial, quien es verdaderamente la fuente de la sabiduría, la Palabra de Dios, engendrada por el Padre desde la eternidad, pero permaneciendo en el Padre. En estos últimos días, encarnado en el vientre de una Virgen por obra del Espíritu Santo, emprendió la ardua labor de redimir a la raza humana, entregándose a la humanidad como modelo de vida celestial. Pero como tantas veces las personas, abrumadas por las angustias de esta vida mortal, apartaban su mirada de tal modelo, nuestro verdadero Salomón ha creado en el ámbito de la Iglesia Militante, entre otros jardines, un jardín de deleite, lejos de las olas tempestuosas del mundo, en el que las personas pueden dedicarse con mayor paz y seguridad a contemplar e imitar las obras del ejemplo. Él mismo entró en este mundo para refrescarlo con las aguas fértiles de su gracia y enseñanza espirituales.

Este jardín es la Santa Religión de los Frailes Menores, que, encerrada en los firmes muros de la observancia regular, se contenta solo con Dios y se enriquece constantemente con nuevos brotes, sus hijos. Al entrar en este jardín, el amado Hijo de Dios recoge la mirra y las especias de la mortificación y la penitencia, que con su maravillosa fragancia difunden a todos el perfume de una atractiva santidad. Esta es la forma y regla de la vida celestial esbozada por el eminente confesor de Cristo, San Francisco, quien enseñó a sus hijos su observancia con la palabra y el ejemplo. Los observadores de esa Santa Regla, hombres de celo y devoción, como discípulos e hijos de tan gran padre, aspiraban y aún aspiran ardientemente a observarla fielmente en toda su pureza y plenitud. Percibieron ciertos detalles cuya interpretación era dudosa, y con prudencia recurrieron a la Sede Apostólica para obtener aclaraciones. Recibiendo la seguridad de esa Sede, a la que su propia Regla proclama lealtad, pudieron servir al Señor, libres de toda duda, en la plenitud de la Caridad. Varios Pontífices Romanos, nuestros predecesores, atendieron debidamente sus piadosas y justas peticiones; definieron los puntos dudosos, promulgando ciertas interpretaciones y haciendo algunas concesiones, según lo consideraron conveniente para la conciencia de los Frailes y la pureza de la observancia religiosa. Pero como hay conciencias devotas que a menudo temen el pecado donde no existe y temen cualquier desviación del camino de Dios, las aclaraciones previas no han tranquilizado del todo las conciencias de todos los Frailes. Aún existen algunos puntos pertenecientes a su Regla y estado de vida donde surgen dudas, como muchos nos han expresado a menudo en Consistorios públicos y privados. Por esta razón, los mismos Frailes nos han suplicado humildemente que aclaremos oportunamente las dudas que han surgido y las que puedan surgir en el futuro, aplicando así un remedio por la bondad de la Sede Apostólica.

Desde nuestra tierna infancia, hemos sentido una profunda devoción por quienes profesan esta Regla y por toda la Orden. Ahora que, aunque indignos, ostentamos el oficio de Pastor universal, Nos sentimos más impulsados ​​a apreciarlos y honrarlos con mayor cariño y atención cuanto más consideramos y reflexionamos sobre la abundante cosecha que continuamente se obtiene de sus vidas ejemplares y su sana enseñanza para el bien de la Iglesia universal. Movidos por las piadosas intenciones de los peticionarios, hemos dirigido nuestros esfuerzos a cumplir diligentemente lo que piden. Hemos hecho un cuidadoso examen de estas dudas por varios Arzobispos, Obispos, Maestros en Teología y otros hombres eruditos, prudentes y discretos.

Al principio de la Regla se dice: “La Regla y vida de los Frailes Menores es esta: observar el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin bienes y en castidad”. Además, más adelante: “Habiendo cumplido un año de probación, sean recibidos en la obediencia, prometiendo siempre observar esta vida y Regla”. Asimismo, hacia el final de la Regla: “Observemos la pobreza, la humildad y el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, que firmemente hemos prometido”. Existía incertidumbre sobre si los Frailes de la Orden estaban obligados a todos los preceptos y consejos del Evangelio por la profesión de su Regla. Algunos afirmaban estar obligados a todos. Otros, sin embargo, afirmaban que solo estaban obligados a tres: “vivir en obediencia, en castidad y sin bienes”, y a lo que se establecía como obligatorio en la Regla. Con respecto a este artículo, seguimos los pasos de nuestros predecesores y, aclarándolo, respondemos a la duda de la siguiente manera. Dado que todo voto determinado debe tener un objeto definido, quien jura seguir la Regla no puede considerarse obligado por su voto a los consejos evangélicos que no se mencionan en ella. Y, de hecho, esta fue la intención del Beato Francisco, el fundador, pues estableció ciertos consejos en la Regla y omitió otros. Pues si con esas palabras: “La Regla y vida de los Frailes Menores es esta”, etc., hubiera pretendido obligarlos a todos los consejos evangélicos, habría sido superfluo e inútil incluir algunos y no otros.

Sin embargo, dado que la naturaleza de un término restrictivo exige la exclusión de todo lo ajeno a él, pero incluye todo lo que le pertenece, declaramos que los Frailes están obligados por la profesión de su Regla no solo a esos tres votos simple y exclusivamente, sino también a todo lo relacionado con ellos expresado en la propia Regla. Pues si los Frailes estuvieran obligados a observar los tres votos precisamente y nada más, en su promesa de observar la Regla viviendo en obediencia, castidad y sin bienes, y no a observar también todo lo contenido en la Regla que sea relevante para dichos votos, entonces las palabras “Prometo observar siempre esta Regla” serían inútiles, pues no implicarían ninguna obligación. Sin embargo, no debemos pensar que el Beato Francisco pretendiera imponer a quienes profesan esta Regla la misma obligación respecto a todo lo relacionado con los tres votos, ni a ningún otro contenido en ella. Más bien, hizo una distinción clara: en algunos asuntos sus palabras implican que la transgresión es un pecado mortal, en otros no, ya que aplica a algunos la palabra “precepto” o su equivalente, mientras que en otros lugares se contenta con usar otras expresiones.

Además de lo establecido en la Regla expresamente en palabras de precepto, exhortación o admonición, existen algunas cosas en modo imperativo, tanto en forma negativa como afirmativa. Con respecto a estas, hasta ahora ha existido cierta duda sobre si constituyen precepto. Esta duda no disminuye, sino que se acrecienta por la declaración de nuestro predecesor, el Papa Nicolás III, de feliz memoria, de que los Frailes están obligados por la Regla a observar los consejos evangélicos que la Regla expresa en forma de precepto, prohibición o términos equivalentes, y, además, a observar todo lo que la Regla impone en términos de obligación. Por lo tanto, los Frailes nos pidieron que, para su tranquilidad de conciencia, definiéramos con gentileza cuáles de estos asuntos deben considerarse equivalentes a preceptos y obligatorios. Nos, pues, complacidos por su sinceridad de conciencia, observando que en las cosas que afectan a la salvación se ha de tomar el camino más seguro para evitar graves remordimientos de conciencia, decimos que, aunque los Frailes no están obligados a observar todo lo que la Regla expresa en modo imperativo, como lo están a las cosas que son explícita o equivalentemente de precepto, es justo que, si han de observar la Regla estrictamente en su pureza, reconozcan que están obligados a observar de esta manera las prescripciones que a continuación se indican.

Para resumir estas cosas que parecen equivalentes a preceptos, en virtud de las palabras o al menos del contenido, o de ambos, declaramos como obligación para los Frailes lo siguiente, según se expresa en la regla: no tener más túnicas que una “con capucha y otra sin capucha”, no usar zapatos y no montar a caballo excepto en caso de necesidad; que los frailes “usen ropa barata”; que ayunen “desde la fiesta de Todos los Santos hasta Navidad” y los viernes; que “los Clérigos reciten el oficio divino según el rito de la Santa Iglesia Romana”; que los ministros y guardianes cuiden con esmero “de las necesidades de los enfermos y de la ropa de los Frailes”; que “si un Fraile enferma, los demás Frailes deben atenderlo”; que “los Frailes no deben predicar en la diócesis de un Obispo cuando este se lo haya prohibido”; Que “nadie se atreva a predicar al pueblo a menos que haya sido examinado, aprobado y designado para ello por el Ministro general” o por otros con autoridad según la declaración antes mencionada; que “los Frailes que saben que no pueden observar la Regla en detalle, pueden y deben recurrir a sus ministros”; y todo lo establecido en la Regla respecto a la forma del hábito tanto de los novicios como de los profesos, la forma de recepción y la profesión, excepto el hábito de los novicios con respecto a quienes los admiten (aquí se puede seguir la Regla que dice “según Dios parezca otra cosa”. La Orden generalmente ha juzgado, sostenido y mantenido desde siempre que dondequiera que en la Regla aparezcan las palabras “estarán obligados”, hay un precepto y los Frailes deben actuar como obligados por el precepto.

El confesor de Cristo, al prescribir la práctica de los Frailes y sus Ministros en relación con la recepción de quienes ingresan en la Orden, dijo en la Regla: “Los Frailes y sus Ministros procurarán no preocuparse por sus bienes temporales, sino dejarles libres para hacer con ellos lo que el Señor les inspire; sin embargo, los ministros podrán tener permiso para enviarlos a hombres piadosos, si necesitan consejo, quienes les aconsejarán cómo dar sus bienes a los pobres”. Muchos Frailes dudaban, y aún dudan, de si pueden recibir algo de quienes ingresan, si se les da; si pueden persuadirlos sin culpa para que den a individuos y conventos; y si los propios Ministros o los Frailes deben aconsejar sobre la disposición de los bienes, cuando hay otros asesores idóneos a quienes se puede enviar a los nuevos. Observamos atentamente que San Francisco pretendía desterrar de sus discípulos, cuya Regla había basado en una pobreza muy estricta, todo afecto a los bienes temporales de quienes ingresaban en la Orden, especialmente al usar las palabras anteriores para que, por parte de los Frailes, la recepción en la Orden pareciera santa y pura. Deberían mostrar que no se preocupaban por sus bienes temporales, sino solo por entregar a los novicios al servicio divino. Decimos que tanto los Ministros como los Frailes deben abstenerse de persuadirlos para que les entreguen los bienes, así como de aconsejarlos sobre su distribución. Deberían enviar a quienes buscan consejo a hombres temerosos de Dios de otro estado, no a Frailes. De esta manera, todos los verán como verdaderos observadores celosos y perfectos de la sana tradición de su padre. Sin embargo, dado que la propia Regla exige que quienes ingresan tengan la libertad de hacer lo que el Señor les inspire con respecto a sus bienes, no parece ilícito que los Frailes reciban algo, en vista de sus necesidades y de acuerdo con la declaración antes mencionada, si el entrante desea darlo libremente, como lo haría con otros pobres a modo de limosna. Sin embargo, los Frailes deben tener cuidado, al aceptar tales ofrendas, de no crear una impresión desfavorable por la cantidad que reciben.

La Regla dice que “quienes hayan prometido obediencia deben tener una túnica con capucha y otra sin capucha, quienes la deseen”; también, que “todos los Frailes deben vestir ropa barata”. Hemos declarado que dichas palabras equivalen a preceptos. Sin embargo, para expresarlo con mayor claridad, decimos que no es lícito tener más túnicas, excepto cuando sea necesario de acuerdo con la Regla, como explicó nuestro antecesor con más detalle. En cuanto a la pobreza de la ropa, tanto del hábito como de la ropa interior, debe juzgarse en relación con las costumbres y observancias del país, en cuanto al color de la tela y el precio. No puede haber un estándar único para cada región. Creemos que esta pobreza en el vestir debe confiarse al juicio de los Ministros y guardianes; ellos deben formar su propia conciencia, pero velar por que se mantenga la pobreza en el vestir. Del mismo modo dejamos al juicio de los Ministros y guardianes cuándo los Frailes tienen necesidad de usar zapatos.

La Regla se refiere a dos períodos: “desde la fiesta de Todos los Santos hasta Navidad”, y especialmente en Cuaresma, cuando los Frailes están obligados a ayunar. Encontramos insertado en la Regla: “en otros momentos no están obligados a ayunar, con excepción de los viernes”. De estas declaraciones, algunos han concluido que los Frailes no están obligados a observar ningún otro ayuno salvo por decoro. Declaramos que no están obligados a ayunar en otros momentos, salvo en los establecidos por la Iglesia. Pues no es probable que quien instituyó la Regla o quien la confirmó pretendiera dispensar a los Frailes de observar los días de ayuno a los que la ley general de la Iglesia obliga a otros cristianos.

Cuando San Francisco, deseando que sus Frailes se desprendieran completamente del dinero, ordenó firmemente a todos los frailes que no aceptaran dinero de ninguna manera, ni directamente ni por medio de otra persona, este mismo predecesor nuestro, en su interpretación, definió los casos y las formas en que los Frailes no pueden ni deben ser llamados receptores de dinero en contra de la Regla y la sinceridad de su Orden. Declaramos que los Frailes deben tener el máximo cuidado de no recurrir a quienes dan dinero o a sus agentes de maneras distintas a las definidas por dicho predecesor, para que no sean merecidamente llamados transgresores del Precepto y la Regla. Pues cuando existe una prohibición general, todo lo que no esté expresamente concedido se entiende rechazado. Por esta razón, toda recolección de dinero y aceptación de ofrendas en la Iglesia o en cualquier otro lugar, cajas para guardar ofrendas o regalos de dinero, y cualquier otro recurso al dinero o a quienes lo poseen que no esté permitido por dicha declaración, queda, decimos, total y absolutamente prohibido. El recurso a amigos especiales se permite expresamente solo en dos casos, según la Regla. Estos son “las necesidades de los enfermos y la ropa de los frailes”. Nuestro predecesor, con bondad y sabiduría, extendió este permiso, en vista de su situación de necesidad, a otras necesidades de los Frailes que puedan surgir o incluso ser acuciantes cuando no haya limosna. Sin embargo, los Frailes deben observar que, por ninguna otra razón, salvo la mencionada o similar, podrán recurrir a tales amigos, ya sea en el camino o en otro lugar, ya sean sus propios amigos quienes aporten el dinero, o sus representantes, mensajeros o fideicomisarios, cualquiera que sea su nombre, incluso si se observan plenamente las modalidades establecidas en la declaración anterior.

El confesor de Cristo deseaba sobre todo que quienes profesaban su Regla se desprendieran por completo del amor y el deseo de las cosas terrenales, y en particular del dinero y su uso, como lo demuestra su constante repetición en la Regla de la prohibición de aceptar dinero. Por lo tanto, cuando los Frailes necesiten, por las razones mencionadas, recurrir a quienes poseen dinero destinado a sus necesidades, ya sean sus principales benefactores o sus enviados, estos Frailes deben comportarse de tal manera que demuestren su total despreocupación por el dinero, pues, de hecho, no les pertenece. Por lo tanto, son ilícitas para los Frailes acciones como ordenar que se gaste el dinero y en qué forma, exigir cuentas, solicitar su devolución de cualquier manera, guardarlo o hacerlo guardar, y llevar una hucha o su llave. Estas acciones pertenecen propiamente a los propietarios que dieron el dinero y a sus agentes.

Cuando el Santo expresó la pobreza de los Frailes en la Regla, dijo: “Los frailes no deben apropiarse de nada, ni casa ni tierra, ni cosa alguna, sino ir con confianza a pedir limosna como peregrinos y extranjeros sirviendo al Señor en pobreza y humildad”. Esta es también la renuncia definida por algunos de nuestros predecesores como Pontífices Romanos, que debe entenderse tanto específica como generalmente. Por lo tanto, estos Pontífices han aceptado para sí mismos y para la Iglesia Romana la propiedad absoluta de todo lo concedido, ofrecido o dado a los Frailes, dejándoles simplemente el derecho de uso. Sin embargo, se nos ha pedido que examinemos ciertas prácticas que, según se dice, se dan en la Orden y que parecen repugnantes al voto de pobreza y a la sinceridad de la misma.

Las siguientes son las prácticas que creemos que necesitan remediarse. Los Frailes no solo se permiten heredar, sino que incluso lo consiguen. A veces aceptan rentas anuales tan elevadas que los monasterios afectados pueden vivir completamente de ellas. Cuando sus asuntos, incluso los temporales, se debaten en los tribunales, asisten a los abogados y procuradores; para animarlos, se presentan personalmente. Aceptan el cargo de albacea testamentario y lo llevan a cabo. A veces se entrometen en acuerdos que implican usura o adquisición injusta y en la restitución que debe hacerse. En ocasiones, poseen no solo extensos huertos, sino también grandes viñedos, de los que recolectan grandes cantidades de verduras y vino para vender. En época de cosecha, recolectan tanto trigo y vino mendigando o comprándolos, almacenándolos en sus bodegas y graneros, que pueden vivir de ellos sin mendigar durante el resto del año. Construyen iglesias u otros edificios, o los hacen construir, de tal tamaño, estilo y lujo que parecen moradas de ricos, no de pobres. En muchos lugares, los Frailes poseen tantos ornamentos eclesiásticos, tan evidentemente preciosos, que superan en esto a las grandes catedrales. También aceptan indiscriminadamente los caballos y las armas que se les ofrecen en los funerales.

Sin embargo, la comunidad de Frailes, y en particular los gobernantes de la Orden, afirmaron que los abusos mencionados, o la mayoría de ellos, no existían en la Orden y que cualquier Fraile hallado culpable en tales asuntos era castigado rigurosamente. Además, hace mucho tiempo se aprobaron leyes muy estrictas en la Orden para prevenir tales abusos. Con el deseo, por lo tanto, de proteger la conciencia de los Frailes y disipar, en la medida de lo posible, cualquier duda de sus corazones, ofrecemos las siguientes respuestas.

Para que un estilo de vida sea auténtico, las acciones externas deben corresponder a la actitud interior. Por lo tanto, los Frailes que se han desprendido de las posesiones temporales mediante una renuncia tan grande deben abstenerse de todo lo que sea o pueda parecer contrario a dicha renuncia. Ahora bien, los herederos adquieren no solo el uso de su herencia, sino también, con el tiempo, la propiedad, y los Frailes no pueden adquirir nada para sí mismos en particular ni para su Orden en general. Por lo tanto, declaramos que la inviolabilidad de su voto los hace totalmente incapaces de tal herencia, que por su naturaleza se extiende tanto al dinero como a otros bienes muebles e inmuebles. Tampoco pueden permitir que se les deje o acepte como legado el valor de dicha herencia, ni una gran parte de ella, de modo que pueda presumirse que se hizo con engaño; de hecho, lo prohibimos terminantemente.

Como quiera que las rentas anuales son consideradas por la ley como bienes inmuebles, y son contrarias a la pobreza y a la mendicidad, no hay duda de que los Frailes no pueden aceptar ni tener rentas de ninguna clase, dado su estado de vida, como tampoco pueden tener posesiones, ni siquiera su uso, pues este uso no se les concede.

Además, los hombres perfectos deben evitar especialmente no solo lo que se considera malo, sino también todo lo que tenga apariencia de mal. Ahora bien, estar presentes en los tribunales y defender su causa, cuando la ley trata de asuntos que les benefician, lleva a creer, por las apariencias externas, que los Frailes presentes buscan algo propio. Por lo tanto, los Frailes que profesan esta Regla y voto no deben en modo alguno inmiscuirse en procesos legales en dichos tribunales. Absteniéndose, serán bien vistos por los demás, y vivirán con la pureza de su voto, evitando el escándalo al prójimo. De hecho, los Frailes deben ser completamente ajenos no solo a la aceptación, posesión, propiedad o uso del dinero, sino incluso a cualquier manejo del mismo, como nuestro predecesor lo ha dicho repetida y claramente en su interpretación de la Regla. Asimismo, los miembros de esta Orden no pueden recurrir a la justicia por ningún asunto temporal. Por lo tanto, los Frailes no pueden prestarse a tales procesos legales, sino que los consideran prohibidos por la pureza de su estado, pues estas actividades no pueden concluirse sin litigios y la gestión o administración de dinero. Sin embargo, no actúan en contra de su estado si asesoran para la ejecución de estos asuntos, ya que este asesoramiento no les confiere jurisdicción, autoridad legal ni administración sobre bienes temporales.

Ciertamente, no solo es lícito, sino muy razonable, que los Frailes que se dedican a las obras espirituales de oración y estudio tengan huertos y espacios abiertos para el recogimiento y la recreación, y a veces para distraerse físicamente después de sus labores espirituales, así como para cultivar hortalizas. Sin embargo, tener huertos para cultivar hortalizas y otros productos hortícolas para la venta, así como vides, es incompatible con la Regla y la pureza de su Orden. Nuestro antecesor declaró y ordenó que si, para este uso, alguien dejara un campo, una viña o algo similar a los Frailes, estos deberían abstenerse absolutamente de aceptarlo, ya que poseer tales cosas para recibir el precio de los productos de temporada es similar a tener ingresos.

Además, San Francisco ha demostrado, tanto con el ejemplo de su vida como con las palabras de su Regla, que desea que sus hermanos e hijos, confiando en la divina providencia, depositen su carga en el Señor, quien alimenta a las aves del cielo, que ni siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros. No es probable, entonces, que deseara que tuvieran graneros o bodegas, cuando esperan vivir de la mendicidad diaria. Y por esa razón, no deben ahorrar provisiones por un ligero temor, sino solo cuando sea muy probable, por experiencia, que de otra manera no encontrarán lo necesario para vivir. Por lo tanto, consideramos que la decisión debe dejarse a la conciencia de los Ministros y guardianes, tanto colectivamente como por separado en sus oficios y tutelas, actuando con el consejo y consentimiento del guardián y dos Sacerdotes mayores y discretos de una casa de la Orden de la zona.

El Santo quiso establecer a sus Frailes en la mayor pobreza y humildad, tanto de voluntad como de hecho, como prácticamente proclama toda la Regla. Es justo, pues, que de ninguna manera construyan ni permitan que se construyan iglesias ni edificios de ningún tipo que, en relación con el número de Frailes que viven allí, puedan considerarse excesivos en número o tamaño. Por lo tanto, deseamos que, en toda la Orden, los Frailes se conformen con edificios modestos y humildes, para que las apariencias externas, que impresionan a la vista, no contradigan la gran pobreza que promete el corazón.

Aunque los ornamentos y vasos eclesiásticos están ordenados para honrar el nombre de Dios, para cuyo propósito Dios creó todo, quien discierne lo secreto mira principalmente el corazón de quienes le sirven, no sus manos. No desea ser servido con cosas que contradigan el estilo de vida que profesan sus siervos. Por lo tanto, los Frailes deben contentarse con vasos y ornamentos eclesiásticos de apariencia decorosa y suficientes en tamaño y cantidad. El exceso, el lujo o la excesiva elaboración en estos o en cualquier otra cosa no conviene a la profesión ni al estado de vida de los Frailes. Todo lo que huela a tesoro y abundancia desmerece, a los ojos de la gente, la profesión de tan gran pobreza. Por lo tanto, deseamos y mandamos a los Frailes que observen lo que hemos dicho.

En cuanto a los regalos de caballos y armas, decretamos que en todas partes y en todo se observe la declaración antes dicha sobre las limosnas de dinero.

De lo anterior, sin embargo, ha surgido entre los Frailes una incómoda cuestión: si su Regla los obliga a un uso estricto y moderado de las cosas. Algunos Frailes creen y afirman que, así como se les ha comprometido a una renuncia estricta a la propiedad, también se les exige la mayor moderación en el uso de las cosas. Otros Frailes, por el contrario, afirman que por su profesión no están obligados a ningún uso restringido que no esté expresado en la Regla; sin embargo, están obligados a un uso moderado, al igual que los demás cristianos, e incluso con mayor razón. Deseando, pues, tranquilizar a los Frailes y poner fin a estas disputas, declaramos que los Frailes Menores, al profesar su Regla, están obligados especialmente al uso estricto y moderado expresado en ella. Sin embargo, afirmar, como algunos afirman, que es herético sostener que un uso restringido de las cosas está o no incluido en el voto de pobreza evangélica, lo juzgamos presuntuoso y temerario.

Finalmente, cuando la Regla establece quién y dónde debe elegirse al Ministro general, no menciona en absoluto la elección ni el nombramiento de los Ministros provinciales. Puede surgir cierta incertidumbre entre los Frailes sobre este punto. Deseamos que puedan proceder con claridad y seguridad en todo lo que hagan. Por lo tanto, declaramos, decretamos y ordenamos en esta Constitución de validez perpetua que, cuando una Provincia deba ser designada con un Ministro, su elección corresponde al Capítulo provincial. Este celebrará la elección al día siguiente de su asamblea. La confirmación de la elección corresponde al Ministro general. Si esta elección se realiza por votación y los votos se dividen de tal manera que se realizan varias votaciones sin acuerdo, la elección hecha por la mayoría numérica del Capítulo (sin considerar consideraciones de celo o mérito), a pesar de cualquier objeción de la otra parte, será confirmada o invalidada por el Ministro general. Tras considerar cuidadosamente el asunto, de acuerdo con su oficio, consultará con miembros discretos de la Orden, para tomar una decisión que agrade a Dios. Si el Ministro general invalida la elección, el Capítulo provincial votará de nuevo. Si el Capítulo no elige a su Ministro en la fecha mencionada, el Ministro general designará libremente un Ministro provincial. Sin embargo, existen ciertas Provincias —Irlanda, Grecia y Roma— que, según se dice, hasta ahora, por justas razones, han tenido otra forma de designar al Ministro provincial. En estos casos, si el Ministro general y el Capítulo general consideran, con razón, que el Ministro Provincial debe ser nombrado por el Ministro general, con el asesoramiento de buenos Religiosos de la Orden, en lugar de por elección del Capítulo provincial, esto se hará sin controversia para las Provincias de Irlanda, Roma y Grecia cuando el Ministro Provincial anterior fallezca o sea relevado del cargo en este lado del mar; no habrá engaño, parcialidad ni fraude, y la responsabilidad recaerá en la conciencia de quienes deciden el nombramiento. En cuanto a la destitución de los Ministros provinciales, deseamos que la Orden mantenga el procedimiento habitual hasta ahora. Por lo demás, si los Frailes carecen de Ministro general, sus funciones serán desempeñadas por el vicario de la Orden hasta que haya un nuevo Ministro general. Además, si se intenta violar este Decreto en relación con el Ministro Provincial, dicha acción será nula de pleno derecho.

Así pues, que nadie... Si alguno, sin embargo...'


Traducción de Decrees of the Ecumenical Councils, ed. Norman P. Tanner

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