sábado, 10 de mayo de 2025

SEGUNDO CONCILIO DE LYON (1274)

En 1274, el beato Papa Gregorio X convocó el Segundo Concilio de Lyon, que contó con la asistencia de 15 cardenales, 500 prelados y más de mil clérigos y dignatarios, entre ellos San Buenaventura


Otro gran Doctor de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino, recibió su recompensa celestial camino del Concilio. El principal objetivo de este Concilio fue el intento de reunificación con la Iglesia de Oriente, pero fue solo temporal y el cisma se amplió tras la consolidación del Filioque dogmático, en el que se reafirmó enfáticamente que el Espíritu Santo procede tanto del Padre como del Hijo. También se abordaron las normas para la elección papal y la recuperación de Palestina de manos de los turcos.

Introducción

Tras la muerte del Papa Clemente IV (29 de noviembre de 1268) pasaron casi tres años antes de que los cardenales pudieran elegir a un nuevo Papa, Gregorio X (1 de septiembre de 1271). El aspecto político de Europa en aquellos tiempos estaba experimentando grandes cambios. Los propios Papas, en sus luchas con los emperadores alemanes, habían pedido ayuda a diversos estados y habían colocado a Carlos de Anjou en el trono de Sicilia. Este largo conflicto, en el que los Papas lucharon para proteger su libertad e inmunidad, había acabado por trastornar el sistema tradicional de gobierno de la Cristiandad. Este sistema dependía de dos instituciones: el Papado y el imperio. En Oriente, además, el emperador Miguel VIII Palaeologus había capturado Constantinopla en 1261 y puesto fin al imperio latino.

Como la situación era sin duda compleja y difícil, Gregorio X había concebido un plan muy amplio que abarcaba todo el mundo cristiano. En este plan, la cuestión oriental era de la mayor importancia. El Papa intentó concluir un tratado con Miguel VIII Palaeologus y unir las iglesias orientales y occidentales. Porque si las iglesias se unían y se combinaba la fuerza de todos los pueblos cristianos, el problema de Tierra Santa podría resolverse y la Iglesia romana podría florecer con nueva autoridad e influencia en los estados occidentales.

Por ello, Gregorio X, al convocar el Concilio General el 31 de marzo de 1272, esbozó tres temas: la unión con los griegos, la Cruzada y la reforma de la Iglesia. En cuanto al tercer tema, que no sólo era tradicional en los Concilios medievales, sino que también lo exigía el estado actual de la moral eclesiástica, el Papa recabó en marzo de 1273 la opinión de todos los cristianos y les pidió ayuda. Todavía se conservan algunos informes que le fueron enviados con este fin. Tras largos preparativos, el Concilio se reunió en Lyon y se inauguró el 7 de mayo de 1274. Probablemente estuvieron presentes unos 300 obispos, 60 abades y un gran número de otros clérigos, muchos de los cuales al parecer eran teólogos (Tomás de Aquino murió durante su viaje a Lyon), así como el rey Jaime de Aragón y los delegados enviados por los gobernantes de Francia, Alemania, Inglaterra y Sicilia. Los griegos llegaron tarde, el 24 de junio, ya que habían naufragado. Mientras tanto, también había llegado una delegación de tártaros. Aunque el número de participantes no parece haber sido especialmente elevado, todo el mundo cristiano estuvo presente en persona o a través de representantes, y era evidente que el Concilio, como había deseado Gregorio X, era universal y ecuménico.

El Concilio celebró seis sesiones generales: los días 7 y 18 de mayo, 4 ó 7 de junio, 6, 16 y 17 de julio. En la cuarta sesión se decretó y definió la unión de la Iglesia griega con la latina, basada en el consentimiento que los griegos habían dado a las pretensiones de la Iglesia romana. En la última sesión se aprobó la constitución dogmática relativa a la procesión del Espíritu Santo, cuestión que había sido motivo de desacuerdo entre las dos iglesias. Sin embargo, la unión parece haber sido impuesta, por parte griega, por el emperador Miguel VIII. Quería el apoyo del Papa para disuadir a Carlos de Anjou de un ataque al imperio bizantino, mientras que la mayoría del clero griego se oponía a la unión. Así pues, la unión fue efímera, bien porque en Oriente el clero se resistió constantemente, bien porque los Papas, después de Gregorio X, cambiaron su plan de acción.

La debilidad de la unión con los griegos también hizo imposible una cruzada. Gregorio X obtuvo la aprobación de los principales estados de Europa para la empresa y pudo, en la segunda sesión, imponer fuertes impuestos (una décima parte durante seis años) para llevarla a cabo (Const. Zelus fidei, abajo pp. 309-314). Sin embargo, el Concilio se limitó a decidir emprender la Cruzada; no se empezó a hacer nada y el proyecto quedó en nada. Además, Gregorio murió poco después (el 10 de enero de 1276), y no tuvo suficiente influencia ni poder para llevar a buen término sus planes sobre la Iglesia y el Estado.

En cuanto a la reforma de la Iglesia, Gregorio se quejó en la última sesión del Concilio de que los debates no habían sido suficientes para aprobar ningún decreto definitivo. Sin embargo, consiguió que algunas constituciones relativas a la parroquia fueran delegadas a la curia. Por lo demás, en varias sesiones se aprobaron algunas constituciones relativas a las instituciones eclesiásticas. La más importante prescribía que el Papa debía ser elegido por el Colegio Cardenalicio reunido en Cónclave (Const. 2); la Constitución 23 intenta ajustar las relaciones entre clérigos seculares y religiosos; las Constituciones 26-27 tratan de la usura; y otras tratan de cuestiones particulares sobre la reforma de las costumbres y de la Iglesia.

Existen al menos dos redacciones (Conciliar y Postconciliar) de las Constituciones del Concilio, como ha demostrado S. Kuttner. En la segunda sesión, los padres habían aprobado el Decreto Zelus fidei, que era más bien una colección de Constituciones sobre Tierra Santa, la Cruzada, la guerra contra sarracenos y piratas, y el orden y procedimiento que debía observarse en el Concilio (aquí aparecen por primera vez las naciones como partes eclesiásticas de un Concilio). A continuación, se aprobaron veintiocho Constituciones en las siguientes sesiones: Const. 3-9, 15, 19, 24, 29-30 en la tercera, Const. 2, 10-12, 16-17, 20-22, 25-28, 31 en la quinta, Const. 1, 23 en la sexta sesión. El Papa promulgó una recopilación de las Constituciones del Concilio el 1 de noviembre de 1274, la envió a las universidades con la Bula Cum nuper, e informó a todos los fieles en la Encíclica Infrascriptas. En esta colección, sin embargo, tres de las treinta y una Constituciones son Postconciliares (Const. 13-14, 18). Éstas se refieren a la parroquia, sobre cuyo tema el Papa y los Padres Conciliares habían decidido en la última sesión del Concilio que algunos Decretos debían hacerse más tarde. Además, falta en la colección la Constitución Zelus fidei, tal vez porque no contenía estatutos jurídicos de validez universal; y las demás Constituciones habían sido sometidas al examen de la curia y enmendadas, en particular, por lo que sabemos, la Const. 2 sobre el Cónclave y las Const. 26-27 sobre la usura.

La colección de constituciones promulgadas por Gregorio X fue incorporada al Liber Sextus de Bonifacio VIII (1298) . También sobrevive, junto con la Encíclica Infrascriptas, en el registro de Gregorio X (=R), en el que hemos basado nuestro texto. La redacción conciliar, sin embargo, sólo se conoce en parte. La Constitución Zelus fidei fue descubierta primero por H. Finke en un códice de Osnabruck (= O), y luego por S. Kuttner, sin su comienzo, en un códice de Washington (= W), también existe en tres cartularios ingleses, que no hemos examinado; nuestra edición se basa en las transcripciones de Finke (= F) y Kuttner (= K). Las otras Constituciones de la redacción Conciliar sólo las conocemos por W y, por lo que se refiere a la Const. 2, por ocho pergaminos que contienen la aprobación de los Padres Conciliares a esta Constitución (Archivo Vaticano, AA. arm. I-XVIII, 2187-2194 = V I-8). Damos, pues, la redacción conciliar sobre la base de V y W; pero W es muy incompleta, pues sólo tiene 20 Constituciones (Const. 2-8, 9 mutilada, 10-12 16-17, 20, 22-23, 25-27, 31), y está llena de errores. Como mejor solución en esta fase intermedia, damos por lo tanto la Constitución Zelus fidei (abajo pp. 309-314) separada de la Colección Postconciliar (abajo pp. 314-331), y anotamos en el aparato crítico de esta última las lecturas variantes de la redacción conciliar. En las principales ediciones de las actas del Concilio sólo se encuentra la colección de Constituciones promulgadas por Gregorio X; todas estas ediciones dependen de Rm (4, 95-104), que está tomada de R (R fue editada posteriormente por Guiraud).

CONSTITUCIONES I

[1a]. El celo por la fe, la devoción ferviente y el amor compasivo deben despertar los corazones de los fieles, para que todos los que se glorían en el nombre de cristianos afligidos hasta el corazón por el insulto a su Redentor, se levanten vigorosa y abiertamente en defensa de la Tierra Santa y en apoyo de la causa de Dios. ¿Quién, lleno de la luz de la verdadera fe y recordando con afecto filial los maravillosos favores concedidos al género humano por Nuestro Salvador en Tierra Santa, no ardería en devoción y caridad, y se apenaría profundamente con esa Tierra Santa, porción de la herencia del Señor? ¿Qué corazón no se ablandará de compasión por ella, ante tantas pruebas de amor dadas en esa tierra por nuestro Creador? Ay! la misma tierra en la que el Señor se dignó obrar nuestra salvación y que, para redimir a la humanidad mediante el pago de su muerte, consagró con su propia sangre, ha sido osadamente atacada y ocupada durante largo tiempo por los impíos enemigos del nombre cristiano, los blasfemos e infieles sarracenos. No sólo conservan su conquista precipitadamente, sino que la arrasan sin miedo. Masacran salvajemente al pueblo cristiano para mayor ofensa del creador, para indignación y dolor de todos los que profesan la Fe Católica. “¿Dónde está el Dios de los cristianos?” es el reproche constante de los sarracenos, cuando se burlan de ellos. Tales escándalos, que ni la mente puede concebir plenamente ni la lengua contar, inflamaron nuestro corazón y despertaron nuestro coraje para que nosotros, que por experiencia en el extranjero no sólo hemos oído hablar de esos acontecimientos, sino que hemos mirado con nuestros ojos y tocado con nuestras manos, nos levantemos para vengar, en la medida de nuestras posibilidades, el insulto al Crucificado. Nuestra ayuda vendrá de quienes arden en celo de fe y devoción. Puesto que la liberación de Tierra Santa debe concernir a todos los que profesan la Fe Católica, convocamos un Concilio, para que después de consultar con prelados, reyes, príncipes y otros hombres prudentes, pudiéramos decidir y ordenar en Cristo los medios para liberar Tierra Santa. Propusimos también reconducir a los pueblos griegos a la unidad de la Iglesia; orgullosos de querer dividir de algún modo la túnica sin costuras del Señor, se apartaron de la devoción y obediencia a la Sede Apostólica. Nos propusimos también una reforma de las costumbres, que se han corrompido debido a los pecados tanto del clero como del pueblo. En todo lo que hemos mencionado, Aquel para quien nada es imposible dirigirá nuestros actos y consejos; cuando él quiere, hace fácil lo que es difícil, y nivelando con su poder los caminos torcidos, hace recto lo escabroso. En efecto, para realizar mejor nuestros planes, teniendo en cuenta los riesgos de las guerras y los peligros de los viajes para los que juzgábamos que debían ser convocados al Concilio, no nos escatimamos ni a nosotros ni a nuestros hermanos, sino que más bien buscamos privaciones para poder procurar descanso a los demás. Vinimos a la ciudad de Lyon con nuestros hermanos y curia, creyendo que en este lugar los convocados al Concilio se encontrarían con menos esfuerzos y gastos. Acudimos, asumiendo diversos peligros y molestias y corriendo muchos riesgos, al lugar donde estaban reunidos todos los convocados al Concilio, en persona o por medio de representantes idóneos. Celebramos frecuentes consultas con ellos sobre la ayuda a Tierra Santa, y ellos, celosos de vengar el insulto al Salvador, pensaron en las mejores maneras de socorrer a dicha Tierra y dieron, como era su deber, consejo y perspicacia [I b].

Habiendo escuchado sus consejos, elogiamos con razón sus resoluciones y su loable entusiasmo por la liberación de esa Tierra. Sin embargo, para que no parezca que ponemos sobre los hombros de otros pesadas cargas, difíciles de llevar, que no estamos dispuestos a mover con nuestro dedo, comenzamos por nosotros mismos; declarando que todo lo que tenemos lo tenemos del Hijo unigénito de Dios, Jesucristo, por cuyo don vivimos, por cuyo favor somos sostenidos, por cuya sangre incluso nosotros hemos sido redimidos. Nosotros y nuestros hermanos, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, pagaremos íntegramente durante seis años sucesivos la décima parte de todas nuestras rentas eclesiásticas, frutos y rentas para la ayuda de la Tierra Santa. Con la aprobación de este Sagrado Concilio, decretamos y ordenamos que durante dichos seis años, a partir de la próxima fiesta del cumpleaños del Bienaventurado Juan Bautista, todas las personas eclesiásticas de cualquier rango o preeminencia, condición, orden o estado religioso -y no deseamos que ninguna invoque para sí y para sus iglesias ningún privilegio o indulto, en cualquier forma de palabras o expresión que éstos hayan sido concedidos, más bien recordamos completamente los que hemos concedido hasta ahora- pagarán íntegramente y sin reducción alguna la décima parte de todas las rentas, frutos e ingresos eclesiásticos de cada año de la siguiente manera: es decir, la mitad en la fiesta del Nacimiento del Señor y la otra mitad en la fiesta del Bienaventurado Juan Bautista. A fin de observar más cuidadosamente la reverencia debida a Aquel de quien es esta empresa, en sí mismo y en sus Santos y especialmente en la gloriosa Virgen, cuya intercesión pedimos en ésta y en nuestras otras necesidades, y para que haya un subsidio más completo para Tierra Santa, ordenamos que se observe inviolablemente la Constitución del Papa Gregorio, nuestro predecesor de feliz memoria, contra los blasfemos. Las multas prescritas en esta Constitución deben ser exigidas en su totalidad a través de las autoridades del lugar donde se comete la blasfemia, y a través de otros que ejerzan jurisdicción temporal allí. Las medidas coercitivas, si es necesario, se tomarán a través de los ordinarios diocesanos y otros ordinarios locales. El dinero se destinará a los colectores para el subsidio. Además, ordenamos estrictamente a los confesores que oyen confesiones por jurisdicción ordinaria o por privilegio que inciten y exhorten a sus penitentes a entregar dicho dinero a Tierra Santa en plena satisfacción de sus pecados; y que persuadan a los que hacen testamento para que dejen, en proporción a sus medios, parte de sus bienes para ayuda a Tierra Santa. Ordenamos también que en cada iglesia se coloque una caja provista de tres llaves, la primera en poder del obispo, la segunda en el del sacerdote de la iglesia, la tercera en el de algún laico consciente. Se instruirá a los fieles para que depositen sus limosnas, según el Señor les inspire, en esta caja para la remisión de sus pecados. La misa se cantará públicamente en las iglesias una vez a la semana, en un día determinado que será anunciado por el sacerdote, para la remisión de tales pecados y especialmente de aquellos que ofrezcan limosna. Además de estas medidas, para proporcionar más ayuda a Tierra Santa, exhortamos e instamos a los reyes y príncipes, marqueses, condes y barones, magistrados, gobernadores y otros dirigentes seculares a que dispongan que en las tierras sujetas a su jurisdicción cada fiel pague una moneda del valor de un tournois o de una libra esterlina, según las costumbres o circunstancias de la región, y que ordenen otro pequeño impuesto sin carga para nadie para la remisión de los pecados; Estas contribuciones se harán cada año en ayuda de Tierra Santa, de modo que, así como nadie puede excusarse de compadecerse del miserable estado de Tierra Santa, nadie pueda ser dispensado de contribuir o excluido de merecer. Además, para que estas prudentes disposiciones relativas a la subvención a Tierra Santa no se vean obstaculizadas por el fraude, la malicia o la astucia de nadie, excomulgamos y anatematizamos a todos y cada uno de los que, a sabiendas, ofrezcan obstáculos, directa o indirectamente, pública o secretamente, al pago, como se ha descrito anteriormente, de los diezmos en ayuda de Tierra Santa.

Además, puesto que los corsarios y piratas obstaculizan en gran medida a los que viajan hacia y desde esa Tierra, capturándolos y saqueándolos, los atamos con el vínculo de la excomunión a ellos y a sus principales ayudantes y partidarios. Prohibimos a cualquiera, bajo amenaza de anatema, comunicarse a sabiendas con ellos contratando para comprar o vender. También ordenamos a los gobernantes de las ciudades y sus territorios que refrenen y frenen a tales personas de esta iniquidad; de lo contrario, es nuestro deseo que los prelados de las iglesias ejerzan la severidad eclesiástica en su tierra. Excomulgamos y anatematizamos, además, a aquellos falsos e impíos cristianos que, en oposición a Cristo y al pueblo cristiano, transportan a los sarracenos armas y hierro, que utilizan para atacar a los cristianos, y madera para sus galeras y otros barcos; y decretamos que quienes les vendan galeras o barcos, y quienes actúen como pilotos en barcos piratas sarracenos, o les presten cualquier ayuda o consejo mediante máquinas o cualquier otra cosa en perjuicio de los cristianos y especialmente de Tierra Santa, sean castigados con la privación de sus bienes y se conviertan en esclavos de quienes los capturen. Ordenamos que esta sentencia sea renovada públicamente los domingos y días festivos en todas las ciudades marítimas; y que el seno de la Iglesia no se abra a tales personas a menos que envíen en ayuda de Tierra Santa todo lo que recibieron de ese comercio condenable y la misma cantidad de lo suyo, para que sean castigados en proporción a sus pecados. Si por casualidad no pagan, se les castigará de otras formas para que con su castigo se disuada a otros de aventurarse en acciones imprudentes similares. Además, y bajo pena de anatema, prohibimos a todos los cristianos, durante seis años, que envíen o lleven sus barcos a las tierras de los sarracenos que habitan en el este, para que de este modo se prepare un mayor suministro de barcos para aquellos que quieran cruzar para ayudar a Tierra Santa, y para que los mencionados sarracenos se vean privados de la considerable ayuda que han estado acostumbrados a recibir de esto.

Porque es de suma necesidad para la realización de este negocio que los gobernantes y los pueblos cristianos mantengan la paz entre sí, ordenamos por lo tanto, con la aprobación de este Santo y General Sínodo, que la paz se mantenga generalmente en todo el mundo entre los cristianos, de modo que los que estén en conflicto sean inducidos por los prelados de las iglesias a observar inviolablemente durante seis años un acuerdo o paz definitiva o una tregua firme. A los que se nieguen a cumplirlo se les obligará muy estrictamente a hacerlo mediante una sentencia de excomunión contra sus personas y un interdicto sobre sus tierras, a menos que la malicia de los infractores sea tan grande que no puedan disfrutar de la paz. Si sucede que hacen caso omiso de la censura de la Iglesia, pueden temer merecidamente que el poder secular sea invocado por la autoridad eclesiástica contra ellos como perturbadores de los negocios del que fue Crucificado. Por lo tanto, nosotros, confiando en la misericordia de Dios Todopoderoso y en la autoridad de los Bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo, concedemos, por el poder de atar y desatar que Dios nos ha conferido, aunque indignamente, a todos los que emprendan esta obra de cruzar el mar para ir en ayuda de Tierra Santa, en persona y a sus expensas, el pleno perdón de sus pecados por los que estén verdadera y sinceramente contritos y hayan hablado en confesión, y les prometemos un aumento de vida eterna en la recompensa de los justos. A los que no vayan personalmente, sino que envíen a sus expensas a hombres idóneos, según sus posibilidades y condición, y lo mismo a los que vayan personalmente, pero a expensas de otros, les concedemos el pleno perdón de sus pecados. Queremos hacer partícipes de esta remisión, según la naturaleza de su ayuda y la intensidad de su devoción, a todos los que contribuyan convenientemente con sus bienes a la ayuda de dicha Tierra, o que den consejos y ayuda útiles en relación con lo anterior, y a todos los que pongan a disposición sus propios barcos para la ayuda de Tierra Santa o que se comprometan a construir barcos con este fin. Finalmente, este obediente y Santo Sínodo General imparte el beneficio de sus oraciones y bendiciones a todos los que piadosamente emprendan esta empresa para que contribuya a su salvación. [Id].

No a nosotros sino al Señor damos gloria y honor; démosle también gracias porque en tan Sagrado Concilio se han reunido a nuestra llamada un número muy grande de patriarcas, primados, arzobispos, obispos, abades, priores prebostes, decanos, archidiáconos y otros prelados de iglesias, tanto personalmente como por procuradores idóneos, y los procuradores de capítulos, colegios y conventos. Sin embargo, aunque para la feliz prosecución de tan grande empresa sean útiles sus consejos, y su presencia como hijos amados sea tan deliciosa, llenándonos en cierto modo de gozo espiritual, hay dificultades para algunos en cuanto a la permanencia. Varios inconvenientes resultan de su gran número; no deseamos que sufran por más tiempo los apretujones de la enorme muchedumbre; y su ausencia puede ser perjudicial para ellos y para sus iglesias. Un cierto amor prudente nos mueve a decidir, con el consejo de nuestros hermanos, la manera de aligerar la carga de estos representantes, sin dejar por ello de perseguir con menos ardor y celo nuestro objeto. Por lo tanto, hemos decidido que todos los patriarcas, primados, arzobispos, obispos, abades y priores a quienes hemos convocado especialmente y por su nombre permanezcan, que no se marchen sin nuestro permiso especial antes de que termine el Concilio. Los demás abades y priores no mitrados y los demás {1} abades y priores, que no fueron convocados por nosotros especialmente y por su nombre, y los prebostes, decanos, arcedianos y otros prelados de iglesias, y los procuradores de cualesquiera prelados, capítulos, colegios y conventos, tienen nuestra graciosa licencia para partir con la bendición de Dios y la nuestra. Encomendamos a todos los que así partan que dejen suficientes procuradores, como se describe a continuación, para recibir nuestras órdenes y tanto los Decretos de nuestro presente Concilio como cualesquiera otros Decretos que, con la inspiración de Dios, puedan ser emitidos en el futuro. Por lo tanto, todos los que parten deben dejar atrás el siguiente número adecuado de procuradores: a saber, cuatro del reino de Francia, cuatro del reino de Alemania, cuatro de los reinos de las Españas, cuatro del reino de Inglaterra, uno del reino de Escocia {2}, dos del reino de Sicilia, dos de Lombardía, uno de Toscana, uno de los estados de la Iglesia, uno del reino de Noruega, uno del reino de Suecia, uno del reino de Hungría {3}, uno del reino de Dacia, uno del reino de Bohemia, uno del ducado de Polonia. Además {4} ha llegado a nuestros oídos que algunos arzobispos, obispos y otros prelados, cuando fueron convocados por nosotros al Concilio, pidieron una contribución excesiva a sus súbditos y cometieron grandes extorsiones, imponiéndoles pesados impuestos. Algunos de estos prelados, aunque hicieron grandes exacciones, no acudieron al Concilio. Puesto que no era ni es nuestra intención que los prelados, al venir al Concilio, asocien la virtud de la obediencia con la opresión de sus súbditos, amonestamos a todos los prelados con gran firmeza, para que ninguno presuma de usar el Concilio como pretexto para cargar a sus súbditos con impuestos o exacciones. Si de hecho algunos prelados no han venido al Concilio y han hecho demandas con el pretexto de venir, es nuestra voluntad y orden precisa que hagan restitución sin demora. Aquellos, sin embargo, que han oprimido a sus súbditos, exigiendo contribuciones excesivas, deben procurar resarcirles sin crear dificultades, y cumplir de tal modo nuestros mandatos que no tengamos que aplicar un remedio por nuestra autoridad.

CONSTITUCIONES II

1. Sobre la suprema Trinidad y la fe católica {5}

1. Profesamos fiel y devotamente que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo, no como de dos principios, sino como de uno solo; no por dos espiraciones, sino por una sola. Esto ha profesado, predicado y enseñado hasta ahora la Santa Iglesia Romana, madre y señora de todos los fieles; esto sostiene firmemente, predica, profesa y enseña; ésta es la creencia inmutable y verdadera de los Padres y Doctores ortodoxos, latinos y griegos por igual. Pero como algunos, a causa de la ignorancia de dicha verdad indiscutible, han caído en diversos errores, nosotros, queriendo cerrar el camino a tales errores, con la aprobación del Sagrado Concilio, condenamos y reprobamos a todos los que se atreven a negar que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo, o a afirmar temerariamente que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de dos principios y no como de uno solo.

2. Sobre la elección y el poder del elegido {6}

2. {7} Donde hay mayor peligro, ciertamente debe haber mayor previsión. Aprendemos del pasado cuán pesadas son las pérdidas sufridas por la Iglesia Romana en una larga vacancia, cuán peligrosa es; lo vemos con demasiada claridad cuando consideramos sabiamente las crisis sufridas. La razón, pues, nos desafía abiertamente a que, mientras nos dedicamos hábilmente a la reforma de los males menores, no dejemos ciertamente sin remedio apropiado los de mayor peligro. Juzgamos, pues, que todo lo sabiamente instituido por nuestros predecesores y especialmente por el Papa Alejandro III, de feliz memoria, para evitar discordias en la elección del Romano Pontífice, debe permanecer totalmente intacto. No pretendemos en modo alguno desvirtuar esta legislación, sino suplir con la presente constitución lo que la experiencia ha demostrado que falta.

Con la aprobación del Sagrado Concilio {8} decretamos que si el Papa muere en una ciudad donde residía con su curia, los Cardenales presentes en esa ciudad están obligados a esperar a los Cardenales ausentes, pero sólo durante diez días. Transcurridos estos días, hayan llegado o no los ausentes, se reunirán todos en el palacio donde residía el Papa. Cada uno debe contentarse con un solo sirviente, clérigo o laico, a elección. Permitimos, sin embargo, que aquellos en evidente necesidad tengan dos, con la misma elección. En este palacio todos deben vivir en común en una habitación, sin tabiques ni cortinas. Aparte de la entrada libre a una habitación privada, el Cónclave debe estar completamente cerrado, para que nadie pueda entrar o salir. Nadie puede tener acceso a los Cardenales ni permiso para hablar secretamente con ellos, ni ellos mismos pueden admitir a nadie en su presencia, excepto aquellos que, por consentimiento de todos los Cardenales presentes, puedan ser convocados sólo para los asuntos de la inminente elección. No es lícito a nadie enviar un mensajero o un mensaje escrito a los Cardenales o a alguno de ellos. Quien actúe de otro modo, enviando un mensajero o un mensaje escrito, o hablando secretamente con uno de los Cardenales, incurrirá en excomunión automática. En el Cónclave se dejará abierta alguna ventana adecuada por la que se pueda servir cómodamente a los Cardenales la comida necesaria, pero no se permitirá la entrada a nadie por esta vía.

Si, lo que Dios no permita, dentro de los tres días siguientes a la entrada de los Cardenales en dicho Cónclave, la iglesia no ha sido provista de un pastor, deberán contentarse durante los cinco días siguientes, todos los días tanto en la cena como en la cena, con un solo plato. Si también transcurren estos días sin que se elija un Papa, en lo sucesivo sólo se servirá a los Cardenales pan, vino y agua hasta que proporcionen un Papa. Mientras dure el proceso de elección, los Cardenales no deben recibir nada del tesoro Papal, ni ningún otro ingreso proveniente de cualquier fuente para la Iglesia mientras la Sede esté vacante. Durante este período, todo queda bajo la custodia de aquel a cuya fidelidad y cuidado se ha confiado el tesoro, para que lo guarde a disposición del futuro Papa. Los que han aceptado algo están obligados desde entonces a abstenerse de recibir cualquiera de los ingresos que les corresponden hasta que hayan restituido completamente lo que han aceptado de esta manera. Los Cardenales deben dedicar su tiempo tan cuidadosamente a apresurar la elección que no se ocupen de ningún otro asunto, a menos que tal vez se presente una necesidad tan urgente como la defensa de los estados de la Iglesia o de alguna parte de ellos, o haya amenaza de un peligro tan grande y evidente que a todos y cada uno de los Cardenales presentes les parezca, por consentimiento general, que deben contrarrestarlo rápidamente.

Por supuesto, si uno de los Cardenales no entra en el cónclave, que hemos descrito más arriba, o habiendo entrado sale sin causa evidente de enfermedad, los demás, sin buscarlo en modo alguno y sin readmitirlo a la elección, pueden proceder libremente a elegir al próximo Papa. Si, de hecho, por enfermedad repentina, uno de ellos abandona el Cónclave, la elección puede proceder sin necesidad de su voto, incluso mientras dure la enfermedad. Pero si después de recobrar la salud, o incluso antes, desea volver, o incluso si otros ausentes, para los que se debe hacer una espera de diez días como hemos dicho, entran en escena mientras la elección está todavía indecisa, es decir, antes de que la Iglesia se haya provisto de un pastor, deben ser admitidos a la elección en el estado en que la encuentran; deben guardar las reglas con los demás en cuanto a recinto, sirvientes, comida y bebida y todo lo demás.

Si el Pontífice romano muere fuera de la ciudad en la que residía con su curia, los Cardenales están obligados a reunirse en la ciudad en cuyo territorio o distrito murió el Pontífice, a no ser que la ciudad esté bajo interdicto o persista en abierta rebelión contra la Iglesia romana. En tal caso, deben reunirse en otra ciudad, la más cercana que no esté bajo interdicto ni sea abiertamente rebelde. También en esta ciudad deben observarse las mismas reglas sobre la espera de los ausentes, la convivencia, la clausura y todo lo demás, en el palacio episcopal o en cualquier otra residencia especificada por los Cardenales, como arriba cuando el Papa muere en la ciudad donde residía con su curia.

Además, puesto que no basta con hacer leyes si no hay alguien que vele por su cumplimiento, ordenamos además que el señor y los demás gobernantes y funcionarios de la ciudad en la que se celebre la elección del Romano Pontífice, con el poder que les confiere nuestra autoridad y la aprobación del Consejo, hagan cumplir todo lo prescrito anteriormente en todos sus detalles, plena e inviolablemente, sin engaños ni artimañas, pero que no se atrevan a restringir a los Cardenales más allá de lo que se ha dicho. Tan pronto como dichos señores, gobernantes y funcionarios se enteren de la muerte del Sumo Pontífice, prestarán juramento como cuerpo, en presencia del clero y del pueblo especialmente reunido al efecto, de observar estas prescripciones. Si cometieran fraude en este asunto o no observaran las normas con cuidado, de cualquier preeminencia, condición o estatus que sean, perderán todos los privilegios; quedarán automáticamente sujetos al vínculo de la excomunión y serán infames para siempre; y quedarán permanentemente excluidos de todos los honores, ni podrán ser admitidos a ningún cargo público. Hemos decretado que por encima de esto quedan automáticamente privados de los bienes feudales y de todo lo que posean de la misma Iglesia romana o de cualesquiera otras iglesias, esta propiedad vuelve plena y libremente a las propias iglesias, para estar sin oposición alguna a disposición de los administradores de las mismas. La ciudad misma no sólo será sometida a interdicto, sino también privada de su dignidad episcopal.

Además {9}, puesto que cuando una pasión desordenada esclaviza la voluntad o alguna prenda la obliga a un modo de obrar, la elección es nula por falta de libertad, imploramos a los Cardenales por la tierna misericordia de nuestro Dios, y los llamamos a dar testimonio por la aspersión de su preciosa Sangre, que consideren muy cuidadosamente lo que van a hacer. Están eligiendo al Vicario de Jesucristo, al sucesor de Pedro, al soberano de la Iglesia universal, al guía del rebaño del Señor. Deben dejar a un lado todo el desorden del afecto privado, estar libres de cualquier negociación, acuerdo o promesa; no deben considerar ninguna promesa o entendimiento, no deben tener en cuenta su beneficio mutuo o el de sus amigos. No deben velar por sus propios intereses ni por su conveniencia individual. Sin ninguna otra restricción en su juicio que no sea Dios, deben buscar pura y libremente el bien público, pensando únicamente en la elección. Deben poner todo su empeño y cuidado. Su único objetivo es proporcionar, mediante su servicio y con prontitud, lo que es tan útil y necesario para todo el mundo, un conyugue adecuado para la Iglesia. Aquellos que actúen de otra manera están sujetos al castigo divino, su falta nunca será perdonada excepto después de una severa penitencia. Invalidamos todos los tratos, acuerdos, promesas y entendimientos, ya sean confirmados por juramento o por cualquier otro vínculo; los anulamos todos y decretamos que no tienen fuerza alguna. Nadie está obligado en modo alguno a cumplirlos, ni nadie debe temer que al transgredirlos esté quebrantando la fe. Más bien merece alabanza, pues incluso la ley humana atestigua que tales transgresiones son más aceptables para Dios que el cumplimiento del juramento.

Puesto que los fieles no deben confiar tanto en los recursos humanos, por solícitos que sean, como en la urgencia de la oración humilde y devota, hacemos un añadido a este Decreto. En todas las ciudades y lugares importantes, tan pronto como se conozca la muerte del Papa, el clero y el pueblo celebrarán solemnes exequias por él. Después de esto, todos los días, hasta que se tenga noticia indudable de que la Iglesia tiene verdaderamente su pastor, se ha de orar humilde y devotamente al Señor, para que El que hace la paz en el Cielo una de tal modo los corazones de los Cardenales en su elección, que se pueda proveer para la Iglesia rápida, armoniosa, unánime y beneficiosamente, para la salvación de las almas y el provecho del mundo entero. Y para que no se haga caso omiso de este saludable Decreto so pretexto de ignorancia, ordenamos estrictamente a los patriarcas, arzobispos, obispos, otros prelados de las iglesias y a todos los que tienen facultades para explicar la palabra de Dios, que reúnan a menudo al clero y al pueblo con el fin de exhortarles en los sermones a orar con fervor y repetidamente por un resultado rápido y feliz del Cónclave. Con la misma autoridad deben prescribir no sólo la oración frecuente, sino también, según lo recomienden las circunstancias, la observancia del ayuno.

3. {10} Para que, en la medida de lo posible, cerremos el paso a las malas prácticas en las elecciones, postulaciones y provisiones eclesiásticas, y para que las iglesias no tengan vacantes largas y peligrosas o se retrase la provisión de parroquias, dignidades y otros beneficios eclesiásticos, hacemos este Decreto perpetuo. Cuando los opositores a las elecciones, postulaciones o provisiones planteen dificultades contra la forma de la elección, postulación o provisión, o contra las personas de los electores o del elegido o de aquel para quien debía hacerse o se ha hecho la provisión, y por estas razones interpongan recurso, los recurrentes expresarán en documento público o carta de apelación cada objeción individual que pretendan hacer contra la forma o las personas. Deberán hacerlo en presencia de una o varias personas cualificadas que den fe de la veracidad de los puntos anteriores, y deberán jurar personalmente que creen que lo que dicen es cierto y que pueden probarlo. Si no lo hacen, tanto los objetores como, durante la apelación o después de ella, sus adherentes deben saber que les está vedada la facultad de objetar cualquier cosa que no esté expresada en estas cartas o documentos, a menos que haya alguna prueba nueva o que aparezcan repentinamente medios de probar las objeciones anteriores, o que hayan llegado a conocimiento de los objetores algunos hechos del pasado, hechos que en el momento de la apelación los apelantes probablemente podrían haber ignorado, y de hecho ignoraban. Deben acreditar su buena fe en relación con esta ignorancia y la posterior posibilidad de prueba prestando juramento personalmente, añadiendo en el mismo juramento que creen tener pruebas suficientes. Es nuestra voluntad, ciertamente, que permanezcan en vigor las penas impuestas por el Papa Inocencio IV, de feliz memoria, a quienes no fundamenten plenamente sus objeciones contra la forma o la persona.

4. {11} La codicia ciega y la ambición criminal y deshonesta, apoderándose de ciertas mentes, las llevan a la temeraria tentativa de usurpar por medio de fraudes ingeniosos lo que saben que les está prohibido por la ley. Algunos, en efecto, son elegidos para el gobierno de las iglesias y, como la ley prohíbe cualquier interferencia en la administración de las iglesias antes de que la elección haya sido confirmada, se las ingenian para que las iglesias les sean confiadas a ellos mismos como procuradores y administradores. Como no es bueno ceder a las artimañas humanas, deseamos tomar precauciones más amplias en esta Constitución General. Decretamos que en lo sucesivo nadie podrá pretender, antes de la confirmación de su elección, dirigir o aceptar la administración de un cargo para el que ha sido elegido, ni inmiscuirse en él, bajo pretexto de gestión o procuraduría o cualquier otro disfraz recién inventado, en las cosas espirituales o temporales, directamente o por medio de otros, en parte o en su totalidad. Decretamos que todos los que actúen de otro modo quedan por ese mismo hecho privados del derecho que habrían adquirido por la elección.

5. {12} No sólo las leyes dan testimonio, sino que también la experiencia, maestra eficaz de la realidad, pone de manifiesto cuán perjudicial para las iglesias es su vacancia, cuán peligrosa suele ser para las almas. Deseosos, pues, de contrarrestar la larga duración de las vacantes con remedios adecuados, decretamos perpetuamente que después de haber habido una elección en cualquier iglesia, los electores están obligados a informar al elegido tan pronto como sea convenientemente posible y a pedirle su consentimiento. El elegido, a su vez, debe darlo en el plazo de un mes a partir del día en que fue informado. Si el elegido se demora más allá de este plazo, debe saber que a partir de entonces queda privado del derecho que hubiera adquirido por su elección, a no ser que tal vez su condición sea tal que no pueda consentir en su elección sin permiso de su superior, a causa de una prohibición o de alguna disposición de la sede apostólica {13}. El elegido o sus electores deben entonces buscar y obtener con diligencia la licencia del superior, tan pronto como su presencia o ausencia lo permitan. De lo contrario, si el tiempo ha expirado, incluso con la concesión de la presencia o ausencia del superior, y no se ha obtenido el permiso, los electores son entonces libres de proceder a otra elección. Además, todo electo debe pedir la confirmación de su elección en el plazo de tres meses después de haber dado su consentimiento. Si sin impedimento legal omite hacerlo dentro de dicho plazo de tres meses, la elección es por ese mismo hecho nula.

6. {14} Declaramos, con la fuerza de un decreto perpetuo, que quienes en una elección votan a sabiendas por un candidato indigno no son privados del poder de elegir, a menos que hayan persistido tanto como para hacer que la elección dependa de sus votos, aunque al nominar a una persona indigna hayan actuado deliberadamente contra su conciencia y puedan temer con razón el castigo divino y un castigo, de acuerdo con la ofensa, por parte de la Sede Apostólica.

7. {15} Decretamos que nadie, después de haber votado por alguien cuya elección sigue, o después de haber dado su consentimiento a una elección hecha por otros, puede oponerse a él en lo que concierne a la elección misma, salvo por razones que salgan a la luz posteriormente, o a menos que se revele ahora el mal carácter del elegido previamente ocultado al objetor, o la existencia de algún otro vicio o defecto oculto, del que con toda probabilidad podría haber sido ignorante. No obstante, deberá garantizar su buena fe respecto a este desconocimiento mediante juramento.

8. {16} Si después de dos escrutinios una parte de los electores resulta ser más del doble que la otra, por este decreto quitamos a la minoría todo poder de imputar falta de celo, mérito o autoridad a la mayoría o a su candidato. No prohibimos, sin embargo, las objeciones que hagan nula, en virtud de la propia ley, la elección del candidato así opuesto.

9. {17} La Constitución del Papa Alejandro IV, nuestro predecesor de feliz memoria, incluye con razón los casos sobre elecciones episcopales, y los derivados de ellas, en la categoría de casos mayores y afirma que su investigación judicial posterior a cualquier apelación corresponde a la Sede Apostólica. Nosotros, sin embargo, deseando poner freno, tanto a la temeraria audacia como a la desenfrenada frecuencia de las apelaciones, hemos considerado que debíamos prever esta Constitución General. Si alguien apela extrajudicialmente con un motivo evidentemente frívolo en las citadas elecciones o en otras que se refieran a dignidades superiores al episcopado, tal apelación no debe de ningún modo presentarse ante la Sede Apostólica. Sin embargo, cuando en el marco de tales elecciones se apela por escrito, judicial o extrajudicialmente, por un motivo creíble que, por su prueba, debe ser considerado legítimo, tal asunto debe ser llevado a la Sede Apostólica. Además, es lícito a las partes en estos casos, siempre que no haya dolo, desistir de tales recursos antes de que sean presentados ante dicha Sede. Los jueces subalternos, que eran competentes para estos casos, deben en primer lugar, al retirar la apelación, investigar cuidadosamente si ha habido alguna irregularidad. Si la encuentran, no se ocupen más del caso, sino que fijen a las partes un plazo adecuado para que se presenten con todos sus actos y actas ante la sede apostólica. (I)

10. {18} Si entre otras objeciones contra el elegido o nominado o candidato a ser promovido de cualquier otro modo a alguna dignidad, se dice que carece manifiestamente de los conocimientos requeridos o tiene algún otro defecto personal evidente, decretamos que haya un orden invariable en la discusión de las objeciones. El candidato será examinado en primer lugar en relación con el defecto alegado, y el resultado decidirá si las demás objeciones deben ser consideradas o no. Si el resultado de dicho examen muestra que las objeciones relativas al supuesto defecto carecen de veracidad, excluimos a los objetores por completo de proseguir con el caso en el que han formulado sus objeciones, y decretamos que sean castigados exactamente como si hubieran fracasado por completo en probar cualquiera de sus objeciones.

11. {19} Sepan que incurren en excomunión automática todos aquellos que presuman de oprimir a los clérigos o a cualesquiera otras personas eclesiásticas que tengan derecho de elección en ciertas iglesias, monasterios u otros lugares piadosos, por haberse negado a elegir a la persona por la que se les pidió o instó a votar, o que presuman de oprimir a sus parientes o a dichas iglesias, monasterios u otros lugares, robándoles beneficios u otros bienes, ya sea directamente o por medio de otros, o vengándose de otras maneras.

12. {20} Decretamos por Constitución General que todos y cada uno, por alto que sea su rango, que intenten usurpar los privilegios reales, la custodia o guardia, o el título de abogado o defensor, en iglesias, monasterios y cualesquiera otros lugares piadosos, y presuman tomar posesión de sus bienes durante una vacante, queden bajo pena automática de excomunión. Los clérigos de las iglesias, los monjes de los monasterios y las demás personas de los lugares mencionados, que instiguen estos delitos, quedan automáticamente excomulgados de la misma manera. En efecto, prohibimos terminantemente a los clérigos que no se opongan, como es debido, a quienes actúan de tal modo, que reciban renta alguna de estas iglesias o lugares durante el tiempo que hayan permitido la usurpación sin oponerse a ella. Los que reclaman estos derechos por la fundación de las iglesias o de los otros lugares, o por razón de la antigua costumbre, eviten prudentemente abusar de sus derechos y cuiden de que sus agentes no abusen de ellos, de modo que no se apropien de nada más allá de lo que corresponde a los frutos o rentas devengados durante la vacante, y no permitan la dilapidación de los demás bienes de los que pretenden ser guardianes, sino que los conserven en buen estado.

13. El Canon promulgado por el Papa Alejandro III, nuestro predecesor de feliz memoria, decretó entre otras cosas que nadie sea nombrado párroco hasta que tenga veinticinco años y sea aprobado en cuanto a conocimientos y costumbres; y que después de su nombramiento, si no ha sido ordenado sacerdote dentro del tiempo fijado por los Cánones, a pesar de haber sido advertido a tal efecto, sea destituido de su cargo y éste sea conferido a otra persona. Puesto que muchos descuidan la observancia de este canon, deseamos que su peligrosa negligencia sea subsanada por la observancia de la ley. Por lo tanto, decretamos que no se nombre párroco a nadie que no sea idóneo por sus conocimientos, costumbres y edad. Cualquier nombramiento a partir de ahora de menores de veinticinco años carecerá de toda validez. La persona nombrada está obligada a residir en la iglesia parroquial de la que ha llegado a ser rector, para que pueda cuidar con mayor diligencia del rebaño que se le ha confiado. Dentro del año siguiente a su nombramiento, debe ordenarse sacerdote. Si dentro de ese plazo no ha sido ordenado, se le priva de su iglesia, incluso sin previo aviso, por autoridad de la presente Constitución. En cuanto a la residencia, como se ha descrito anteriormente, el ordinario puede conceder una dispensa por un tiempo y por una causa razonable.

14. En lo sucesivo, nadie puede pretender dar una iglesia parroquial “in commendam” a cualquier persona menor de la edad legal y no ordenada sacerdote. Dicha encomienda sólo puede tener una iglesia parroquial y debe existir una necesidad o ventaja evidente para la propia iglesia. Declaramos, sin embargo, que tal encomienda, incluso cuando se hace correctamente, no debe durar más de seis meses. Decretamos que cualquier procedimiento contrario relativo a las encomiendas de iglesias parroquiales es inválido de derecho.

Sobre las circunstancias de la ordenación y la calidad de los ordenandos

15. {21} Decretamos que quienes a sabiendas o con ignorancia afectada o con cualquier otro pretexto presuman ordenar clérigos de otra diócesis sin permiso del superior de los ordenandos, sean suspendidos por un año de conferir orden alguna. Las penas prescritas por la ley contra los así ordenados permanecerán en pleno vigor. Concedemos también a los clérigos de las diócesis de los obispos así suspendidos, después de que su suspensión se haya hecho pública, la facultad de recibir libremente órdenes mientras tanto de los obispos vecinos, incluso sin licencia de su propio obispo, pero en los demás aspectos canónicamente.

Sobre los bígamos

16. {22} Poniendo fin a un antiguo debate mediante la presente Declaración, declaramos que los bígamos están privados de todo privilegio clerical y deben ser entregados al control de la ley secular, a pesar de cualquier costumbre contraria. También prohibimos a los bígamos, bajo pena de anatema, llevar la tonsura o el vestido clerical.

Sobre el oficio de juez ordinario

17. {23} Si los canónigos quieren suspender la celebración del culto divino, como lo pretenden por costumbre o de otro modo en ciertas iglesias, están obligados, antes de tomar cualquier medida para suspender la celebración, a expresar sus razones para ello en una confirmación de autenticidad. Deben entregar este documento o carta a la persona contra la que se dirige la suspensión. Han de saber que si suspenden los servicios sin esta formalidad o la razón expresada no es canónica, deberán restituir todos los ingresos que hayan recibido, durante el tiempo de la suspensión, de la iglesia en la que se ha producido la suspensión. En ningún caso recibirán nada que se les deba por ese período, sino que lo restituirán a la iglesia en cuestión. Además, estarán obligados a restituir el perjuicio o la injusticia causada a la persona a la que pretendían castigar. Sin embargo, si se juzga que su causa es canónica, el causante de la suspensión será condenado a indemnizar a dichos cánones y a la iglesia de la que se ha retirado el servicio divino por su culpa. El superior debe adjudicar la compensación y ésta debe ser utilizada en beneficio del culto divino. No obstante, reprendemos totalmente el detestable abuso y la horrible impiedad de quienes, tratando con irreverente atrevimiento crucifijos e imágenes o estatuas de la Santísima Virgen y de otros santos, los arrojan al suelo para subrayar la suspensión del culto divino y los dejan bajo ortigas y espinas. Prohibimos severamente cualquier sacrilegio de este tipo. Decretamos que quienes desobedezcan reciban una dura sentencia retributiva que castigue a los infractores de tal modo que suprima la misma arrogancia en otros.

Sobre los Ordinarios Locales en materia de dispensas

18. Los Ordinarios locales deben obligar estrictamente a sus súbditos a presentar las dispensas por las que ostentan canónicamente, según afirman, varias dignidades o iglesias a las que está aneja la cura de almas, o una casa parroquial o dignidad junto con otro beneficio al que está aneja una cura similar. Estas dispensas han de mostrarse dentro de un plazo proporcionado a la situación, a juicio de los propios ordinarios. Si, sin motivo justificado, no se ha presentado ninguna dispensa dentro de ese plazo, las iglesias, los beneficios, las casas parroquiales o las dignidades que, como es obvio, se ostentan ilegalmente sin dispensa, deben ser conferidos libremente a las personas adecuadas por aquellos que tienen el derecho. Si, por el contrario, la dispensa mostrada parece claramente suficiente, el titular no debe ser molestado en modo alguno en la posesión de estos beneficios canónicamente obtenidos. Sin embargo, el ordinario debe disponer que no se descuide la cura de almas en esas iglesias, casas parroquiales o dignidades, ni se defrauden los propios beneficios de los servicios que se les deben. En caso de duda sobre si la dispensa es suficiente, se debe recurrir a la Sede Apostólica, a la que corresponde el juicio sobre sus beneficios. Además, los Ordinarios, al conceder curatos, dignidades y otros beneficios que impliquen la cura de almas, procuren no conferirlos a quien ya posea varios beneficios semejantes, a no ser que se demuestre una dispensa evidentemente suficiente para los ya poseídos. Incluso en este caso, deseamos que el Ordinario confiera el beneficio sólo si de la dispensa se desprende que el beneficiario puede conservar legítimamente esta casa parroquial, dignidad o beneficio junto con los que ya posee, o si está dispuesto a renunciar libremente a los que ya posee. En caso contrario, la concesión de tales parroquias, dignidades y beneficios no tendrá consecuencia alguna.

Sobre la alegación

19. {24} Parece que debemos contrarrestar con prontitud la astuta prolongación de los pleitos. Esperamos hacerlo eficazmente dando directivas correctivas adecuadas a quienes ofrecen sus servicios en asuntos legales. Ya que las cosas que han sido provechosamente provistas por la sanción legal concerniente a los abogados parecen haber caído en desuso, renovamos la misma sanción por la presente Constitución, con algunas adiciones y modificaciones. Decretamos que todos y cada uno de los abogados en el foro eclesiástico, ya sea ante la Sede Apostólica o en cualquier otro lugar, juren sobre los Santos Evangelios que en todas las causas eclesiásticas y otras en el mismo foro, de las que hayan asumido o vayan a asumir la defensa, harán todo lo posible por sus clientes en lo que juzguen verdadero y justo. También han de jurar que en cualquier parte del proceso en que descubran que la causa que habían aceptado de buena fe es injusta, dejarán de defenderla; más bien la abandonarán por completo, sin tener nada más que ver con ella, y observarán inviolablemente el resto de la sanción anterior. Los procuradores también están obligados a prestar un juramento similar. Tanto los abogados como los procuradores están obligados a renovar este juramento cada año en el foro en el que hayan asumido el cargo. Los que se presenten ante la Sede Apostólica o ante el tribunal de algún juez eclesiástico, en el que aún no hayan prestado tal juramento, para actuar como abogado o procurador en algún caso individual, deben prestar un juramento semejante, en cada caso, al comienzo del litigio. A los abogados y procuradores que se nieguen a prestar juramento en la forma indicada se les prohíbe ejercer mientras persista su negativa. Si violan deliberadamente su juramento, los consejeros que hayan alentado a sabiendas una causa injusta incurren, además de en la culpa de perjurio, en la maldición divina y en la nuestra, de la que no pueden ser absueltos a menos que restituyan el doble de la cantidad que aceptaron por ese mal trabajo como abogado, procurador o consejero. Además, están obligados a restituir el perjuicio causado a las partes perjudicadas por su injusto ministerio. Además, para que la avaricia insaciable no lleve a algunos a despreciar estos sanos Decretos, prohibimos estrictamente que un abogado acepte más de veinte libras tornesas por cualquier caso, un procurador más de doce, como salario o incluso con el pretexto de una recompensa por ganar. Los que aceptan más no adquieren en modo alguno la propiedad del exceso, sino que están obligados a la restitución; nada de esta pena de restitución puede ser condonada en evasión de la presente Constitución. Además, los abogados que violen de este modo la presente Constitución serán suspendidos de su cargo durante tres años. A los procuradores, por su parte, se les denegará el permiso para ejercer su cargo ante un tribunal.

Sobre lo que se hace por la fuerza o por miedo

20. {25} Anulamos por autoridad de esta Constitución cualquier absolución de sentencia de excomunión o cualquier revocación de la misma, o de suspensión o incluso de interdicto, que haya sido arrancada por la fuerza o por miedo. Para que no aumente la audacia cuando la violencia queda impune, decretamos que los que hayan extorsionado tal absolución o revocación por la fuerza o el miedo queden bajo pena de excomunión.

Sobre prebendas y dignidades

21. {26} Hemos decretado que el Estatuto del Papa Clemente IV, nuestro predecesor de feliz memoria, según el cual las dignidades y beneficios que queden vacantes en la curia romana no deben ser conferidos por nadie más que por el Romano Pontífice, sea modificado como sigue. Aquellos que tienen el poder de conferir estas dignidades y beneficencias pueden conferirlas válidamente, no obstante dicho estatuto, pero no hasta un mes después del día en que las dignidades y beneficencias han quedado vacantes, y entonces sólo por sí mismos personalmente o, si están a distancia, a través de sus vicarios generales en sus diócesis, a quienes este cargo ha sido canónicamente confiado.

Sobre la no enajenación de los bienes de la Iglesia

22. {27} Por este bien ponderado Decreto prohibimos a todos y cada uno de los prelados someter, sujetar o subordinar las iglesias que le han sido confiadas, sus bienes inmuebles o derechos, a los laicos sin el consentimiento de su Capítulo y la licencia especial de la Sede Apostólica. No se trata de conceder los bienes o derechos en enfiteusis o enajenarlos de otro modo en la forma y en los casos permitidos por el derecho. Lo que se prohíbe es establecer o reconocer a estos laicos como superiores de quienes se tienen los bienes y derechos, o hacer de ellos los protectores, acuerdo que en la lengua vernácula de ciertos lugares se llama “avocar”, es decir, se nombra a los laicos patronos o abogados de las iglesias o de sus bienes, ya sea a perpetuidad o por un largo período. Decretamos que todos los contratos de enajenación de este tipo, aunque estén fortificados por juramento, pena o cualquier otra confirmación, que se hagan sin la licencia y el consentimiento antes mencionados, y cualquier consecuencia de estos contratos, son totalmente nulos; no se confiere ningún derecho, ni se establece ninguna causa de prescripción. Además, decretamos que los prelados que desobedezcan queden automáticamente suspendidos por tres años de sus cargos y administración, y los clérigos que sepan que se ha violado la prohibición pero no lo notifiquen al superior, queden automáticamente suspendidos por tres años de recibir los frutos de los beneficios que tengan en la iglesia así oprimida. Los laicos que hasta ahora han obligado a los prelados, capítulos de iglesias u otras personas eclesiásticas a hacer estas sumisiones, serán obligados por sentencia de excomunión, a menos que después de la amonestación adecuada, habiendo renunciado a la sumisión que exigieron por la fuerza o el miedo, liberen a las iglesias y devuelvan los bienes que les fueron entregados. También han de ser excomulgados quienes en el futuro obliguen a los prelados o a otras personas eclesiásticas a hacer tales sumisiones, cualquiera que sea su condición o estado. Aun cuando se hayan celebrado o vayan a celebrarse contratos con la debida licencia y consentimiento, o con ocasión de tales contratos, los laicos no deben transgredir los límites establecidos por la naturaleza del contrato mismo o por la ley en que se basa el contrato. Aquellos que actúen de otra manera, a menos que después de una amonestación legítima desistan de tal usurpación, restaurando también lo que han usurpado, incurren en excomunión automática, y en lo sucesivo se abre el camino, si es necesario, para poner su tierra bajo interdicto eclesiástico.

Sobre las casas religiosas, que han de estar sujetas al obispo

23. {28} Un Concilio general, mediante una prohibición ponderada, evitó la excesiva diversidad de Ordenes Religiosas, para que no condujera a la confusión. Después, sin embargo, no sólo el molesto deseo de los peticionarios ha extorsionado su multiplicación, sino que también la presuntuosa temeridad de algunos ha producido una multitud casi ilimitada de diversas Ordenes, especialmente mendicantes, que aún no han merecido el comienzo de la aprobación. Renovamos, pues, la Constitución, y prohibimos severamente que nadie funde en adelante una nueva Orden o forma de Vida Religiosa, ni asuma su hábito. Prohibimos absolutamente a perpetuidad todas las formas de Vida Religiosa y las Ordenes Mendicantes fundadas después de dicho Concilio que no hayan merecido la confirmación de la Sede Apostólica, y las suprimimos en la medida en que se hayan difundido. En cuanto a aquellas Ordenes, sin embargo, confirmadas por la Sede Apostólica e instituidas después del Concilio, cuya Profesión, Regla o Constituciones les prohíben tener rentas o posesiones para su sustento adecuado, pero cuyo inseguro mendicanato suele proporcionarles la vida mediante la mendicidad pública, decretamos que puedan subsistir en los siguientes términos. Los miembros profesos de estas Ordenes pueden continuar en ellas si están dispuestos a no admitir en adelante a nadie a la profesión, ni a adquirir una nueva casa o terreno, ni a tener poder para enajenar las casas o terrenos que tienen, sin licencia especial de la Sede Apostólica. Reservamos estas posesiones a disposición de la Sede Apostólica, para que se destinen a la ayuda a Tierra Santa o a los pobres o para que se dediquen a otros usos piadosos por medio de los ordinarios locales u otros comisionados por la Sede Apostólica. Si se violan las condiciones anteriores, no son válidas ni la recepción de personas ni la adquisición de casas o terrenos ni la enajenación de éstos u otros bienes, y además se incurre en excomunión. También prohibimos absolutamente a los miembros de estas Ordenes, en lo que se refiere a los externos, el oficio de predicar y oír confesiones y el derecho de sepultura. Por supuesto, no permitimos que la presente Constitución se aplique a las Ordenes de Predicadores y Menores; su aprobación da testimonio de su evidente ventaja para la Iglesia universal. Además, concedemos que la Orden de los Carmelitas y la de los Ermitaños de San Agustín, cuya institución precedió a dicho Concilio general {29} permanezcan tal como están, hasta que se dicten otras disposiciones para ellas. Nos proponemos, en efecto, proveer tanto para ellos como para las demás Ordenes, incluso para los no mendicantes, según veamos que conviene al bien de las almas y al buen estado de las Ordenes. Concedemos también un permiso general a los miembros de las Ordenes a las que se aplica la presente Constitución, para pasar a las otras Ordenes aprobadas con esta condición: ninguna Orden debe transferirse totalmente a otra, ninguna comunidad debe transferirse a sí misma y sus posesiones totalmente a otra, sin permiso especial de la Sede Apostólica.

Sobre los impuestos y las procuraciones

24. {30} La audacia de los malvados exige que no nos contentemos con prohibir los delitos, sino que inflijamos castigos a los infractores. La Constitución del Papa Inocencio IV, nuestro predecesor de feliz memoria, prohibió que las procuraciones se recibieran en forma de dinero, o la aceptación de regalos por parte de los visitadores pastorales y sus asistentes. Se dice que muchos transgreden imprudentemente esta Constitución. Deseamos que sea observada inviolablemente y hemos decretado que sea reforzada añadiendo una pena. Decretamos que uno y todos los que presuman, a causa de la procuración que se les debe por razón de una visitación, exigir dinero o incluso aceptar dinero de alguien dispuesto; o violar la Constitución de otra manera aceptando regalos o, sin hacer la visitación, aceptando procuraciones en comida o cualquier otra cosa; están obligados a devolver el doble de lo que han recibido a la iglesia de la que lo recibieron, y esto en el plazo de un mes. Si no lo hacen, a partir de ese momento los patriarcas, arzobispos y obispos que pospongan la restitución del doble pago más allá de dicho período, deben saber que se les prohíbe la entrada en la iglesia; y el clero inferior debe saber que está suspendido de su cargo y beneficio hasta que haya satisfecho completamente este doble a las iglesias cargadas; la remisión, liberalidad o bondad de los dadores no debe servir de nada.

Sobre la inmunidad de las iglesias

25. {31} La santidad corresponde a la casa del Señor; conviene que aquel cuya morada ha sido establecida en paz sea adorado en paz y con la debida reverencia. Las iglesias, por lo tanto, deben ser visitadas con humildad y devoción; el comportamiento en su interior debe ser tranquilo, agradable a Dios, que traiga paz a los espectadores, una fuente no sólo de instrucción, sino de refrigerio mental. Los que se reúnen en la iglesia deben ensalzar con un acto de especial reverencia ese nombre que está por encima de todo nombre, que ningún otro bajo el cielo ha sido dado a las personas, en el que los creyentes deben salvarse, es decir, el nombre de Jesucristo, que salvará a su pueblo de sus pecados. Cada uno debe cumplir en sí mismo lo que está escrito para todos: que ante el nombre de Jesús se doble toda rodilla; siempre que se recuerde ese glorioso nombre, especialmente durante los sagrados misterios de la Misa, todos deben doblar las rodillas de su corazón, lo cual pueden hacer incluso inclinando la cabeza. En las iglesias, las sagradas solemnidades deben poseer todo el corazón y toda la mente; toda la atención debe dedicarse a la oración. Aquí donde es propio ofrecer los deseos celestiales con paz y calma, que nadie suscite rebeliones, provoque clamores o sea culpable de violencia. Las consultas de las universidades y de cualesquiera asociaciones deben dejar de celebrarse en las iglesias, lo mismo que los discursos públicos y los parlamentos. Deben cesar las conversaciones ociosas y, más aún, las soeces y profanas; debe cesar la cháchara en todas sus formas. En resumen, todo lo que pueda perturbar el culto divino u ofender los ojos de la majestad divina debe ser absolutamente ajeno a las iglesias, no sea que donde se pida perdón por nuestros pecados, se dé ocasión al pecado, o se descubra que se comete pecado. En las iglesias o en sus cementerios no se deben tener otras actividades, especialmente no deben tener el bullicio de los mercados y las plazas públicas. Debe acallarse todo ruido de tribunales seculares. Los laicos no deben celebrar sus juicios en las iglesias, especialmente los casos penales. La iglesia no debe ser un lugar para investigaciones judiciales laicas. Los ordinarios locales deben velar por que todo esto se cumpla, persuadir donde se necesite persuasión, suprimir con su autoridad lo que prohíbe este Canon. Deben también destinar a este fin en las iglesias a las personas más diligentes e idóneas para los fines antes indicados. Además, los procedimientos de los jueces seculares, y en particular las sentencias dictadas en estos lugares sagrados, deben carecer de toda validez. Aquellos que impúdicamente desafíen las prohibiciones anteriores, además de las sanciones impuestas por los ordinarios y sus delegados, tendrán que temer la severidad del castigo divino y del nuestro hasta que, habiendo confesado su culpa, hayan resuelto firmemente evitar tal conducta en el futuro.

Sobre la usura

26. {32} Deseando cerrar el abismo de la usura, que devora las almas y engulle los bienes, ordenamos bajo amenaza de la maldición divina que se observe inviolablemente la Constitución del Concilio de Letrán contra los usureros. Puesto que cuanto menos les conviene prestar a los usureros, tanto más se coarta su libertad de practicar la usura, ordenamos por esta Constitución General lo siguiente: Ni un colegio, ni otra comunidad, ni una persona individual, de cualquier dignidad, condición o estado, puede permitir a aquellos extranjeros y otros no originarios de sus territorios {33} que practiquen la usura o deseen hacerlo, que alquilen casas con ese fin o que ocupen casas alquiladas o vivan en otro lugar. Por el contrario, deben expulsar de sus territorios a todos esos notorios usureros en el plazo de tres meses, y no admitirlos jamás en el futuro. Nadie debe alquilarles casas para tal fin, ni concederles casas bajo ningún otro título {34}. Los que actúen de otro modo, si son personas eclesiásticas, patriarcas, arzobispos u obispos, deben saber que incurren en suspensión automática; las personas individuales menores, en excomunión; los colegios u otras comunidades, en interdicto. Si permanecen obcecados durante un mes, sus territorios quedarán en adelante bajo interdicto eclesiástico mientras los usureros permanezcan en ellos. Además, si son laicos, se les prohibirá tal transgresión mediante censura eclesiástica a través de sus ordenanzas, cesando todos los privilegios {35}.

27. {36} Aunque los usureros notorios ordenen en sus testamentos que se restituyan sus ganancias usurarias, ya sea en términos expresos o en general, la sepultura eclesiástica debe, sin embargo, negarse hasta que se haya hecho una restitución completa en la medida en que los medios del usurero lo permitan, o hasta que se haya dado una promesa de restitución adecuada. Esta prenda debe darse a aquellos a quienes se debe la restitución, si ellos mismos u otros que puedan recibir por ellos están presentes. Si están ausentes, la prenda se entregará al ordinario del lugar o a su vicario o al rector de la parroquia donde vive el testador, en presencia de personas de confianza de la parroquia (el ordinario, el vicario y el rector, como se acaba de decir, tendrán permiso para recibir dicha prenda en su nombre por autoridad de la presente Constitución, de modo que estos eclesiásticos tengan derecho a actuar). La prenda también podrá entregarse a un funcionario público comisionado por el ordinario. Si la suma debida por la usura es abiertamente conocida, deseamos que esta suma se exprese siempre en la prenda, si la cantidad no es claramente conocida, la suma debe ser determinada por el receptor de la prenda {37}. El receptor debe hacer su estimación en no menos de la cantidad probable; si hace lo contrario, está obligado a la restitución de todo lo que aún se deba. Decretamos que todos los religiosos y demás personas que presuman conceder sepultura eclesiástica {38} a notorios usureros, contraviniendo este Decreto, queden sujetos a la pena promulgada contra los usureros en el Concilio de Letrán. Nadie debe asistir a los testamentos de los usureros notorios, ni oír sus confesiones, ni absolverlos, a menos que hayan restituido su usura o hayan dado una garantía adecuada, en la medida de sus posibilidades, como se ha descrito anteriormente. Los testamentos hechos de cualquier otro modo por usureros notorios no tienen ninguna validez, sino que son nulos de pleno derecho {39}.

Sobre los agravios y el perjuicio causado

28. {40} Los embargos que en lengua vernácula se llaman “represalias”, por los cuales se grava a unas personas en lugar de otras, han sido prohibidos por la Constitución Civil como opresivos y contrarios a las leyes y a la equidad natural. Sin embargo, para que los delincuentes tengan mayor temor de infringir la ley cuando se trate de personas eclesiásticas, de acuerdo con la prohibición más particular de las represalias contra ellas, prohibimos severamente la concesión de represalias contra personas eclesiásticas o sus bienes. Por el presente decreto prohibimos también que se extiendan a estas personas tales represalias, tal vez concedidas universalmente so pretexto de alguna costumbre que preferiríamos llamar abuso. Quienes actúen de otro modo, concediendo embargos o represalias contra tales personas o extendiendo la concesión para incluirlas, a menos que revoquen tal presunción en el plazo de un mes, incurren en pena de excomunión, si son individuos; deben ser sometidos a interdicto eclesiástico, si son una comunidad.

Sobre la pena de excomunión

29. {41} La Constitución del Papa Inocencio IV, nuestro predecesor de feliz memoria, prohíbe que quienes se comunican con personas excomulgadas en asuntos que sólo conllevan una excomunión menor queden vinculados, sin recibir antes la amonestación canónica, por una excomunión mayor; la sentencia de excomunión así promulgada no vincula. Para eliminar cualquier escrúpulo de ambigüedad, declaramos que la amonestación sólo es canónica si, después de que se hayan observado debidamente todas las demás formalidades, nombra a las personas amonestadas. También decretamos que en el curso de las amonestaciones requeridas para que la sentencia sea promulgada canónicamente, los jueces, ya sea que den tres amonestaciones o una para las tres, deben observar intervalos apropiados de algunos días, a menos que la urgencia de la situación aconseje lo contrario.

30. {42} Por el presente Decreto General declaramos que el beneficio de la absolución provisional no se aplica en modo alguno a las ciudades, aldeas o cualesquiera otros lugares contra los que se haya promulgado un interdicto general.

31. {43} Quien, por el hecho de haberse promulgado sentencia de excomunión, suspensión o entredicho contra reyes, príncipes, barones, nobles, alguaciles o sus agentes o cualquier otra persona, dé permiso a alguien para matar, capturar o molestar, en sus personas o bienes o en los de sus parientes, a quienes hayan publicado tales sentencias, o por cuya cuenta se hayan publicado las sentencias, o quienes observen tales sentencias o se nieguen a comunicarse con los así excomulgados, a menos que revoquen a tiempo tal permiso, cae automáticamente bajo pena de excomunión. Si se han confiscado bienes con ocasión de tal permiso, se incurre en la misma pena a menos que se devuelvan los bienes en el plazo de ocho días o se satisfaga la pérdida. Todos los que se hayan atrevido a hacer uso del permiso, o cometan por iniciativa propia cualquiera de los delitos mencionados para los que hemos prohibido que se conceda permiso, están sujetos a la misma sentencia. Aquellos que permanezcan bajo esta sentencia de excomunión durante dos meses no podrán obtener en lo sucesivo la absolución sino a través de la Sede Apostólica.


NOTAS FINALES:

{1} No mitrado ... otro omitido en W
{2} Uno del reino de Escocia ... omitido en W
{3} A remolque del reino de Sicilia ... Hungría omitido en O.
{4} Además ... por nuestra autoridad ... omitido en O.
{5} Const. 29 en BN
{6} A todos los que por la misericordia de Dios (por la misericordia de Dios omitida en V 8) verán esta presente carta ... (siguen los nombres, para los cuales véase Actenstuecke zur Geschichte des deutschen Reiches ..., ed. F. Kaltenbrunner (Mittenilungen aus dem Vaticanischen Archive I, Viena 1869, núm. I). F. Kaltenbrunner (Mitteilungen aus dem Vaticanischen Archive, I), Viena 1869, núm. 52; Kuttner, Derecho conciliar ... , 62. Los pergaminos están firmados por los obispos de cada una de las naciones, a saber, Italia, Francia, Alemania, Irlanda y Gran Bretaña, España y Portugal, Provenza y Oriente, y por los abades y priores de las Ordenes Religiosas.) saludos en el autor de la salvación (las mismas palabras en un orden diferente en V 3, 5). Por este escrito damos testimonio de haber visto y examinado cuidadosamente la Constitución del Santísimo Padre (el Santísimo Padre omitido en V 1, 7-8), nuestro señor el señor Gregorio X por divina providencia Papa, del tenor siguiente V
{7} Const. 14 en BN
{8} Con la aprobación ... Concilio omitido en V W
{9} Además ... ayuno es decir, hasta el final de la Constitución se omite en V W, que tienen en su lugar: Sobre todos y cada uno de estos puntos nos reservamos para nosotros y nuestros sucesores plena libertad de declarar (cambiar añadido en V 3, 5, 7-8), añadir o quitar, según parezca conveniente para el bien común. Notamos, pues, la santa y piadosa intención del mismo Sumo Pontífice, ya que en dicha Constitución sólo se preocupa de agradar a Dios y proveer a la Iglesia universal. En ella (En ella omitida en V 1, 4, 6, 8) el Sumo Pontífice no persigue ningún interés privado propio, tanto más cuanto que el efecto de la Constitución se extiende hasta el tiempo en que ya no estará entre los mortales. Observamos también cuántos peligros se derivan de la reciente y prolongada vacante de la Iglesia romana. Por estas razones aceptamos, aprobamos y consentimos expresamente la misma constitución que obvia tantos peligros. En testimonio de lo cual ponemos nuestro sello al presente Documento. Continúa en V 1-7: Dado en Lyon el viernes
{10} Const. 2 en BN
{11} Const 3. en BN
{12} Const 4. en BN
{13} A cuenta ... véase omitido en W
{14} Const 5. en BN
{15} Const. 6 en BN
{16} Const. 7 en BN
{17} Const. 8 en BN
{18} Const. 15 en BN
{19} Const. 18 en BN 20 const. 21 en B
{21} Const. 10 en BN
{22} Const. 22 en BN
{23} Const. 16 en BN
{24} Const. 9 en BN
{25} Const. 17 en BN
{26} Const. 27 en BN
{27} Const. 26 en BN
{28} Const. 28 en BN
{29} La institución ... consejo] que afirman haber sido fundadas antes de dicho consejo W
{30} Const. 11 en BN
{31} Const. 23 en BN
{32} Const. 24 en BN
{33} Extranjeros ... territorios omitidos en W
{34} Nadie ... título omitido en W
{35} Además, incurren en pena de excomunión todos los que alquilen casas a usureros notorios por usura o permitan que se concedan casas bajo cualquier otro título W
{36} Const. 25 en BN
{37} Receptor ... prenda] ordinario él mismo W
{38} Confesión o absolución o comunión o añadido en W
{39} Nadie ... nulo omitido en W
{40} Const. 19 en BN
{41} Const. 12 en BN
{42} Const. 13 en BN
{43} Const. 20 en BN

Traducción de Decrees of the Ecumenical Councils, ed. Norman P. Tanner

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