20 de Mayo: San Bernardino de Siena, confesor
(✞ 1444)
El glorioso confesor y sublime predicador y fraile humilde de San Francisco, San Bernardino de Siena, nació en la ciudad de Siena en Toscana, de muy noble y cristiana familia.
Por la muerte de sus padres quedó encomendado el niño a una tía suya, la cual le crió con mucho cuidado.
Era muy amigo de componer altares y de remedar a los predicadores que oía, y para esto se subía a algún lugar alto, estando sentados los otros muchachos, lo cual era como un indicio de lo que después había de ser.
Cuando cursaba en las aulas, los otros mozos que le conocían se recataban de hablar en su presencia de cosas torpes y libres, y así estando él ausente las hablaban entre sí, pero viéndole venir, luego decían:
- Bernardino viene, dejemos estas pláticas.
Siendo de edad de veinte años, hubo una gran pestilencia en toda Italia, y extendiéndose por la ciudad del Siena, hizo tan gran estrago en el hospital, que habiendo muerto los ministros que servían a los enfermos, no había quien se atreviese a entrar en él.
Viendo esto Bernardino, persuadió a algunos jóvenes, bien inclinados y amigos suyos, a encargarse de aquella empresa tan gloriosa, y fue al hospital con sus compañeros, y por espacio de tres meses sirvieron a los apestados, hasta que cesó aquella calamidad.
Llamado después por una voz del cielo a la Religión dio todo a los pobres.
Habiendo hecho su profesión, dio principio a sus correrías apostólicas predicando en Siena, Florencia y otras partes de Toscana, pasando de allí a Lombardía y yendo por toda Italia como una trompeta del cielo.
A la hora en que predicaba, se cerraban las tiendas, y cesaban los tribunales y audiencias, y en las universidades, las lecciones.
Nadie podía resistir a la virtud de su Santa Palabra.
Se convirtieron innumerables y grandes pecadores: los jugadores le llevaban sus tableros, naipes y dados; las mujeres mundanas sus cabellos, afeites y vestidos, y él, en una hoguera lo mandaba a quemar todo.
Edificó y pobló más de doscientos monasterios, renunció a tres obispados que los papas le ofrecieron; y habiéndole una vez el santo Pontífice colocado por su mano en la cabeza la mitra episcopal, él se la quitó, y con lágrimas y razones logró quedarse en su humilde estado.
Sesenta y tres años llevaba de grandes méritos y virtudes, cuando se le apareció San Pedro Celestino, que le avisó de su cercana muerte; y tendido humildemente en el suelo como su padre San Francisco, murió alegremente y con una sonrisa en los labios.
Reflexión:
Este apostólico y santísimo varón tenía tan impreso en el alma el dulce nombre de Jesús, que jamás se le caía de la boca. Con este nombre sazonaba todos sus sermones y todas sus pláticas familiares y buenas obras; y llevaba pendiente del cordón una tablita en que estaba escrito aquel nombre en letras de oro, y la mostraba al pueblo y a los pecadores para animarles y llenarles de santa confianza. Sea también el dulcísimo nombre de Jesús nuestro tesoro, consuelo y esperanza en la vida y en la muerte. Frágiles somos y miserables pecadores; no podemos confiar en nuestros méritos; pero podemos y debemos confiar en los merecimientos de Jesucristo, el cual se entregó a la muerte, como dice el apóstol, para satisfacer por nuestros pecados y por todos los pecados del mundo.
Oración:
Señor Jesús, que concediste a tu bienaventurado confesor Bernardino un amor tan grande a tu Santo Nombre; por sus méritos e intercesión te suplicamos que infundas en nuestros corazones el espíritu de tu divino amor. Que vives y reinas Por los siglos de los siglos. Amén
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