Continuamos con la publicación de la Cuarta Parte del antiguo librito (1928) escrito por el fraile dominico Paulino Álvarez (1850-1939) de la Orden de Predicadores.
Capítulos anteriores:
Primera Parte:
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Segunda Parte:
Capítulo I al XVII
Capítulo XVIII al XLIII
Tercera Parte:
Capítulo I al X
Capítulo XI al XX
Capítulo XXI al XXX
Capítulo XXXI al XL
Capítulo XLI Al XLIV
Primera Parte:
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Segunda Parte:
Capítulo I al XVII
Capítulo XVIII al XLIII
Tercera Parte:
Capítulo I al X
Capítulo XI al XX
Capítulo XXI al XXX
Capítulo XXXI al XL
Capítulo XLI Al XLIV
Cuarta Parte:
CUARTA PARTE
DEL LIBRO INTITULADO
"VIDAS DE LOS HERMANOS"
CAPÍTULO III
DE LA VIRTUD DE LA HUMILDAD
I. Del Hermano español Fr. Gil (1), varón de rara santidad y autoridad preclara, y de muy noble familia, contó el venerable Padre Maestro Humberto, compañero suyo y muy familiar en el convento de París, con el cual había además estado en la enfermería, que era de tanta virtud, que cuando los Hermanos estaban en las cátedras, iba él por sus celdas, las que hallaba sucias las limpiaba, y lo mismo hacía en la enfermería, y que cualquier alimento que le pusieran, aunque como médico supiera serle nocivo, con acción de gracias lo tomaba. Cuando alguno le necesitaba para algo, dejadas todas las cosas, al instante, con ánimo pronto y rostro alegre, se le ofrecía, y no solo las cosas corporales, sino hasta la misma oración y devoción, decía, y con el ejemplo enseñaba, que se debían dejar por la caridad fraterna. A nadie ofendía; a los mayores en todo se sometía, oraba siempre, o leía o enseñaba; los estudios menos útiles los despreciaba. Aunque era de mucha literatura, oía y a otros con gusto contaba las Vidas de los Padres y de los Santos. La frecuencia en el predicar y el fruto de los otros, ocultando y rebajando el suyo, lo alababa. Edificaba con su vivir a todos, y los animaba al amor de la Orden y de la santa pobreza y de la verdadera obediencia. Apenas era a él llevado un novicio afligido que no volviese consolado. A los enfermos, estando él mismo enfermo, con sus consuelos los recreaba, encargándoles que no confiasen tanto en las medicinas como en Cristo; que lo que les dieran, alegremente lo tomaran, porque más podía la gracia que la naturaleza, Cristo que galeno. Cuando algunos se derramaban en rumores y palabras del mundo, callando primero, y conteniéndose un poco, por grados y como insensiblemente mezclaba después palabras de Dios, y con mucha cortesía los trasladaba a la más saludable materia, de tal modo que en su presencia no pudieran continuar las palabras ociosas. Apenas en el año se le podía notar una sola palabra menos conveniente. De su lugar nunca se movía por el recreo ni cosa parecida, sino que solo por las cosas necesarias o útiles. Estaba de tal manera arrobado en santas meditaciones y contemplación, que viniendo no pocas veces los Hermanos a visitar a los enfermos, y sentándose al lado de él, no lo advertía; y después, como si volviese de otro mundo, se incorporaba, los recibía y saludaba afable como si entonces hubieran llegado. Escribió él de España al dicho Maestro, que había cierta luz interior con que ya en esta vida se iluminaban los corazones de los santos, como con la exterior luz los ojos exteriores, y que estuviera cierto que no lo afirmaría de este modo si no lo tuviera experimentado. El Hermano que en el camino le acompañaba, dijo al mismo Maestro que le había visto sentarse, y al momento arrebatarse en espíritu, no atendiendo a las cosas exteriores, y que volvía en sí con grandes gemidos, cuando le distraían en aquellas soberanas e internas ilustraciones.
II. Otro hermano virtuoso y veraz, que por mucho tiempo había servido al Señor sin sentir aquellos consuelos y dulzuras de Dios que leía, y de otros eran frecuentemente gustadas, una noche que estaba ante un crucifijo, comenzó pesarosamente a quejarse al señor y decirle: “Señor, oí de Ti que excedes en dulzura y bondad a toda criatura. Ya ves que te he servido muchos años, guardando por amor a la palabra de tus labios, caminos penosos (2), sacrificándome todo a Ti voluntariamente y cumpliendo con todo conato los estatutos de mi Orden. Y sé, Señor, que si a un tirano del mundo hubiese hecho la cuarta parte de este servicio, me hubiera dado alguna señal de benevolencia, o dulcemente hablándome o regalándome alguna cosa, participándome algún secreto, o por lo menos mirándome afable; más Tú a mí, Señor, ninguna dulzura me has infundido, ninguna señal de benevolencia me has dado. No parece, Señor, Tú que te llamas la misma dulzura, sino que eres más duro que los hombres de este mundo. ¿Qué es esto, Señor, por qué me haces esto?” Y diciendo y repitiendo tales cosas, oyó una vez y otra vez un estrépito grande como si la iglesia amenazara desplomarse, y sobre el techo oyó un tal ruido como si muchos perros con dientes y uñas lo royesen. Con lo cual vehementísimamente aterrado y todo el cuerpo temblando, vio de repente tras de sí a uno de horrible cara, el cual con un gran palo que traía, le dio en los riñones y le arrojó en tierra. No pudiendo levantarse se fue a rastras hacia un altar, y de allí no pasó por el extremo dolor que sentía. Halláronle así tendido y atormentado los Hermanos, cuando se levantaron a Prima, y le condujeron a la enfermería sin saber lo ocurrido, y así estuvo postrado durante tres semanas, despidiendo tal hedor, que no había quien se llegase a él sino tapadas las narices. Recobradas las fuerzas y de su presunción arrepentido, volvió al lugar donde había sido castigado para impetrar misericordia allí donde mereciera la ira, y dijo: “Señor mío, pequé contra el cielo y contra Ti: no merezco la menor conmiseración, ni ninguna de tus grandes gracias. Con razón, Señor, me has herido; pero con piedad me has sanado”. Y postrándose sobre su rostro pedía una y otra vez perdón de lo que neciamente había pensado y ligeramente hablado contra Dios. Y entonces sonó sobre él una voz que le dijo: “Si quieres tener consuelos y dulzuras de espíritu, es preciso que te consideres tan vil como el gusano y el lodo que pisas”. Oído esto, dio gracias al Señor, y lleno de consuelo abrazó con ardor y amor la humildad y con solicitud la practicó. Contó esto al Maestro de la Orden el mismo Hermano que lo pasó, según se cree, el cual fue después de gran perfección y autoridad en la Orden.
III. Allégase a la virtud de la humildad lo que a un Hermano Teutónico aconteció, que iluminado de Dios comenzó a conocer su miseria y considerar la misericordia del Señor, y encontrándose con aquellas palabras: "Descendió con él al hoyo" (3); y ponderando cuán misericordiosamente le había a Dios librado de tantos peligros, fue arrebatado en amor divino y devoción admirable, y por el mucho amor, quedó postrado sin sentido por tres días sin comer ni beber, sino lo poco que con una cuchara le metían en la boca los Hermanos; y fue tanta la tranquilidad que nada había que le perturbase.
Notas:
1) Fr. Gil de Santarém, beatificado por Benedicto XIV.
2) Expresión del Salmo XVI.
3) Palabras del Cap. X de la Sabiduría.
Imagen: Fr. Gil de Santarém
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