Por Monseñor Carlo María Vigano
Como católicos que somos, sabemos y creemos que la Santa Iglesia es indefectible. Es decir, que las puertas del infierno no pueden contra ella, como prometió Nuestro Señor: portae inferí non prevalebunt (Mt.16,18). Pero lo que estamos presenciando nos revela la realidad de una situación terrible en la que una parte corrupta de la jerarquía a la que en aras de la brevedad llamo “iglesia profunda” se ha sometido por entero al “estado profundo”.
Se trata de una traición en la que tienen una gravísima responsabilidad moral los pastores y los altos niveles de la Iglesia y que impone a sacerdotes y laicos decisiones valientes que en otros tiempos habría sido difícil aceptar y justificar.
Asistimos a una guerra, un enfrentamiento histórico en el que nuestros generales no sólo han dejado de dirigir al ejército haciendo frente al enemigo, sino que de hecho piden que se depongan las armas y se rindan incondicionalmente, apartan a los soldados más valientes y castigan a los oficiales que muestran más lealtad. El estado mayor de la Iglesia Católica ha demostrado en su totalidad que se ha aliado con el enemigo y se ha constituido él mismo en enemigo de aquellos a quienes debería defender: se ha hecho enemigo de Cristo y de quienes se enorgullecen de militar bajo su bandera.
¿Cómo podemos entender a la luz de la Revelación esta tremenda situación, sin precedentes en la historia de la Iglesia? Ante todo, debemos tener una perspectiva sobrenatural para entender que cuanto está sucediendo ha sido permitido por Dios, y que pase lo que pase nunca conseguirán acabar con la Iglesia. La gran apostasía fue predicha en las Escrituras y no debe pillarnos desprevenidos. Iluminados por las palabras del Apocalipsis de San Juan y por las revelaciones privadas aprobadas, podemos entender que al final de los tiempos es necesario separar el trigo de la cizaña, y podemos así ver quién está con Cristo y quién contra Él.
Debemos igualmente entender que las tribulaciones que padecemos son el justo castigo a décadas –yo diría siglos– de infidelidades por parte de los católicos y de la jerarquía; infidelidades públicas y privadas que tienen su raíz en el respeto humano, el miedo, desviaciones morales y doctrinales y contemporizaciones con la mentalidad secular y los enemigos de Nuestro Señor.
Si tenemos en cuenta que la Revolución Francesa fue un castigo de Dios porque Luis XIV no le había consagrado las banderas del Reino, entenderemos bien las consecuencias que tuvo para el futuro de Europa la desobediencia del monarca francés.
Recordemos el mensaje que encomendó el Señor a Santa Margarita María Alacoque en 1689, pidiéndole que se los transmitiera al rey de Francia, Luis XIV:
“Haz saber al hijo mayor de mi Sagrado Corazón que así como su nacimiento temporal fue fruto de los méritos de mi Santa Infancia, su nacimiento a la gracia y la gloria eterna lo alcanzará mediante la consagración a mi adorable Corazón, que desea triunfar sobre el suyo, y de ese modo sobre los de los grandes de la tierra.Pero si hace más de tres siglos la desobediencia de quienes gobernaban se hizo acreedora a un severo castigo del Rey de reyes, ya nos podemos hacer una idea de las calamidades que puede haber provocado la desobediencia de quienes gobiernan la Iglesia.
El Sagrado Corazón quiere reinar en su palacio, figurar en sus banderas y estar grabado en sus armas para que triunfe sobre todos sus enemigos, haciendo que sus altivos y orgullosos adversarios se postren a sus pies para que derrote a todos los enemigos de la Iglesia.
El Sagrado Corazón desea entrar con pompa y magnificencia en los palacios de los príncipes y los reyes para que se le honre tanto hoy como en otro tiempo fue ultrajado, humillado y despreciado durante su Pasión. Desea ver a los grandes de la Tierra postrados y humillados a sus pies como cuando lo mataron a Él”.
Así pues, si con la Revolución Francesa la sociedad civil destronó al Rey del Universo de su divina realeza a fin de usurparla y defender los errores del liberalismo y el socialismo, con la revolución conciliar papas y obispos han retirado la tiara de la Cabeza del Cuerpo Místico y de su Vicario, convirtiendo a la Iglesia de Cristo en una especie de república parlamentaria en nombre de la colegialidad y la sinodalidad. Fijémonos bien: no sólo se ha dejado de reconocer a Nuestro Señor Jesucristo como Soberano de todas las naciones, sino que ya ni se lo considera Soberano de su Iglesia, en la que los fines de la gloria de Dios y la salvación de las almas han sido sustituidos por la gloria del hombre y la subsiguiente condenación de las almas. Lo que ayer era vicio hoy es virtud; lo que ayer era virtud, hoy es vicio: todas las actividades de la secta modernista que ha infestado el Vaticano, las diócesis y las Ordenes Religiosas se caracteriza por ser lo contrario de lo que se nos había enseñado y transmitido.
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