Por David G Bonagura, Jr.
Al reprender a los fariseos por malinterpretar el corazón de la Ley mosaica, nuestro Señor emitió una declaración, no provocada por el contexto inmediato, que resuena hoy: “Lo que sale de la boca sale del corazón, y contamina” (Mateo 15:18).
¿Qué hay en el corazón que manifiestan nuestras palabras? Una vez más, el Señor es muy directo: “Del corazón salen los malos pensamientos, el homicidio, el adulterio, la impureza, el robo, el falso testimonio, la blasfemia. Esto es lo que contamina al hombre” (Mateo 15:19-20).
Es decir, una multitud de deseos impíos y pecaminosos -llamados colectivamente “concupiscencia”- compiten en nuestro interior cada vez que estamos despiertos, y a través de nuestras palabras impuras se filtran en el mundo. Hay muchos tipos de palabras impuras: chismes, calumnias, engaños, mentiras, trampas, quejas, reproches, lamentos, maldiciones. Controlar nuestras lenguas puede parecer una tarea de Sísifo, como reconoce incluso el Nuevo Testamento: “Si alguno no yerra al hablar, es un hombre perfecto” (Santiago 3:1).
De todos estos pecados, el fenómeno de maldecir proporciona una ventana especial a través de la cual percibimos tres facetas críticas de la vida cristiana: el desorden del alma, la necesidad de autodisciplina y el lugar del cristiano en el mundo.
En el habla casual y en situaciones tensas, las palabrotas puntúan casi todas las frases, especialmente entre grupos de hombres. Usadas como sustantivos, verbos, adjetivos e interjecciones (algunas palabras de cuatro letras pueden ser las cuatro cosas), las palabrotas, según el hablante, añaden énfasis y dramatismo a la narración. Y la sociedad las acepta como parte del léxico.
Como entrenador de deportes juveniles, he comprobado que los niños empiezan a maldecir en voz baja entre ellos alrededor de los ocho años; a los diez lo hacen abiertamente en el campo y en la cancha, donde quizá reciban una leve reprimenda, pero los adultos que les rodean en gran medida miran hacia otro lado: ellos mismos utilizan las mismas palabras.
Sí, las palabrotas revelan el desorden de nuestras almas, que se debaten entre la concupiscencia y el Dios que nos llama a la perfección en Él. Pero más que eso, la despreocupación con la que se pronuncian las palabrotas apunta a un gran peligro de la vida espiritual: la aceptación del pecado como parte normal de la vida, no como algo contra lo que hay que luchar a diario y erradicar.
De ahí a descartar por completo el pecado, como ha hecho tan eficazmente nuestra época moderna, sólo hay unos pasos. Una conclusión peor puede seguir: la actitud arrogante y perniciosa de “voy a ir al infierno de todos modos, así que ¿qué más da lo que diga o haga?”.
Esta es la contaminación de la que habla nuestro Señor, y San Francisco de Sales capta brillantemente el insidioso peligro que puede generar el maldecir habitualmente:
Una palabra impura que cae sobre una mente débil extiende su infección como una gota de aceite sobre un vestido, y a veces se apodera tanto del corazón, que lo llena de una infinidad de pensamientos lascivos y tentaciones.Esta es también una infección que se propaga no sólo en el corazón del oyente, sino en el propio orador. Los pecadores mortales no nacen, sino que se hacen a través del lento y canceroso crecimiento primero del vicio y de los pecados veniales.
Al crecer en un entorno en el que las palabrotas son tan comunes como las demás, los jóvenes, sin el beneficio de una cultura cristiana circundante, concluyen lógicamente que “así es como hablan los adultos” y siguen su ejemplo. Resistirse al falso encanto de este vocabulario requiere una enorme autodisciplina, especialmente cuando se intenta romper el hábito por primera vez.
La mayoría no lo conseguirá si está motivada únicamente por el deseo temporal de limpiar su vocabulario. Pero si nos damos cuenta de que maldecir desagrada a Dios, que nos ama más de lo imaginable, podemos adquirir la motivación sobrenatural tan necesaria para dominar nuestras lenguas. Y si podemos resistir la tentación de maldecir, desarrollaremos la virtud del autocontrol que nos impedirá caer en otras tentaciones.
Siempre estaré agradecido al joven poscolegial que nos guió a mí y a un grupo de compañeros por Europa hace años. Me reprendió después de que soltara algunas palabrotas cuando no conseguíamos descifrar los trenes. La reprimenda me dolió, pero enseguida comprendí que, si quería ser un católico sincero, tenía que echar el lazo a mi lengua. Con un esfuerzo concertado y la gracia de Dios, sólo tardé dos semanas más en dejar esas palabras para siempre.
Abstenerse de maldecir en un mundo lleno de palabrotas es un recordatorio constante de que los cristianos nunca estamos del todo a gusto en este mundo. Las conversaciones y situaciones llenas de vicio o pecado deben sacudir nuestras conciencias, porque sabemos que están mal. Ser cristiano puede significar estar a solas con el Señor, sufriendo en silencio, y al mismo tiempo estar rodeado de otros en público.
Francamente, nunca he tenido el valor de reprender a mis compañeros adultos por su lenguaje “colorido”, aunque no estoy seguro de que sirviera de mucho. Sin embargo, lo interesante a lo largo de los años es que conocidos y socios de diversa índole se han dado cuenta de que no utilizo esas palabras y me han hecho comentarios elogiosos al respecto en varias ocasiones. El simple hecho de abstenerme de maldecir, para mi sorpresa, me ha servido como medio de evangelización silenciosa. En un mundo lleno de palabras soeces, no unirse al jaleo puede dar testimonio de la verdad.
No necesitamos ser puros de corazón para esforzarnos por erradicar los vicios -incluidos los pequeños, como maldecir- y abrazar la virtud. Hacerlo puede transformar la contaminación en santificación, pero sólo con la gracia de Dios. Prestemos atención, pues, a la exhortación de San Pablo: “Que la paz de Cristo domine vuestros corazones, paz a la que también fuisteis llamados en un solo cuerpo. Y sed agradecidos” (Col 3,15).
The Catholic Thing
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