El libro en cuestión se llama “El Porqué de las ceremonias de la Iglesia y sus misterios” (París, año 1872) cuyo autor fue el R.P. Antonio Lobera y Abio, capellán mayor del regimiento real de la infantería española. Este libro es una especie de catecismo sobre la vida cultual de la Iglesia (Santa Misa, sacramentos, oficio divino, etc.), a manera de una conversación sostenida entre el autor y un joven curioso y poco instruido en las verdades de nuestra Santa Religión. Después de exponer todas las ceremonias rituales y sacramentales de la Iglesia, en la parte final del libro, procede el autor a explicar brevemente las ceremonias religiosas de los cismáticos griegos y armenios, de los mahometanos y de los judíos.
Fue justamente al hablar de las ceremonias y creencias de los judíos que el autor trae a colación una historia que, para total sorpresa mía, confirma la mesianidad de Nuestro Señor Jesucristo, reconocida aun por los mismos judíos, y su Sumo Sacerdocio que comprende hasta el mismo sacerdocio levítico. Para ir más pronto al grano, voy a transcribir a continuación esta interesante historia. Sin más, adentrémonos en este inédito relato.
“Para que entiendas qué gentes tan inquietas son éstas (los judíos), y cuán voluntariamente viven en su ceguedad, te referiré lo que dice Bartolomé Casaneo (Catalog. Glor. Mund. pág. 4, quæst. 86) (*) con Lactancio y Pedro de Lesvande (pág. 4, quæst. 86). En tiempo de Justiniano emperador, había entre los judíos un tal Teodosio, príncipe entre ellos el más docto en todas las letras de los judíos, y el más íntimo de los familiares y cortesanos del César. Preguntáronle un día en la corte, cómo siendo tan sabio en la ley y los profetas, y conociendo y confesando que todo lo figurado en la ley estaba cumplido en Cristo Señor nuestro; y sabiendo claramente que la religión cristiana era la sola verdadera, porqué permanecía envuelto en la caliginosa obstinación judáica, no ignorando que había de padecer después de su muerte eternas penas?
Respondió Teodosio que sabía muy bien que Jesucristo, a quien adoraban los cristianos, había muerto en una cruz crucificado por los judíos, y que era el verdadero Mesías prometido en la ley y los profetas: mas que sólo por el mundano respeto y riqueza se mantenía en el judaísmo, por no privarse de la grandeza que poseía entre los bárbaros judíos; y para que veáis (prosiguió) cuán seguro y ciertísimo vivo en la verdad que os digo, y que sé que Cristo fue verdadero Mesías prometido en la ley y en los profetas, y que todo se ha cumplido, oíd este caso.
En el tiempo que en Jerusalén se fabricaba el templo, era costumbre de los hebreos elegir veintidós sacerdotes, cuantas son las letras del alfabeto hebreo, apuntando su nombre, apellido y padres en un libro que se guardaba en el templo. Sucedió, pues, que habiendo muerto uno de sus sacerdotes, se congregaron los veintiuno para elegir sucesor; y no concordando los votos, por no hallarse en los propuestos aquellas prendas que se requerían, se levantó uno, y habló de esta manera a los electores: Muchos, ¡Oh padres venerados!, habéis nombrado y ninguno elegido, y por tanto yo nombro y elijo a Jesús, hijo de José, aunque joven de edad, de bellísimas costumbres, ejemplarísima vida, muy versado en las leyes de Moisés, y adornado de tal bondad de doctrina, que no tiene igual: es aquel que asombró a los doctores en el templo, y explicó de tal suerte la Escritura, que todos conocieron que se habían cumplido ya las profecías.
Oído al sacerdote, se conformaron todos los votos, y eligieron a Jesús por sacerdote del templo; pero como era de la tribu de Judá, y no de la de Leví, que era la tribu de donde se elegían los sacerdotes, salió de esta dificultad entre ellos, la que desató el promotor con mostrarles la unión de las dos tribus, en virtud de la cual podía el Salvador entrar en el número de los sacerdotes. Elegido ya el Redentor era preciso notarlo en los libros; y como había muerto el patriarca José, llamaron a la Santísima Virgen al concilio, para que declarase sus padres.
Fue la Santísima Virgen, y dijo: era verdad que Jesucristo era su Hijo, pero que José no era su padre, porque lo había parido sin lesión de su virginidad, y concibió por obra del Espíritu Santo, anunciada del ángel; y en consecuencia de esto, Jesucristo no tenía padre en la tierra, sino que era Hijo del Eterno Padre. Asombráronse los sacerdotes al oír la relación de la Santísima Madre; e instándola por segunda vez que declarase la verdad de tan profundo misterio, no sacaron otra cosa, sino que Jesucristo era Hijo de Dios, y el verdadero Mesías prometido, lo que apuntaron en el libro sacerdotal de esta forma: En tantos días de tal mes y año, habiendo muerto el sacerdote N. hijo de N. y N. fue puesto en su lugar Jesucristo Hijo del Eterno Dios vivo, y de María Virgen. Ese libro (dijo Teodosio) se conserva en Tiberíades entre aquellos felices judíos que por fortuna huyeron del cerco de Jerusalén; de lo que conoceréis que nosotros tenemos plena noticia y ciencia cierta, no sólo de la venida del Mesías por la ley y los profetas que todos sabemos, sino por nuestro mismo testimonio, cuyo secreto y libro, primero morirán los depositarios que entregarlo. El Curioso (o sea el lector) lea a Casaneo que lo trae más difusamente; lea también a Josefo Hebreo, el que dice que Cristo Señor nuestro con los demás sacerdotes sacrificaba en el templo. San Lucas dice, que habiendo el Redentor entrado en la sinagoga le dieron para que leyese el libro; y abriéndosele salió el texto de Isaías: Spíritus Dómini super me, cujus gratia unxit me, et evangelizare paupéribus misit me".
Alabado sea Jesucristo, que de esta manera quiso exponer la verdad del misterio de la Redención del género humano por medio de su Madre Santísima, que siempre está al lado de Jesús Nuestro Salvador en la obra redentora como poderosísima Corredentora. Por supuesto que este texto está sujeto a una revisión crítica, pero al presentarse tantos autores de tanto peso confirmándolo, podemos darle crédito y creer lo esencial del texto: que los judíos, al menos el Sanedrín y los doctores, conocían que Jesucristo era el Mesías verdadero y que era, es y será Dios por los siglos de los siglos.
Las Lenguas Catolicas
Fue justamente al hablar de las ceremonias y creencias de los judíos que el autor trae a colación una historia que, para total sorpresa mía, confirma la mesianidad de Nuestro Señor Jesucristo, reconocida aun por los mismos judíos, y su Sumo Sacerdocio que comprende hasta el mismo sacerdocio levítico. Para ir más pronto al grano, voy a transcribir a continuación esta interesante historia. Sin más, adentrémonos en este inédito relato.
Extracto del libro “El Porqué de las ceremonias de la Iglesia y sus misterios”, págs. 683- 685.
“Para que entiendas qué gentes tan inquietas son éstas (los judíos), y cuán voluntariamente viven en su ceguedad, te referiré lo que dice Bartolomé Casaneo (Catalog. Glor. Mund. pág. 4, quæst. 86) (*) con Lactancio y Pedro de Lesvande (pág. 4, quæst. 86). En tiempo de Justiniano emperador, había entre los judíos un tal Teodosio, príncipe entre ellos el más docto en todas las letras de los judíos, y el más íntimo de los familiares y cortesanos del César. Preguntáronle un día en la corte, cómo siendo tan sabio en la ley y los profetas, y conociendo y confesando que todo lo figurado en la ley estaba cumplido en Cristo Señor nuestro; y sabiendo claramente que la religión cristiana era la sola verdadera, porqué permanecía envuelto en la caliginosa obstinación judáica, no ignorando que había de padecer después de su muerte eternas penas?
Respondió Teodosio que sabía muy bien que Jesucristo, a quien adoraban los cristianos, había muerto en una cruz crucificado por los judíos, y que era el verdadero Mesías prometido en la ley y los profetas: mas que sólo por el mundano respeto y riqueza se mantenía en el judaísmo, por no privarse de la grandeza que poseía entre los bárbaros judíos; y para que veáis (prosiguió) cuán seguro y ciertísimo vivo en la verdad que os digo, y que sé que Cristo fue verdadero Mesías prometido en la ley y en los profetas, y que todo se ha cumplido, oíd este caso.
En el tiempo que en Jerusalén se fabricaba el templo, era costumbre de los hebreos elegir veintidós sacerdotes, cuantas son las letras del alfabeto hebreo, apuntando su nombre, apellido y padres en un libro que se guardaba en el templo. Sucedió, pues, que habiendo muerto uno de sus sacerdotes, se congregaron los veintiuno para elegir sucesor; y no concordando los votos, por no hallarse en los propuestos aquellas prendas que se requerían, se levantó uno, y habló de esta manera a los electores: Muchos, ¡Oh padres venerados!, habéis nombrado y ninguno elegido, y por tanto yo nombro y elijo a Jesús, hijo de José, aunque joven de edad, de bellísimas costumbres, ejemplarísima vida, muy versado en las leyes de Moisés, y adornado de tal bondad de doctrina, que no tiene igual: es aquel que asombró a los doctores en el templo, y explicó de tal suerte la Escritura, que todos conocieron que se habían cumplido ya las profecías.
Oído al sacerdote, se conformaron todos los votos, y eligieron a Jesús por sacerdote del templo; pero como era de la tribu de Judá, y no de la de Leví, que era la tribu de donde se elegían los sacerdotes, salió de esta dificultad entre ellos, la que desató el promotor con mostrarles la unión de las dos tribus, en virtud de la cual podía el Salvador entrar en el número de los sacerdotes. Elegido ya el Redentor era preciso notarlo en los libros; y como había muerto el patriarca José, llamaron a la Santísima Virgen al concilio, para que declarase sus padres.
Fue la Santísima Virgen, y dijo: era verdad que Jesucristo era su Hijo, pero que José no era su padre, porque lo había parido sin lesión de su virginidad, y concibió por obra del Espíritu Santo, anunciada del ángel; y en consecuencia de esto, Jesucristo no tenía padre en la tierra, sino que era Hijo del Eterno Padre. Asombráronse los sacerdotes al oír la relación de la Santísima Madre; e instándola por segunda vez que declarase la verdad de tan profundo misterio, no sacaron otra cosa, sino que Jesucristo era Hijo de Dios, y el verdadero Mesías prometido, lo que apuntaron en el libro sacerdotal de esta forma: En tantos días de tal mes y año, habiendo muerto el sacerdote N. hijo de N. y N. fue puesto en su lugar Jesucristo Hijo del Eterno Dios vivo, y de María Virgen. Ese libro (dijo Teodosio) se conserva en Tiberíades entre aquellos felices judíos que por fortuna huyeron del cerco de Jerusalén; de lo que conoceréis que nosotros tenemos plena noticia y ciencia cierta, no sólo de la venida del Mesías por la ley y los profetas que todos sabemos, sino por nuestro mismo testimonio, cuyo secreto y libro, primero morirán los depositarios que entregarlo. El Curioso (o sea el lector) lea a Casaneo que lo trae más difusamente; lea también a Josefo Hebreo, el que dice que Cristo Señor nuestro con los demás sacerdotes sacrificaba en el templo. San Lucas dice, que habiendo el Redentor entrado en la sinagoga le dieron para que leyese el libro; y abriéndosele salió el texto de Isaías: Spíritus Dómini super me, cujus gratia unxit me, et evangelizare paupéribus misit me".
Alabado sea Jesucristo, que de esta manera quiso exponer la verdad del misterio de la Redención del género humano por medio de su Madre Santísima, que siempre está al lado de Jesús Nuestro Salvador en la obra redentora como poderosísima Corredentora. Por supuesto que este texto está sujeto a una revisión crítica, pero al presentarse tantos autores de tanto peso confirmándolo, podemos darle crédito y creer lo esencial del texto: que los judíos, al menos el Sanedrín y los doctores, conocían que Jesucristo era el Mesías verdadero y que era, es y será Dios por los siglos de los siglos.
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