Por Monseñor de Segur (1820-1881)
¿Estás bien seguro de que no los hay? Porque un milagro, por más que sea un hecho extraordinario, obrado por Dios fuera de las leyes comunes de la naturaleza, siempre es un hecho sensible, es decir, una cosa que sucede y que conocemos por medio de nuestros sentidos; lo mismo que cualquier otro hecho común y ordinario.
Pues bueno. ¿Estás tú a un mismo tiempo y a todas horas en todos los lugares de la tierra? O bien, ¿te llegan tan exactas noticias de todo lo que a todas horas sucede en todas partes, que puedes con seguridad decir: “No se ha verificado ningún milagro”? No, ciertamente. Luego cuando dices que ya no hay milagros, dices lo que no sabes, hijito, y lo que no te consta de ninguna manera.
Pero es el caso que esto que a ti no te consta de ninguna manera, les consta a muchas personas particulares que han presenciado milagros; y le consta, sobre todo, a la Iglesia, que en estos mismos últimos años ha canonizado a algunos Santos.
Y como la Iglesia no canoniza a ningún Santo sin que se pruebe que por su intercesión se han realizado cinco milagros cuando menos, claro está que cuando la Iglesia canoniza a algún Santo, declara que ha habido milagros.
Y, ¿qué declara la Iglesia al declarar esto? Declara que, examinado todo por ella con la mayor escrupulosidad que puede poner un tribunal sabio, desinteresado y prudente, en averiguar la verdad de un hecho, encuentra que, por la intervención de Fulano de Tal, en tal lugar y tal día y a tal hora, delante de tales y tales testigos, ocurrió tal suceso, que evidentemente está fuera de las leyes comunes y ordinarias de la naturaleza; por ejemplo, que un muerto fue resucitado, que se convirtió en pan una piedra, etc., etc.
Ahora bien; o la Iglesia al declarar esto dice la verdad o no la dice: si la dice, milagros hay; si no la dice, será, o porque se engaña ella o porque quiere engañar a los demás.
¿Quiere engañar a los demás? ¿Y, con qué interés, para qué fin, con qué medios probables de hacer que se crea su mentira? El sentido común responde a estas preguntas que la Iglesia, cuando declara un milagro, no quiere engañar.
Pero, ¿se engaña ella? A esto, por toda contestación, te referiré un caso público y tan sabido, que regularmente ya lo habrás oído tú contar.
Y fue que, en tiempo del Papa Benedicto XIV, llegó a Roma un protestante de los más rabiosos contra la Iglesia Católica; y hablando cierto día con un Cardenal acerca del negocio de estos milagros se burlaba grandemente de la simplicidad con que, según él decía, obraba la Iglesia cuando declaraba que real y positivamente habían sucedido.
Encargado poco tiempo después el Cardenal de examinar los documentos relativos a la beatificación de un siervo de Dios, se los entregó al protestante, diciéndole que los examinara él en su casa despacio y con toda la minuciosidad que quisiese.
Volvió, en efecto, nuestro protestante, al cabo de algunos días, con sus documentos ya examinados con toda la escrupulosidad e interés que puedes figurarte; y preguntado entonces por el Cardenal qué le había parecido de aquellos papeles, le respondió:
- Verdaderamente, señor Cardenal, le confieso a usted con toda lealtad, que, si todos los milagros que la Iglesia declara están tan probados como los que constan en esos documentos, digo que ni se engaña ni quiere engañar a los demás.
- Pues, amigo -le replicó el Cardenal sonriéndose- por acá en Roma no somos tan contentadizos, porque nos ha parecido que en esos documentos no hay bastante prueba, y hemos negado la beatificación.
- ¿Es posible? Pues yo no he encontrado absolutamente modo de dudar.
- ¡Ahí verá usted si cuando la Iglesia declara un milagro, lo hila delgado!
El protestante, que era hombre de talento y de buena fe, dio en pensar en el asunto, y al poco tiempo era ya católico.
No digas, por consiguiente, que no hay ya milagros, pues es cosa, por un lado, que tú no puedes asegurar; mientras que, por otro, te dice que los hay una autoridad tan prudente, tan sabia y tan santa como la Iglesia.
Lo que podrías decirme con verdad, es que ya no hay tantos milagros como al principio del Cristianismo.
Y así debe ser, por tres razones:
1. Porque ya está cumplido el fin que Dios se proponía con aquellos milagros, es decir, la conversión del mundo y el triunfo de la Religión Cristiana.
2. Porque ya es en sí un milagro perpetuo, que prueba la verdad de todos los anteriores, el solo hecho de que fuera recibida en un principio y de que viva hoy triunfante y gloriosa una doctrina enseñada por un Jesús pobre y crucificado, tan contraria a las ideas y pasiones del mundo, y propagada y defendida, en su principio y en el día de hoy, por su Iglesia, tan pacífica y humilde como perseguida y contrariada. El mayor de los milagros sería que hubiese podido triunfar sin milagros una Religión con estas condiciones.
3. Porque nosotros tenemos ya a la vista una prueba tan grande de la divinidad de nuestra Religión, como los milagros mismos lo fueron para los primeros cristianos; y es el modo con que vemos haberse cumplido e irse cumpliendo en el mundo las profecías del Evangelio.
Los cristianos de hoy hemos visto y vemos cómo fue destruida Jerusalén y disperso el pueblo judío, y cómo este pueblo disperso, que debía ya haber desaparecido hace largo tiempo de la tierra, se conserva y vive separado de todos los demás. Vemos también cómo se conserva la autoridad del Pontífice y de los demás Apóstoles, y cómo se mantiene la Cátedra de San Pedro, y la obediencia con que a ella está sumiso todo el pueblo cristiano.
Todas estas cosas y otras varias que vemos, fueron profetizadas por Jesucristo; y basta que nosotros las veamos cumplirse tan cabalmente como se han cumplido, para que no necesitemos mayor prueba de la divinidad de nuestra fe: prueba tanto más convincente, cuanto mayor tiempo vaya pasando, y cuanto mayores sean los obstáculos que al completo y perfecto triunfo del Cristianismo opongan las pasiones y los errores del mundo.
Pero los primitivos cristianos no podían haber visto el cumplimiento de estas profecías; y, por consiguiente, para creer en ellas necesitaban ver milagros, como si Dios les dijera con ellos: “Figuraos si quien puede obrar estos prodigios que os presento, se engañará ni os engañará a vosotros cuando os hace estas profecías”.
Esto es enteramente claro, hijo mío; sin los milagros, los primeros cristianos no hubieran creído, porque no habían visto cumplirse las profecías; nosotros, que vemos cumplirse las profecías, no necesitamos ver milagros para creer.
Ahí tienes por qué hay menos milagros hoy día. El fin de los milagros es hacer creer: hoy tenemos para hacernos creer, las profecías cumplidas. ¿Qué mayor milagro que el milagro perpetuo de su perpetuo cumplimiento?
Continúa...
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