Por Monseñor De Segur (1820-1881)
¿Qué más tiene? Tiene el que el día de abstinencia se te prohíbe comerla: tiene que te condenas si la comes, no por el solo hecho de comerla, que en sí es un hecho indiferente, sino porque comiéndola desobedeces a la Iglesia de Dios, que te manda abstenerte de ella.
Lo que condena no es la carne que se come, sino el desprecio que, al comerla, se hace de la ley de Dios, la rebeldía contra el mandato de nuestros pastores legítimos, a quienes dijo Dios: “Id, Yo os envío: el que os escucha me escucha; el que os desprecia, me desprecia”. No se trata aquí de días, ni de carne, ni esta es cuestión de estómago, sino del corazón que se niega a cumplir un precepto obligatorio y fácil.
Nuestros primeros padres en el paraíso no se perdieron, y con ellos el género humano, por el solo hecho de comer la fruta del árbol prohibido: sino porque al comerla, desobedecieron el único precepto que les había impuesto Dios. Ni en la Majestad de Dios, cabía, ni cabe tampoco en humano entendimiento, que el género humano entero se condenara porque nuestros primeros padres quisieran refrescarse la boca; pero es digno de Dios y conforme a la razón, que se condenaran por la rebeldía contra la divina voluntad; y por esta rebeldía se condenaron.
Sin duda tú te figuras que el precepto de la abstinencia es, por lo menos, un capricho de los curas o cosa inútil, cuando no sea perjudicial, y cegado con estas preocupaciones de pagano y de hereje, no has sospechado siquiera que, aparte de las razones puramente de Religión que la Iglesia ha tenido para imponer este precepto, hay otras de importancia que, no por ser de orden inferior, debieran echarse en olvido.
Y para decirte alguna desde luego, ¿no te ocurre pensar cuán útil debe de ser para la salud del cuerpo el abstenerse en determinadas épocas de comer alimentos muy pesados y nutritivos? Todos los médicos del mundo aconsejan la frugalidad como el mejor medio de gozar salud, y recomiendan abstenerse en ciertas épocas del año de alimentos fuertes.
Elevando ahora un poco el ánimo, ¿no te ha ocurrido que una de las intenciones de la Iglesia al mandarte que en determinados días cercenes un poco tu alimento, sea el que, ahorrando algo de tus gastos diarios, puedas hacer mayores limosnas? ¿Y, sobre todo, no es conveniente, no es justo tener alguna práctica, ejercer algún acto que diga a los demás, nos recuerde a nosotros mismos, que somos cristianos? La abstinencia es una de esas prácticas que por la circunstancia de ejercerse en viernes nos recuerda la Pasión y Muerte de nuestro Salvador, y que, por ser semanal y pública, da testimonio a todo el mundo de que somos cristianos.
¿No te parece todo esto racional, hijito mío? Pues todavía te lo parecerá más si consideras la grande caridad con que la Iglesia está pronta siempre a dispensarnos del precepto de la abstinencia, y sin otra obligación que la de consultarlo con nuestros confesores, en cuanto lo exigen nuestra salud o nuestras ocupaciones o cualquier otra causa legítima. Como que la Iglesia lo que quiere es nuestro bien, y está pronta a evitarnos todo cuanto nos puede dañar.
Mira, hijito, si quieres mostrarte, no sólo cristiano, sino hombre prudente y amigo de vivir como Dios manda, procura cumplir lo mejor que puedas el precepto de la abstinencia, y ríete de los tontos, que al burlarse de él prueban que no han visto lo que tiene de santo, en primer lugar, y, en segundo, lo que tiene de útil, de inofensivo y de fácil.
Apéndice
1 Si tan buena es esa abstinencia, ¿por qué la Iglesia me dispensa de ella pagándole unos cuantos reales?
2. ¿No es éste uno de los muchos abusos de la Iglesia, como el tráfico que se hace de indulgencias?
3. Con razón se dice que a Roma se va por todo, quien lleva allá dinero, todo lo consigue.
4. Y lo propio sucede por acá, en cada parroquia todo cuesta un ojo de la cara.
A todas estas objeciones voy yo a contestarte en una sola respuesta.
Y desde luego, te diré que es menester estar muy cegado por las preocupaciones que te han metido en la cabeza los protestantes y los impíos, para acusar, como lo haces, a la Iglesia de aquello mismo en que te da una muestra de su inmensa caridad.
Cuando la Iglesia nos dispensa de cumplir algún precepto suyo, no lo hace como una autoridad caprichosa y tiránica, ni mucho menos se propone dejarnos libres y horros de nuestras obligaciones de cristianos, sino que obra con nosotros como una madre amorosa y prudente, que, ya por satisfacer alguna imperiosa necesidad, ya por otorgar alguna gracia a nuestra
flaca naturaleza, nos perdona algo que le debemos, y del tesoro de los méritos de Jesucristo, que ella
posee y administra, nos aplica
aquella parte que baste para
satisfacer nuestra deuda.
Como justo reconocimiento de la
autoridad con que nos perdona, y
en cierto modo como equivalencia
del deber cuyo cumplimiento nos
dispensa, suele la Iglesia exigirnos
ciertas y determinadas obras, como
limosnas, oraciones y cualesquiera
otros actos de piedad.
Pues bien; esto es lo que nos exige
la Iglesia cuando, al dispensarnos
de la abstinencia, nos pide esos
cuantos reales que tú dices. Al
concedernos la Bula, no se propone
la Iglesia vendernos sus favores
como se vende una carga de peras, pues es imposible poner precio a lo
que no lo tiene. Se propone
únicamente conmutar la
abstinencia aquella de que nos
dispensa en la limosna que le
damos para nuestra santificación.
Y es preciso que entiendas bien de
una vez esto de la Bula, sobre la cual
tantos disparates se oyen y tanta
ignorancia hay, aun entre gente que
la echa de sabihonda y cristiana. La
Iglesia, autorizada legítimamente
por su Autor Divino, puede
imponer, y efectivamente impone,
ciertas obras de aspereza y
mortificación moral, como
medicina del alma de sus hijos y
preservativo de recaídas en el
pecado, que es la enfermedad de
que quisiera siempre verlos libres,
y dice así: “Todo católico, esto es,
todo hijo mío llegando al uso de la
razón, se abstendrá, en tales, y tales
días o tiempos, de tal género de
alimentos, y adoptará otros para
ejercicio de penitencia. Con esto
pretendo dar gloria a Dios y que se la
den mis hijos; pero como yo soy la
única llamada a discernir el medio
más a propósito para glorificarle, y
juzgo que, contribuyendo una parte
de ellos, v. gr., los españoles, con una
pequeña limosna a una obra grande,
glorificarán más a Dios, yo los
dispenso de aquella maceración y
aspereza de la carne si dan esa
limosna, y no los dispenso si no la
dan”.
Aquí ves, hijo mío, cómo la Iglesia
no te manda que tomes la Bula, sino
que, en uso, legítimo de sus
facultades superiores y divinas, te
pone en la disyuntiva, o de
acomodarte a la ley universal, que
comprende al católico alemán, al
francés, al inglés, al italiano, etc.,
etc., y abstenerte de carnes en días
fijos; o si quieres comerlas,
contribuir a la gloria de Dios, fin
único de la Iglesia, alargando tu
óbolo o tu limosna para los fines
consabidos...
De modo que esos reales que damos
al tomar la Bula de la Santa
Cruzada, por ejemplo, no son el
precio de un derecho que
compremos para comer carne, sino
una limosna que damos en
reconocimiento de la autoridad con
que la Iglesia nos dispensa del
privilegio contenido en la Bula, y
una obra piadosa, con la cual
conmutamos la que dejamos de
hacer al usar de este privilegio.
Porque sí, no lo dudes, este género
de limosnas, que en estas ocasiones
y con estos motivos damos a la
Iglesia, se hallan destinados a
objetos piadosos, como redención
de cautivos, conservación del culto
en los Santos Lugares, socorros a
indigentes, fundación o
mantenimiento de casas de caridad
y otros semejantes, que en la mente
de la Iglesia equivalen juntos a la
gloria que resultaba a Dios de la
grande empresa de las Cruzadas,
síntesis de nuestras mejores
glorias, y de las que se originó la
Bula.
Ahí tienes en lo que se emplean, es
decir, en lo que la Iglesia quiere que
se empleen, esos reales que tú le
das de limosna. Ahora, si me dices
que alguna vez puede suceder o
haber sucedido que las personas
encargadas de recoger y distribuir
estas limosnas han sido infieles a su
cargo, nada tengo que responderte,
sino que este será un pecado
cometido por hombres, y del cual
darán cuenta a Dios en su día; pero
no que sea un abuso consentido, ni
mucho menos, mandado por la
Iglesia.
Y con esto vengo a responder a tu
segunda objeción en que me hablas
de los muchos abusos de la Iglesia.
La Iglesia no comete abusos ni
muchos ni pocos, pues siendo como
es santa e infalible, es por su
naturaleza divina, impecable. Lo
cual no quiere decir que en la
Iglesia no se hayan cometido alguna
vez abusos. Pero éstos jamás han
sido tolerados en silencio por ella:
antes bien, perpetuamente los ha
condenado dondequiera que los ha
visto, y ha tratado de reprimirlos, y
los ha reprimido y los ha castigado.
Las indulgencias plenarias y
parciales te escandalizan, según
veo; pero doy en sospechar que
esto consiste en que tú no sabes lo
que son las indulgencias.
Tú te figuras, sin duda, que cuando
el Papa o un Obispo concede una
indulgencia a los fieles, se propone
que éstos se echen a dormir en la
seguridad de que sin más trabajos
ni fatigas, ni más Confesión ni más
Comunión, quedan ya horros y
libres de las penas del infierno y del
purgatorio.
Si así es como entiendes las
indulgencias, mal negocio haces,
porque de nada te aprovecharán.
Las indulgencias no tienen por
objeto perdonarnos las culpas que
hayamos cometido, pues esto
solamente es propio del
Sacramento de la Penitencia, sino
remitirnos, condonarnos la pena
temporal con que debemos
satisfacer a la Justicia Divina, aun
después de remitida la culpa y la
pena eternas, que se nos perdonan
en el tribunal de la Penitencia.
Al conceder una indulgencia, la
Iglesia no se propone decir, ni dice:
“Oye, tú, pecador; sabrás cómo hoy
día de la fecha se me ha antojado
quitarte de encima tantos o cuantos
días que debías estar penando en el
purgatorio por tus culpas: toma allá
esa indulgencia, guárdatela en el
bolsillo, y con eso tienes ya
bastante”.
No; la Iglesia no quiere decir ni dice
semejante ridiculez y blasfemia,
sino que dice: “Oye, pecador; yo, que
soy tu Madre tierna y
misericordiosa; yo, que, como esposa
de Jesucristo, tengo y guardo, y
dispenso y administro el tesoro de los
merecimientos de su preciosa
sangre, te llamo hoy a penitencia, y
fiada en la promesa del Salvador, te
digo que, si después de lavada tu
culpa en el tribunal de la penitencia,
y bien arrepentido, ejecutadas tales
o cuales obras de piedad que te
prescribo y encomiendo, te será
remitida tal o cual parte de las penas
temporales que debes satisfacer, en
expiación de tus culpas, a la Justicia
Divina. En esta indulgencia que hoy
te otorgo, quiero conmutarte, con las
buenas obras de la caridad o
penitencia que te mando hacer, la
pena que tendrías que pagar en el
purgatorio. Espero que la
Misericordia Divina, atendidas tus
buenas disposiciones, confirmará en
el cielo la gracia que yo la Iglesia te
otorgo hoy en la tierra, aplicándote
los méritos de Jesucristo”.
Esto mismo se entiende de las
indulgencias que se conceden en
calidad de sufragios por las almas
del purgatorio, y que suelen
contenerse en las llamadas Bulas de
Difuntos, en los altares
privilegiados llamados de alma, o
en cualquier otra forma canónica.
Con estas indulgencias no pretende
la Iglesia que se saquen almas del
purgatorio contra viento y marea,
como suele decirse, sino
únicamente aplicar tales o cuales
actos de piedad que ejecutan los
fieles vivos en alivio de las almas
del purgatorio a quienes se
dediquen sus sufragios. Dios puede
aceptar o no, según quiera, el
sufragio de los fieles, y la Iglesia no
pretende forzar la soberana
voluntad de Dios en este punto, sino
únicamente dar a los fieles un
medio eficaz para que, ofreciendo a
la Justicia Divina los méritos de
Nuestro Señor Jesucristo, inclinen
la Misericordia de Dios a aliviar
aquella alma por quien usamos del
sufragio de la indulgencia.
¿Qué hay en todo esto que no sea
tan racional como bello, y tan justo
como caritativo? ¿De qué manera
cabe en todo esto hacer ese tráfico
de indulgencias que tú señalas
entre los supuestos abusos de la
Iglesia?
Ya se ve: tú te has figurado que las
gracias espirituales son cuestión de
comercio entre la Iglesia y los fieles:
te empeñas en considerar como un
cambio de servicios mutuos lo que
no es sino una sujeción de hijos a su
madre, de súbditos a su soberano,
de criaturas a su Dios; y de este
modo, todo lo trabucas y lo enlodas. Por eso y porque eres eco
desdichado de las blasfemas
insulseces que has oído a tanto
necio y a tanto pícaro, te parece
razonable decir que a Roma se va
por todo, y que en llevando allá
dinero, todo se consigue.
Como esto fuera verdad, no habría
estado y estaría Roma tan
hostigada y perseguida por tanto
enemigo como tiene. Precisamente
lo que a los pícaros no les gusta de
Roma es que a ella no se va por
todo, y que no hay tesoros en el
mundo capaces de hacerla
consentir en lo que no es justo y
santo.
Si los fieles que piden gracias a
Roma, es decir, a la Santa Sede, al
Soberano de la Iglesia, al Vicario de
Jesucristo en la tierra, le dan algún
dinero, no es esto a fe la paga de una
cosa vendible, sino una señal de
gratitud y reconocimiento.
Por otra parte, los donativos de los
fieles son el único presupuesto con
que Roma cuenta para sufragar los
dispendios que le ocasiona ser la
capital del orbe católico, donde se
sustancian y resuelven todos los
negocios de la Iglesia.
Aun así y todo, la verdad es que las
cosas que cuestan verdaderamente
dinero en Roma, cuestan
muchísimo menos sin comparación
de lo que cuesta el pleito más
insignificante que hay que seguir en
un tribunal civil, o el negocio menos
gravoso que hay que despachar en
cualquiera de las oficinas del
Estado
En cuanto a la socaliña de las
parroquias, que tanto te enciende la
sangre, permíteme que yo sienta
arder la mía sólo al oírte.
¿Cómo es eso? ¿Se despoja a la
Iglesia de sus bienes, se le priva de
aquello mismo que solemnemente
se le ha ofrecido dar de lo que es
suyo, y en seguida se le insulta
diciendo que sus ministros son
careros y que llevan un sentido por
ejercer sus funciones?
¡Pobres sacerdotes! ¡Míralos qué
medrados están con todos esos
dinerales que dices tú nos llevan
por bautizarnos, casarnos y
enterrarnos! ¡Quiera Dios que
tengan lo preciso para no caer
muertos de hambre en las gradas
mismas del altar donde piden al
cielo por sus calumniadores y
enemigos!
Antes de ahora te lo he dicho: el
sacerdote es hombre como los
demás, que necesita comer y
vestirse y dormir. Para todo esto es
menester dinero. Si no se lo damos
los que nos aprovechamos de su
ministerio para la salvación de
nuestras almas, ¿de dónde les ha de
venir?
Ellos no pueden ocuparse en ganar
dinero con ninguna de las
industrias humanas: ellos sirven al
altar, y del altar han de vivir, como
dice el Apóstol.
Acúsalos cuando veas que se
regalan con tus liberalidades y que
medran y engordan, como les
sucede por cierto a los ministros
anglicanos y de otras sectas
protestantes, que tienen rentas
escandalosas, y que llevan dinero y
mucho dinero hasta por auxiliar a
los moribundos.
Pero si ves cómo viven los
sacerdotes católicos; si eres testigo
de las privaciones y miserias que
pasan, soportándolas con
resignación heroica; si todo esto
ves y sabes, y si tienes sangre en las
venas, y alma de hombre siquiera,
cuando no corazón de cristiano,
deja de insultar su desgracia con tus
inoportunas quejas de su avaricia,
que son un cruel sarcasmo y una
ironía sangrienta.
No te diré yo que una dotación fija,
decorosa y bien satisfecha, que
conciliase al clero el prestigio que
se le debe, y alejase la odiosidad de
los tan cacareados derechos de
estola no fuera acaso preferible a
éstos, en sentir de personas
sensatas, cuya opinión no seré yo
quien la deseche. Pero mientras
aquella dotación no aparece, y un
portero de una oficina esté mejor
retribuido que un párroco, te
suplico por Dios, hijo mío, que
calles, y no eches tú también tu
astilla en el fuego anticlerical e
inhumano que desgraciadamente
va cundiendo por horas.
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