Por Marian T. Horvat
Tiene sentido que un hombre contrarrevolucionario respete y ame el orden en su vida diaria. Para ello, necesita desarrollar el hábito del orden desde que es pequeño. Buenos padres y profesores le ayudarán a seguir un horario, e insistirán en que mantenga el orden en su persona y sus pertenencias. Más tarde, cosechará los buenos frutos de tener el espíritu de orden en su vida.
El orden es la expresión práctica de una vida regulada. El espíritu de orden es la inclinación –innata o adquirida– hacia esta regularidad.
El espíritu de orden es una cualidad muy preciada. Debería incluirse como uno de los atributos más indispensables de un hombre tanto en su vida privada como social, porque se extiende beneficiosamente a nuestras acciones personales así como a nuestras relaciones con nuestro prójimo.
Este hermoso atributo ejerce una influencia decisiva sobre el éxito de un hombre en la vida. El orden da valor a nuestros talentos y cualidades y los hace fecundos, del mismo modo que su ausencia vuelve estériles nuestras aspiraciones más elevadas y inútiles nuestros mejores dones.
El orden es economía de tiempo y dinero; nos permite dar mejor calidad y mayor cantidad de resultados tanto en nuestro trabajo material como intelectual porque con él aprovechamos al máximo el tiempo, evitando demoras, tardanzas y dudas. El desorden es la disipación del tiempo y del talento, la ruina de todas las ventajas de la organización.
Respecto al orden, atributo tan valioso, observemos al hombre en las distintas etapas de su vida.
El estudiante
El estudiante que desprecia la regla suprema del orden –“Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar”– vive en una ronda interminable de irritación y confusión. Al final del día, cuando regresa del colegio, tira su mochila y los libros en cualquier lado en lugar de colocarlos en el lugar adecuado, que es siempre el mismo.
Un escritorio ordenado forma una mente ordenada
Así que ahí están sus libros: en un banco, una silla, encima de una cama o de una cómoda, tal vez en la cocina o en un banco del porche.
Si otra persona sin espíritu de orden se topa con la mochila, la tira a un lado, tal vez la aparta a patadas, y termina en otro lugar. En la cocina se mancha, en el porche se ensucia; en el pasillo se pisa.
Y cuando llega el momento de estudiar, se puede escuchar al niño gritar: “¿Dónde está mi mochila? ¿Quién se ha llevado mis libros?” Todo esto conlleva pérdida de tiempo, irritación y mal humor.
Cuando la encuentre, abrirá la famosa mochila y verá que nada está en su lugar: bolígrafos, lápices, libros, cuadernos, reglas, todo está mezclado. El desorden es tan grande que para encontrar su borrador tendrá que vaciar todo su contenido.
Veamos ahora los libros y cuadernos: aquí se observa el mismo fenómeno. Nada está limpio; hay caricaturas y garabatos ridículos en las tapas e incluso en algunas páginas.
Su tarea también carece de orden. La escritura no está en las líneas, las letras están mal formadas, los puntos, las comas y los signos de puntuación parecen haber sido derramados en el texto como pimienta sobre macarrones, todo aquí, nada allá.
Una mochila y un escritorio son, de hecho, como un mundo en miniatura, que refleja a su dueño, además de decir mucho sobre la escuela, las lecciones y el método de enseñanza. A la pregunta de si una persona está ordenada o desordenada, su escritorio responderá con elogios o críticas. Además, esta respuesta será válida durante muchos años más. Predice el modo de vida de este niño, el hombre del mañana, con mayor seguridad que cualquier quiromántico o adivino.
Se puede ver que desde que se es joven es necesario tener el hábito del orden en la forma de tratar los libros, cuadernos y prendas de vestir. El hábito del orden acompaña al hombre durante toda su vida. Es tan inseparable de él como su mismo nombre.
El joven
Llega necesariamente el momento en que el niño asume las responsabilidades de la vida, convirtiéndose en dueño de lo que hará y de cómo organiza su tiempo.
Cuando es fiel a las recomendaciones de sus antiguos maestros y educadores, sabe organizar su horario y su regla de vida, que dirige todos sus intereses. Este horario diario, que comienza con una ferviente oración, consta de cuatro partes. La primera se refiere a sus prácticas religiosas diarias y semanales; la segunda, a su ocupación y método de trabajo; la tercera, a sus relaciones familiares, y la cuarta, a sus relaciones sociales. Es decir, ordena su vida dando prioridad a lo esencial y más importante.
El espíritu de orden adquirido durante su educación primaria le garantiza el éxito. Mediante este régimen de orden trabaja metódicamente y produce obras fructíferas. Siguiéndolo, cumplirá fácilmente con sus deberes. Su conciencia, siempre en paz, le asegurará una felicidad profunda, dulce fruto de la sujeción a la disciplina del deber.
La mala salud moral es el triste resultado de una vida sin orden
Al contrario, qué triste es ver a un joven sin espíritu de orden y disciplina, esclavo de sus incesantes cambios y caprichos del momento. Levantarse es un nuevo sacrificio cada día, ya que es la última persona de la casa en acostarse. Las horas de la mañana, espléndidas, lúcidas y preciosísimas, se pierden o se desperdician en frivolidades. Su habitación también refleja el desorden: libros y revistas amontonados en el suelo, zapatos y ropa abandonados aquí y allá, es un cuadro de las desordenadas costumbres de su vida.
Su frecuente tardanza en la mesa familiar priva a sus padres de la cálida convivencia que hace que la intimidad del hogar sea tan saludable. Los entretenimientos frecuentes le roban parte de sus días y sus noches. Su hora de acostarse es irregular.
Con el corazón apesadumbrado, su padre ve un futuro por delante sin grandes esperanzas; su madre espera oírlo entrar a altas horas de la noche, agobiada por el dolor.
La mala salud física y la mala salud moral son el triste resultado de una vida sin orden. Donde falta un horario y un orden, no se escucha la voz del deber.
La fortuna y la pobreza son distribuidas por Dios como Él quiere. Algunos de nosotros, sin ningún mérito propio, disfrutamos de los bienes de esta tierra. Otros tal vez tengan que soportar la amargura de la penuria.
En general, es bastante fácil administrar una casa cuando una persona es lo suficientemente rica como para tener personal de servicio. Pero es más difícil y meritorio establecer el orden, la limpieza y la higiene en situaciones de pobreza. No hay duda de que la Sagrada Familia de Nazaret se encontró en el segundo caso. No eran ricos. Sin embargo, el orden, la limpieza y la alegría brillaban en cada rincón.
Aquí hay otro caso. El 18 de abril la Iglesia celebra la fiesta de la Beata María de la Encarnación, que fue esposa de un caballero rico, Monsieur Pierre Acarie. Cuando su marido enfrentó dificultades de carácter político, su patrimonio familiar fue confiscado y fue exiliado de París. Los acreedores entraron en la casa de la familia y se llevaron todo, los muebles, la ropa y la vajilla. Ni siquiera dejaron una silla para sentarse.
En medio de tanto dolor y abandono, esta mujer fuerte y devota no se desanimó. Poniendo toda su esperanza en Dios, trabajó asiduamente, redujo los gastos a lo más indispensable, puso a trabajar a sus hijos, inspiró la confianza de todos y, al final, mantuvo una casa familiar honesta y un nombre respetado.
Posteriormente ingresó en un convento, introdujo a las carmelitas en Francia y murió santa. El orden es la virtud de los ricos y la riqueza de los pobres.
“Estoy demasiado ocupada para preocuparme por el orden. Si logro pasar el día, es suficiente”, se quejó una ocupada madre de siete hijos que educa en casa. Claramente, la casa reflejaba su actitud.
Su hijo mayor, Henry, de 14 años, estaba sentado en una silla de la sala, comiendo un plato de cereal y trabajando en una tarea de álgebra que no completó el día anterior. Unas pocas manchas de leche en el papel ya arrugado no harían ninguna diferencia. Su hermana Catherine estaba desayunando en la cocina en pijama y con el pelo despeinado. Probablemente llegaría tarde para empezar la clase, que estaba prevista para las 9 de la mañana, a sólo unos minutos de distancia. Philip, de 10 años, todavía dormía. La noche anterior empezó a trabajar en un modelo de barco y no se acostó hasta muy tarde. Era una mañana típica, nadie seguía el horario, cada uno “hacía lo suyo”.
No subestimo la dificultad que hay hoy en muchos hogares, donde las madres deben administrar el hogar, impartir las clases y supervisar las tareas. Sin embargo, incluso las situaciones difíciles serían más llevaderas si prevaleciera el espíritu de orden. Al principio cuesta un poco más de esfuerzo inculcar el espíritu de orden, pero una vez implantado todo se vuelve más fácil. En este caso, la aplicación de algunas reglas haría que las mañanas fueran más luminosas:
♦ Todos deben estar en la mesa del desayuno debidamente vestidos y arreglados para el día.
♦ No comer en la sala de estar.
♦ No se permiten libros ni tareas en la mesa durante las comidas.
♦ Todos se acuestan a la hora adecuada.
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