Por Monseñor de Segur (1820-1881)
¿Y es esto lo que sacas en limpio del examen de tu conciencia? Se me figura, hijito, que te has mirado a ti mismo con demasiado buenos ojos, y no te incomodes si te digo que no te has visto bien por dentro.
¿Conque, por no haber robado, ni matado, ni perjudicado a nadie en sus intereses, se te figura que nada tienes de qué acusarte? Entremos un rato a cuentas tú y yo, pues sería curioso que viera yo más claro en tus acciones que tú mismo.
No me negarás que pecado es faltar gravemente a las obligaciones que tenemos para con Dios, para con nuestros prójimos y para con nosotros mismos. ¿Has cumplido fielmente todas estas obligaciones?
Veamos, por de pronto, las primeras. ¿Te has acordado perpetuamente de reconocer a Dios como tu Creador y Maestro, tu Padre y tu último fin? ¿Le tributas diariamente el homenaje de adoración que se le debe? ¿Le das gracias por los beneficios que de su mano has recibido? ¿Le pides perdón por las faltas que cometes contra sus divinos mandamientos? Porque mucho me engaño, si en este particular no vives como si tal Dios hubiera para ti, mil veces más culpable en este olvido que los pobres salvajes idólatras, pues éstos al menos adoran a sus falsos dioses, mientras que tú, que conoces al Dios verdadero, no te acuerdas para nada de su nombre.
Pues veamos ahora cómo cumples tus obligaciones para con los demás. Creo desde luego que no has matado ni robado a nadie; pero, ¿a cómo estamos de caridad con tus hermanos, de tolerancia para sufrir sus flaquezas y defectos, de generosidad para perdonar sus injurias, de misericordia con los pobres, de respeto a la estimación de los demás? ¿No has formado nunca un juicio temerario? ¿No se te ha escapado una sola palabra que manche el honor de alguien, o que haga poner en duda su hombría de bien? ¿Has sido siempre buen padre, buen hijo, buen esposo, buen ciudadano, buen amo, buen servidor, bueno y leal amigo? En los tratos y ocupaciones de tu vida, ¿te has portado con propósito firme de no perjudicar los intereses de nadie, de no ganar más que lo justo?
Me parece, hijito, que si registras bien tu conciencia, y si consideras lo larga que es esta lista de nuestros deberes para con los demás, no te faltará materia para una larga confesión. Pero, y los deberes para contigo mismo, ¿cómo los cumples? ¿Qué cuentas llevas de esa alma que Dios te ha dado? ¿Qué motivos te guían cuando haces algún bien? ¿Lo haces por cumplir con lo que debes a ti mismo y por servir a Dios, o más bien por algún interés mezquino, porque te alaben, porque te
consideren las gentes? ¿O te parece que cuando haces una limosna por vanidad no pecas? ¿Tú no sabes que Dios pide cuenta de las intenciones?
Esto en cuanto a tu alma. Pero, por lo tocante a tu cuerpo, ¿a cuántos estamos de templanza y de sobriedad? ¿No has cometido nunca ni el más leve exceso de comida ni de bebida? ¿Has cuidado de tu salud como Dios te manda cuidar? Y en punto a castidad, ¿cómo andamos? ¡Ah! Si tu hijo hiciera o dijera delante de ti lo que en este particular haces y piensas tú sin reparo delante de Dios, es seguro que lo echarías a palos de tu casa; y si viniese cualquiera a decir a tu mujer o a tu hija cosas que tú dices sin aprensión ninguna a las hijas y a las mujeres de otros, estoy cierto de que no se las oirías con mucha calma. Y, ¿cómo puede parecerte a ti inocente lo que tienes por culpable en otros? Sería no acabar nunca el seguir en este examen de tu conciencia, pues la mina es muy honda, y a poquito que cavaras, ya verías si tenías que confesar.
¡Vamos, hijo, valor y un poco de buena fe! Examina tu conciencia con toda la escrupulosidad que debe un hombre honrado; llégate a un buen sacerdote, pues no dejarás de conocer alguno, el cual te recibirá con los brazos abiertos y deseando descargar el peso de tu alma en nombre del Dios misericordioso. Anda, y ve de buena voluntad. Quizá de pronto se te haga un poco cuesta arriba; pero muy luego verás cómo te alegras de haberlo hecho.
- ¡Es que hace ya tiempo que no me confieso! - me dirás.
- Razón más -te respondo yo- para que te apresures.
-Pero, ¡si es tanto y tan grave lo que tengo que decir!
-Mejor que mejor. Pescada grande vale más. Mientras más grande pecador seas, como vayas bien arrepentido, mejor día darás a tu confesor.
-Es que no podré acordarme de todo.
-No importa nada de eso. Di lo que buenamente recuerdes, y arrepiéntete con toda tu alma de lo que recuerdes y de lo que no, Dios no tanto te pide memoria como buena voluntad y, sobre todo, sincero pesar de haberle ofendido. Esto es lo principal. Conque anda, hijo mío, pronto, pronto a confesarte. Créeme: tú agradecerás mi consejo después que lo hayas hecho. Ya verás qué paz tan grande en tu corazón desde que descargues tu conciencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario