Prefacio de Mons. Carlo Maria Viganò a la edición francesa del ensayo “Coup d'état dans l'Eglise” del Padre Andrea Mancinella, publicado por Médias Culture et Patrimoine
¿Qué es un golpe de Estado? Un golpe de Estado es el derrocamiento del poder gobernante para cambiar el régimen por la fuerza o mediante fraude. Puede ser perpetrado por grupos o élites que actúan espontáneamente o con la cooperación de terceros, ya sean nacionales o internacionales. Uno de los casos más evidentes de golpe de Estado es el golpe de Estado de la élite globalista anticristiana al que asistimos, en el que la mayoría de los gobiernos son emisarios del Foro Económico Mundial. Los funcionarios públicos actúan en interés de sus financieros en detrimento de los ciudadanos, y los representantes electos traicionan impunemente sus mandatos o manipulan las elecciones para llegar al poder y cumplir las órdenes de los subversivos. Se trata de un golpe de Estado, de una conspiración que esta vez no implica sólo a una nación, sino a todo el mundo occidental.
Hablar, pues, de golpe de Estado en la Iglesia puede parecer inaudito, sobre todo si tenemos en cuenta que la Iglesia Católica es una monarquía absoluta de derecho divino y, como tal, exenta -por su propia constitución divina- de las graves debilidades de las democracias modernas, es decir, de aquellos regímenes nacidos como realización social de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Los funcionarios de la Iglesia, desde el más alto en dignidad hasta el último sacerdote, desde el Príncipe de la Iglesia hasta el padre misionero, constituyen la estructura que permite gobernar esta sociedad en la que las fragilidades humanas y la omnipotencia divina se entremezclan, se superponen y a veces se funden. Pero si lo pensamos bien, incluso la visión católica del Estado prevé de algún modo la coexistencia de lo humano y lo divino, dentro de los límites de los fines fijados por la institución temporal, pero donde Cristo es Rey y el soberano su lugarteniente, del mismo modo que en la Iglesia Cristo es Rey y Pontífice y el Papa, su Vicario. La primacía de las cosas espirituales sobre las temporales, y de la vida eterna sobre la terrena, hace que la autoridad de la Iglesia (y del Papa) sea necesariamente superior a la del Estado (y de quienes lo gobiernan), proporcionando al Estado una especial asistencia divina y un punto de referencia seguro para conducir a sus súbditos hacia la vida eterna, que es su fin último. Pero si es el Señor quien guía y modera todas las sociedades terrenas a través de su Providencia, son los hombres quienes deben tomar decisiones morales no sólo como individuos, sino también como cuerpo social, ayudados en esto por la gracia del Estado. Por eso, es deber de los individuos y de las sociedades reconocer públicamente a Jesucristo como su Rey, porque omnia per ipsum facta sunt: et sine ipso factum est nihil, quod factum est (Jn 1,3). La visión católica del Estado se basa en la ley natural, querida por Dios Creador e inscrita en el corazón de cada ser humano: un sistema de gobierno que se inclina ante Cristo Rey es el único verdaderamente capaz de perseguir el bien común, por encima de cualquier diferencia en las creencias de sus ciudadanos.
Con el pecado individual, el hombre rechaza el orden divino -que es cristocéntrico- y con el pecado social se rebela contra Cristo Rey: regnare Christum nolumus. Esta es el alma infernal de la Revolución, con la que Satanás pretende frustrar la obra de la Redención en sus efectos, borrando la Realeza social de Cristo. Es, pues, el Enemigo quien actúa detrás de todo plan subversivo, detrás de todo golpe de Estado; y lo hace comenzando por la secularización de la autoridad, la democratización y parlamentarización de los gobiernos, porque una autoridad que no adora a Dios y no se reconoce sometida a Él, no sólo no está obligada a obedecerle, sino que hará todo lo posible por ofenderle y violar su ley eterna.
Todos los Papas han denunciado y condenado los golpes de Estado perpetrados por la Masonería en las naciones cristianas, donde derrocó a las Monarquías Católicas para instaurar repúblicas en las que el poder pertenecía nominalmente al pueblo, pero de hecho estaba en manos de la Masonería y sus seguidores.
La revolución, ya sea francesa o bolchevique, en la España comunista o en el México liberal, en la Alemania nazi o en la Canadá globalista, se realiza siempre mediante un golpe de Estado, en el que la autoridad de Dios es negada e invariablemente usurpada por las mismas fuerzas para hacerse gradualmente con el poder. Los grandes Pontífices que lucharon valientemente contra las sectas masónicas eran muy conscientes de que el plan del enemigo era destruir la societas christiana y sustituirla por el Nuevo Orden Mundial masónico y luciferino. Numerosos documentos publicados en la época - e inmediatamente desacreditados como “teorías de la conspiración” - exponen claramente las etapas para la realización de esta tecnocracia, que ahora vemos que los herederos de los conspiradores del siglo XIX están llevando a cabo. Y en aras de la exhaustividad, no podemos pasar por alto el lúcido análisis de estos Papas, que identificaron al sionismo askenazí como el verdadero coordinador de la acción destructiva de la masonería en todos los Estados. Estos poderes subversivos están todos unidos por un pactum sceleris, que consiste en compartir crímenes odiosos para sellar el secreto y la complicidad que los hacen vulnerables al chantaje y, por lo tanto, maniobrables.
Tenemos, pues, la prueba de que el golpe de Estado es un ataque satánico al corazón de la sociedad, y que ya ha sido perpetrado en la esfera civil, logrando eliminar prácticamente a todas las naciones cristianas. Sólo faltaba, después de las grandes convulsiones de los tres últimos siglos, golpear el corazón de la Iglesia Católica, y bastaba con reproducir el esquema ya adoptado en los gobiernos temporales: corromper a sus dirigentes y funcionarios, socavar la santidad de su autoridad y debilitar su eficacia como gobierno cambiando su estructura monárquica por una especie de república parlamentaria. Y esto es lo que han hecho, aplicando a la Iglesia la dinámica de cualquier sociedad temporal.
El padre Andrea Mancinella, en su clarísimo análisis de la crisis de la Iglesia, nos muestra indiscutiblemente que el cuerpo eclesial ha sido víctima de un golpe de Estado bien planificado, de un complot, en realidad. La documentación presentada nos da una visión concisa y comprensible de la forma en que se desarrolló la Revolución que llevó su acción subversiva a la Iglesia con el Concilio Vaticano II. Creo, pues, que este excelente ensayo -que aparece ahora en su primera edición en francés, y cuyo prefacio agradezco- puede ayudar a quienes, providencialmente, comienzan a captar la coherencia entre el golpe de Estado en la Iglesia y el que tuvo lugar en la sociedad civil: el autor es siempre el mismo, el patrón de acción es el mismo, el objetivo es el mismo.
En este golpe de Estado, una élite subversiva que llamamos la Iglesia Profunda logró infiltrarse en la Iglesia derrocando al poder establecido mediante una lenta pero inexorable acción de sustitución de sus funcionarios: desde el Papa hasta la mayoría de su Senado, el Sacro Colegio; desde el Secretario de Estado hasta el último de los funcionarios, desde el Obispo hasta el vicario parroquial, desde el Prefecto del Clero hasta el profesor del seminario menor, desde el General de la Orden hasta el Maestro de Novicios de un monasterio en las montañas. Nadie se libró de esta purga, que tal vez se cobró más víctimas que el Terror, para dar paso a una horda de herejes, corruptos y viciosos, no menos sometidos al chantaje que sus homólogos de la esfera civil, hasta el punto de compartir sus perversiones y crímenes, como tristemente nos enseña la actualidad.
Que el golpe de Estado denunciado en el libro pertenece a la Revolución y se inspira en ella, lo vemos confirmado por el hecho de que el derrocamiento de la “Iglesia preconciliar” para instaurar la “iglesia conciliar” -que pretende ser diferente de la Iglesia Católica, precisamente para marcar la ruptura deliberada entre el vetus y el novus ordo- se realizó con la democratización y parlamentarización de su gobierno. El poder del Romano Pontífice se ha combinado con el de órganos asamblearios -Sínodo de los Obispos, Conferencias Episcopales, Comisiones, Concilios- que, por un lado, debilitan el Primado petrino y, por otro, coordinan y “colegializan” la autoridad de los obispos individuales, despojándolos de su poder.
La “república conciliar”, bajo la presidencia de Bergoglio, manifiesta esta subversión de forma tan descarada que resulta incluso embarazosa para sus propios partidarios. Con la Fiducia Supplicans, la iglesia profunda se ha mostrado obediente a las órdenes de la élite - explicitadas en los famosos correos electrónicos de John Podesta - que exigen que la Iglesia revoque la condena de la sodomía. Lo mismo ocurre con la introducción de mujeres en formas no ordenadas de ministerio con vistas a su admisión en las Órdenes, en nombre de la “igualdad de género” preconizada por la Agenda 2030. Algunos de los defensores de la “primavera conciliar” -“primavera” es un término que también se encuentra en las revoluciones de colores de las últimas décadas- se encuentran ahora en la incómoda posición de los girondinos, que acabaron siendo víctimas de la Revolución porque no estaban dispuestos a aceptar sus consecuencias extremas pero necesarias, habiendo aceptado sin embargo sus principios. Estos prelados, que hoy parecen “conservadores”, no quieren entender que es imposible liderar una oposición eficaz a la crisis actual mientras compartan los fundamentos ideológicos y teológicos establecidos por el Vaticano II.
Habiendo tomado conciencia de este golpe de Estado, ¿qué debemos hacer? ¿Cómo debemos comportarnos? ¿Cuáles son las formas de respuesta eficaz, iluminada por la Fe, que el simple creyente puede dar ante una amenaza histórica y la traición de los más altos representantes de la Jerarquía? Esto se ilustra de manera ejemplar en el capítulo XIII de este libro, que dejo al lector descubrir al final de una lectura muy interesante.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
4 de febrero de 2024
Domingo de Sexagésima
No hay comentarios:
Publicar un comentario