¿Podemos admirarnos de que nosotros nos hallemos expuestos a las asechanzas del diablo y de que la tentación sea en nuestra vida espiritual el punto que constantemente nos preocupa?
V
TENTACIONES
Nos dice el Evangelio que Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para que fuera tentado por el diablo. Si el mismo Hijo de Dios sufrió tentaciones del enemigo, ¿podemos admirarnos todavía de que también nosotros nos hallemos expuestos a sus asechanzas, y de que la tentación sea en nuestra vida espiritual el punto que constantemente nos preocupa?
Las tentaciones constituyen, pues, un asunto que merece nuestra preferente atención. De ellas trataremos hoy, estudiando su origen, si son un bien o un mal, y los medios para vencerlas.
1. Origen de las tentaciones. - “Ninguno cuando es tentado, diga que Dios le tienta; porque Dios no puede dirigirnos al mal y así Él a ninguno tienta. Sino que cada uno es tentado, atraído, y halagado por la propia concupiscencia. Después la concupiscencia, llegando a concebir (los malos deseos) produce el pecado, el cual, una vez que sea consumado, engendra la muerte” (Santiago, I, 13-15). El origen, por lo tanto, de nuestras tentaciones se encuentra en nosotros mismos, en nuestra naturaleza corrompida e inclinada al mal. A ésta, nuestra desdichada condición, se juntan además, los escándalos del mundo en que vivimos, y los asaltos y acechanzas del demonio, que se vale, como de instrumentos, de nuestra naturaleza depravada y del mundo, para hacernos caer en el pecado.
Todos los hijos de Adán están sujetos a la tentación, porque todos nacen con la naturaleza corrompida; todos también, hasta los santos, deben luchar siempre y continuamente contra sí mismos.
2. ¿Son un bien o un mal las tentaciones? - Las que provienen de nuestra naturaleza pervertida son en sí un mal, aunque sin culpa nuestra, como tampoco nos es imputable el pecado original, pues, como dice San Agustín: “ya es un mal el que la carne sea siempre contraria al espíritu”; por eso Jesucristo no consintió en ser tentado de esa manera.
Las tentaciones que provienen del mundo, enemigo externo y visible, y del demonio, enemigo externo pero invisible, son un mal del tentador, más no contienen deformidad moral alguna por parte del que es tentado, como tampoco la contenían los tormentos y persecuciones a que estaban sometidos los mártires. Todas las tentaciones, por lo tanto, de cualquier género que sean, pueden ser ocasión de bien o de mal, de virtud o de pecado, de mérito o de demérito, dependiendo eso únicamente de la resistencia que les opongamos o del consentimiento que les prestemos. Pudiendo las tentaciones ser para nosotros ocasión de merecimiento, debemos resistirlas valerosamente cuando se presenten. Pudiendo ser ocasión de nuestra ruina, no debemos temerariamente buscarlas ni provocarlas.
3. ¿Cómo se vencen las tentaciones? - Estando siempre dispuesto y bien armado para la lucha. Esto se obtiene por la templanza y vigilancia: “Sed sobrios y estad en continua vela; porque vuestro enemigo el diablo anda girando como león rugiente alrededor de vosotros, en busca de presa para devorar” (I Pedro 5: 8). ¡Templanza!: limitando el uso de las cosas lícitas y agradables, a medida de las necesidades de la vida y de acuerdo con los mandamientos de la ley de Dios. ¡Vigilancia!: sobre los peligros que nos rodean, sobre nuestra pasión dominante, sobre la rectitud de intención.
En el momento de la tentación: “Resistid firmes en la fe” (I Pedro 5: 9). Resistamos firmemente, sin dejarnos dominar por los afectos sensibles. Si la mente se deja arrebatar por la concupiscencia, aunque por un solo momento, recibe ya el germen del pecado. De ahí al pleno conocimiento por parte de la voluntad solo hay un paso. La concupiscencia permanece después del bautismo. Si no se la combate cuando hay ocasión es propicia, puede causar grandes daños a los que no la resistan; ningún mal, sin embargo, ocasiona a los que, con la gracia de Dios, virilmente la reprimen, pues cierto es que “aquel que combate, según la ley, recibirá la corona” (Conc. Trid.). Las leyes de la lucha nos fueron dictadas por el Divino Maestro, de quién debemos aprender cómo se resiste “firmemente en la fe”. Para vencer las batallas espirituales son insuficientes los consejos de la humana sabiduría; es de todo punto necesaria la fe, que nos inflame en deseos de poseer los bienes celestiales, que esperamos con el auxilio de Aquel que combate con nosotros y por nosotros. Jesucristo venció las tres tentaciones en el desierto, refutando al tentador con triple cita de la palabra de Dios, ya que tres veces había argumentado el demonio valiéndose del sacrosanto nombre del Señor. Jesucristo venció en Getsemaní la tentación de tristeza y desaliento, rogando a Dios con grandes gemidos. Con el recuerdo de las verdades eternas y con la oración humilde, aún en forma de breves jaculatorias, venceremos también nosotros.
Una vez que ha pasado la tentación, no nos aflijamos pensando si hemos resistido suficientemente. La misma existencia de la duda es prueba cierta de que no ha habido pleno consentimiento. La misma seguridad nos ofrece La invocación de los santos nombres de Jesús y de María, durante la tentación. Pidamos perdón al Señor, por si hubiera existido alguna culpable negligencia, y para mayor tranquilidad confesemos no solo los pecados veniales evidentes, sino también las principales tentaciones. Manifestar las tentaciones al Superior o al Director Espiritual suele ser muchas veces remedio eficacísimo para librarnos de ellas. Inquietarse con tales pensamientos es ayudar al demonio en su juego; pues muchas veces nos asalta con tentaciones, más para hacernos perder la calma, y poder así pescar en agua turbia, que para precipitarnos en el pecado.
Peor aún sería gloriarnos de la victoria, como si la hubiésemos alcanzado solo por nuestras fuerzas. “Demos gracias a Dios -exclama San Pablo- , que nos ha dado victoria por nuestro Señor Jesucristo” (I Cor. 15:57). Si, por desgracia, cayéramos en la tentación, no hay motivo para desesperar. Reconozcamos que Dios, para castigar nuestro orgullo, nos entrega a veces a nosotros mismos, y entonces el resultado es seguro, pues no somos capaces de otra cosa más que de pecar. Humillémonos y volvamos a Dios, como el hijo pródigo, arrojándonos en los brazos del bondadoso Padre siempre dispuesto a recibirnos.
BERTETTI.
Tomado del libro “Salió el sembrador” del padre Juan B. Lehmann de la Congregación del Verbo Divino, edición 1944.
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