domingo, 21 de abril de 2024

EL CATECISMO DE TRENTO (1566) - 2da PARTE


EL CATECISMO DE TRENTO

ORDEN ORIGINAL

(2)

(publicado en 1566)

Introducción Sobre la fe y el Credo


ARTÍCULO II: 

“Y EN JESUCRISTO, SU ÚNICO HIJO, NUESTRO SEÑOR”

Ventajas de la fe en este artículo

Que maravillosas y superabundantes son las bendiciones que fluyen a la raza humana de la creencia y profesión de este Artículo, aprendemos de estas palabras de San Juan: Cualquiera que confesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en éste, y éste en Dios; y también de las palabras de Cristo el Señor, proclamando al Príncipe de los Apóstoles bendito por la confesión de esta verdad: Bendito eres, Simón Barona: porque no te lo revelaron carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Pues este artículo es la base más firme de nuestra salvación y redención.

Pero como el fruto de estas admirables bendiciones se conoce mejor considerando la ruina que sobrevino al hombre por su caída de aquel felicísimo estado en que Dios había puesto a nuestros primeros padres, tenga el pastor especial cuidado en dar a conocer a los fieles la causa de esta miseria común y calamidad.

Cuando Adán se apartó de la obediencia debida a Dios y violó la prohibición: De todo árbol del paraíso comerás: Pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque en cualquier día que comieres de él, morirás la muerte, cayó en la extrema miseria de perder la santidad y justicia en que había sido puesto, y de quedar sujeto a todos aquellos otros males que han sido explicados más ampliamente por el santo Concilio de Trento.

Por lo tanto, el pastor no debe omitir recordar a los fieles que la culpa y el castigo del pecado original no se limitó a Adán, sino que descendió justamente de él, como de su fuente y causa, a toda la posteridad. La raza humana, habiendo caído de su elevada dignidad, ningún poder de los hombres o de los Ángeles podía levantarla de su condición caída y reponerla en su estado primitivo. Para remediar el mal y reparar la pérdida se hizo necesario que el Hijo de Dios, cuyo poder es infinito, revestido de la debilidad de nuestra carne, quitara el peso infinito del pecado y nos reconciliara con Dios en su sangre.

La necesidad de la fe en este artículo

La creencia y la profesión de ésta nuestra redención, que Dios declaró desde el principio, son ahora, y siempre han sido, necesarias para la salvación. En la sentencia de condenación pronunciada contra la raza humana inmediatamente después del pecado de Adán, la esperanza de redención se mantuvo en estas palabras, que anunciaron al diablo la pérdida que iba a sufrir por la redención del hombre: Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ella te aplastará la cabeza, y tú acecharás su calcañar.

La misma promesa Dios volvió a confirmar a menudo y a manifestar más claramente a aquellos principalmente a quienes deseaba hacer objetos especiales de su favor; entre otros al patriarca Abraham, a quien declaró a menudo este misterio, pero más explícitamente cuando, en obediencia a su mandato, Abraham se dispuso a sacrificar a su único hijo Isaac. Porque, dijo Dios, has hecho esto y no has perdonado a tu hijo unigénito por amor a mí, te bendeciré y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar. Tu descendencia poseerá las puertas de sus enemigos, y en tu descendencia serán benditas todas las naciones de la tierra, porque has obedecido mi voz. De estas palabras era fácil inferir que Aquel que había de liberar a la humanidad de la despiadada tiranía de Satanás había de descender de Abrahán; y que, aunque era el Hijo de Dios, había de nacer de la simiente de Abrahán según la carne.

No mucho tiempo después, para conservar el recuerdo de esta promesa, Dios renovó el mismo pacto con Jacob, nieto de Abrahán. Cuando, en una visión, Jacob vio una escalera que se alzaba sobre la tierra y cuya cúspide llegaba hasta el cielo, y a los ángeles de Dios que subían y bajaban por ella, según atestiguan las Escrituras, oyó también al Señor, que estaba apoyado en la escalera, decirle: Yo soy el Señor, el Dios de Abraham, tu padre, y el Dios de Isaac; la tierra en que duermes te la daré a ti y a tu descendencia. Y tu descendencia será como el polvo de la tierra. Te extenderás al occidente, al oriente, al norte y al sur; y en ti y en tu descendencia serán benditas todas las naciones de la tierra.

Más tarde, Dios no dejó de despertar en la posteridad de Abrahán y en muchos otros, la esperanza de un Salvador, renovando el recuerdo de la misma promesa; pues después del establecimiento del Estado y la religión judíos, llegó a ser mejor conocida por su pueblo. Los tipos significaron y los hombres predijeron las grandes bendiciones que el Salvador y Redentor, Cristo Jesús, iba a traer a la humanidad. Y, en efecto, los Profetas, cuyas mentes estaban iluminadas con la luz de lo alto, predijeron el nacimiento del Hijo de Dios, las maravillosas obras que realizó mientras estuvo en la tierra, su doctrina, carácter, vida, muerte, resurrección y las demás circunstancias misteriosas relativas a Él, y todo esto lo anunciaron al pueblo tan gráficamente como si estuviera pasando ante sus ojos. Con la excepción de que una se refiere al futuro y la otra al pasado, no podemos descubrir ninguna diferencia entre las predicciones de los Profetas y la predicación de los Apóstoles, entre la fe de los antiguos Patriarcas y la de los cristianos.

Pero ahora vamos a hablar de las diversas partes de este artículo.

“Jesús”

Jesús es el nombre propio del Dios y significa Salvador: nombre que le fue dado no accidentalmente, ni por juicio o voluntad de hombre, sino por consejo y mandato de Dios. Pues el Ángel anunció a María, su madre: He aquí que concebirás en tu seno, y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Después no sólo ordenó a José, que estaba desposado con la Virgen, que llamara al niño con ese nombre, sino que también declaró la razón por la que debía llamarse así. José, hijo de David, dijo el Ángel, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es concebido, del Espíritu Santo es. Y dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Porque él salvará a su pueblo de sus pecados.

En las Sagradas Escrituras encontramos a muchos que fueron llamados con este nombre. Así, por ejemplo, se llamaba el hijo de Nave, que sucedió a Moisés y, por privilegio especial negado a Moisés, condujo a la tierra de promisión al pueblo que Moisés había liberado de Egipto; y también el hijo de Josedec, el sacerdote. Pero ¡cuánto más apropiado es llamar con este nombre a nuestro Salvador, que dio luz, libertad y salvación, no sólo a un pueblo, sino a todos los hombres, de todas las edades, a los hombres oprimidos, no por el hambre, ni por la esclavitud egipcia o babilónica, sino sentados a la sombra de la muerte y encadenados por las horribles cadenas del pecado y del diablo, que compró para ellos el derecho a la herencia del cielo y los reconcilió con Dios Padre! En aquellos hombres que fueron designados con el mismo nombre vemos prefigurado a Cristo el Señor, por quien las bendiciones que acabamos de enumerar fueron derramadas sobre la raza humana.

Todos los demás nombres que, según la profecía, habían de ser dados por designación divina al Hijo de Dios, están comprendidos en este único nombre Jesús; pues mientras que ellos significaban parcialmente la salvación que Él había de otorgarnos, este nombre incluía la fuerza y el significado de toda la salvación humana.

“Cristo”

Al nombre de Jesús se añade el de Cristo, que significa el ungido. Este nombre expresa honor y oficio, y no es peculiar de una sola cosa, sino común a muchas; pues en la Antigua Ley se llamaba Cristos a los sacerdotes y a los reyes, a quienes Dios, en razón de la dignidad de su oficio, ordenaba que fueran ungidos. Pues los sacerdotes encomiendan el pueblo a Dios mediante la oración incesante, le ofrecen sacrificios y apartan su ira de la humanidad. A los reyes se les confía el gobierno del pueblo; y a ellos pertenecen principalmente la autoridad de la ley, la protección de la inocencia y el castigo de la culpa. Como, por lo tanto, estas dos funciones parecen representar la majestad de Dios en la tierra, aquellos que eran nombrados para el oficio real o sacerdotal eran ungidos con aceite. Además, puesto que los Profetas, como intérpretes y embajadores del Dios inmortal, nos han revelado los secretos del cielo y mediante preceptos saludables y la predicción de acontecimientos futuros han exhortado a la enmienda de vida, era costumbre ungirlos también.

Cuando Jesucristo nuestro Salvador vino al mundo, asumió estos tres caracteres de Profeta, Sacerdote y Rey, y por lo tanto fue llamado Cristo, habiendo sido ungido para el desempeño de estas funciones, no por mano mortal o con ungüento terrenal, sino por el poder de Su Padre celestial y con un aceite espiritual; porque la plenitud del Espíritu Santo y una efusión más copiosa de todos los dones que cualquier otro ser creado es capaz de recibir fueron derramados en Su alma. Esto lo indica claramente el Profeta cuando se dirige al Redentor con estas palabras: Amaste la justicia y aborreciste la iniquidad; por eso Dios, tu Dios, te ha ungido con óleo de alegría más que a tus semejantes. Lo mismo declara también más explícitamente el profeta Isaías: El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido; me ha enviado a predicar a los humildes.

Jesucristo, por lo tanto, fue el gran Profeta y Maestro, de quien hemos aprendido la voluntad de Dios y por quien se ha enseñado al mundo el conocimiento del Padre celestial. El nombre de profeta le pertenece preeminentemente, porque todos los demás que fueron dignificados con ese nombre fueron sus discípulos, enviados principalmente para anunciar la venida de aquel Profeta que había de salvar a todos los hombres.

Cristo era también un Sacerdote, no ciertamente del mismo orden que los sacerdotes de la tribu de Leví en la Antigua Ley, sino del que cantó el Profeta David: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec. Este tema el Apóstol lo desarrolla completa y exactamente en su Epístola a los Hebreos.

A Cristo, no sólo como Dios, sino también como hombre y partícipe de nuestra naturaleza, lo reconocemos como Rey. De Él dio testimonio el Ángel: Reinará en la casa de Jacob para siempre. Y su reino no tendrá fin. Este reino de Cristo es espiritual y eterno, comenzado en la tierra pero perfeccionado en el cielo. Él cumple por su admirable Providencia los deberes de Rey para con su Iglesia, gobernándola y protegiéndola contra los asaltos y asechanzas de sus enemigos, legislando para ella e impartiéndole no sólo la santidad y la justicia, sino también el poder y la fuerza para perseverar. Pero aunque los buenos y los malos se encuentran dentro de los límites de este reino, y por lo tanto, todos los hombres pertenecen a él por derecho, sin embargo aquellos que en conformidad con Sus mandatos llevan vidas inmaculadas e inocentes, experimentan más que todos los demás la soberana bondad y beneficencia de nuestro Rey. Aunque descendía de la más ilustre raza de reyes, obtuvo este reino no por herencia u otro derecho humano, sino porque Dios le confirió como hombre todo el poder, dignidad y majestad de que es capaz la naturaleza humana. A Él, por lo tanto, Dios entregó el gobierno del mundo entero, y a esta Su soberanía, que ya ha comenzado, todas las cosas serán sometidas plena y enteramente en el día del juicio.

“Su Hijo Unigénito”

Con estas palabras se proponen a los fieles, como objeto de su creencia y contemplación, misterios más excelsos respecto a Jesús, a saber: que es Hijo de Dios, y Dios verdadero, como el Padre que lo engendró desde la eternidad. Confesamos también que es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, igual en todo al Padre y al Espíritu Santo; porque en las Personas Divinas no debe existir nada desigual o diferente, ni siquiera imaginarse que exista, ya que reconocemos que la esencia, la voluntad y el poder de todos son uno. Esta verdad está claramente revelada en muchos pasajes de la Sagrada Escritura y sublimemente anunciada en el testimonio de San Juan: En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios.

Pero cuando se nos dice que Jesús es el Hijo de Dios, no debemos entender nada terrenal o mortal en su nacimiento, sino creer firmemente y adorar piadosamente aquel nacimiento por el que, desde toda la eternidad, el Padre engendró al Hijo, misterio que la razón no puede concebir ni comprender plenamente, y ante cuya contemplación, sobrecogidos, por así decir, de admiración, deberíamos exclamar con el Profeta: ¿Quién declarará su generación? Sobre este punto, pues, hemos de creer que el Hijo es de la misma naturaleza, del mismo poder y sabiduría, con el Padre, como profesamos más plenamente en estas palabras del Credo Niceno: Y en un solo Señor Jesucristo, su Hijo Unigénito, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas.

Entre las diferentes comparaciones empleadas para dilucidar el modo y manera de esta generación eterna, la que se toma prestada de la producción del pensamiento en nuestra mente parece acercarse más a su ilustración, y de ahí que San Juan llame al Hijo el Verbo. Porque así como nuestra mente, en cierto modo entendiéndose a sí misma, forma una imagen de sí misma, que los teólogos expresan con el término palabra, así Dios, en la medida en que podemos comparar las cosas humanas con las divinas, entendiéndose a sí mismo, engendra al Verbo eterno. Es mejor, sin embargo, contemplar lo que propone la fe, y en la sinceridad de nuestras almas creer y confesar que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre, como Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos, como Hombre, nacido en el tiempo de María, su Madre Virgen.

Mientras reconocemos así su doble Natividad, creemos que es un solo Hijo, porque sus naturalezas divina y humana se reúnen en una sola Persona. En cuanto a su generación divina, no tiene hermanos ni coherederos, ya que es el Hijo Unigénito del Padre, mientras que los mortales somos obra de sus manos. Pero si consideramos Su nacimiento como hombre, no solo llama a muchos con el nombre de hermanos, sino que los trata como tales, ya que los admite a compartir con Él la gloria de Su herencia paterna. Son aquellos que por la fe han recibido a Cristo Señor, y que realmente, y con obras de caridad, manifiestan la fe que profesan de palabra. De ahí que el Apóstol llame a Cristo, el primer nacido entre muchos hermanos.

“Nuestro Señor”

De nuestro Salvador se cuentan muchas cosas en la Sagrada Escritura. Algunas de ellas, es evidente, se aplican a Él como Dios y otras como hombre, porque de Sus dos naturalezas recibió las diferentes propiedades que pertenecen a ambas. Por eso decimos con verdad que Cristo es Todopoderoso, Eterno, Infinito, y estos atributos los tiene por su naturaleza divina; también decimos de Él que padeció, murió y resucitó, propiedades que manifiestamente pertenecen a su naturaleza humana.

Además de estos términos, hay otros comunes a ambas naturalezas; como cuando en este artículo del Credo decimos nuestro Señor. Si, pues, este nombre se aplica a ambas naturalezas, con razón debe ser llamado nuestro Señor. Porque, así como Él, al igual que el Padre, es el Dios eterno, también es Señor de todas las cosas por igual con el Padre; y como Él y el Padre no son el uno, un Dios, y el otro, otro Dios, sino uno y el mismo Dios, así tampoco Él y el Padre son el uno, un Señor, y el otro, otro Señor.

Como hombre, también es llamado apropiadamente nuestro Señor por muchas razones. En primer lugar, por ser nuestro Redentor, que nos libró del pecado, adquirió merecidamente el poder por el que verdaderamente es llamado nuestro Señor. Esta es la doctrina del Apóstol:

Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual también Dios le exaltó, y le dio un nombre que es sobre todo nombre: para que ante el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que el Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre. Y de sí mismo dijo, después de su Resurrección: Todo poder me es dado en el cielo y en la tierra.

También se le llama Señor porque en una sola Persona están unidas ambas naturalezas, la humana y la divina; y aunque no hubiera muerto por nosotros, habría merecido, sin embargo, por esta admirable unión, ser constituido Señor común de todas las cosas creadas, particularmente de los fieles que le obedecen y sirven con todo el fervor de sus almas.

Deberes debidos a Cristo Nuestro Señor

Queda, por lo tanto, que el párroco recuerde a los fieles que: de Cristo tomamos nuestro nombre y somos llamados cristianos; que no podemos ignorar el alcance de sus favores, tanto más cuanto que por su don de fe estamos capacitados para comprender todas estas cosas. Nosotros, por encima de todos los demás, tenemos la obligación de dedicarnos y consagrarnos para siempre, como fieles siervos, a nuestro Redentor y Señor.

Esto, en efecto, lo prometimos a las puertas de la iglesia cuando íbamos a ser bautizados; pues entonces declaramos que renunciábamos al demonio y al mundo, y nos entregábamos sin reservas a Jesucristo. Pero si para ser enrolados como soldados de Cristo nos consagramos con tan santa y solemne profesión a nuestro Señor, ¿qué castigos no mereceríamos si después de nuestra entrada en la Iglesia, y después de haber conocido la voluntad y las leyes de Dios y recibido la gracia de los Sacramentos, formásemos nuestra vida según los preceptos y máximas del mundo y del demonio, como si al ser purificados en las aguas del Bautismo, hubiésemos prometido fidelidad al mundo y al demonio, y no a Cristo Señor y Salvador.

¿Qué corazón tan frío no se inflama de amor ante la bondad y la buena voluntad que ejerce sobre nosotros un Señor tan grande, que, aunque nos tiene en su poder y dominio como esclavos rescatados por su sangre, nos abraza con un amor tan ardiente que no nos llama siervos, sino amigos y hermanos? Esto, ciertamente, proporciona el más justo, y quizás el más fuerte, reclamo para inducirnos siempre a reconocerlo, venerarlo y adorarlo como nuestro Señor.

Continúa...


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